2
—No, no, nena; tú no. Déjame a mí eso. Te puedes caer de la silla.
Era Joaquín, que me impedía coger de la última tabla de un armario las ropas que él iba colocando de prisa en tres o cuatro grandes baúles abiertos en medio de la habitación.
Me eché a reír, contemplando su cara de espanto.
—¡Ah! ¿Pero de veras que te has creído que soy de azúcar?
—De azúcar, no; pero «mientras estés así» no es prudente que te expongas… Un paso en falso; cualquier cosa…
Aludía a mis seis meses de embarazo, bien visibles ya, a pesar de las anchas batas, con muchos pliegues y cintas, y de los matinés, holgados y largos, que dejaban caer hasta medio muslo sus chorreras de encaje.
Me apartó suavemente a un lado, y en menos de un minuto dejó él desocupada la tabla en cuestión, alargándome uno a uno los objetos, con frecuentes recomendaciones: «Sobre la cama; en el baúl no, para que no te agaches. Yo lo envasaré todo a gusto». Acabé por sentarme y dejar que concluyera él sólo de guardar lo que quedaba.
Nos íbamos el día siguiente para el nuevo ingenio que había contratado a Joaquín, uno de esos modernos colosos de nuestra industria, que, por sí solo, hacía el trabajo de cien de las pequeñas fábricas de otra época. Mi marido era ya oficialmente colono de aquel gigante. Había ido, el mes anterior, a tomar posesión de «sus tierras», ya sembradas en su mayor parte, y a ordenar que preparasen la casa para recibirnos. Al principio me mortificaba la idea de que aquella fortuna que nos ofrecían tuviera un origen del cual no podía hablarle a Joaquín; pero acabé por aceptarla, como había tenido que hacerlo con todos los hechos consumados hasta entonces. Había resuelto dejar que corriese la vida por sus nuevos cauces.
¿Qué otra cosa podría hacer ya?
Cuando Joaquín hubo cerrado el último baúl, vino hacia mí, Y poniéndome confidencialmente una mano en el hombro, me dijo:
—¿Qué te parece lo de mi hermanita?
Hice un gesto vago, para eludir la conversación, como hacía siempre que se traían a colación aquellos asuntos de familia. Mi marido se refería a una escena violenta que había acaecido aquella misma mañana, hacía apenas dos horas, entre Susana y él. La muchacha, que no obedecía a nadie en la casa, recurría pocas veces, cuando la contrariaban, a los gestos enérgicos y las palabras fuertes, prefiriendo encerrarse en su fría indiferencia de muñeca, para hacer siempre lo que se le antojaba. Tenía una amiga, del conservatorio, con quien salía a todas horas, aun de noche, y se murmuraba que iban a reunirse con jóvenes desocupados con quienes solían pasear en automóvil por carreteras. Dos o tres veces la pobre Julia había intentado darle consejos, con mucha dulzura; pero la muchacha le había contestado con mucha tranquilidad que aquéllas «eran vejeces», sin alterar un solo rasgo de su cara de ángel. Como es natural, Joaquín nada sospechaba y yo me guardaba muy bien de intervenir, hasta que, la víspera, alguien, en la calle, le sugirió que su hermana daba lugar a que hablasen de ella, y se decidió a amonestarla.
Susanita oyó la reprimenda sin inmutarse, según su costumbre, y acabó declarando que si no le gustaba así, las cosas irían peor, porque estaba decidida a que nadie restringiese su libertad. Joaquín se exaltó. Por un momento, creí que iba a pegarle. Ella calificó de «aspavientos» sus escrúpulos, y esperó con mucha calma a que se le pasase la cólera. Después afirmó categóricamente que, por nada del mundo, iría con nosotros al campo.
—¡Está bien! —replicó Joaquín—; pero mientras estés aquí, te prohíbo que salgas de la casa, ¿me oyes?
—¡Bah! No puedes hacer otra cosa que echarme de aquí, y si lo haces, me voy.
—¿Adónde? —gritó indignado el hermano.
—¡A cualquier parte! Ésa es cuestión mía dijo la linda muñeca con un mohín displicente de sus rojos labios.
—Pero, ¿sabes tú el nombre que se le da a una muchacha soltera que, a la edad que tienes, piensa y obra de esa manera?
—Peor es pensarlas y hacerlas después de casada —repuso la chiquilla con una intención tan marcada bajo el aparente candor de su voz, llena de tonos musicales, que me sentí palidecer bajo los polvos de arroz, y temblé, sin que por fortuna, mi marido lo notase.
Joaquín, delante de mí, repetía su pregunta, poniéndome en un aprieto.
—Dime, ¿qué te pareció lo de Susanita esta mañana?
—Hijo, ¿qué quieres que te diga? —le contesté al fin—. Mañana cuando nos vayamos, haremos bien en dejarla en Matanzas, con tus padres, y así te libras de la responsabilidad de tenerla con nosotros. Pero, en tu lugar, yo no les diría una palabra de lo que ha sucedido.
Me había producido una verdadera alegría el oírla decir que, de ningún modo, seguiría viviendo con nosotros. Con Georgina, tenía la seguridad de que hubiera podido estar años enteros sin que ocurriera el menor disgusto entre ambas, porque era más franca, más «vividora», como ella misma decía, y sabía disimularlo todo. En cambio, Susana me inquietaba, con su fino rostro de niña ruborosa, y su mirada enigmática. Me parecía que había demasiada frialdad y una dureza de roca en aquella delicada figurilla de dieciséis años. Sobre todo, después de su alusión, que demostraba a las claras que algo había logrado adivinar de mi secreto, su presencia me inspiraría siempre una inmensa zozobra.
—Sin embargo —insistió Joaquín—, es una verdadera desvergüenza la de esa chiquilla…
Hice un gesto de protesta, y traté de calmarlo, con el tono conciliador que empleaba siempre al hablar de aquellos delicados asuntos.
—Desvergüenza es una palabra un poco fuerte, hijo: malacrianza, sí… Pero, ¿qué quieres? Tú sabes las teorías sobre educación que profesan en tu casa, y ésas son las consecuencias, tratándose de niñas voluntariosas y aturdidas como Susana…
—Es verdad, vida mía, es verdad. ¡Hay tan pocas mujeres en el mundo que se parezcan a ti!
Enrojecí ante el elogio mucho más que si hubiese recibido un reproche. Iba directo al punto doloroso de mi alma, al que huía de la luz de los recuerdos y se concentraba en sí mismo, sangrando, al menor choque. Vivía feliz, mientras algo externo no venía a tocar en aquel rincón ulcerado de mi corazón. Ahora sabía que sólo en mi casa y al lado de aquel hombre que me poseía legalmente y que me idolatraba residían la lealtad y el amor. No me quedaba de Fernando sino un recuerdo odioso, que me era repulsivo, sobre todo, por dos razones: porque se había divertido conmigo, como con un juguete costoso, importándole poco mi pasión y mi dolor, y porque era el único hombre en el mundo que podía envanecerse de haber puesto a mi marido en una situación humillante y desventajosa, aunque éste lo ignorase. No pensaba en él, sin embargo, y procuraba consagrarme enteramente a mi marido, a quien había acabado por querer, con todos los cariños; pero me disgustaba que Joaquín me llamase «buena» y que me encontrara superior a las demás mujeres, por lo que sus frases adquirían de irónico dentro de mí misma.
En menos de un año, la exaltación y el sufrimiento habían madurado mi alma había llegado a la posesión de aquel sano equilibrio del espíritu y de la carne, que antes llegué a creer un ideal quimérico, imposible de realizar en la vida, y aprendí también a conocerme a mí misma y a los demás. Desde nuestro primer día de amor, la luna de miel, que no tuvimos al casarnos, empezó para mi marido y para mí, de un modo suave y dulce que me hizo olvidar la mayor parte de mis desgracias. Aquello no era, al menos por mi parte, una pasión novelesca. Le faltaban los profundos arrebatos, los largos éxtasis y el extraño colorido de las grandes locuras amorosas. Pero era más tranquilo y más seguro el placer que ahora experimentaba: era como la satisfacción de navegar en un gran puerto, donde todo peligro de naufragio resultaba imposible, Comprendí el hondo secreto de la estabilidad de los matrimonios, obtenida siempre por la creación de un sentimiento complejo, mezcla de estimación recíproca, de hábito, de inercia moral, de apetitos físicos despiertos y satisfechos con regularidad, de egoísta sensación de reposo; de todos esos pequeños factores en fin, que, por sí mismos, explican la prodigiosa diversidad de aspectos que toma la pareja humana y la solidez que llega a adquirir la unión, a todas luces antinatural, de dos almas y dos cuerpos. Mi nuevo estado de gestación acabó de colmar la medida de mi alegría. Y sin embargo, no podía entregarme a ella sin sentir como una pequeña mordedura en el corazón, el dolor de aquel otro hijo perdido, que una mano cruel había impedido que naciera. Verdad es que el pensamiento de que era hijo del «otro» lo hacía odioso también a mis ojos y atenuaba una gran parte de mi pena y mis remordimientos; pero de todos modos el recuerdo de aquel aborto vivía latente en mí, y era como una de esas espinas clavadas a flor de piel que nos hacen sentir vivamente su presencia cuando algo las oprime. Pensaba con horror que tal vez este nuevo hijo, a quien idolatraba antes de haber nacido, atraería sobre él el castigo de mi falta, y que quizás el cielo apelaría a este cruel medio para herirme de soslayo. En nuestra casa y en las de mis padres y mi hermana se empeñaron las discusiones acerca del probable sexo de mi futuro retoño. Joaquín tomaba parte en ellas con mucho entusiasmo y yo me reía de la simpleza de todos, afirmando que, niña o niño, sería, de todos modos, recibido con el mismo amor e iguales locuras por nuestra parte. Mamá concluía por darme la razón. Perdida la esperanza de llegar a tener un nieto de Alicia, después de la operación que la había mutilado, «toda su energía potencial de abuela en ciernes», como decía Joaquín, se concentró en mí y estalló ruidosa y apasionadamente cuando supo, por fin, la noticia de mi embarazo. Parecía rejuvenecida en diez años cuando trataba de eso, y como no hacía más que pensar en lo mismo resultaba constantemente transfigurada.
Mi estado, sin embargo, nos trajo algunas desazones. Según mis cálculos, daría a luz dos meses y medio después de empezada la zafra, y Joaquín se oponía a que me asistiera un médico rural en aquel trance. Habló de dejarme en La Habana hasta que diera a luz y el movimiento de espanto con que protesté fue tan vivo, que se detuvo, mirándome un instante con extrañeza. Fue menester tomar informes del médico que había en el ingenio, y por fortuna resultaron favorables, pues se trataba de un joven serio y estudioso a quien Joaquín conocía. Mamá y Julia irían conmigo, la primera solamente para auxiliarme en mi cuidado y volver después, y papá se quedaría con Alicia. Así quedó todo arreglado, después de muchas semanas de indecisiones. Yo esperaba de aquellos cinco años, por lo menos, que pasaríamos en el campo, la calma que completaría mi curación moral, y que presentía que jamás iba a obtener allí, donde los lugares y los objetos despertaban a cada momento en mí recuerdos desagradables. Aunque no miraba nunca hacia allá, la sola existencia de la casa contigua a pocos pasos de nosotros me producía una sorda y casi constante irritación nerviosa. Ahora vivían allí unos alemanes, hombre solos, que los domingos bebían cerveza y reían en el comedor, del cual nos separaba solamente una franja del jardín y que era el lugar en donde empezaron mis clases de pintura… Por mi parte, jamás me asomaba a las ventanas que se abrían sobre ese lado, y cuando salía de casa volvía disimuladamente la cabeza para no ver ni el costado ni el frente de la vivienda maldita. Era un suplicio del que deseaba alejarme, y a medida que se acercaba el momento de la partida sentía que se aumentaba mi indefinible gozo.
Aquel día, por la tarde, fuimos a despedimos de Graciela y de su marido, quienes no vivían en uno de los famosos repartos que enriquecieron a Pedro Arturo, sino en lo mejor de la calle Diecisiete, en un suntuoso palacete que éste había adquirido, completamente amueblado, de un diplomático extranjero, célebre por sus prodigalidades. Abandonamos el tranvía en la esquina precisamente frente a la puerta de la gran verja que circundaba la propiedad. Un parque inglés, meticulosamente limpio, sin un arbusto, se extendía, en ligero declive, a un lado y otro de la avenida de asfalto que conducía a la casa. En el fondo, refugiada en un ángulo del terreno, levantaba ésta su doble fachada gris rodeada de columnas en la planta baja de una amplia terraza en la principal. Era como si, cediendo a un impulso de orgullo patricio, huyera aquella mansión señorial a lo más lejano y más alto del dominio, dejando la mayor cantidad de parque posible entre ella y las expansiones plebeyas de la calle. El sol caía oblicuamente sobre la fina hierba, uniformemente recortada, y partía la rigidez fría del frente, con sus severos adornos y sus transparentes corridos en todas las ventanas, con una viva franja de luz. No había nadie en el parque ni en el exterior del edificio, que parecía deshabitado. Solamente hacia el fondo, en el lugar destinado a las dependencias, algunos obreros derribaban, casi sin ruido, una pared, entre una nube de polvo de cal.
Graciela, su madre y Pedro Arturo se habían instalado allí desde hacía más de tres meses, sin que los dones de la opulencia hubieran alterado gran cosa los gustos y las costumbres de aquella extraordinaria familia. Tenían dos o tres coches, tres o cuatro automóviles, una instalación regia, una servidumbre numerosa, experta y bien pagada, y continuaban siendo, a pesar de todo, los mismos tres bohemios que el azar había reunido hacía pocos años con el matrimonio de los dos jóvenes. Pedro Arturo se burlaba de sus riquezas y solía decir que estaban mejor cuando la vieja cocinaba y ellos dos se levantaban a las seis para ir a la oficina. Se había montado sobre aquel pie de lujo, como había hecho edificar una soberbia fachada a su casa de banca de la calle de Cuba, sencillamente porque la amplitud de sus negocios lo exigía así. Si vivieran como un pobrete lo abandonarían sus clientes. Agregaba algunas veces, en broma, que pronto tendría que empezar a jugar fuerte en el Unión Club y mantener a una querida, lo que le atraía, por lo general, un fuerte tirón de orejas dado por Graciela. Por su parte, la suegra, obligada a pasar los días mano sobre mano, se aburría con toda su alma; pero le tenía un gran miedo a los automóviles, y por nada del mundo hubiera consentido entrar en uno de aquellos horribles vehículos para distraerse. Prefería quedarse en la casa, cuando los otros salían, y la inacción la hacía engordar ligeramente, enmoheciendo un poco su vieja actividad. Los tres estaban de acuerdo en que, para ellos solos, sobraban las tres cuartas partes de la casa y las nueve décimas de sus lujos.
Por eso, seguramente, habían hecho de un sencillo gabinetito de costura que había al fondo del primer piso, detrás de la biblioteca y del salón de billar, el lugar predilecto de sus reuniones íntimas y donde recibían a las personas de confianza. La gran sala de recibo, decorada con un lujo exótico, en que predominaban el tono oscuro y los pesados cortinajes, permanecía casi siempre cerrada, llenándose de polvo y trasudando la humedad de sus paredes. Al gabinetito, que tenía el piso de roble encerado y las paredes de estuco rosa pálido, habían llevado todo lo que pudo ser utilizado de su instalación primitiva: cuadritos de poco valor, sillas esmaltadas de blanco y un pequeño juguetero de laca que le regalaron a Graciela cuando se casó. Era como un rincón de lo pasado, en medio, de la ostentosa vida presente, en el cual se complacían en vivir, como si los recuerdos que encerraba tuviesen más valor que aquellos nuevos objetos a que no estaban acostumbrados y cuyo uso les embarazaba un poco, Allí tenía la anciana sus costuras y Graciela sus libros. Pedro Arturo no tenía nada; pero lo llevaba cuando era necesario, y solía redactar proyectos y contratos en un ángulo de la pequeña consola, después de apartar a un lado el reloj de mesa y las dos figurillas de bronce que la adornaban.
Al oprimir el botón del timbre, artísticamente disimulado en el marco, la puerta de caoba tallada giró sin ruido, y un criado, vestido de blanco, con un traje de corte militar abrochado hasta el cuello y botones dorados, apareció en el umbral, inclinándose profundamente al reconocernos. Había en el hall, ocupado en parte por la monumental escalera de mármol, que lucía en él centro de sus peldaños una alfombra roja sujeta con varillas doradas, una discreta penumbra. Preguntamos:
—¿Están los señores?
—En el saloncito, si los señores gustan… —repuso el lacayo con una nueva reverencia.
Conocíamos el camino: un ancho pasillo detrás del hall, entre el comedor y el despacho de Pedro Arturo; luego, la biblioteca, el salón de billar y a continuación el gabinetito. En el pasillo había una alfombra, al centro, que amortiguaba el ruido de los pasos, y a los lado el piso encerado relucía como un espejo. Graciela, la madre y Pedro Arturo, prevenidos por el tubo acústico, se precipitaron a nuestro encuentro. La joven palmoteó de alegría.
—¡Bravo! No creí que te atreverías a venir, con esa barrigota que debe de contener lo menos tres muchachos.
Le di un abanicazo cariñoso, para indicarle que no me gustaban esas bromas delante de su marido. Ella se echó a reír.
—¿Por éste? Pero si te ve con una gran envidia, boba. Ahora rabia por tener un hijo, y tropieza… con que ya estamos viejos para esas fiestas.
—¡Chica, qué descarada eres! —le dijo Pedro Arturo, fingiéndose escandalizado—. En lugar de Victoria, te hubiera dado dos abanicazos en vez de uno.
—¡De veras que sí! —declaró sonriendo la suegra—. Pero los descarados son los dos… Lo único que les falta es publicar en los periódicos lo que hacen… y lo que dejan de hacer.
Habíamos entrado en el gabinetito, entre los transportes de una franca alegría, un poco picante, como la que se respiraba siempre en aquella casa.
—¿Se van por fin mañana? —pregunto Graciela, poniéndose seria de repente.
—Sí, hija. Parece que nuestro destino es andar siempre, como los bohemios, con la casa a cuesta.
—Pero será el último viaje. Pedro Arturo cree que el contrato de tu marido con el ingenio es para hacerse rico en poco tiempo.
—Así dicen.
Hubo un momento de silencio, producido por el malestar de la despedida. Pedro Arturo lo rompió con una de sus bufonadas.
—¡Vieja!
—¿Qué?
—¿Sabe usted en lo que estaba pensando?
—¿En qué?
—En que he hecho una verdadera tontería casándome con Graciela.
—¿Por qué?
—Porque sí, en lugar de habérsela pedido en matrimonio, se la pido en concubinato, usted me la hubiera dado lo mismo.
La anciana hizo un gesto vago, y respondió ingenuamente:
—¡Oh! Graci puede decirlo: nunca la «cuidé», como otras madres, ni impedí que hiciese siempre su voluntad. Por eso no me hubiera opuesto a lo que ella considerase su felicidad… Y la hubiese seguido a cualquier parte, con tal que ella lo quisiera y me reservase un rincón a su lado.
Graciela intervino, riñéndola cariñosamente.
—¡Pareces boba, mamá! Le prestas atención a las payasadas de Pedro Arturo, y acabará por marearte. Dile que para eso hubiera buscado a alguien mejor que él.
Yo pensaba, entre tanto, en el fondo de verdad que encerraba la broma de Pedro Arturo, recordando los rasgos de adoración sin límites de aquella mujer hacia su hija, adoración tan extraña Y tan conmovedora que vivía realmente fuera de las leyes del bien y del mal. Ciertamente que ella hubiera seguido a la hija al lupanar, si por allí hubiese querido dirigirse la muchacha. Y pensaba también en los caprichos del azar, que había unido a estos tres seres, tan semejantes entre sí y tan valerosos en la lucha por la vida, a pesar de su volubilidad aparente, admirándome de que el destino pudiera hacer alguna vez con tanta perfección el papel de providencia.
Sonó el timbre de un teléfono ingeniosamente oculto en un ángulo del saloncito. Pedro Arturo acudió a él, con un gesto de fastidio. Su voz se dejó oír, enseguida, seca y lacónica, como si clavara las repuestas.
—Sí, yo soy… ¿Eh? ¿De cuáles? ¿De la Cervecera Insular? Las pago a veinticinco, a entregar los títulos mañana antes de las diez. Después de esa hora no las podré pagar tal vez ni a veinte… Tomaré todas las que me lleven… Bien. Convenido. ¡Adiós!
Podía contemplar su pretil, mientras hablaba, y vi al otro hombre que había en él y que se manifestaba en cuanto empezaba a tratar de negocios: la boca contraída y sería, los rasgos duros de aventurero que huele el botín, la frente estrecha y ligeramente convexa, como henchida por la voluntad, bajo el rudo cepillo de los cabellos cortados casi al rape. Se decía que en una especulación sobre acciones de los Ferrocarriles Unidos había ganado un millón, y que su crédito en plaza era enorme. ¡Me parecía increíble!
—¡Vayan al diablo! —exclamó, dejando descolgado el receptor—. ¡No quiero más latas hoy!
Y se volvió sonriente, con su otra cara, con la que yo estaba acostumbrada a verle, enlazando el brazo de Joaquín llevándoselo para mostrarle las obras que hacía ejecutar al fondo de la casa.
Respiramos más ampliamente al quedarnos solas: la presencia de los hombres siempre nos cohibe un poco. Graciela me miró un instante al fondo de los ojos y me estrechó una mano, conmovida.
—Ya ves, chica, cómo eres feliz al fin.
Sentí el impulso de arrojarme en sus brazos, y respondí también emocionada:
—Casi completamente… ¡Gracias a ti!
—¡Silencio! ¡De esas cosas no se habla! —repuso prontamente, deteniendo mi efusión, próxima a estallar, con una seña disimulada que me mostraba la presencia de la madre.
En efecto, la buena señora había hecho un ademán de extrañeza al notar nuestra actitud y al oír las enigmáticas palabras, y nos examinaba con repentina curiosidad.
Graciela, sin aparentar que la miraba, desvió la conversación, añadiendo:
—En cambio, tu pobre hermana opino que no ha hecho un gran negocio con el matrimonio.
—No lo creas, hija repuse; —es muy dichosa. ¡Está ciega! No cambiaría su vida por la de una emperatriz… Graciela mostró primero un mohín de incredulidad, y dijo luego como convencida de pronto por una rápida reflexión: Más vale así, chica. Eso le sirve de mucho a la mayor parte de las mujeres… ¡Y el José Ignacio es un camastrón de primera…! Si tú supieras… Pedro Arturo no quería que te dijese nada, por pena; pero no tiene nada de particular y voy a decírtelo, si me guardas el secreto: de aquí, de esta casa, se llevó tu cuñado una muchacha hace dos meses.
Bajó la voz para hacer la confidencia, después de cerciorarse de que estábamos las tres solas. La madre aproximó también su asiento, para tomar parte en la murmuración. Yo experimenté una viva sorpresa.
—¡De aquí! Sonrió:
—Sí, de aquí. Era la sobrina de una de las criadas, una muchacha de catorce años, bonitilla y avispada como un diablo… Verás; la aventura resulta chistosa. La chiquilla vino de España el año pasado, recomendada a la tía, y ésta me pidió permiso para tenerla en casa e irla enseñando a servir, porque deseaba colocarla bien. Estuvo aquí algún tiempo, trabajando poco, componiéndose mucho y recibiendo frecuentes reprimendas de la tía, que es una mujer formal y que le reprochaba su holgazanería. Fue necesario despedir una vez a un ayudante de chofer, por no sé qué historia de noviazgo con la muchachita, y el mayordomo le habló a Pedro Arturo de la necesidad de hacerla salir también de la casa para evitar un nuevo escándalo. Contemporizamos por consideraciones a la criada, que es buena, y un día desapareció la niña sin explicaciones. Le pregunté a la tía y se turbó un poco. «Pero, ¿está colocada?», le dije. «No, señora, no. La chica no era de buena cabeza, ¿sabe usted? Decía siempre que ella no había nacido para trabajar, que tenía otras aspiraciones, y yo temía que el día menos pensado se escapase con cualquier pelagatos. La señora no puede comprender bien estas cosas, porque la señora…». «Pero, ¿se colocó?», volví a preguntarle para cortar aquellos circunloquios. Ella vaciló, rascándose la cabeza. «No, señora; no. Está comprometida con un señor rico», acabó por decirme tímidamente. Y como no había visto nunca aquí a Trebijo, ni sabía que lo conocíamos, acabó por soltarlo todo, el nombre del seductor y el medio de que se había valido para llegar hasta la jovencita, empleando a una mujer que tiene la apariencia más honrada del mundo y que le sirve, según dicen, para esas cosas. Parecía al mismo tiempo contrariada y alegre por aquel desenlace que la libraba de una responsabilidad. «¿Y a usted no le dieron nada?», le pregunté picada por la curiosidad. «Cien duros nada más, señora, y otros cien para la madre de la chica, que es mi hermana y está en la miseria. Yo bien sé que no está bien lo hecho; pero me digo: para que se haya ido con un animalote cualquiera, como aquel José que echaron a la calle, vale más que sea con un señor…». No puedes imaginarte lo que me he divertido con esta historia, ni lo que nos reímos Pedro Arturo y yo cuando la recordamos. Figúrate la mueca que haría la pobre Alicia si supiera la clase de ocupaciones a que se dedica su hermoso José Ignacio, cuando sale todo los días después de almuerzo de su casa…
—¡Qué sucio! —murmuré, apretando los dientes con rabia. Graciela soltó una carcajada.
—Pues si no fuera más que ésa —añadió—. Son muchas parecidas las que se le atribuyen muy calladamente… Parece que tiene un sistema de pesca perfectamente organizado… Te digo que es para morirse de risa.
—Pues yo no me río de sus indecencias —exclamé—. Y hay que oírlo hablar de moral, frunciendo el ceño cuando se pronuncia delante de su mujer algo que huele a doble sentido ¡Un Catón! ¡Y ha echado de su casa a la hermana, por una falta, el muy bárbaro! Pero es mejor que la infeliz Alicia no llegue a vislumbrar nunca nada de esas porquerías…
—A mí me repugna más su hipocresía que su desvergüenza —declaró Graciela con su hermosa tranquilidad de mujer que conoce demasiado la vida para no escandalizarse ante ciertas bagatelas—. No me hago ilusiones; sé que todos nos juegan la cabeza cuando se les presenta la oportunidad; pero para eso no es necesario tratar de hacerse el santo delante de los demás.
De todo lo que dijo no retuve sino esta frase: «Sé que todos nos juegan la cabeza cuando pueden»; y repliqué asombrada, sin poder contenerme:
—¿Todos, dices? ¿Crees tú que Pedro Arturo, por ejemplo, te haría…? Se echó a reír otra vez; sin inmutarse.
—¡Como todos, hija! No quiero pensar en eso, como es natural, ni que él sepa que yo lo presumo, ni me gustaría tampoco que me lo dijeran, si hay algo; pero, ¿quién evita una cosa así…? Lo que una mujer debe procurar es ser siempre la primera. Y yo sé —agregó con sincero orgullo— que si mi marido cae se arrepiente enseguida y vuelve a mí más mío que nunca; porque hasta ahora no hay mujer en el mundo que le guste más que yo… La madre intervino, entonces, en defensa del yerno.
—¡Oh, Graci! Se te ocurren unas atrocidades… ¿Cómo puede hacer tu marido lo que hace ese farsante de José Ignacio? Metería la mano en el fuego…
—Y podrías quemarte, mamá… Pero yo estoy conforme así. ¡Al César lo que es del César…! Y a ti te aconsejo, Victoria, que hagas como yo; no le preguntes jamás a Joaquín dónde fue, ni lo que hizo en la calle. Si cometió una infidelidad no será capaz de decírtelo: tendrá que mentirte, aun a pesar suyo. Y he aquí que, en lugar de un pecado, le obligas a cometer dos… Te aseguro que, si todas las mujeres pensasen como yo, habría menos matrimonios desgraciados.
Yo me preguntaba, por centésima vez en mi vida, de dónde había sacado Graciela aquella experiencia y aquel sano equilibrio del alma, que le permitía mantener asida ente sus manos la clave de la dicha. Desde muy pequeña, hasta donde alcanzaban mis recuerdos de la infancia, la había visto con el mismo aplomo e igual optimismo. Era feliz «sin hacerse ilusiones», como afirmaba; es decir, sin salirse de la realidad de las cosas, aceptando cuanto podía ser útil a su bienestar y al de los suyos, con una absoluta indulgencia respecto al fondo de las acciones humanas Y recordaba su confesión, casi completa, de aquel día en que me dio a entender que también había vivido su corazón horas sentimentales y dulces, de las cuales había salido con un conocimiento más completo del mundo y nuevas fuerzas para vivir. No podía mirarla con fijeza in sentirme estremecida hasta lo más hondo del alma.
Ahora madre e hija desahogaban su resentimiento contra Alicia, por lo que llamaban su ingratitud, culpándola un poco de que se hubiera enfriado la amistad que las dos jóvenes se tenían. Por eso se habían limitado a ir dos o tres veces a la clínica, cuando se operó, y después cada cual a su casa. Cierto que José Ignacio era un majadero; pero ella no estaba exenta de su parte de culpa.
—El otro día la encontré en la calle —dijo Graciela—, y me llamó falsa, mala amiga y que sé yo cuántas cosas, porque no fui a su casa después que dejó la clínica; pero las tres hemos sido como hermanas,
¿verdad?, y tú misma dirás si es ella quien debe echármelo en cara.
La anciana aprobaba y añadía nuevos cargos contra mi hermana, mientras que yo guardaba silencio, comprendiendo que tenían razón. Al fin resumió la buena señora.
—Alicia y tú tienen caracteres completamente distintos.
—He aquí una gran verdad de Pero Grullo —exclamó su hija riendo; y volviéndose a mí me preguntó acariciando con ligeras palmaditas mi vientre:
—¿Varón o hembra?
—Pregúntaselo a él o a ella, directamente.
—Es varón.
—¿Por qué?
—Porque es muy grande eso para ser hembra.
Me eché a reír de la seriedad de su pronóstico, y ella continuó, voluble y burlona.
—Y te llevas a Julia Chávez de partera, según me han dicho. No es mala idea. Quisiera verla ruborizándose y bajando la vista al comprobar que los niños no caen del cielo envueltos en una hoja de col. Necesariamente tú has corrompido a Julia, cuando se decide a presenciar ciertas cosas… ¿Tienes madrina?
—Sí; mamá.
—Es natural. De no ser así sería yo, que tengo más derecho que tu hermana y que Julia —afirmó.
Seguimos hablando de esta última. Graciela hacia notar que no debía de haber sido fea en su juventud con sus ojos rasgados y dulces, su rostro ovalado y su blanca dentadura. Lo que la afeaba era la manía de ocultarlo todo con sus trajes apretados al cuello y a las muñecas y llenos de pliegues rectos como los vestidos de las religiosas. Y a pesar de aquel pudor feroz, tenía cierta coquetería para peinarse, y por nada del mundo se hubiera dejado ver sin polvos de arroz en la cara y sin haber ordenado sus bucles, bien teñidos, sobre las orejas. Tal vez se vestía de aquel modo porque eta demasiado delgada y un poco rígida de talle, para disimular discretamente estos defectos. Reímos indulgentemente recordamos sus excentricidades, sus caprichos y los detalles de la dolorosa historia que nos había referido ella misma. Aquello acabó por esparcir sobre nosotras como una sombra de melancolía, a pesar de nuestras bromas. Como quiera que fuese, era conmovedor aquel martirio de una pobre mujer inmolada en aras de un ideal romántico del amor y de la vida, especialmente a los ojos de otras tres mujeres; sometidas, como todas, a la cruel injusticia del mundo.
Graciela se puso seria, y dijo con un leve suspiro:
—¡Pobre Julia! Me río muchas veces de sus cosas, y me inspira, sin embargo, una gran compasión… A pesar de que nunca tuvo nada, los demás no han hecho sino explotar su bondad y sus manías; y si no fuera por ti, que la has llevado a tu lado, tal vez tendría ahora que dormir en la calle.
Nos miramos conmovidas ante la identidad de nuestros pensamientos; y la madre de Graciela concretó su opinión, con su acostumbrada sencillez de juicio, que llegaba a veces hasta la rudeza.
—Sí, hijas; es preciso tenerles lástima a las mujeres que han vivido siempre sin hombres. Por malos que éstos sean, ya ven si nos hacen falta. Ahí tienen a la pobre Antonia, que se morirá sin que nadie le cierre los ojos… ¡Lo que sufrimos, cuando vivimos juntas, sólo Dios y nosotras lo sabemos…! Y así son todas las solteronas: a unas les da por el bien y a otras por el mal; pero ninguna es completamente cuerda. Yo, por lo menos, no las he conocido así…
Entraron Pedro Arturo y Joaquín, con los hombros blancos de polvo de cal de la obra. Fue menester que la anciana se dirigiera en busca de un cepillo, no sin antes oponerse a que se llamara a un sirviente con un ademán en que se revelaba su odio a todo aquel aparato de lujo y de molicie, al cual no se habituaría jamás. Era ágil y hacendosa siempre, a despecho de la forzada inacción que la enmohecía, según ella, y que la iba poniendo más gruesa.
Cuando terminó de quitarles el polvo a los dos hombres, luchando con su yerno, que se empeñaba en cogerle la cara para darle un beso en pago de «su buena acción», la emprendió conmigo y empezó a darme consejos en voz baja sobre lo que tenía que hacer para salir bien de mi cuidado. Tenía un Tratado de obstetricia de Ribemont y Lepage, y lo leía sin cesar, recordando los buenos tiempos en que no había más comadrona que ella en su pueblo aunque no tenía título. Me costó un gran trabajo apartarme de ella, y tuve que sostener luego una lucha con los tres reunidos para que no nos obligasen a quedarnos a comer. Caía pesadamente la tarde sobre el silencio de la casa, envuelta en sus colgaduras como en una mortaja de rey. No sé por qué aquel aspecto de excesiva calma me produjo una vaga tristeza. Era, sin duda, el pesar de la despedida, la melancolía del crepúsculo, los restos de nuestra evocación sentimental de los dolores de Julia. Pensaba en ésta, en mi hermana, en José Ignacio, en todo lo que llora y sangra en el mundo, bajo la aparente serenidad de las cosas. Nos estrechamos las manos silenciosamente, después del bullicio de la última conversación, en que todos hablábamos a la vez. Graciela y su madre me abrazaron llorando.
Pedro Arturo nos condujo directamente al jardín por una corta escalinata de mármol que había al lado del edificio. Por el camino le dijo a otro criado, vestido de blanco y oro, como el que nos había abierto puerta, y que se inclinó también profundamente a nuestro paso:
—Diga que saquen una máquina, para que lleve a estos señores, y ábranos la verja del costado.
Me estremecí sin poder evitarlo, recordando otra orden semejante, que me parecía entonces separada de mí por cincuenta años de intervalo, tropecé dos veces al bajar el último peldaño de la escalinata, y durante algunos segundos aparté mis ojos de Joaquín, fijándome en los surtidores giratorios, que de trecho en trecho regaban el césped, con finos chorros, torcidos silenciosamente en espiral, en el aire inmóvil.