4

Los días volvieron a sucederse sin variaciones. Llegaron dos cartas que no contenían buenas noticias: una de mamá, anunciando que Alicia no seguía bien y que su marido y ella estaban preparando un viaje a Europa, y la otra de la madre de Joaquín, hablando también de enfermedades y penurias y pidiendo cien pesos, con la expresa recomendación de que no se enterara de ello su esposo. Los cien pesos fueron girados en el acto de recibir la carta. Era la primera vez que mi suegra se atrevía a pedirle a su hijo, después de nuestro matrimonio; y aunque Joaquín y yo esperábamos el asalto de un momento a otro y no nos cogía desprevenidos, me contrarió un poco, porque atrasaba en un mes la cuenta de mis ahorros. Por la noche, mi marido, en un rapto de franqueza, se decidió a revelarme el secreto de la enfermedad de mi hermana, recomendándome que jamás hiciera la menor alusión a este delicado asunto. Lo que tenía Alicia era una enfermedad contagiada por su marido, que, probablemente, se casó creyéndose curado de antiguos padecimientos, y no lo estaba. Tuvo que hacerme ciertas explicaciones, porque era la primera vez que oía hablar de males de esta clase, y cuando comprendí, al fin quedé tan aterrada que no me atreví siquiera a decirle a Joaquín lo que pensaba de toda aquella inmundicia.

No me decidí, sin embargo, a hacerle a mi marido confidencia por confidencia, hablándole de algo de su hermana que mi deber me ordenaba decirle, aunque hubiera prometido a Georgina lo contrario. He aquí lo sucedido, cuyo origen se remontaba a algunas semanas antes. Entre los amigos de mi cuñada era el preferido un sobrino del presidente de la compañía propietaria del ingenio donde estábamos, muchacho rico, fino, bien educado y de gran porvenir, que desempeñaba en las oficinas de administración el cargo más alto que era compatible con sus veintidós años. No entraba en casa; pero veía a mi cuñada de visita en el vecindario, y por las noches solían cambiar algunas palabras, de codos en la baranda de nuestro portalito, aunque manteniéndose siempre él respetuosamente en el exterior. Aquella asiduidad chocó a algunas personas, y la señora del maquinista, con su habitual seriedad y su franqueza, llamó mi atención hacia el hecho de que la elevada posición del joven, unida a la manera insidiosa de acercarse a una señorita como Georgina, no hacían presagiar que fueran muy santas sus intenciones. Además, supe por aquella excelente mujer y por Facunda, la negrita, que, en los días de la enfermedad de Joaquín, mientras yo estaba recluida en el cuarto en su compañía, Georgina y su enamorado disfrutaban a sus anchas del portal, mostrando a veces una proximidad un tanto escandalosa tratándose sólo de simples amigos. Mi alarma y mi perplejidad fueron grandes, al enterarme de todo eso, no sabiendo qué partido tomar durante muchos días y contentándome con observar atentamente los movimientos de Georgina, cuando la víspera, precisamente, había acaecido algo que sirvió para aclararlo todo.

Como era noche de guardia, Joaquín se despidió de mí, media hora después de la comida, provisto de su recio chaquetón de paño, su bufanda de lana y de un libro para no aburrirse en el laboratorio. Me quedé en el cuarto, como todas las noches en que mi marido se marchaba, y me entretuve en leer los periódicos que habían llegado en el tren de la tarde, sin saber si Georgina estaba en la casa o andaba de visita por el vecindario. Prefería leer en mi cuarto, porque a un lado de la cómoda había una bombilla eléctrica de cien bujías, que era la más potente de la casa. Después de los diarios de La Habana leí dos o tres capítulos de una novela, que acabó por aburrirme, y concluí yendo a buscar mis libretas de gastos y de ahorros, enfrascándome en una contabilidad complicada, que hacía que mi piel se estremeciera con pequeños espasmos de gozo. Maquinalmente pensaba que si mi marido me hubiera sorprendido en aquella actitud de avara, se habría burlado de mí como otras veces, llamándome judía incorregible y qué sé yo qué otras lindezas, y me reí yo misma de mi fiebre, sin dejar por eso de alinear cifras, sumar columnas de guarismos y proseguir mis cálculos con imperturbable ardor. De pronto, me pareció oír en el portal un murmullo de voces apagadas, y recordando las palabras de la señora del maquinista, me levanté muy quedamente, hice girar la falleba con precaución y entreabrí la persiana que daba al exterior. Había a un lado del portalito una red de alambre por donde se extendía el frondoso ramaje de una planta trepadora, destinada a defender del sol el frente de la casa. Las voces salían de entre las hojas, y, aguzando la mirada, distinguí a Georgina y a su amigo, envueltos los dos entre el follaje que los ocultaba del batey intensamente iluminado, pero que no podía protegerlos sino muy débilmente si se les observaba del sitio en que me hallaba. Debían considerarme dormida, porque el joven estaba dentro del portal, como si se encontrase en su propia casa, y sostenía a Georgina con las dos manos por el talle, inclinándose sobre el abultado busto de la muchacha. No tardé en oír el estallido de algunos besos, y vi en desorden el corpiño de Georgina, que se echaba hacia atrás, murmurando: «¡Déjame! ¡Déjame!», como si le hicieran cosquillas, y riendo con risitas ahogadas. Quedé, al principio, como inmovilizada por el horror, el asco y la vergüenza, y sin atreverme a dar crédito a mis propios ojos. Después hice ruido con la falleba y moví una silla con fuerza sobre el entarimado del cuarto, sintiendo enseguida los pasos de él que se alejaba, y los de ella, que se refugiaba en su habitación, entrando a tientas por no encender la luz entonces me quedé algo más tranquila, aunque estuve largo rato sin poder dormir y aguzaba con frecuencia el oído, cuando creía percibir un ruido del lado donde dormía mi cuñada. Me preocupaba sobre todo con lo que habría de hacer en presencia de aquel escándalo.

Así fue que, por la mañana, después de haber tomado mi resolución, y aprovechando un momento en que estábamos solas, le hablé dulcemente a Georgina del mal rato que había pasado al oír que hablaba en el portal con un hombre cuando todos dormían en la casa y en la vecindad. ¿Qué le diría yo a su hermano si llegase a «sucederle una desgracia» como a tantas jóvenes a quienes los hombres engañan con falsas promesas…? Ella enrojeció primero, me miró audazmente después y acabó por echarse a reír de mis temores, cambiándose de tal modo los papeles que se hubiera dicho que era yo la jovencilla y la inocente y ella la consejera y la avisada.

—¡Hija, ni que me hubiera caído de un nido! —exclamó con un gran aplomo—. A eso viene él sin duda: a divertirse. Pero una cosa piensa el caballo y otra el jinete… Para llegar conmigo a la diversión que él pretende, es preciso antes pasar por la sacristía… Puedes estar tranquila: «con ése» no me sucederá «ninguna desgracia», te lo aseguro…

Volvió a reír, mientras que yo, atónita, la contemplaba sin saber qué pensar de todo aquello y menos qué decirle.

—¿Pero no es tu novio ese muchacho?, acabé por preguntarle.

—Todavía no. Tú sabes: nosotras estamos aprendiendo con las americanas… es mi sweet heart, mi flirt, mi cortejo, que diríamos: Él da vueltas deseando morder la carnada sin tocar el anzuelo, y yo me río, porque esos mentecatos que las echan de tenorios son los que más pronto caen… De seguro que, para que te hayas decidido a hablarme, te ha dicho algo esa hipócrita del maquinista…

Negué sin inmutarme, y obtuve después de una breve discusión en que mi cuñada me elogió dos veces la sabiduría del viejo proverbio: «Ir por lana y salir trasquilado», que me prometiera no dedicarse más a su extraña pesca en la casa ni donde pudiese yo verla, a cambio del compromiso, por mi parte, de guardarle el más absoluto secreto. Concluido nuestro convenio, hablamos todavía, durante algunos minutos, del «sistema» de Georgina, sin que me atreviera a calificarlo por temor a inferirle una ofensa irreparable, y ella con mucha dulzura, insistió en preguntarme si la mujer del maquinista había intervenido en sus asuntos.

—Bueno, Victoria, ahora que estamos de acuerdo en todo, dime la verdad: ¿te dijo algo la del maquinista, no es así?

—No.

—¡De veras! Vacilé.

—¡De veras!

—Entonces, ¿cómo, sospechaste…? Porque sólo por haber oído que alguien hablaba conmigo en el portal a las nueve de la noche…

Resolví terminar de una vez, dejándola conocer un poco más de la verdad, y dije, casi sin mirarla y rápidamente:

—Es que abrí la persiana, y, sin quererlo oí y vi…

—¡Ah! —dijo Georgina, haciendo ademán de cubrirse el rostro con las dos manos y apartándose un paso de mí, roja como la grana.

Pero enseguida se repuso, y me dijo, con la valerosa franqueza que había, a pesar de todas sus astucias, en el fondo de su carácter.

—Está bien, Victoria. Ahora lo comprendo todo. Tú dirás que soy una loca, porque no pensamos lo mismo. No quiero saber lo que crees de mí; pero ahora más que nunca te agradezco la promesa de no decir ni una palabra de esto a Joaquín. ¿Convenido, verdad? —concluyó estrechándome efusivamente una mano.

—Convenido.

Barajé durante muchos días el recuerdo de aquella aventura, el de la enfermedad de Alicia y el de mis íntimas impresiones de casada, con una especie de melancólica aversión del mundo y de la vida, a cuyas prácticas no creía que mi naturaleza se adaptaba. ¿Habría nacido con algo de más o de menos en el alma, al igual que ciertas criaturas contrahechas desde la cuna que no podrían gozar jamás de la alegría de las otras? Las tardes en que hacía crochet o bordaba en el portal, cerca de la enredadera que había servido de amable refugio a Georgina, se prestaban, no sé por qué, al desarrollo de estas tristes reflexiones. Eran las horas más pesadas de aquellos días siempre iguales. Subía recto el humo de las altas chimeneas, en el aire inmóvil. Se quedaban desiertas las avenidas de asfalto del batey, por acercarse la hora de la comida, y la atmósfera cargada de olor de mieles y perfumes de azúcar recién elaborada parecía condensarse y hacerse más espesa y como pegajosa, a medida que el crepúsculo avanzaba. Sólo en esos momentos solía ser franca conmigo misma, aunque fuese únicamente un instante, y decirme, suspirando, que no era completamente feliz. Algo parecido a un grave silencio o a una impresión de vacío se apoderaba de mi alma momentáneamente; y como a la luz de un destello interior, que, por fortuna se extinguía pronto, me parecía entrever la semejanza entre la monótona sucesión de hechos de mi vida y aquella otra monotonía del trabajo industrial que rimaban las máquinas con sus sordos resoplidos y su trepidación lenta, inexpresiva e inacabable de autómatas de hierro.

Pronto, sin embargo, había de echar de menos la actividad de la zafra, aun contando con la tristeza de sus tardes de labor silenciosa. Joaquín y yo resolvimos quedarnos allí, por economía, durante el tiempo muerto, aprovechando la casa, que nada nos costaba, y las ventajas de un servicio ya instalado y bastante cómodo para nosotros. Antes de decidirnos pesamos cuidadosamente el pro y el contra de cada determinación. No tendríamos luz eléctrica, porque en los meses de inacción no se elaboraba fluido en la fábrica, pero nos alumbraríamos con acetileno. Calculamos el precio de adquisición del generador de gas y el costo mensual del carburo de calcio. Nada se abandonó al azar ni dejó de considerarse y discutirse con minuciosidad en el seno de la familia. Georgina opinó como nosotros, y quedó resuelto que continuaríamos viviendo lo mismo que hasta entonces.

Lo que no presentí fue la verdadera melancolía de los días de ocio, frente al batey abandonado, por donde sólo circulaban de vez en cuando, como autómatas, los empleados de la administración, bajo el sol del verano que amenazaba fundir el asfalto de las calles. Las casas, vacías y cerradas, a excepción de tres o cuatro, cuyos moradores habían hecho lo mismo que nosotros, añadían al cuadro un tinte de tristeza más desoladora que el aspecto del batey desierto y los enormes salones de los talleres abandonados. De noche, las calles aparecían alumbradas por mortecinas luces de acetileno que el viento agitaba; y bajo las altísimas techumbres de acero que cubrían las máquinas danzaban grandes sombras y parecían deslizarse fantasmas desde el oscurecer hasta el alba. Algunas veces, para hacer más completa la semejanza de aquellos lugares con ciertas descripciones de leyenda, resonaban a todas horas, terribles martillazos en el interior de la fábrica, sin que se viera a los misteriosos trabajadores, perdidos en la inmensidad de las salas desiertas. Eran las reparaciones que se llevaban a efecto en las maquinarias y que no se interrumpían un momento, ni de día ni de noche, durante el «tiempo muerto». El cielo, casi siempre gris, y los días lluviosos, aumentaban mi tedio. Aquella lluvia, que nos hacía el efecto de un llanto continuo de la naturaleza, contribuía al rápido renacimiento de la vida en los campos de caña que nos rodeaban prolongándose hasta el horizonte: mar inmenso de vegetación que iba haciendo cada vez más anchas sus verdes olas, a medida que sobre el amarillo pajizo de los tallos tronchados por la siega y el rojo de la tierra brotaban los retoños rectos con sus penachos de hojas nuevas.

Joaquín se pasaba la mayor parte de los días leyendo, en pijama, en su cuarto, con las ventanas abiertas de par en par. De vez en cuando algún habitante de los alrededores, que pasaba a pie o a caballo, vestido con la clásica chamarreta y llevando al cinto el machete, se detenía al verle y charlaba un momento con él, interrumpiendo su lectura. Se asombraban de verlo todavía en el ingenio, cuando había concluido ya su trabajo y podía vivir en la capital, dándose gusto. Mi marido sonreía y seguía la conversación de buena gana, contento de que vinieran a distraerlo un rato. Otras veces, cansado momentáneamente del libro, se entretenía en observar durante horas enteras el ir y venir de las gallinas que removían con sus patas la tierra, cerca de la ventana, buscando la sombra de las paredes. Yo cosía o leía también a su lado, cuando no tenía otra cosa que hacer en la casa. Con frecuencia bostezaba. Un gato blanco dormía casi siempre, desde el mediodía a la tarde, en la bifurcación de las dos ramas gruesas de un arbolillo que crecía a pocos pasos de nosotros. Veía su cuerpo de seda, hecho un ovillo en el lecho que había sabido improvisarse, y envidiaba la indolencia con que encarnaba su espinazo, sin abrir los ojos, para acomodarse en el lugar más cómodo. En algunas ocasiones pensé que cambiaría gustosa mi vida por la de aquel animalito, libre y apático, reprochándome enseguida, como una necedad, la concepción de esa clase de ideas.

La secreta tirantez entre mi marido y yo se agravaba, a causa de la forzada intimidad de los días de ocio. Muchas veces, durante las bochornosas horas de la siesta, podía seguir paso a paso en el semblante de Joaquín el desarrollo de la lucha que sostenía ordinariamente consigo mismo. Mi presencia irritaba sus deseos, con la misma intensidad de los primeros días, y su orgullo le ordenaba reprimirlos, ya que yo no los compartía. De ese modo transcurrían horas enteras.

Me miraba de reojo, casi rencorosamente, y su piel se estremecía; pero apretaba los dientes, y, observándolo con disimulo, podía distinguir con claridad la contracción de los músculos que oprimían una contra otra sus quijadas. Con frecuencia la tentación lo arrastraba y me hacía una caricia, que parecía fundir como por encanto todos sus rencores. El deseo era entonces más fuerte que la voluntad, y casi siempre acababa apelando a la misma fórmula. Me miraba largamente, con una expresión suplicante que significaba: «Ya vez, no puedo resistir más» y me decía, un poco avergonzado, mientras en sus pupilas, detrás de los cristales de sus lentes, brillaba aquella lucecita movible que yo conocía tan bien:

—¿Nena, cierra esa ventana, quieres?

Jamás me resistí ni dejé que mi semblante expresara el menor signo de contrariedad o de fastidio. Cerraba, sonriendo con mi más dulce sonrisa, y algunos minutos más tarde devoraba él su despecho y yo la pena de no haber podido complacerle enteramente, sin atrevernos a confesar lo que sentíamos.

Algunas veces, en sus momentos de mayor sosiego, hablaba él del amor y de las personas que han nacido para «comprenderse», oponiéndolas a otras que «jamás se comprenderían». Entonces se manifestaba fatalista y con inclinaciones hacia el pesimismo. Me parecía que sus frases envolvían alusiones y hasta recriminaciones encubiertas, que me lastimaban por su injusticia. Su carácter, por lo general tan dulce, se agriaba y se volvía caprichoso y a veces un poco duro. Una vez dijo, refiriéndose a su constante obsesión de las relaciones entre hombres y mujeres:

—Las mujeres tienen casi siempre un concepto equivocado de lo que nosotros queremos. Creen que les basta ser bonitas y hermosas para cautivarnos, y no están en lo cierto. Un hombre de espíritu un poco refinado —los demás, claro está que no se cuentan— prefiere mil veces una fea que se entrega con toda el alma, a una belleza que se ofrece sólo como una estatua.

Temió, sin duda, haber dicho más de lo conveniente y guardó silencio de pronto, mordiéndose los labios. Estábamos en la mesa. Georgina, sorprendida por el singular acento con que fueron pronunciadas aquellas palabras, levantó la vista del plato, y en vez de mirar a su hermano me miró a mí con tal expresión de inteligencia, que la sangre se agolpó a mis mejillas, como si hubiese recibido un ultraje de los dos por primera vez el odio de familia a familia, que late oculto en el seno de todos los matrimonios, lanzó a mi cerebro, agitado por el enojo, una idea ofensiva para mi marido. Pensé, con un sarcasmo que a mí misma me asombro después: «Sin duda estaría más satisfecho si yo fuera como su hermana». Y este pensamiento vengador me produjo momentáneamente tal alivio, que durante algunos segundos saboreé a solas mi victoria. El almuerzo terminó entre el malestar de todos. Apenas acabado, Joaquín tomó un libro y fue a sentarse en su sillón favorito frente a la ventana de su cuarto.

Poco a poco me fui calmando, aunque tenía el firme propósito de no dejar pasar aquel día sin tener con mi marido una explicación categórica. Joaquín estaba, desde por la mañana, de mal humor y como inquieto. Yo, impaciente.

Al fin me paré delante de él y tuvo que bajar el libro, dejándolo abierto sobre las piernas.

—Joaquín, ¿cómo querrías tú que yo fuera? —Le dije resueltamente. Me miró con asombro.

—¿A qué viene esa salida, mi hijita?

—Viene a que es preciso que hablemos hoy mismo de estas cosas, hijo. Tú me reprochas algo; demuestras que no te hago feliz, y apenas hace unos meses que nos hemos casado. Quiero que seas franco conmigo, aunque sea una sola vez; que me dirijas, que me guíes, que me enseñes… Para eso soy tuya y lo seré toda la vida.

Joaquín me contemplaba, moviendo dulcemente la cabeza, en señal de duda.

—¿Vas a decirme por fin lo que tengo que hacer para que me quieras… completamente?

Sonrió, vacilando, y dijo después, sin abandonar su calma, tal vez un poco irónica en aquel instante:

—Esas cosas no se enseñan, hijita: ¡se sienten! Nacen del corazón sin que nadie las sugiera… Únicamente entonces tienen valor…

Me quedé anonadada, sabiendo que no vencería jamás la terquedad de un hombre que se envolvía en sus pequeños resentimientos de enamorado como en una cota de malla, y sentí a mi vez la mordedura del despecho al considerarme también «no comprendida». Había acudido a él como una niña ansiosa de conocer el secreto de la vida, con el alma abierta y el corazón palpitante de angustia, y me recibía como a una mujer ante cuyos desvíos el amante se considera justamente irritado y quejoso. ¿Qué hacer? Acabé por encogerme de hombros, diciéndome: «¡Peor para él!», con un sentimiento de cansancio y de enojo que nunca había experimentado con respecto a Joaquín.

Desde aquel día dejé correr los acontecimientos, sin tratar de oponerme a su curso. Mi marido tenía horas de exquisita ternura, en que parecía que nada nos separaba, y días de mal humor, donde yo adivinaba el trabajo sordo de su obsesión maniático en lucha contra los arrebatos de su amor. Pero no hubo nuevas crisis en el espacio de varias semanas. Yo era siempre la misma, complaciente y dulce ante todos sus caprichos. Aunque ya no había guardias nocturnas, seguía quedándome en el lecho, por las mañanas, un día de cada dos, y cosiendo a su lado, en el cuarto, durante las horas más calurosas del día, mientras él leía, tendido en la mecedora y con los pies sobre el respaldo de una silla. Algunas veces, a una indicación suya, dejaba la costura y venía a colocarme a su espalda para jugar con sus cabellos, peinándolos y despeinándolos con los dedos, lo que constituía uno de sus placeres favoritos. En tales momentos una completa armonía reinaba entre nosotros. Era como la unión intima y tierna de nuestras almas en los días en que, por mandato periódico de la naturaleza, el amor de mi marido se veía obligado a encerrarse en muy estrechos límites Entonces nada nos dividía, nada nos separaba. Desde que Joaquín me veía caer en la cama, presa del dolor que desgarraba mis entrañas durante cuatro o seis mortales horas, sus sentimientos se dulcificaban de tal suerte que me parecían casi paternales. Hubiera sido muy difícil adivinar la contrariedad que experimentaba, al verse privado temporalmente de mí, detrás de la delicadeza con que ocultaba todas sus impaciencias. Se informaba solícitamente, muchas veces al día, del curso de mi «enfermedad»; y cuando a su pregunta invariable: «¿Cómo sigues ahora, nenita?», respondía por fin: «Estoy casi bien ya», sólo la mirada sagacísima de una mujer que acecha podría descubrir en su semblante el ligero temblor de alegría producido por la noticia. Llegué a amar la serena placidez de esos días sin sombras, y a desear que llegaran, a pesar de haber sido tan aborrecibles para mí en otro tiempo.

¡Quién se hubiera atrevido a decírmelo entonces!

Sin embargo, todo tiene en la vida su pro y su contra. Las horas de armonía encendían el deseo: la calma preparaba la tempestad; llegué a saberlo por experiencia. La primera rencilla en que no pude contenerme y lloré en presencia de mi marido, sobrevino unos dos meses después de mi inocente tentativa para buscar en un cambio de íntimas confidencias el remedio de nuestros males; y fue precisamente a continuación de uno de aquellos períodos de tres o cuatro días de amor platónico en que mis nervios reposaban y mi corazón se entreabría al soplo de nuevas esperanzas. La víspera, al acostarnos, Joaquín me preguntó, por vigésima vez desde que cuatro días antes había empezado «mi indisposición», mirándome con profunda ternura y aprisionando mi mentón entre sus dedos:

—¿Cómo estás, nena?

—Bien. Ya no tengo nada.

Brillaron sus ojos, con rápido destello, me besó en la frente y se durmió.

A la mañana siguiente, mucho antes de la salida del sol, me despertó con otro beso cálido y prolongado. Estaba locuaz, casi alegre, y empezó a contarme riendo los detalles de un gracioso equívoco que había sucedido dos noches antes entre un vecino y uno de los guardias jurados del batey. Probablemente hacía mucho tiempo que no dormía cuando se decidió a despertarme. Por desgracia, tenía yo aquella mañana un sueño invencible. Quería ser amable con él, y se me cerraban las ojos. Mientras tanto, ni sus labios ni sus brazos permanecían ociosos. Me estrechaba, me oprimía y murmuraba a mi oído súplicas y gentilezas, que apenas le entendía, entremezcladas a sus relatos. Estaba insinuante y cariñoso como nunca, y parecía haber olvidado todos sus amargos recelos de otras veces. Recuerdo muy bien el esfuerzo casi desesperado que hice varias veces para sobreponerme al sueño.

De pronto Joaquín, que había empezado a tomar posesión de mi inerte cuerpo, me rechazó violentamente y se echó a un lado, exclamando con reconcentrada ira:

—¡Es inútil, hija! ¡Eres de mármol!

Quedó casi vuelto de espaldas, murmurando palabras ininteligibles y resoplando como una bestia enfurecida. Yo, como aplastada bajo una losa, y mi inoportuno sueño disipado de repente sin dejarme ni un resto de su pesadez. Con los ojos muy abiertos, permanecí inmóvil y sin atreverme a cambiar de postura. No sentía sino la brusquedad de su trato, a la cual no estaba acostumbrada, y una especie de estupor en que, durante unos cuantos segundos, mis ideas vacilaron y se confundieron lastimosamente. Y de improviso algo se rasgó dentro de mí, estalló como un huracán de lágrimas y de sollozos y me sacudió en una convulsión tan honda que me hizo pensar que la vida se me escapaba. Joaquín se precipitó sobre mí, desolado, arrepentido. Se llamaba bárbaro y loco, se mesaba los cabellos y me pedía perdón. Inútil. Estaba como bajo el imperio de una crisis histérica, en que cada palabra de consuelo provocaba la explosión de un sollozo más profundo. Joaquín lloró a su vez, y concluimos mezclando nuestras lágrimas en un apretadísimo abrazo que nos reconciliaba, mientras nos prodigábamos mutuamente al oído las ternezas con que nos esforzamos por ahuyentar el pesar del corazón de los niños.

Siguieron otros dos meses, en los cuales el recuerdo de aquella escena hizo razonable a Joaquín y nos mantuvo unidos como en los mejores días de nuestro amor. Sin embargo, yo veía conjurado el peligro por el momento, pero no extinguida la causa de nuestras desazones. Mi marido atribuía su mal humor a la falta de un hijo, y hablaba de eso con exaltación, como si sólo de ello dependiera nuestra felicidad. Así pasaron los días monótonos y ociosos del «tiempo muerto», y llegó la actividad de la zafra, que yo esperaba con impaciencia como el más seguro medio de ofrecer una distracción a Joaquín. Por lo demás, yo misma me decía con frecuencia que era una gran contrariedad el que no hubiese concebido un hijo en todo el tiempo que llevaba de casada. Fue ésta, pues, la obsesión de los dos, en aquellas largas semanas de tregua entre dos crisis. Mi marido me poseía a veces rabiosamente, como si pretendiera clavar en mis entrañas la semilla, con un supremo esfuerzo de la voluntad y de los músculos. En sus momentos de mayor calma hablaba de la necesidad de los niños para consolidar la dicha del matrimonio. Por lo demás, procuraba dominar sus nervios cuando estaba a mi lado y evitaba cuidadosamente la provocación de nuevos episodios sentimentales.

En los días tranquilos, mi alma retomaba a la esperanza de que el tiempo, que todo lo modifica, llegaría a hacer desaparecer lo que yo llamaba «la locura de mi marido». Pasados mis primeros arranques de someterme a su capricho y desear que me condujera adonde quisiese, empecé a robustecerme en la creencia de que, en el pleito que veníamos sosteniendo, era yo quien tenía toda la razón. ¿Era siquiera decente pensar que una muchacha honesta y educada en las buenas costumbres se entregase a ciertos entretenimientos con la misma complacencia que podría experimentar en ellos un hombre? En realidad, ignoraba muchas cosas que hubiera necesitado saber para formar un juicio exacto acerca de mi esposo y de mí misma; pero acudían a mi memoria fragmentos sueltos oídos aquí y allá, del código que rige a la casta en que me crié, y acababa refiriendo la divergencia de criterios mostrada por Joaquín y yo a una sencilla causa de educación y de familia, en que desde luego quedaba admitida la superioridad de las mías. Siendo mansa, obediente y cariñosa, cumplía con mi deber. Todo lo demás que se pretendiera de mí era indignidad y corrupción, y había hecho muy mal en querer transigir con aquellas abyecciones, por darle gusto a mi marido. Recordé, entre otras cosas, esta frase de mi madre, pronunciada no sé con qué motivo: «para recrearse de cierta manera no se casa uno, sino se va con esas mujeres». Estas palabras parecían contener casi toda la solución del misterio. Y una noche, en que estaban de visita en casa la señora del jefe de máquinas, de que ya he tenido ocasión de hablar otras veces, y la del inspector de colonias, lo que le oí a la primera acabó de consolidar mi convicción de un modo definitivo.

Hablaban de uno de los matrimonios jóvenes que no gozaban, al decir de Georgina, de muy buen concepto entre los vecinos del batey. La señora del inspector encontraba a la esposa más provocativa que hermosa, con sus trajes demasiado adornados y sus actitudes desenvueltas, y expresaba su creencia de que, sin duda, había sido «artista» antes de casarse. La del maquinista, moviendo gravemente la cabeza, habló a su vez, no sin antes cerciorarse de que ningún extraño la escuchaba.

—Desde que llegaron no me gustó —dijo—. Al principio vivían a dos puertas de casa, y me alegré mucho cuando se mudaron a otra parte… La mujer estaba a todas horas encima del marido, besándolo y estrujándolo. ¡Un asco! Es lo único que he visto de ella y me basta para imaginarme cómo es.

—Pues si no fuera más que eso —apuntó la otra con un mohín despectivo.

—Pero si con lo que vi tengo bastante, hija. Yo no soy gazmoña, ni puedo serlo, casada y casi vieja ya como soy. Claro está que los matrimonios jóvenes tienen que tener sus expansiones; pero deben tenerlas bien encerraditos en el cuarto, y de cierta manera… Precisamente el casamiento le impone a la mujer el respeto a sí misma, y en algo han de diferenciarse las honradas de las perdidas.

Se interrumpió para dirigirse a mí.

—Usted es joven, y a pesar de eso me entiende, ¿verdad, hija mía?

No lo entendía, tal vez, muy bien; pero creí comprender lo suficiente, e hice una señal afirmativa, irguiendo el busto para darme mayor importancia. Después dije:

—Yo no la conozco. Sólo la he visto una o dos veces, y eso de lejos. ¡Salgo de casa tan pocas veces…! Pero Georgina, que anda por todas partes, me ha contado algunas cosas…

El nombre de mi cuñada desvió el tema de la conversación. La señora del inspector exclamó:

—¡Qué no sabrá Georgina! Y, a propósito: está muy formal, ¿verdad?

—Mucho —respondí, convencida—. No baila, casi no habla con los jóvenes y se acuesta a las ocho y media.

¡Una verdadera monjita!

En efecto, como su enamorado se pasaba los meses del verano fuera de Cuba, ella se impuso, durante ese tiempo, la más austera regla de conducta, sabiendo que no faltaría quien se lo dijera a su regreso. Y cuando volvió, quince días antes de empezar la nueva zafra, halló cambiados los papeles: la joven afectaba entonces una modestia y un recato extraordinarios, y era él quien tenía que perseguirla encarnizadamente, para conseguir que consintiera en hablarle algunos segundos.

La del inspector, que era un poco mordaz, sonrió maliciosamente y dijo:

—¡Humm! Ella sabe muy bien lo que hace…

Cuando se fueron, me quedé pensando solamente en las palabras de la señora del maquinista, sin acordarme más de Georgina. Eran las mismas de mamá, al aludir al recato de las esposas. Aquella señora, que no era vieja por cierto, tenía, sin embargo, el mismo pliegue severo entre los ojos y la misma voz grave que mi madre adoptaba para hablar de la conducta de las mujeres. En mi mente acabó de dictarse el fallo contra la sinrazón de mi marido, y quedó resuelto que no debía torturarme buscando solución a un problema que sólo resolvería el tiempo. Callada, pasiva y dulce siempre, proseguiría mi camino, sin abusar de mi triunfo haciéndoselo conocer imprudentemente. Resolví continuar como si nada hubiera decidido, afectando una absoluta ignorancia, y firme, sin embargo, en «mi derecho». Mi pensamiento podía expresarse así: «El amor de una esposa es siempre púdico, como el que yo le profesaba a Joaquín; y el que él deseaba que yo sintiera era el otro, el de las queridas». Acerca de esto sí que no tenía dudas, entonces.

Un acontecimiento inesperado vino a trastornar nuevamente nuestra vida, dejándonos primero entrever un rincón de la gloria, para sumirnos enseguida en un malestar peor que aquel de que acabábamos de salir. Al empezar el mes de enero, todo me indujo a creer que estaba encinta. La alegría brilló súbitamente en el semblante de Joaquín, que, más delicado y más solícito conmigo, me envolvía sin cesar en una profunda mirada de gratitud y me cuidaba como si fuese yo el globo de cristal que encerrara su dicha. Duró varios días la especie de embriaguez de aquella ilusión, y al cabo de ellos el mentís de la naturaleza nos dejó consternados y como abatidos bajo la impresión de un triste presentimiento.

A pesar de mis convicciones, que creía tan sólidas, tuve miedo otra vez. Joaquín, más sombrío que nunca, se apartaba ahora francamente de mi lado, Desde que empezó la zafra, con el pretexto de la comodidad, se acostaba en su cuarto cuando volvía de sus guardias nocturnas. Los demás días se quedaba en mi cuarto y me abrazaba aún apasionadamente muchas veces; pero su entusiasmo disminuía y sus ardores desvanecíanse rápidamente. ¿Qué hacer? Mis ideas vacilaban, y lloraba con mucha frecuencia, estremecida por crueles angustias. No podía pensar, como casi había llegado a hacerlo, que Joaquín hubiera sido capaz de tratarme de un modo inconveniente y depravado; y, lejos de eso, empecé a considerarme culpable de aquella gratuita acusación formulada antes por mi conciencia. Sabía muy bien cuál había sido su vida, para seguir atribuyéndole un temperamento vicioso que jamás tuvo. En su casa no conoció jamás sino la escasez y las enconadas quejas de los suyos, que intentaban devorarse unos a otros. Después vino la época de sus estudios, hechos entre sacrificios inverosímiles, llevando siempre un gran ideal de amor en el pecho y muy poco dinero en los bolsillos: vida oscura y relativamente casta de escolar aleccionado, por la miseria y acostumbrado a confiar solamente en su propio esfuerzo, sin borracheras, sin queridas, casi sin amigos y mantenida solamente por el ardor que engendra la feroz conquista del título. Éste primero y yo después, fuimos los dos grandes ideales de su existencia. El presentimiento de perder su amor me hizo clarividente y me obligó a pensar en estas cosas, que antes no se me habían ocurrido. Me juzgué mala muchas veces, e hice insensatos proyectos de arrojarme a sus pies y pedirle que no me arrebatara su cariño, que se desvanecían tan pronto como me encontraba en su presencia y en ocasión propicia para llevarlos a efecto. ¿Por qué era tan difícil de ejecutar lo que tan fácil me parecía cuando ordenaba en la imaginación los menores detalles de la noble y necesaria entrevista? Los días pasaban en aquella cobarde inacción de mi alma, sin que pudiera explicarme cómo la voluntad es tan débil que todo su esfuerzo es impotente para desatar la rigidez de un músculo, y no consigue arrancarnos del cuello ese collar de la emoción que nos impide hablar en los momentos decisivos de la existencia.

Entre tanto, Joaquín no disimulaba delante de mí el odio que había llegado a inspirarle el ingenio donde estábamos. Como todos los seres cavilosos y concentrados en sí mismos, tenía la manía supersticiosa de atribuir a los lugares una influencia favorable o nefasta en los acontecimientos. Aquella antipatía fue contagiosa. Yo misma llegué a desear que, al terminarse la zafra mi marido no renovara su contrato de trabajo, experimentando un sordo rencor contra aquellos lugares donde no había llegado a ser nunca completamente feliz. Un día, sin embargo, mi corazón latió violentamente, al oírle exponer lo que tenía en proyecto para el próximo año.

Se fomentaba en Oriente un gran central, cerca de la costa, y no le sería difícil, según afirmaba, obtener allí una plaza con doble retribución. La nueva fábrica estaba en plena selva, lejos de todo lugar civilizado, entre bosques inmensos de caobas y jácaros por un lado y grandes extensiones cenagosas cubiertas de mangles por el otro. No debía ser muy agradable la vida en esos sitios casi salvajes; pero, en cambio, la fortuna se encerraba en ellos. Habló de su ambición con una fiebre que hasta entonces no le había conocido, y acabó diciendo que se iría solo, mientras que yo, en La Habana… No lo dejé concluir.

—¡Solo! ¡Nunca! ¡Eso nunca!

—Será preciso, nena mía —replicó sonriendo tristemente—; por lo menos mientras no haya allí comodidades para ti. Te dejaré libre de mis majaderías durante cinco meses, y tal vez así aprenderé a quererte de otra manera.

Me eché en sus brazos llorando, y por un momento me pareció que aquel torrente de confidencias que tantas veces me había propuesto dejar correr de mi corazón al suyo se escapaba por fin con mis sollozos en un desbordamiento de todas las fuentes de mi dolor y de mi ternura. Joaquín, muy dulcemente, me acariciaba los cabellos, como a un niño a quien se pretende calmar.

—Es una prueba, mi vida —prosiguió—; una prueba que envuelve también todo un programa de reformas económicas. Lejos de ti un poco de tiempo aprenderé a tener cordura y dejaré de mortificarte con mi necio empeño de que seas como yo lo deseo y no como Dios te ha hecho. Además, esto contribuirá a que pensemos un poco en hacer un capital… Y no hay ni despecho, ni soberbia en ese propósito, mi nena querida. No he dejado de quererte con toda mi alma, ni te quitaré un adarme de mi amor en lo que me reste de vida. Se trata de un plan de regeneración moral; de algo que he meditado mucho y que ensayaremos… Pero no llores así; no me hagas perder la serenidad con tus lágrimas. Óyeme y verás…

Por espacio de un cuarto de hora siguió colmándome de paternales caricias y haciéndome observaciones razonables, a las cuales no podía oponer ningún argumento. Me hablaba de él, de mí, de nuestro porvenir, de las grandes explotaciones modernas y de la facilidad de ganar mucho dinero en esos lugares en que la naturaleza virgen prodiga sus tesoros a los hombres audaces. Lo que me ocultaba es que un ingeniero acababa de morir de paludismo, en aquellos sitios cuya bondad preconizaba él con tanto entusiasmo. Su voz era tierna, persuasiva y firme, como si su resolución, que no podría ser quebrantada por nadie, estuviese tomada desde mucho tiempo antes. Y a veces sonreía con una expresión que no podía saberse exactamente si era de tristeza o de recóndita esperanza.

Me quedé consternada.