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Al cumplirse el octavo día de mi enfermedad, por la mañana, al abrir los ojos tuve una gran sorpresa: mi marido estaba allí, en pie, entre mamá y Graciela. Experimenté apenas una ligera sacudida, un leve movimiento de los ojos y le tendí instintivamente las dos manos, que él besó antes de inclinarse sobre el lecho y estampar otro beso, largo y ansioso, en mi frente. El día anterior había empezado a mejorar de un modo visible: la temperatura no llegó a treinta y nueve grados y la tirantez del vientre era menos fuerte. Además, hacía tres o cuatro días que Graciela me aseguraba que advertía signos favorables al hacerme las curas. El médico, sin salir de su perplejidad, aceptaba la mejoría. Sin embargo, sufría un profundo decaimiento, una laxitud extrema, que eran sin duda efecto del estado de postración moral en que me sorprendió la enfermedad, y pasaba largas horas sin hablar, fatigada al menor movimiento y esperando la muerte, que estaba segura de que llegaría.

Entonces empezó una convalecencia dulce, rodeada de cuidados, en que mis fuerzas renacieron, como engendradas por una vida nueva, serena y limpia, que en nada se asemejaba a la anterior. Tales fueron mis primeras, impresiones de aquellos días. Me acostumbré a encontrar a Joaquín a mi lado, cada vez que abría los ojos, y lo buscaba cuando, alguna vez, no estaba allí Me creía otra mujer, y aspiraba voluptuosamente la esencia de las cosas, aun de las que me eran familiares, con la profundidad con que se abre a la naturaleza el alma de los niños.

Anhelaba mi debilidad el ser mimada, consolada, compadecida, con pequeñas ternuras, con discretas delicadezas que envolviesen mi cuerpo y mi espíritu ulcerados en algo parecido a un colchón de afectos que los preservara del choque demasiado rudo de mis primeras emociones de resucitada. Y me abandonaba a estos nacientes anhelos de paz, con la mano en las de Joaquín, que me hablaba largamente de sus proyectos, u oyendo la charla de Graciela, que procuraba alejar de mi mente los recuerdos y las ideas tristes.

Mi amiga y mi marido reñían a veces cómicamente, cuando la presencia de éste estorbaba las delicadas funciones de enfermera de aquélla.

—¡Ah! ¡Ya está usted ahí hecho un posma! Pues es necesario que vuelva a salir… Si se hubiera usted casado con una mujer achacosa como yo, ¡estaría divertido!

Joaquín salía refunfuñando y ella le hacía un gesto burlesco al despedirlo.

—No me lo trates tan mal, al pobre —le decía yo algunas veces, tomando parte en la broma.

¡Oh, mi discretísima Graciela! ¡Con qué exquisito tacto supo encauzar mis ideas y apartar las nubes de mi espíritu, cuando éstas empezaban a formarse en aquellos dificilísimos días de la nueva vida! ¡Y con qué maestría me curaba! Sus manos de hada llenas de sortijas, me tocaban sin que las sintiera, procediendo con tal rapidez en su faena que nadie sospechó jamás la clase de curas que me hacía. Una vez mi marido, un poco escamado, inquirió la razón de aquellos frecuentes encierros, y ella supo darse tal maña en sus explicaciones que lo dejó absolutamente convencido. A las mujeres de mi casa les dijo que se trataba de ella, que era la enferma, y que cerraba para disimular, delante de los extraños, pretextando que era yo la que necesitaba de ciertos cuidados. Se rieron de la mixtificación y del inocente engaño de que era víctima mi pobre marido, y una vez que estábamos solas me dijo mamá, refiriéndose a Graciela:

—Es lástima, ¿verdad?, que una muchacha tan joven y con tanta gracia tenga esos achaques tan… desagradables.

Mi pobre madre, a pesar de sus años y de su experiencia, tenía ideas bien candorosas acerca de muchas cosas de la vida, y una credulidad que muchas veces me dejaba maravillada.

En cambio Graciela estaba en todas, sin darse por impuesta de nada, y a ella seguramente le debo la serenidad de aquellas terribles horas de transición que siguieron a la llegada de mi marido. Cierto día, por ejemplo, hablaba Joaquín de las últimas semanas que pasó en el ingenio, y desde sus primeras palabras sentí como si una leve impresión de frío recorriera mi piel. Refirió que, cuando estaba desesperado y próximo a renunciar a su destino y embarcarse para La Habana, no sabiendo a qué atribuir mi silencio, le llegó la proposición formal que iba a hacer nuestra fortuna. Otro de los ingenios de don Fernando acababa entonces de ser adquirido por una compañía extranjera, y la empresa compradora le ofrecía el mismo puesto que allí desempeñaba, añadiéndole la oferta de una colonia de cincuenta caballerías de caña, en tales condiciones de refacción y de precios que él se creyó en el caso de telegrafiar, creyéndolo un error y pidiendo la confirmación de lo ofrecido. Le contestaron, a vuelta de correo, que el propio señor Sánchez del Arco había redactado el contrato, antes de vender, exigiendo que los compradores lo respetasen en todas sus partes, durante cinco años por lo menos. Aquello era regalarle un dineral, y hasta tuvo ciertos escrúpulos para firmar la aceptación, creyendo que era un favor exagerado.

—Nadie ha hecho por mi nada semejante en la vida —agregó conmovido—, y pocos son los hombres que hayan sido objeto de una protección de esa clase…

Al oír aquello tuve una sacudida de terror, y, sin poderlo evitar, solté la mano de Joaquín, que tenía entre las mías. Graciela intervino entonces.

—¡Eh! ¡Deje los negocios a un lado! Ya hablarán de todo eso… No me ha dicho usted nada por lo linda que he dejado a su mujer hoy por la mañana. Vea usted ese peinado y esa cara, con el gorrito de encajes.

Sonreí, aliviada de un gran peso, mientras Joaquín, después de mirarme un instante, me tomaba nuevamente las manos y las besaba con transporte.

—Es verdad —dijo—; usted siempre tiene razón, Graciela, Aunque no me quiera bien a veces, mi mejor negocio será que Victoria acabe de ponerse buena, para que no vuelva a separarse jamás de mi lado.

Otra vez me preguntó Joaquín dónde estaban las pinturas sobre raso y terciopelo de que le había hablado en mis cartas y que una vecina me había enseñado a hacer. Las había echado al fuego de la cocina, junto con los pinceles y los tubos de color, una tarde, poco después de mi última entrevista con Fernando, y no supe qué responder. Graciela lo hizo por mí.

—¡Eran horribles! —exclamó—, y yo misma le aconsejé que las destruyera, sin que nadie las viese. A su mujer de usted no la ha llamado Dios por el camino de la pintura…

Lo original del caso es que nunca habíamos hablado ella y yo de estas cosas, y que tampoco sabía Graciela que yo había arrojado al fuego mis trabajos. El hecho de no verlos en mi cuarto era simplemente, de seguro, lo que le había inspirado la réplica.

Alicia vino a verme varias veces, y nunca sospechó que existiera en mi conducta la menor irregularidad. Se reponía rápidamente, y su semblante empezaba a adquirir el color de la salud. Pero se quejaba de aquella tiranía de la faja abdominal, que la obligaban a ceñirse desde que se levantaba, y de las recomendaciones del doctor Argensola, que la trataba todavía como si estuviese enferma. Ahora que estaba libre de padecimientos, tenía unos deseos rabiosos de pasear, y el médico le exigía que permaneciese mucho tiempo aún entre el sillón y la cama.

—El doctor quiere eso —nos dijo una vez—; pero veremos si lo hago.

—No digas simplezas, hija —intervino Trebijo es tono de paternal reconvención—. Tú sabes que no harás la menor cosa que te perjudique.

Ella enrojeció un poco, y enseguida volvió a sonreír. Su marido vigilaba siempre para que no dejara un momento de ser como él quería que fuese. Le decía: «Tú sabes que harás esto o lo otro», con la seguridad del mentor que no ha visto nunca discutidas sus indicaciones; y ella, acostumbrada a pensar con la cabeza del esposo, le agradecía, en el fondo, sus advertencias, cuando se las hacía sólo en presencia de la familia y no había extraños delante. Tengo la seguridad de que para mi hermana no había nada en el mundo más sabio y más digno de admiración que su José Ignacio.

No encontré, pues, a mi alrededor, al volver a la vida, sino corazones satisfechos, disipada la sombra de incertidumbre que habían hecho nacer entre nosotros la enfermedad y la operación de Alicia. Recuperaba la salud en este ambiente, el menos propicio para enconar mis heridas, y me abandonaba a él, no sabiendo a veces si mis miserias habían existido realmente o si acababa de salir de un horrible sueño. Se disipó la pesadez de aro de plomo que oprimía mis sienes y nublaba mis ideas y empecé a recobrar las fuerzas. Mamá estaba casi siempre a mi lado; Joaquín no me dejaba ni un instante. Y la sonrisa dulce de aquellos dos rostros, que había estado a punto de olvidar, y que ahora reconquistaba, me producía un estado de continuo enternecimiento, del que no quería salir, porque gozaba con él y porque temía que el bello cuadro de aquella dicha se desvaneciera, de un momento a otro, como el humo.

La presencia de mi marido no me molestó un solo instante. Es verdad que jamás hubo en su persona o en sus modales nada que me repeliera de su lado. Había engordado ligeramente y su tez estaba un poco más curtida por el sol; pero su expresión inteligente, su barba oscura, corta y un poco rizada, y su mirada de miope atraían siempre las mías, sin que jamás dejara de encontrarlo agradable e interesante. Era como si hubiera vuelto a ver a mi hermano Gastón, después de larga ausencia y cuando tal vez me hallaba en trance de morir. Sin embargo, algunas veces atravesaba mi mente, como una flecha hecha ascua, una de aquellas ideas que Graciela leía en un pliegue de mi frente y se apresuraba a disipar con alguna de sus salidas. ¡Qué lástima que aquel mundo risueño y dulce que entreveía estuviese destinado a desplomarse en breve! ¡Cómo comprendía entonces el secreto de sus encantos mi, alma abrasada por la pasión y ennoblecida por el dolor, que era como un terreno ya abonado sobre el cual no permanecería infecunda en lo adelante la simiente del cariño!

Aquellas ideas poco tranquilizadoras me asaltaron con más frecuencia, a medida que con las fuerzas recobraba el conocimiento exacto de mi situación. El día en que la fiebre desapareció por completo y Graciela me anunció que pronto se iría a su casa, experimenté tal terror que tuvo que prometerme se quedaría a mi lado mientras yo lo quisiese. Al hacerlo, me estrechó la mano de un modo que significaba:

«Ten calma y yo te aseguro que todo se arreglará». A pesar de este ofrecimiento no me sentía tranquila sino cuando ella me acompañaba. Temía encontrarme a solas con mi marido, y únicamente de pensarlo todas mis carnes se estremecían.

Cuando estuve mejor, me leyeron una carta en que Úrsula de Montalbán se despedía de mí, excusándose por no haber venido a hacerlo personalmente. El mismo día de la llegada de Joaquín se había mudado de casa, sin que le hubiera dejado a nadie la dirección de su nuevo domicilio. Aquél fue para mí un motivo de verdadero júbilo. Lo que sentía es que también no hubiesen destruido la casa, demoliéndola hasta sus cimientos. Pero, de todos modos, me encontré aliviada de un gran peso, y no pude prescindir de agradecerle un poco a Úrsula su delicadeza.

La compañía de Julia ejercía también sobre mis nervios un efecto sedante, produciéndome una impresión de bienestar. Nunca me había fijado como entonces en la belleza de aquella alma ingenua que parecía hecha de una sola pieza. Julia entraba poco en mi cuarto, temerosa de molestarme; pero Graciela y yo la llamábamos con frecuencia y la obligábamos a que hiciese sus labores de aguja hablando con nosotras. Para distraerme, nos refirió, por primera vez, la historia de sus amores. Era sencillísima y yo la conocía en parte por los relatos de mamá A los veinte años, cuando aún vivían sus padres, tuvo un novio. El hombre era casado, y ella no lo supo hasta después de haberle entregado su corazón. Él no vivía con su mujer, la cual a su vez tenía amantes; pero para Julia era lo mismo, y determinó cortar de raíz aquellas relaciones, sin decirle el motivo a sus padres. Fue una ruptura dolorosa que le atrajo el desprecio de aquel hombre, que siguió frecuentando su casa, porque tenía negocios con su familia, y que la acusó de tener un alma demasiado seca. ¡No sabía él que la infeliz, con pasión de coleccionista, guardaba hasta las colillas de sus cigarros y besaba deshecha en llanto, cuando se quedaba sola, los objetos que el adorado había tocado con sus manos…! Calmados con la separación los escrúpulos de su conciencia, Julia esperó sin que su amor sufriera el menor menoscabo. Seis años después su amado enviudó, y ella creyó un momento que todos sus sueños de ventura iban a realizarse. Ninguna caída ha sido más dolorosa que la de sus esperanzas. Aquella sublime esclava del corazón desconocía sus leyes. Cuando él comprendió que sería bien acogido, creyendo que lo que ella perseguía era solamente el matrimonió, acabó de apartarse con asco de la infeliz y se casó con otra. Julia, que no podía odiar, cerró su pecho como un cenotafio destinado a encerrar solamente una fría imagen, y consagró a todas las criaturas los tesoros de su abnegación, que el destino no quiso que dedicara a una sola.

—¿Y no lo volviste a ver, Julia?, le pregunté conmovida e interesada por aquel cándido relato.

—Muchas veces, hija.

—¿Y qué milagro que, siendo tan creyente, no te hiciste monja? Movió la cabeza sonriendo con aire de duda y dijo:

—No he creído nunca ni en la virtud y ni en la utilidad de las monjas. Hermana de la Caridad, tal vez. Pero, de todos modos, no creo que para hacer el bien se necesiten una regla escrita y un uniforme…

Graciela le preguntó entonces, con una seriedad en que se traslucía apenas el fondo de malicia:

—Y ahora díganos, Julia, como si estuviera hablando con usted misma, ¿si pudiera darle una vuelta hacia atrás al tiempo, volvería a hacer lo que hizo? ¿No se ha arrepentido alguna vez de haber sido tan dura con su novio?

Se iluminó un instante la faz de la pobre solterona; luego bajó la frente y murmuró, con un suspiro:

—¡Tal vez!

Yo admiraba la rectitud de aquella conciencia, sencilla y grande hasta para confesar la duda que la corroía, y me dejaba adormecer por el relato de sus dolores, olvidando momentáneamente los míos. Graciela y ella eran mi coraza: me protegían contra mí misma y contra el despertar de algo trágico y sombrío que yo temía que ocurriera dentro de mi propio corazón.

La tarde del día en que Julia nos habló de sus amores experimenté una conmoción tan violenta que estuvo a punto de hacerme perder el conocimiento. Joaquín, que, desde que estaba enferma me trataba como a un objeto de cristal que al menor contacto fuera a quebrarse, me contemplaba medio adormecido y espantaba las moscas de mi cara con un periódico que tenía en la mano. De pronto abrí los ojos y un pensamiento llegado no se sabe de dónde, me asalto al verle: «Si adivinara él; si alguien, un anónimo, un ser ruin le dijera…». Fue tan intenso el malestar que sentí, que tuve que incorporarme en la cama para cambiar el giro de mis ideas, y pregunté en alta voz:

—¿Qué hora es?

—Las cinco —respondió mi marido. Y añadió:

—A esta hora estará saliendo el vapor en que se va don Fernando.

Quedé yerta de espanto, como si acabara de comprobar que su pensamiento respondía al mío por una secreta comunicación de fluidos, y me dejé caer otra vez en el lecho, con el semblante tan descompuesto que Joaquín se levantó alarmado y se incorporó sobre mí sacudiéndome para hacerme volver en mí.

—¿Qué es eso, nenita? ¿Qué tienes?

Hice un esfuerzo formidable para reponerme.

—Nada… un vértigo… un calofrío.

—¡Un calofrío! ¿Será otra vez la fiebre? Espera…

Corrió a la cómoda, registró nerviosamente las gavetas y trajo el termómetro, que me colocó él mismo en la axila. Pero ya Graciela estaba a mi lado, mirándome con ojos inquietos, como queriendo darse cuenta de lo sucedido, y yo me sentí más tranquila. El termómetro marcó solamente treinta y seis grados. Pasé nerviosa el resto de la tarde y por la noche, mientras comían Joaquín y mamá, cogí una mano de Graciela y lloré largo rato sobre ella, sin poder contenerme por más tiempo…

—Si tú supieras. Graci… Es preciso que yo muera… ¡Yo no puedo vivir ya…!

Aquello se escapaba de mi pecho, e iba a decirlo todo; pero mi amiga me puso con mucha calma la mano en la boca e impidió que la confesión se desbordase.

—¡Cállate! ¡Nada de boberías ni de llantos que a nada conducen…! Ahora es menester que vivas para tu madre y para tu marido. ¿Me oyes? Para tu marido también, que te adora y que no se sabe lo que sería capaz de hacer si… te viera así en este momento. ¡Vamos! ¡Sécate esas lágrimas!

Yo decía que no desesperadamente con la cabeza, aferrada a su mano, que no separaba de mis labios. Graciela me acarició la cabeza un buen rato, sin decir una palabra. Al fin, acercándose hasta apoyar el rostro sobre mi almohada, me susurró al oído embargada ella también por una emoción repentina:

—¡Valor, chica! Sé lo que sufres y puedo aconsejarte… Óyeme: yo también he querido, odiado y sufrido mucho… hace años, cuando casi una niña… Y, sin embargo, amo ahora a mi marido como no amé nunca a nadie en el mundo, ¡te lo juro…! Ya ves, te hablo ahora de algo que nunca me oíste, y que me enseñó a vivir…

El recuerdo de aquella vieja historia, así evocado por la propia protagonista, disipó un poco mi angustia y me hizo sentir una brusca necesidad de saber más, tal vez sospechando que encerraba ciertas analogías con mi caso.

—Y Pedro Arturo… tu marido… sabe…

—No —dijo Graciela con voz apenas perceptible, bajando la cabeza.

Nos miramos largamente y nos abrazamos en silencio, confundiendo nuestras almas.

Al día siguiente di los primeros pasos por la habitación y Graciela me anunció que su marido la reclamaba en su casa. Pensé con tristeza que un día u otro tendría que irse, y no me atreví a detenerla por más tiempo. Quedó acordado que se iría el sábado. Era un jueves. Pensé que aún me quedaban dos días de tranquilidad y respiré con más holgura.

¿Por qué seguía pensando aún en la fuga, en el suicidio, en qué sé yo cuántos dramáticos proyectos de expiación, que sabía muy bien que no iba a realizar? Es curiosa, repito, la falta de sinceridad del ser humano consigo mismo. Nos engañamos como si lo hiciésemos a otro; nos decimos: «Esta noche, a las doce, habré dejado de vivir, porque es seguro que antes tomaré un veneno». Y es una farsa indigna, una vil mentira de nuestra conciencia, que sabe que nada de eso realizaremos; un cobarde ardid de nuestro egoísmo que reclama una tregua a los remordimientos… Yo me había acostumbrado ya a la presencia de Joaquín cerca de mi lecho de enferma y de mi sillón de convaleciente, y no experimentaba la punzante inquietud que antes me acometía al encontrarme con sus miradas; pero temblaba ante la idea de estar algún día a solas con él y de reanudar nuestra antigua vida. Por eso volvía a mis ideas fúnebres y al recuerdo de aquel frasquito de arsénico que, dos meses antes, mamá había traído para los ratones… La próxima partida de Graciela me sumió de nuevo en el torbellino de estos descabellados pensamientos. Me decía que, con el adulterio solo, aún hubiera sido posible reconstruir mi vida; pero mi otro crimen era demasiado abominable para que pudiese lavarlo el arrepentimiento. Y cuando estaba sola en el cuarto sacaba el frasquito, lleno de un polvo blanco y fino, y me deleitaba mirándolo con feroz voluptuosidad.

Sin embargo, Graciela partió y yo seguí viviendo. Los besos que Joaquín me daba en la frente no me producían ahora aquella sacudida que estuvo varias veces a punto de denunciar mi secreto terror. Me acostumbraba también a ellos. Mi alma era como un líquido turbio que se sedimentara poco a poco y que de vez en cuando sufriere una breve sacudida. Afortunadamente Joaquín, al verme mejor, salía todos los días, con el fin de terminar sus liquidaciones, pagarle a Pedro Arturo, firmar las escrituras de cancelación y liberar nuestra casa de la hipoteca; después vinieron las firmas de los nuevos contratos con la compañía azucarera que iba a utilizar sus servicios, y mil prolijos asuntos de dinero que lo entretenían muchas horas. Por la tarde, llegaba cansado y satisfecho de sus gestiones, no atreviéndose a abrazarme por temor a que me deshiciera como una figurilla de azúcar. Exploté aquella delicadeza, para retardar el momento decisivo de una entrevista más íntima, fingiéndome débil y abatida cuando él estaba delante y quejándome de vagos dolores que no sentía. Joaquín dormía en su cama de soltero. A la hora de acostarnos, me besaba en la frente y se retiraba a su cuarto. Yo pasaba la noche entre vagos sobresaltos, despertándome horrorizada cuando sentía un ruido y pensaba que era mi marido que abría la puerta…

Una noche de cruel angustia, en que el sueño huía de mí, pensé que tal vez sería mejor que me echase a los pies de Joaquín y se lo contase todo; pero retrocedí en el acto, espantada de mi propio pensamiento imaginé el estupor de aquellos ojos que nunca me habían mirado con desconfianza, y la descomposición de aquel semblante que tan sereno aparecía siempre delante de mí. Era como si yo misma, después de traicionarle, le asestara una puñalada en pleno corazón. Aquel proyecto quedó juzgado y condenado desde el primer instante. Quedaban la muerte, que ya sabía yo que no vendría, y la aceptación de las cosas como habían venido, consagrándome a la felicidad de los míos con la mayor suma de abnegación que fuese capaz de desplegar mi alma… Por la madrugada, cuando mis ojos fatigados se cerraron, tenía la seguridad de haber encontrado la clave y me sentía más tranquila. El consejo de Graciela revivía en mi alma y me mostraba el único camino que podía, «que debía» seguir. No quiero hablar otra vez aquí de las hipócritas transacciones de la conciencia humana, porque dejo que cada cual haga acerca de esto sus propias observaciones. Para mí, todo el mundo moral se funda sobre una invariable mentira, que la elasticidad de ese verbo «deber» hace aceptable la mayoría de las veces.

Tres días después, al levantarnos de la mesa después de la comida, Joaquín y yo tuvimos el capricho de sentarnos en la pequeña terraza que habíamos hecho construir al fondo de nuestra casita, y mi marido invirtió la posición de los sillones poniéndolos como los de los novios, lo cual me produjo una pequeña inquietud al principio y acepté después de buen grado. Aquella mañana me había levantado todo lo alegre que era posible, dada mi situación, y de esta última puede darse una idea diciendo que era mucho mejor desde que había encontrado una fórmula para restaurar mi existencia. Atravesaba uno de esos lapsos de optimismo, no muy raros en mí en que no sabía si lo presente y lo pasado eran realidades o sueños, y en que me abandonaba con facilidad a la automática impulsión de la vida.

Joaquín se apoyó en el brazo de mi mecedora y me tomó dulcemente una mano. Encima de nosotros el firmamento, cuajado de estrellas, brillaba con la profunda serenidad con que se muestra casi siempre en el trópico. Mayo nos envolvía con su caricia tibia, de un suave y ponzoñoso encanto, que parecía fluir de la tranquila inmovilidad de aquel cielo. Mi marido y yo estábamos solos en la casa, porque Susana había ido a comer con Alicia y llevó a Julia, a fin de no volver sola de noche.

Joaquín hablaba de sus éxitos con hondos estremecimientos de entusiasmo que lo transfiguraban. Había pagado ya todas las deudas, y después de separar el importe de nuestros gastos hasta diciembre, aún quedaban cinco mil pesos, que podíamos invertir en una nueva casa o en agrandar aquella en que vivíamos. Luchaba por mí, para mí, para tejer en torno mío la red de comodidades y placeres que había soñado. Su entusiasmo era contagioso; se propagaba a mis nervios, calmados por la muda serenidad de la noche, haciéndolos vibrar de una manera bien distinta de la que los había sacudido en los últimos meses, y acababa por extinguir hasta el recuerdo de mis heridas. El programa que mi marido esbozaba era la paz, la tranquilidad, la dicha futura. ¿Por qué no habían de existir ya para mí; pobre nave azotada por la borrasca y refugiada en el único puerto que le ofrecía seguridad en el mundo? Poco a poco a la admiración que me inspiraba el luchador abnegado, fue uniéndose una especie de lánguido enternecimiento, de dulce necesidad de humillarme, de sentir el peso de su voluntad y de su fuerza, en justa expiación de mis culpas. ¡Ah! ¡Si hubiera podido caer de rodillas delante de él y besar sus pies, y ungirlos con mi llanto para secarlos después con el cabello, como una nueva Magdalena, con qué deleite me tornara luego pequeñita, con un alma pura de niña, y recibiría sus caricias, hecha una bola sobre su regazo…! Experimentaba algo parecido a la emoción que me embargó una vez, en el ingenio, cuando Joaquín estaba convaleciente de las anginas y yo hubiera bebido en sus labios el contagio para padecer del mismo mal. Era como un enervamiento voluptuoso infiltrado en mi sangre por el destello de sus ojos, que empezaban a fijarse en mí con muda insistencia. Ahora que conocía los resortes de mi propia naturaleza, sabía bien lo que ere aquello. Evitaba mirar de frente a Joaquín y respiraba con cierta ansiedad, sintiendo cómo subía y bajaba, con un compás ligeramente acelerado, el plano carnoso de mi seno.

Con mi enfermedad, el amor de mi marido se había transformado de impulsivo y un tanto brutal en apasionado y respetuoso. Suavemente sus dedos se deslizaron de la mano a la muñeca y de ésta al antebrazo, insinuándose hasta el hombro, bajo la ancha manga de la bata, con un cosquilleo suave que me estremecía toda la piel. Acabamos por callar, bajo el doble encanto de aquel juego y de la noche, cuya mancha negra se rompía agujereada por la luz de las dos ventanas del comedor, donde brillaba una bombilla eléctrica. Nuestros dos sillones huían de aquella luz, refugiados en el ángulo de la terraza. En aquel barrio, casi despoblado entonces, reinaba una soledad que le sugería a uno la ilusión de hallarse en pleno campo. Joaquín seguía mirándome con un tímido deseo sin atreverse a expresarlo de otro modo que por la discreta insinuación de sus dedos. Mis nervios vibraban sometidos al estímulo discreto de la caricia. Perdía poco a poco la noción de las cosas y entornaba los párpados. De pronto se encontraron nuestros ojos y nos besamos largamente en los labios, casi sin cambiar de postura en los sillones. Fue como una succión dulce, prolongada, con la cual nos aspirásemos mutuamente la razón y la vida… Un perro ladraba a lo lejos, perdido en el misterio de los campos vecinos.

Cuando vine a darme cuenta de mí misma estaba sobre las rodillas de Joaquín, y mis dedos inconscientes alisaban sus cabellos, que eran largos y partidos en dos crenchas en el centro, lo mismo que «los otros». Entonces me detuvo un brusco sobresalto de terror, y retiré las manos de su cabeza; pero él dulcemente las retuvo con las suyas sobre su frente y me obligó a dominarme. Fue la última sacudida de mi conciencia. Mi marido me acariciaba, me oprimía, y el roce áspero de su barba cerca de mis orejas me hacía encogerme toda sobre él, temblorosa y riendo nerviosamente. Así me dejé llevar al lecho, en brazos, como una niña, y sin dejar de reír.

Tengo, desde aquella noche, ideas concretas acerca de la unión de los sexos, que me parecen las únicas ajustadas a la verdad. El amor físico no es para la mujer una necesidad siempre igualmente sentida: requiere cierta preparación moral, por lo menos en las primeras aproximaciones, cuando no hemos encontrado, como yo digo, «los resortes secretos de nuestra propia naturaleza». Por eso, la mujer, y acaso todas las hembras de la creación, deben ser previamente conquistadas por sus poseedores. Más, tarde, experta ya en el juego del amor, puede «buscar» las sensaciones y provocarlas muchas veces a su capricho. ¿A cuántas casadas se les presenta la oportunidad de ese «más tarde»? ¿Cuántos son los maridos que se creen obligados a «conquistar» a sus mujeres, después del «sí», que no puede ser jamás otorgado libremente, y del deslumbrador ceremonial que las hace suyas? He aquí cuestiones que no se resolverían, sino a condición de que todas las «honradas», reales y aparentes, escribiesen como yo, la historia de su vida íntima.

Mi inconsciencia al caer aquella vez en brazos de mi marido fue tan completa que ni él ni yo advertimos que no habíamos cerrado las puertas de la habitación. Afortunadamente la casa estaba desierta.

Cuando estremecida todavía y como inundada por una gran luz interior, reclinaba, algunos minutos después, mi frente sobre el pecho de Joaquín, oí que éste me decía, emocionado y tan cerca que sus labios, al moverse, acariciaban mi oreja:

—¡Qué feliz soy! ¡Nena mía querida! ¡Tan feliz como no creía ya serlo nunca! Tú no puedes imaginarte esto inmenso que siento y que parece que va a hacer que mi pecho estalle de asombro y de alegría. Si lo supieras, comprenderías que me has dado la vida, y que te la debo…

Y me besaba en los ojos, con besos suaves, de gratitud y de adoración.