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El primer domingo de diciembre, veinticinco días después de mi boda, tuvimos una fiesta en nuestra vivienda provisional de Arroyo Naranjo. Se reunía la familia para celebrar el casamiento y para despedirnos, pues al día siguiente partiríamos Joaquín y yo para el ingenio donde había de trabajar mi marido. Hasta entonces nos habían dejado disfrutar en paz de nuestra luna de miel, aunque fuimos dos o tres veces a La Habana a ver a mis padres y a realizar algunas compras.

Graciela y Pedro Arturo vinieron por la mañana muy temprano. Además esperábamos a mamá, papá, Alicia, José Ignacio y Gastón, y estaba con nosotros, desde tres o cuatro días antes, una de las hermanas de Joaquín, Georgina, enviada por mi suegra para que nos acompañase al ingenio, a fin de que no me quedara sola mientras mi marido estuviese en su trabajo.

Acogí a mi cuñada con dos sentimientos que no podían ser más divergentes: con cierta oculta hostilidad, porque me figuraba que, viniendo de la familia de Joaquín, no podría nadie mirarme con buenos ojos, y con alegría, toda vez que su presencia impondría cierto orden en nuestra vida conyugal «demasiado consagrada al amor». Georgina no era bonita, pero sí muy simpática. Vista por mí con prevención, me pareció que ocultaba picardías bajo la fingida modestia de sus grandes ojos pardos. Era un poco gruesa para su pequeña estatura, pero tenía la cintura y las muñecas finas, el seno muy abultado y las manos pequeñas y lindas. Su rostro fresco, la vivacidad de sus ademanes y sus gracias de coqueta atraían hacia ella las miradas de los hombres. A los dos días de tratarla, tuve que modifica mi juicio. Georgina era egoísta, pero no mala. Tenía mi misma edad, y aunque me ocultaba su verdadero carácter porque yo era la mujer de su hermano, comprendí que no venía predispuesta contra mi persona. Intimamos bastante, guardando siempre la natural reserva entre cuñadas, y mi hostilidad se desvaneció rápidamente.

Graciela no la conocía, pero simpatizó con ella desde que se la presentamos, y a la hora se tuteaban y revolvían juntas la casa, atronándola con sus risas.

La mañana estaba fresca y hermosa, con un sol como filtrado al través de la gasa tenue que blanqueaba el azul del cielo. Joaquín y yo, que esperábamos un amanecer oscuro y lloviznoso, como en los días anteriores, habíamos madrugado, y recibimos la sorpresa de buen tiempo, sonriente como un feliz presagio.

De tiempo en tiempo nos reuníamos todos en el portal para explorar con la vista la carretera por donde habían de venir los otros invitados.

—¿Qué apuestas a que tu cuñado no llega antes de las diez? —me había dicho Graciela.

Joaquín y yo, comprendiendo su intención, sonreímos. José Ignacio recibía de ocho a nueve su masaje, y por nada del mundo hubiera interrumpido aquella práctica que se refería a la conservación de su salud.

—Tienes razón —repuse—, pero mamá.

—Tu madre vendrá con ellos. En cuanto a tu padre, no vendrá; y Gastón, si viene, lo hará solo y siempre tarde…

La miré con sorpresa.

—¿Y por qué aseguras que papá no vendrá?

—Porque conozco a tu familia mejor que tú misma. Tu padre es enemigo de las despedidas. Si ha dicho que venía, ha sido con la intención, bien segura, de arrepentirse a última hora. Verás si tengo razón.

Reconocí que era cierto lo que decía y me quedé algún tiempo un poco contrariada por la predicción. Papá era así: concentrado y de pocas palabras, con un carácter que lo hacía parecer seco y que era, en el fondo, tierno y sentimental como el de una mujer. Mamá era cien veces más valerosa.

Pero Graciela, que se había dado cuenta del efecto de sus palabras sobre mi ánimo, procuraba distraerme, entablando con su marido uno de sus diálogos cómicos en alta voz, en que los dos se daban nombres caprichosos y se divertían como muchachos.

—Óyeme, Chelo: cuando seamos ricos será necesario que me compres una quinta como ésta, para pasar nuestra segunda luna de miel. ¿Quieres?

Él se echó a reír, encogiéndose de hombros, y yo intervine.

—¿La segunda? No puedo creer que la primera haya pasado porque parecen ustedes novios y no casados…

—Y no lo somos —replicó ella enseguida con una carcajada—. ¡Somos concubinos! Nos casamos para que las gentes no nos fastidiaran con sus escrúpulos Éste tiene un carácter muy independiente; yo, lo mismo. Y convinimos en que si nos aburríamos el uno o el otro, cada uno tomaba por su lado, y santas pascuas…

¿Verdad, mulato, que no somos sino concubinos y que podemos divorciarnos a la hora que nos plazca? Pedro Arturo asintió con burlesca gravedad y repuso:

—Hija, ¿adónde vas a ir que más valgas?

Cuando estaban juntos, bromeaban casi siempre, diciéndose lindezas, mientras se acariciaban constantemente con la mirada. Me conmovía su amor, porque tenía la intuición de que estaban hechos el uno para el otro. Ella le llamaba mulato burlonamente, aludiendo a su color moreno y a su pelo áspero, que llevaba ahora cortado casi al rape y cuyas puntas, erguidas sobre la frente, debían de hincar como las cerdas de un cepillo. El tiempo que llevaban de casados no los había cambiado, conservando él su aire un tanto alocado de jovencito, sin pelo de barba, y la movilidad viva e inteligente de sus ojos. Nadie hubiera podido creer que aquella especie de mozalbete insustancial fuera capaz de haberse trazado un plan para encadenar a la fortuna y que estuviese a punto de conseguirlo. Por lo demás, ambos se mofaban de aquellas riquezas próximas a ser conquistadas, diciendo irónicamente «cuando seamos ricos» como si para alcanzar ese fin no trabajaran denodadamente los dos.

Graciela se había quedado un momento contemplándolo entre embelesada y burlona, y exclamó de pronto, dirigiéndose a nosotros:

—No sé por qué me he enamorado de él. Probablemente por feo… Enseguida, pasando a otro asunto sin transición, me dijo:

—¿Por qué no invitaste a almorzar a Luisa? Hice un mohín de desagrado.

—A Joaquín no le gustan ni ella ni el marido —respondí—. Y si te he de ser franca… a mí me sucede lo mismo.

Graciela asintió con un gesto, y de repente se echó a reír de un recuerdo que le pasó por la mente.

Hace dos semanas que me la encontré en la calle —dijo—. La hallé más flaca y más lujuriosa que nunca, si es que es posible eso… Mira: estos huesos de aquí del pecho se le salían, como si fueran a agujerearle la piel… Y el vestido estrambótico, a fuerza de ser llamativo… Iba sola ese día y me contó cada cosa horrible…

Vaciló un momento, mirándonos a todos, y al fin se decidió a soltar lo que le retozaba por dentro.

—Dice que ha encontrado un medio para que el buen mozo de su marido no se vaya con otras, y que lo practica con tanta frecuencia que no le deja tiempo a reponerse. Me dio detalles que no pueden repetirse… ¡Es una verdadera puerca! Asegura que lo que menos buscan los hombres en las mujeres es la hermosura, y que su marido la prefiere a todas las demás, aunque sean mucho más bonitas… Él es un tipo escandaloso, ¿verdad? Y ella seguramente dice lo cierto, porque dos o tres días después vi al marido, y está seco y amarillo como un espárrago…

Me pareció adivinar, en el fugaz relámpago de malicia que pasó por los ojos de Georgina, que había comprendido perfectamente lo que Graciela quería indicar con sus reticencias. En cuanto a mí, me quedé tan en ayunas como si estuviese oyendo hablar en chino.

Pedro Arturo se mostró cómicamente escandalizado.

—¡Por Dios, hija, que te desbocas! ¿Tú sabes si a Victoria le gusta oír hablar de esas cosas? Graciela se encogió de hombros con indiferencia.

—¡Bah! ¡Ni que fuera una boba! Ahora podemos hablar de todo y reírnos mucho, porque Alvareda no es como Trebijo… Cuando éste llegue sí que tendremos todos que santiguarnos y coger un rosario, porque le parece que la menor cosa lastima y pervierte los oídos de Alicia…

Tenía razón. Mi marido se divertía oyéndola, y no era exageradamente rigorista en materia de moral como mi cuñado. El y Pedro Arturo se habían puesto a comentar en voz baja las palabras de Graciela, y reían maliciosamente, cambiándose observaciones: Georgina, perdido ya el encanto de la conversación, se apartó también un poco para mirar a la carretera, y Graciela aprovechó el momento para decirme al oído:

—No puedes imaginarte lo bien instruida que está tu cuñadita. Te aseguro que sabe más que tú, y quizás que yo, de ciertas cosas… Se ha franqueado conmigo, y puedes estar convencida de que es una alhaja… Será otra Luisa más linda y más peligrosa.

Y como para demostrarnos hasta dónde había logrado conquistar la confianza de Georgina, corría hacia ella y enlazándola familiarmente por el talle, corrieron las dos hacia el interior de la casa como dos colegialas, seguramente para embromar un poco a la pobre Ana, a quien no dejaban tranquila durante mucho tiempo cuando estaban juntas.

Alicia, mi cuñado y mamá, llegaron a las diez y media en un coche. Nos dijeron que mi padre no había podido acompañarlos, porque tenía que hacer un trabajo urgente de su oficina, y que habían esperado inútilmente a Gastón para hacer el viaje juntos.

—¿Qué te dije? —exclamó triunfalmente Graciela al enterar se de estos detalles.

—Tu padre está de un humor de diablos, desde que te casaste —explicó mamá—. No sale ya de noche de casa, por acompañarme, y creo que se le ha acabado de blanquear el pelo en pocos días. ¡Si vieras lo triste que está ahora nuestra casa! Los dos viejos solos, porque Gastón está siempre en su cuartel o en sus juegos atléticos, y apenas lo vemos…

Alicia estaba un poco mas gruesa y más pálida que cuando se casó. El traje sastre que vestía realzaba la majestad de sus formas. Involuntariamente recordé las palabras de mi marido cuando me comparaba con ella y me sonreí de su error. Nunca tendría yo ni aquella amplitud de carnes ni aquel aire, ni aquel ritmo natural de los movimientos que era el principal atractivo de mi hermana. Me besó en ambas mejillas con efusión, después de saludar a mi marido, diciéndome:

—¡Y tú, holgazana! ¿No has podido escribirme dos letras después de tu matrimonio?

—Pero si Joaquín y yo estuvimos una tarde en tu casa. ¿No te lo dijeron?

—Sí, lo supe. Habíamos ido a Matanzas… ¿Y qué tal te va?

—Muy bien —respondí, sin experimentar la menor vacilación.

Joaquín estaba cerca de mí. Alicia lo miró de reojo, y preguntó en voz alta:

—¿Te quiere tu marido? Seguí la broma.

—Hasta ahora me parece que sí.

—Pues si deja de quererte, avísamelo para arreglarle las cuentas —concluyó, amenazándolo con el abanico. Tuve el honor de recibir también un cumplido muy afectuoso de mi cuñado, a quien no había visto desde la noche del casamiento, parándose antes para contemplarme muy gravemente, después de calarse sus anteojos de oro que siempre he creído que usaba por simple ostentación. Enseguida se informó de cómo la pasábamos en su casa.

—Antigua, pero cómoda, ¿verdad? Y el pueblo muy tranquilo. Un verdadero nido para dos tórtolos como ustedes.

También lo encontré más grueso, aunque la grasa no le hacía perder completamente su elegancia todavía. Sólo el vientre, a pesar de los ejercicios suecos, empezaba a exagerar su imponente curva. Me molestaba un poco el aire de mal disimulada protección con que nos trataba, y tuve que hacer un esfuerzo para mostrarme amable con él. Me pareció que examinaba minuciosamente la casa y los muebles, para apreciar los desperfectos que podíamos haber ocasionado en ellos.

Los criados salieron a recibirlo como al verdadero y único amo. Nueva mortificación para mí, que no perdía uno solo de estos pequeños incidentes, mientras mi marido, como en el limbo, no aparentaba darse cuenta de nada. José Ignacio, antes de sentarse, se hizo acompañar por ellos a todos los rincones de la vivienda y pedía detalles de lo más mínimo del servicio. Se detenía delante de las puertas, probaba el cierre, examinaba las bisagras y hacía observaciones: «Es preciso colocar aquí un pestillo» o «esta hoja tropieza en el suelo; recuérdenlo cuando venga el carpintero que les mandaré». Una vez se quedó inmóvil, mirando con indignación el cristal roto de una de las viejas lucetas del comedor.

—¡Y esto! —prorrumpió colérico, contemplando fijamente a los tres sirvientes.

Ana le explicó que había sido una pelota lanzada por uno de los hijos del hortelano la causa del estrago.

—¡Mal hecho! —exclamó el amo—. Es una grave falta de respeto de esos muchachos. Será necesario que los saque de aquí o que se vaya él. Se lo dicen de mi parte…

Después se dirigió a la huerta.

Alicia, Graciela, Georgina y yo nos habíamos retirado a mi cuarto, para que la primera se quitase el sombrero y se arreglara un poco ante el espejo. Mi hermana se detuvo ante la cama, retirando lentamente las largas agujas de su cabeza y clavándolas nuevamente en el sombrero, antes de dejarlo sobre el cobertor al lado de Graciela. Me miró después. Una misteriosa expresión de malicia revoloteaba por sus grandes ojos ordinariamente sosegados. De pronto me dijo:

—¿Qué tal, nena? ¿Fue como yo te dije?

Me subió a la cara una oleada de sangre, y no supe qué contestar. Graciela se reía. Me sorprendió que mi hermana no experimentase ningún malestar ante el lecho donde también había pasado su noche de boda.

Ya había observado, sin embargo, que las mujeres, después de años de casadas, se habitúan a ciertas cosas, considerándolas como lo más natural del mundo.

Alicia estaba de buen humor y se divertía haciéndome rabiar:

—A ver: cuéntanos a Graciela y a mí… mandaremos salir a Georgina, si te estorba… Pero Graciela pidió gracia para mí, compadecida de mi necio azoramiento.

—¡Vamos, déjala! ¡La pobre! La herida está demasiado fresca todavía. Ya nos lo contará todo dentro de seis meses.

Rieron otra vez las dos, mientras Alicia, ante el espejo, se pasaba la borla por la cara, contrayendo los labios, y trataba de reducir a la obediencia los rizos rebeldes de la nuca. Enseguida se volvió y la emprendió con Graciela.

—¿Y tú, te has propuesto no darnos nunca la sorpresa de un hijo? ¿Qué les pasa a ti y a tu marido? Graciela soltó una carcajada.

—Puedes decir «que me lo he propuesto» —replicó—. Es la frase exacta.

—¡Cómo!

—¡Claro! Por lo menos, por ahora. Después que tengamos con qué vestirlos, los dejaremos venir… si quieren.

—Pero, ¿eres tú sola la empeñada? ¿Tu marido…?

—¡Mutuo acuerdo! —interrumpió la aturdida joven—. Mi marido y yo somos dos cuerpos con una sola cabeza.

Se fijó en mí, y viéndome turbada todavía quiso «sacudirme un poco el ánimo», como ella decía.

—Ya lo sabes —me advirtió con aparente seriedad—: si te interesa el método puedo darte la receta, que hasta ahora, ha sido eficaz.

Desde hacía un momento trataba de observarme a mí misma y me encontraba ridícula con aquel encogimiento que me impedía ser como todo el mundo, cuyos pensamientos y conversaciones giraban casi siempre en torno del eje único de lo prohibido. Así fue que me decidí a responder con aplomo y audacia.

—¡Muchas gracias! Joaquín quiere un hijo y yo también lo deseo con toda mi alma. ¡Es el lazo más fuerte del matrimonio!

Pero mi réplica, de una profunda sinceridad, provocó, contra lo que yo presumía, otra explosión de risas. Decididamente aquellas mujeres tenían algún demonio retozón en el cuerpo. Graciela me miró con burlón asombro, y exclamó:

—¡Miren la mosca muerta! Y hace todo lo posible por conseguirlo, ¿no es así…? Pero lo que no me gusta es que empieces tan temprano con esas filosofías, que no son frecuentes en la luna de miel…

La última parte de la frase la pronunció con cierto aire de seriedad que me impresionó sin saber por qué.

¿Es que algo vigila, piensa y razona en nuestro interior, sin que nos demos cuenta de ello, y sólo algunas ideas, que en la apariencia no tienen relación con las nuestras, penetran hasta allí para hacernos perceptible, como a la luz de un relámpago, el trabajo interno? Con frecuencia, en el resto de mi vida, me he visto obligada a hacerme, con sorpresa, esta pregunta.

Tomé el partido de escapar, dejándolas entregadas a su charla, y fui a reunirme con mamá, en el comedor. Mi madre era el boletín que me informaba de todo lo que podía interesarme, y apenas había tenido tiempo de atenderla. Además quería que me diese noticias de la salud de Alicia, a quien encontraba demacrada, a pesar de sus carnes. Al oír mis primeras palabras, movió la cabeza tristemente. Seguía lo mismo. El doctor Argensola hablaba ya de una operación como de algo probable. Las curas semanales, durante meses, no habían tenido éxito. Y por añadidura parecía que José Ignacio empezaba a cansarse de aquel tratamiento que obligaba a su mujer a ser vista y tocada íntimamente por otro hombre.

Sonreí pensando en la cara que pondría mi cuñado cada vez que viera entrar en su casa al doctor Argensola para practicar aquellas curas, él que se ponía nervioso cuando Alicia se sentaba en una tertulia donde hubiera otros hombres. Sabía que, al principio, se habría opuesto a que se tratara por aquel método a su esposa, y que sólo se rindió ante la necesidad. Verdaderamente, era una prueba demasiado dura para un celoso, y José Ignacio lo era en sumo grado, aunque no lo confesase. Su teoría de la intangibilidad de la mujer casada, lo hacía ponerse serio en cuanto se nombraba a Alicia en su presencia, como para exigir a los demás un respeto idéntico. Nadie como él hubiera podido hacer de Alicia una esclava—reina, como era, y sólo el doctor Argensola hubiera podido usurpar su derecho a este marido «modelo», al decir de mamá, que sostenía que las mujeres y los niños eran muy semejantes y que ambos tenían que ser cuidadosamente guiados en la vida.

—Tu pobre cuñado ha pasado muy malos ratos con esas curas —me decía mamá—. Como quiera que se mire, un médico es un hombre como otro cualquiera, y… ¡es pesado!, ¿verdad? A mí tampoco me gustan esas modas de traer al médico por cualquier sencillez que padezca una mujer.

Ordinariamente le daba en todo la razón a José Ignacio, a quien trataba como a un verdadero hijo y admiraba por la rectitud de sus ideas que eran también las de ella. Pero en aquella ocasión hablaba también por cuenta propia, más inflexible tal vez que el mismo Trebijo en cuanto a la intangibilidad de la mujer honesta y dispuesta siempre a mostrar su hostilidad hacia los inventos y las costumbres de la época presente. Aunque criada en su escuela y pensando, con pequeñas variantes, casi lo mismo, me permití hacer una observación:

—Pero, ¿sabes tú si lo que tiene Alicia es de cuidado? Yo la encuentro muy desmejorada… Me interrumpió impetuosamente.

—¡Boberías, hija! Cosas que tienen casi todas las mujeres y que antes se soportaban sin hacer ruido y sin enterar a las gentes. Verdad es que en mi tiempo muchas mujeres preferían morir antes que dejarse reconocer por un médico… Y ahora por lo más mínimo la consulta y la junta y la indiscreción, para que todo el mundo sepa lo que debe ignorar. ¡Tu hermana tiene achaques y nada más!

¿Qué puede tener, de importancia, una muchacha de veintitrés años?

Enseguida, cambiando de tema, me habló de la familia de mi marido, deseosa de informarme de todo lo que sabía. El matrimonio de Joaquín había caído allí como una bomba. Pero mi suegra, muy diplomática en el fondo, no había dirigido a éste ninguna inculpación y aceptó, en la apariencia, los hechos prontos a consumarse. Ella y todas las hijas contra quien descargaron su ira fue contra el viejo Alvareda, que se había declarado partidario del casamiento. Se lo contó Alicia, quien a su vez lo supo en Matanzas. El despecho les impidió acudir a la boda y no las causas que alegaron como disculpa. El viejo sufrió en silencio, como siempre, todo el chaparrón. ¡Un verdadero mártir pobre hombre! Y se decía que el infeliz, deseando complacer a todo el mundo, hablaba de buscar un destino más lucrativo que el suyo, cosa que siempre le había repugnado cuando se lo proponían.

—¡Una familia de alacranes, hija mía! Conque abre los ojos y defiéndete si algún día quieren emprenderla contigo… La Georginita no me gusta: parece demasiado avispada.

—Así dice Graciela —dije simplemente, para no verme obligada a dar mi opinión. Mamá aprobó con un gesto.

—¡Vaya! ¡Como que Graciela no tiene un pelo de boba…! Y a propósito: ¿te ha contado los progresos que han hecho ella y Pedro Arturo? Agrandaron la oficina, y ahora trabajan allí, además de ellos dos, otra mecanógrafa y un empleado.

—Ni palabra me ha dicho.

—Pues suben como la espuma. —Y agregó—: Yo me alegro, porque se lo merecen. Graciela es un poco aturdida; pero tiene un gran corazón y es muy trabajadora. Dicen que Pedro Arturo es muy inteligente. No lo parece, ¿verdad…? No sé qué banco le ofreció una plaza con seis mil pesos al año, y no la quiso. ¡Más que tu padre, que es jefe de administración…! Creo que se dedica a comprar terrenos en Jesús del Monte y a revenderlos por solares.

—¿Y el dinero?

—No lo sé. Tú sabes que tu cuñado no quiso hacer el negocio que él le propuso. ¡Una tontería, porque Pedro Arturo hubiera sido un buen socio! Entonces creo que lo obtuvo de ese mismo banco con la garantía de los propios solares…

—¿Y tía Antonia, mamá? ¿Te ha escrito?

—Ni una letra, hija. He sabido de ella por otras personas. ¡Siempre con las mismas manías! Yo creo que las solteronas acaban por trastornarse de veras. Ha sufrido una enfermedad, porque se le murió uno de los gatos.

No pensaba con mucha frecuencia en mi tía, ni la recordaba con gusto. Sólo me inspiraba un vago sentimiento de afecto, por estar ligado su recuerdo a los años de mi niñez. Ahora mi madre me daba la clave de su carácter: evidentemente algo se había secado en su corazón por no haberse casado jamás. No quería a nadie. De joven había tenido un novio, a quien se hizo insoportable por su genio dominante, y una amiga se lo arrebató, casándose con él. Desde entonces odió a los hombres, y acabó por aborrecer a toda la humanidad. De lo único que hablaba con orgullo era de su virtud, encerrada siempre en una fiera intransigencia. Era el mismo sentimiento que yo experimentaba en presencia de las flaquezas de las otras mujeres, pero llevado por ella a todas las exageraciones de la dureza y del odio. La hembra ligera de cascos que caía en sus garras no podía esperar misericordia ni olvido. De Graciela seguía diciendo horrores. En cuanto a su pasado y al hombre que había amado no los aludía sino con frases indirectas y despectivas, sin nombrar al último, a quien yo ni siquiera conocía.

—Las solteronas, hija mía —continuó después de una pausa mi madre, con una leve vibración de rencor en la voz—, o se sacrifican por todos o no se sacrifican por nadie. Para ellas no hay términos medios. Ahí tienes a tu tía, el egoísmo personificado, y a Julia Chávez, el desinterés, encarnado en una mujer: los dos polos apuestos.

Aquella Julia Chávez ara una antigua amiga de mi familia, casi emparentada conmigo por la línea paterna, a quien mamá había encontrado en La Habana, poco después de nuestra llegada. Tenía cerca de cincuenta años, un carácter apacible y dulce y un rostro que probablemente fue lindo y que tenía ahora la expresión de bondad, un poco rígida, de las santas. Su única debilidad consistía en teñirse las canas, dejando con mucho arte mechones grises sin pintar, pata dar una mayor apariencia de verdad a su engaño. Pero su pulcritud, que llegaba hasta la presunción disimulada, le hacía perdonar este pequeño defecto, y a ella le debía la subsistencia, solicitada siempre por amigos y parientes, en cuyas casas vivía, consagrándose a la enseñanza de los niños y al cuidado de los enfermos.

Mamá, bajando la voz y cerciorándose antes de que nadie podía oírla, me dio la última noticia.

—¿Sabes? Teresa, la hermana de tu cuñado, está en Santiago de Cuba. Ahora lo sé con seguridad. Le ha escrito varias cartas a José Ignacio, una cuando supo su casamiento, y él no se las contestó, pero se las ha enseñado a Alicia. Se dice que ha tenido un niño en estos días.

Hice un gesto de repugnancia y de pena.

—¡Qué atrocidad! ¡Un hijo sin nombre!

Pero mamá se volvió rápidamente, viendo que Alicia se aproximaba a nosotras, y murmuró:

—¡Ni una palabra sobre esto!, ¿eh? Ni a tu hermana si no te habla de ello.

Mi marido había dejado a Pedro Arturo y a Trebijo en el portal, y rondaba por la casa buscándome, acostumbrado a estar siempre junto a mi desde que nos casamos. Yo también extrañaba su compañía y el bullicio de la casa, de ordinario tan sosegada. En cuanto me vio fue a buscarme y me cogió la mano, mientras mamá sonriendo, se alejaba discretamente con Alicia.

—¿Por qué no vienen ustedes al portal con nosotros? Si vieras; me aburro con esa gente —me dijo con cara de fastidio.

—Estoy con mamá y las muchachas. Luego iremos todas.

Me besó la mano furtivamente y escapó, como un colegial que vuelve a la clase después de hacer una travesura.

En el portal donde no daba el sol hasta después de las doce, estaban los tres hombres tendidos en las mecedoras de mimbre, fumando y bostezando cuando la conversación languidecía.

Desde el comedor se oía el tono grave de sus voces, interrumpidas por frecuentes silencios. La de mi cuñado predominaba, lenta y con una ligera expresión de autoridad que rara vez deponía. En los intervalos, que denotaban el aburrimiento de aquellos seres arrancados a sus diarias costumbres, se escuchaba la algarabía de una bandada de gorriones ocultos en un gran laurel de la carretera. Me dirigí a la sala y me quedé sola, observando a los fumadores, mientras venían los demás.

José Ignacio se burlaba discretamente de los que compraban solares en las afueras de La Habana.

—Usted hace bien en venderlos —le decía a Pedro Arturo—. A los que yo compadezco es a los que compran, porque pronto habrá en La Habana más casas que habitantes. Por mi parte no quiero sino propiedades sólidas, que puedan convertirse en dinero cuando uno quiera. ¡Nada de negocios ni de aventuras! Vea usted: el que usted me propuso me gustó. Vi claro que en él se iba a ganar dinero, y no quise aceptarlo, por no reñir con mis principios. ¡Ni negocios ni cargos públicos! Así vive uno más tranquilo.

Sacó de la petaca un cigarrillo, lo ajustó cuidadosamente en su boquilla de ámbar y lo encendió con lentitud y voluptuosidad. Hecho esto interpeló de pronto a Pedro Arturo:

—¿Qué resultado le dio su último reparto de Loma Verde? Pedro Arturo dejó ver una sonrisa ambigua.

—¡Psh! Regular. En la vida de los negocios todo es oportunidad.

En realidad, La Habana necesita ensanche… Pero hay otra razón: los presupuestos nacionales de gastos son cortos; los de ingresos, largos, y los millones van acumulándose uno tras otro en el tesoro. Los periódicos hablan de esto, porque no tienen otro asunto de qué tratar… y los papanatas de todas clases creen que cada cual tiene allí su parte… Es necesario saber aprovechar la fiebre del oro. La crisis puede venir, pero por lo pronto…

—Según eso, usted no le aconsejaría a un amigo que comprase sus solares —interrumpió mi cuñado, con aire de triunfo.

Pedro Arturo volvió a sonreír.

—Algunos sí y otros no. ¿Y quién sabe? Vivimos en el país de las cosas raras.

Hablaron de política. Trebijo opinaba que todo aquí estaba podrido. Decía a cada momento: «En otros países…», buscando ejemplos, y lo curioso del caso es que sólo había salido de Cuba una vez que estuvo veinte días en Nueva York. Encontraba hasta mal olor en los tranvías y decía horrores de los aspirantes a cargos retribuidos por el Estado. Mi marido habló entonces, con seriedad y aplomo. Desde donde yo estaba podía ver de perfil su rostro fino e inteligente encuadrado por la barbilla oscura, y su interesante torpeza de miope, que tan bien le sentaba algunas veces. La alegría íntima de mi posesión se reflejaba en sus ademanes reposados y en aquella seguridad de sí mismo, que no tenía cuando lo conocí. Yo sentía orgullo al comparar su tipo delicado de hombre de estudios con la carota ancha y afeitada y el grueso vientre de mí cuñado.

—Hace algunos años que trabajo casi siempre para compañías extranjeras productoras de azúcar —dijo, a modo de introducción—, y allí he aprendido a juzgar muchas de nuestras cosas. En primer lugar, ellos son los dueños de todo: suelo e industria. Nosotros se lo abandonamos de buen grado, con tal que nos dejen la política y los destinos públicos; es decir, el camino del fraude y la vida con poco trabajo. En cambio ellos, los productores, nos desprecian profundamente. ¡El caso de toda la América Latina! Mientras roemos el hueso, el verdadero explotador, que no es cubano, se come la masa. Y si gruñimos, enseñándoles los dientes, con quejarse a sus diplomáticos tienen bastante. Entonces nos alargan un par de puntapiés, uno a cada lado, y cesa el conflicto. Por eso odio la política, que nos arruina, y sostengo que a la dirección del Estado va lo peor de nuestra sociedad. ¡Una colmena dirigida por los zánganos, y ya está dicho todo!

Hubo una pausa durante la cual se oyó el ruido de platos y cubiertos que hacían los criados disponiendo apresuradamente la mesa para el almuerzo. Al fin habló José Ignacio, haciendo un esfuerzo para reanimar la conversación que volvía a languidecer.

—¡Y qué clase de zánganos! —exclamó—. Matones más cobardes que gallinas, que viven de la leyenda de su valor propalada por ellos mismos; revolucionarios del 98, que ni se dieron cuenta entonces de que la revolución existía; soldados libertadores, que no olieron jamás la pólvora y cobraron por sorpresa haberes que no les tocaban. ¡Los que más gritan! ¡Una hermosa colección de sinvergüenzas! Conozco uno, que fue traidor y espía del gobierno de España, y da ahora patentes de patriotismo a sus amigotes, desde la elevada posición que ocupa. Otro, no menos encumbrado, fue a verme, al concluirse la guerra, y trató de estafarme con no sé que historia de socorros a los libertadores. Tenía un mote raro, algo como Congo o Songo… Ustedes lo conocen sin duda, si lo nombro, porque es todo un personaje… Songo, Longo, Hongo… ¡Qué memoria la mía!

Alicia salía al portal en aquel instante. Su marido la vio de soslayo y la hizo acercarse a él con un gesto. Se aproximó sumisa y sonriente, satisfecha de que la necesitara para algo.

—Oye, hija —le dijo José Ignacio cuando la tuvo cerca: trata de ver si te acuerdas del nombre de aquel petardista de quien te hablé, que se titulaba comandante o coronel y que fue a verme al concluirse la guerra, para…

Alicia se turbaba un poco a veces en presencia de su flamante marido, y su natural timidez la impulsaba a decir alguna tontería para salir del paso. Así fue que, después de mover un instante las pupilas, con un nervioso temblor de párpados, respondió dulce y aturdidamente:

—¿Cuando se acabó la guerra…? No nos habíamos casado todavía… Trebijo se incorporó en el asiento y la miró con severidad.

—Por Dios, hija, no te luzcas… Nunca me contestes sin comprender antes lo que te pregunto… Ya sé que no estábamos casados en aquella época; pero te he hablado varias veces de ese hombre, y debes recordarlo… Fue el que vino a verme de uniforme y con las insignias, y que después supe que se había ido a la guerra después del armisticio…

Los datos no eran muy concretos que digamos; pero Alicia, ligeramente sonrojada por la reconvención, contrajo las cejas, en un violento esfuerzo de la memoria, y de pronto su bello rostro sé iluminó con un relámpago de alegría.

—¡Ah, sí! El teniente coronel Mongo Lucas… Lucas era el apellido…

Mi cuñado la recompensó con una sonrisa y una mirada acariciadora. Mi alma, involuntariamente dada a la crítica y un poco rebelde de nacimiento, comparó aquella expresión con el gesto de un domador de circo que le alarga un terrón de azúcar a su perro favorito, después de un ejercicio difícil, y volví la cara con disgusto. Alicia, afuera de perfecta casada, era el archivo de los recuerdos de su marido, como era su mujer, su secretario, su enfermera, su admiradora, su discípula y el genio maternal que lo protegía con sus cuidados. Aquella sonrisa complaciente era, al mismo tiempo, una discreta despedida, y mi hermana se alejó, orgullosa de haberle sido útil, sin atreverse a ocupar un asiento en el portal cerca de los otros hombres.

—¡Mongo Lucas! —exclamó Pedro Arturo, con una risotada—. ¡Un tipo maravilloso y casi fantástico de desvergonzado!

Hace diez años que lo conozco, y todavía no lo encuentro una vez en público sin que despierte en mí una nueva admiración.

—Ah, ¿lo conoce usted? —dijo mi cuñado.

—No hay quien no lo conozca —resumió Pedro Arturo, riendo todavía.

Yo miraba a Joaquín, sin advertir que Graciela se había acercado sigilosamente a mí y me observaba, brillando de malicia los hoyuelos y los lunares de su gracioso rostro. No pude reprimir el sobresalto, cuando la oí exclamar:

—¡Contemplándolo, eh! No me negarás ahora que te gustó la fruta prohibida.

Se detuvo para observar si nos miraban, y se inclinó a mi oído confidencial y picaresca, enlazándome el talle con un brazo.

—¿Te gustó? ¡Di! Ahora no están aquí ni Alicia ni Georgina…

Me mortificó la idea de que se interpretara así mi actitud y exclamé, en un arranque de sinceridad que no pude reprimir:

—¡No!

Me miró al fondo de los ojos para saber si mentía.

—¡Hipocritona!

—¡No! ¡No! —respondí casi hosca, evitando su mirada y con tal fuego de verdad, que se apartó de mí, sorprendida.

Sólo ella, cuya verdadera grandeza de corazón acaso yo únicamente adivinaba, hubiera tenido el poder de arrancarme una confesión de esta naturaleza, de la cual, sin embargo, me arrepentí enseguida. Verdad es que me impulsó a la confidencia la cólera de ser siempre mal comprendida y aquella recóndita intranquilidad de mi alma que yo misma no percibía siempre y que no quería sentir. Pero ya no podía retroceder.

Graciela se puso seria.

—¿De veras?

—De veras afirmé sencillamente.

—¡Diablo, chica! Será necesario que me cuentes… que hablemos luego, cuando podamos estar solas. ¡Eso es extraño!

Ana se aproximó para decirme que el almuerzo estaba servido, y Graciela, aprovechando este incidente para cambiar rápidamente de expresión, corrió al portal, gritando gozosa con un gran lujo de ademanes:

—¡A la mesa! ¡A la mesa! ¡El almuerzo está listo!

Me quedé un instante absorta y como clavada en el sitio. ¿Por qué todas, casadas y solteras, Alicia, Luisa, Graciela, la misma Georgina, sentían una especial complacencia en referirse a lo que yo juzgaba insulso y hasta un poco odioso, como si ello fuese el principal aliciente de la vida? ¿Tendrían ellas la facultad de experimentar un placer que a mí me estaba vedado y que existía realmente para todas, excepto para mí, quizás por un defecto de mi naturaleza? La idea de que acaso estaba enferma pasó de pronto por mi mente, como un trazo de fuego, produciéndome un estremecimiento de miedo y de frío. Graciela había dicho: «¡Es extraño!», mirándome con aire de lástima. No era aprensiva, pero me quedé impresionada; y mi voluntad tomó instantáneamente el propósito de no hablar otra vez a nadie de aquello, que podría ser algo así como la confesión de un oculto y grave defecto físico.

—¿Qué haces aquí tan sola, nena? Pasamos por tu lado y no te vimos.

Era Joaquín, que venía de la mesa a buscarme, sorprendido de no encontrarme allí, y que me tomaba cariñosamente por el brazo. No experimenté sobresalto, y me dejé conducir, restituida a mi alegría de familia y a mi linda bata de anchas mangas, con encajes y cintas, que había escogido expresamente aquella mañana al levantarme.

Me acogieron ruidosamente, como a la verdadera heroína de la fiesta. Ana había cubierto casi enteramente de flores la mesa. Mamá y José Ignacio ocupaban las cabeceras. Alicia quedó entre su marido y yo, Joaquín a mi lado y los demás enfrente, quedando Pedro Arturo entre mi cuñado y su mujer. Mamá lo dispuso sabiamente así, con el fin de que ninguna señora estuviese al lado de un hombre que no fuese su marido. Pedro Arturo protestó de la soledad de Georgina, sentada entre su mujer y mamá. Galanteaba a las muchachas delante de Graciela, que no era celosa y se reía de sus ocurrencias.

—¿Y qué? ¿La quería usted a su lado?, le preguntó mi madre siguiendo la broma.

—¡Claro! ¡Para atenderla!

—¡Uf! Atienda a su mujer. Usted ya es galleta con gorgojo.

Se sirvió sopa. El aire del campo despertaba el apetito, y se comía con buen humor, José Ignacio principalmente, que era el anfitrión y tenía que dar el ejemplo. Alicia, solícita, se consagraba a servirle, ayudándolo a satisfacer todas sus manías. Así, examinó atentamente su plato antes de ponérselo delante, a fin de que no hubiera en él ni un pedazo de col, cuya vista le repugnaba. Yo la observaba con asombro, extrañando que aquélla fuera la hermana perezosa e indolente que conocía desde niña. Tenía una expresión nueva de recato un tanto ceremonioso, que no era ni la seriedad natural de sus primeros años, ni la alegría maliciosa de que había dado muestras aquella mañana en el cuarto. Creí adivinar que esta última era la necesaria consecuencia de una compresión demasiado estrecha del carácter, que tomaba momentáneamente su desquite. Por lo demás, no podía descuidarse cuando estaba delante del marido. Trebijo la examinaba frecuentemente con rápida mirada de reojo y encontrándola irreprochable, dibujaba un signo de aprobación en la comisura de sus labios.

Hice una observación: Alicia y mamá le hacían los platos a José Ignacio, adivinando sus gustos, y mi marido me los hacía a mí. «Están invertidos los papeles», pensé, y me regocijó la idea, disipada ya completamente la nube que se había formado en mi frente un momento antes. Las flores y el olor del almuerzo me alegraban como a los demás.

Mi madre se esforzaba por distribuir con equidad sus gentilezas entre los dos yernos; pero era notoria su preferencia por el marido de Alicia. ¿Sería acaso por la antigüedad del parentesco? Difícil sería saberlo, y, sin tratar de averiguarlo, me mortificaba un poco lo que veía. También me producían cierto escozor interno las cifras de Trebijo grabadas en la vajilla. ¡Siempre José Ignacio! Precisamente mamá, después de la sopa, había preparado un plato con mucho cuidado, y se lo envió a mi cuñado, diciéndole:

José Ignacio, ahí le mando esa masa de pescado. Puede comerlo sin precaución, porque le he quitado las espinas.

Y como él vacilara, mirando a los demás, ella añadió:

—Tómelo sin cumplidos, que es para usted.

Aceptó el plato, sonriendo, y trató de expresar su agradecimiento con una frase amable.

—¡Oh! ¡Muchas gracias! Veo que cada día tengo más motivos para odiar la lectura de los almanaques.

—¿Por qué?

—Porque casi todos hablan mal de las suegras.

Él mismo se encargó de reír de su propio chiste, mientras los demás, por deferencia, le hacían coro. Después se habló de religión. Mamá se lamentaba de tener ahora que ir sola a misa. José Ignacio decía que era creyente, pero que por nada del mundo permitiría que su mujer se confesase.

—¿Y usted?, le preguntó Pedro Arturo a Joaquín.

—Yo no soy religioso, ni siquiera creyente —respondió mi marido—; pero le dejo a Victoria absoluta libertad en eso.

Mamá hizo un gesto, e iba a hablar, probablemente para reprocharle su ateísmo, pero se contuvo prudentemente. Habían servido vino blanco después de la sopa; luego Rioja tinto, y las lenguas acabaron de desatarse, aunque dejando a un lado el tema de la religión, que resultaba un tanto escabroso. Fuimos las víctimas los neófitos en el matrimonio, y Joaquín y yo tuvimos que resistir una granizada de suaves bromas. Luego se trató del campo, con sus casas poco confortables y sus noches tristes. Trebijo declaró que sólo le gustaba vivir en el campo tres días, y eso porque él era un formidable cazador. El ingenio, adonde iríamos quizás por cuánto tiempo, no sería seguramente un retiro muy agradable.

—No; mucho tiempo, no —declaró mi madre pesarosa—. Un año nada más. Será necesario que le busquemos a Joaquín algo que hacer en La Habana. ¿Verdad, José Ignacio?

Vi la sonrisa ambigua con que mi marido acogió «el protectorado», y que tanto podía significar una aquiescencia, como querer decir: «A su tiempo, yo resolveré lo que me plazca». Y me sentí nuevamente molesta por el empeño de esperarlo todo de la olímpica ayuda de mi cuñado.

—Eso es: un año —exclamó Graciela—. Y que cuando vengan traigan un bebé que se parezca a los dos.

Se aprobó la idea por todos, y se rieron de mi rubor. Pedro Arturo, tragando apresuradamente un bocado, recogió la broma y la lanzó contra Georgiana, que estaba muy callada.

—¿Y por qué no le desean también a esta señorita que se case allá con un guajiro? Ella hizo un mohín desdeñoso y replicó prontamente:

—¡Oh, no! ¡Muchas gracias! Para matrimonio a tornas y a locas, tengo bastante con el ejemplo de casa… Prefiero quedarme soltera.

Llamaba «el ejemplo de casa» a la vida de sus padres: él entregado desesperadamente a un trabajo mal retribuido, sin con seguir mejorar nunca, y la madre, llena de hijos, maldiciendo siempre de su suerte y de la de los suyos, en una perpetua sucesión de amargos rencores que llenaban el hogar entero.

Joaquín, que había fruncido ligeramente el entrecejo cuando su hermana empezó a hablar, dejó un momento el cubierto para intervenir con afectuosa severidad.

—¿Y qué mal ejemplo ves en tu casa, niña?

—¿En mi casa? ¡Nada! ¡Miseria y compañía…! Mira, hijo: estamos todos en familia, y se puede hablar con entera franqueza, ¿no es verdad? ¡Buen negocio el que hizo con el matrimonio la pobre mamá! ¡Hambre e hijos! ¡Y papá como si tal cosa! ¿Es vida ésa? Tú sabes, porque mi madre te lo escribió, que le «hemos» dicho a papá que eso no puede seguir así, porque tiene hijas ya señoritas, y hay que ocuparse en su porvenir. ¿Quieres todavía más detalles?

No; ciertamente que Joaquín no los quería. Bajó la vista al plato y trató de disimular, como siempre que se suscitaban delante de otros ciertos asuntos de su familia. Sabía muy bien que aquellas hermanitas suyas no se mordían la lengua cuando querían hablar claro, educadas por su madre, que se había esmerado en formarles el corazón para librarlas de la suerte que a ella le cupo. Mamá y Graciela cambiaron una rápida mirada. La de mamá quería decir: «¡Cómo se explica la niña!» y la de Graciela: «¡Pobre del hombre que cargue con ella!». Leí claramente en sus ojos y sentí pena por mi pobre marido, que en vano trataba de ocultar su contrariedad.

Graciela, para acabar de disipar la borrasca, volvió a hablar del niño, de nuestro futuro bebé, que no tardaría más de un año en venir y que, sin duda, ya habría encargado mi marido a Francia.

—Cómo lo quiere usted, Joaquín, ¿varón o hembra? Levantó la cabeza con un vivo destello de alegría en los ojos. La idea de tener un hijo conmigo poseía el poder de disipar instantáneamente todas sus preocupaciones. Y respondió, animado por un resto de rencor hacia el sexo de su hermana:

—Yo, varón.

—¿Y tú? —me dijo a mí la joven.

Guardé silencio. Me avergonzaba todavía hablar de aquellas cosas en presencia de mamá, a pesar de que veía en sus labios una sonrisa de indulgencia y de satisfacción.

—¡Ah! ¡No me respondes! ¡Y si te delato! ¡Si digo lo que me confesaste esta mañana delante de Alicia! Me puse muy sofocada. Todas las miradas se fijaron con curiosidad en mí. Alicia acudió ahora en mi auxilio, como la propia Graciela lo había hecho aquella mañana cuando ella me acosaba con sus bromas.

—Probablemente Victoria esperará que vengan los tuyos para seguir tu ejemplo. Graciela, algo picada, respondió:

—¡Los míos! ¡Si por ellos esperan…! No los queremos por ahora.

—Y si Dios te los da, hija —dijo ingenuamente mamá— ¿qué podrás hacer sino quererlos?

—Oh, Conchita, eso era antes. Ahora no es Dios quien los da. El progreso trae cambios y tiene exigencias que mi marido y yo, modernistas ante todo, aceptamos plenamente y sin restricciones —repuso cínicamente la muchacha.

Mamá comprendiendo al fin, enrojeció ligeramente y guardó silencio, tratando de disimular. José Ignacio hizo un ademán, como para proteger a Alicia del contagio moral de aquella conversación; en tanto que Pedro Arturo, mondando escrupulosamente una manzana, fingía no oír y sonreía socarronamente. Miré, por curiosidad, a Georgina. Era la única soltera en aquella reunión, y la única también que permaneció impasible, como si acabara de tratarse de la cosa más natural del mundo.

La animación del almuerzo pareció como rota en un momento. Cada cual se esforzaba en disipar con su silencio el malestar reinante, y sólo conseguía agravarlo. La misma frente de Graciela inclinada hacia el plato, se tiñó con un rubor tardío. Era como si la pareja, amante del fraude, se hubiera instalado delante de nosotros para mostrarnos descaradamente sus prácticas. Eran las doce. A las dos vendría el coche a buscar a mamá, a mi hermana y a mi cuñado. A las dos y media Graciela y Pedro Arturo se irían en el tren. Experimentábamos también, por lo tanto, el disgusto de la próxima separación. Se tomó el café en silencio. Por las tres ventanas abiertas entraba un soplo fresco de brisa que traía el piar bullicioso de los gorriones, refugiados en las copas de todos los árboles. Algunos minutos después, los hombres encendían perezosamente sus cigarros, mientras volaban las moscas sobre el mantel agrupándose en el fondo de azúcar de las tazas vacías.

Empezábamos a sentir el deseo de que alguien se levantara de la mesa para imitarlo, cuando Gastón hizo su entrada en el comedor, de uniforme y sonriendo con su franca desenvoltura de atleta satisfecho de sí mismo y de la vida. Saludó a todos con un ademán y se dirigió a mí, acariciándome el mentón con la punta de los dedos.

—¡Hola, muñeca! Por ti solamente hubiera venido hasta aquí. No pude almorzar contigo porque tenía ensayo de polo. Ya sabes que casi nunca estoy libre los domingos. ¿Me esperaron?

—No. Te conocemos, hijo —respondió mamá—. ¿Almorzaste?

—Por supuesto. ¿Después del ejercicio, quién resiste hasta aquí? Me hubiera muerto en el camino…

Se detuvo al ver a Georgina, en quien no se había fijado. En cambio, los ojos de mi cuñadita lo escudriñaron bien, y quedó, sin duda, satisfecha del examen, porque en sus pupilas brilló un fugaz destello y su cutis se coloreó ligeramente.

Mamá hizo la presentación.—

—Mira, Gastón: tú no conoces a Georgina, la hermanita de Joaquín. Salúdala.

Se inclinó cortésmente mi hermano, y vi como, con una rapidísima mirada, media el seno redondo y opulento de la joven y su estrecha cintura. No me atreví a pensar, como cuando era niña. «¡Ah, los hombres; qué puercos!»; pero me dije, con profunda amargura, que todos eran iguales…

Gastón acercó una silla a mí, que era la festejada, y durante algunos minutos animó la conversación, hablando de deportes. Ahora le apasionaba el polo. Era mucho más aristocrático, y hasta más decente, que el football, pero hacían falta caballos especiales que no había en nuestro país todavía. Se jugaba en el campamento de Columbia, donde lo introdujeron los oficiales del ejército de los Estados Unidos. Y explicó el juego. Hablando estos asuntos. Gastón no daba señales de acabar nunca. Hasta olvidó, seguramente, el efecto que le produjeron los abultados encantos de Georgina, que, con la mejilla en la mano y el codo en la mesa, le escuchaba muy atentamente. Los demás bostezábamos disimuladamente de vez en cuando. Al fin mi cuñado, aprovechando un instante en que se calló, hizo rodar hacia atrás su silla y dio la señal de la desbandada. Todos nos levantamos y Georgina la última.

Durante las dos horas que siguieron evité el quedarme a solas con Graciela. ¿Para qué? Tenía el fatalismo resignado que ha hecho del alma femenina de todos los tiempos la difícil masa que han moldeado a su capricho los dedos del hombre. Y una especie de feroz resurrección del pudor me apartaba orgullosamente de cuanto pudiera revelarme el secreto de mí misma.