8

Un domingo por la mañana fui a mi lección de pintura, mientras Julia y Susana se preparaban para asistir a una gran fiesta de iglesia donde se había anunciado el sermón de un predicador famoso. La víspera recibí la noticia de que los trabajos de desecación estaban a punto de terminarse, y había llorado una gran parte de la noche, sin saber qué resolución tomar. Ahora era Joaquín el que se empeñaba en llevarme a su lado, y me escribía largas cartas llenas de pasión, en contestación a las mías. Cuando llegué al lugar de mis entrevistas con Fernando, la señora de Montalbán notó mi tristeza y el ancho círculo amoratado que rodeaba mis ojos. Le dije que había tenido jaqueca toda la noche, y fingí alegrarme con su charla.

Un cuarto de hora después llegó Fernando. Venía en automóvil, lo que me extrañó, y la máquina se quedó en la puerta de la casa. Enseguida notó en mis ojos las huellas del llanto.

—¿Qué tienes? —preguntó con ansiedad—. ¿Ha sucedido algo?

Me tuteaba desde hacía varios días, sin que hubiera podido conseguir que hiciese con él otro tanto. Yo estaba nerviosa, y mi mano temblaba entre las suyas. Cuando pude explicarle el motivo de mi tristeza, palideció ligeramente primero, y luego me trató como a una niña, entre mimos y ternezas.

La señora de Montalbán entró, muy erguida entre el corsé que aprisionaba su enorme busto y luciendo un severo traje oscuro de calle.

—¿Cómo es eso? ¿Vas a salir, Úrsula? —preguntó Fernando sorprendido.

—Sí; un momento. Y cuento contigo, es decir, con tu auto, porque supongo que no tendrás inconveniente en prestármelo.

—De ningún modo. Llévatelo, y no te ocupes de mí. Me iré en el tranvía.

Yo había hecho un movimiento para levantarme; pero Fernando me contuvo con la mirada, y volví a caer en la silla, dominada enteramente por la voluntad de aquel hombre. La dueña de la casa también se apresuró a tranquilizarme.

—No, hijita, no; estate quieta. Vuelvo tan pronto, que es como si los dejara un momento para dar una vuelta a mis dulces.

¿Por qué tenía miedo? Difícil me sería explicarlo. Me encogí en mi asiento, y esperé intranquila, con el corazón palpitante y la mirada recelosa.

Cuando todavía se escuchaba el roce de la falda de seda de la señora de Montalbán, ya Fernando tenía mis manos junto a sus labios.

—Están siempre frías, ¡pobrecitas! —decía besándolas y mordiéndolas—. Deja que te las caliente, las dos juntas.

Sonreía embelesada, dejándome hacer. Estaba, en realidad, aquella mañana, necesitada de calor, de afecto, de una protección fuerte que me asegurase que todas mis negras ideas de la pasada noche eran infundadas y locas. Mis nervios, sobrexcitados, sentían con más intensidad que nunca la inocente caricia.

—¿Lloraste mucho anoche? —volvió a preguntarme Fernando, hundiendo en mis ojos aquella mirada suya que me enloquecía.

Hice un signo afirmativo con la cabeza, inclinado el cuerpo hacia adelante y con el rostro vuelto hacia arriba para anegarme por completo en aquel efluvio emanado de él, que permanecía en pie delante de mí. Era suya; él lo comprendía, y prolongaba voluptuosamente el martirio de nuestros anhelos, en aquella deliciosa espera, donde las palabras no podían expresar más que necedades.

Entonces ocurrió lo que no podía dejar ya de suceder. Echando hacia atrás sus manos, cada una de las cuales aprisionaba una de las mías, fue alzándome lentamente de la silla, más por la atracción de su mirada que por la verdadera fuerza de sus brazos. Quedé en pie junto a él, pegada a su cuerpo y echada hacia atrás con todo el peso del mío, que sostenían mis brazos obligados a cruzarse sobre su cintura. Él, inclinándose casi hasta tocar mi boca, seguía atrayéndome suavemente y hablándome a dos pulgadas de los labios, sin besarme.

—¿Mía, verdad? ¡Toda mía! Esa boca y esos ojos y tu cuerpo Y tu alma, ¿es todo mío? Cerré los ojos sin responder, esperando el beso que no llegaba.

—Contéstame —ordenó imperiosamente el cruel, abrazándome con su aliento.

—¡Sí! —exclamé con un suspiro, en el que parecía ir envuelta mi vida.

Alargué los labios y recibí ávidamente el beso, largo e intenso como una succión lenta del alma. Era el primero que recibía de él, y lo devolví sin reserva, pegada también a su boca, con una sed de ella que no se calmaba y que jamás había sentido antes.

Estábamos solos en la casa, pues la señora de Montalbán se había llevado consigo a una de las criadas, y la otra, según me dijo la señora, había sido despedida la víspera. Fernando me arrastraba suavemente hacia las habitaciones interiores, ceñida por el talle y sin dejar de besarme los ojos, las sienes y la boca.

Cuando llegamos al aposento de la dueña de la casa, cerró con toda tranquilidad las dos puertas, sin dejar de llevarme casi suspendida y pegada a su cuerpo, y corrió las persianas, dejando la habitación en una suave penumbra.

—¡Oh, por Dios! ¡Si viene! —dije, por toda protesta, con un estremecimiento de angustia.

—No tengas miedo No vendrá hasta las diez —me respondió con voz casi ahogada por la emoción.

Me había abrazado de espaldas, y me besaba la nuca y las orejas, hablándome apasionadamente y tratando de provocarme cosquillas con sus labios.

—¡Ah! Estos ricitos de tu cuello, ¡si tú supieras el deseo de ti que me despertaban! No podía mirarlos sin sentirme trastornado, y evitaba el fijar en ellos mis ojos. Por eso ahora es le primero tuyo que tomo… y luego las orejitas…

Me sentía como suspensa en el aire y mecida por aquellas locas trivialidades, por aquellos mimos casi infantiles que me adormecían, endulzando la rudeza de la posesión. Y fue como por arte mágico el que me encontrara desnuda en el lecho, sin haber sentido cómo mis ropas se desprendían una a una y caían en desorden sobre las sillas y en el suelo. ¡Desnuda! Sólo las medias negras y las ligas azules, manchado la blancura de los cuerpos y de las sábanas. Las carnes que temblaban, sacudidas por un pudor enfermizo, a la idea de que pudiesen llegar hasta sus misterios las miradas de la madre o del marido, se mostraban al amante con la pagana indiferencia de los mármoles, reveladores de la ingenuidad del amor primitivo Las manos expertas, diestras en desatar cintas y soltar broches automáticos manos de prestidigitador y de artista habían realizado el prodigio de arrebatarme, con los vestidos, la conciencia de mi desnudez, para enloquecerme luego, al recorrer mi cuerpo con rápidas caricias huyendo de los lugares en que el contacto despertaba sensaciones poco gratas y eligiendo aquellos cuya excitación enloquecía hasta arrancarme pequeños gritos y suspiros de angustia.

Tuvo el capricho de besarme toda, sin dejar, como decía él, «un solo poro de la piel que no recibiese un beso», y me presté al juego, volviéndome varias veces, estremecida y cosquillosa, a fin de que sus labios completasen la obra de sus manos. Reía como una loca, en espera del beso, que amenazaba un lugar para caer inesperadamente sobre otro, y me encogía temblorosa, encantada de un retozo que me transformaba en niña, sin adormecer uno solo de mis sentidos de mujer. Su desnudez de atleta, dura, elegante y flexible, me producía vértigos, al apoyarse en la mía. Cuando mis brazos la estrechaban, para busca runa tregua a las excitaciones demasiado vivas, la amplitud y la firmeza musculosa de sus carnes me asombraban. Deseaba que se tendiese sobre mí y me aplastase con el peso de su cuerpo, y deseaba también que me arrebatase poco a poco la vida, extrayéndola de mis labios con un beso interminable de vampiro.

Él se complacía en provocar mi deseo hasta la angustia, siguiendo su táctica acostumbrada de empezar una excitación, dejándome luego la iniciativa en el acto próximo, para asistir con ávida curiosidad al nacimiento de mis emociones. Tendido de espaldas junto a mí, con mi cuello sobre su brazo, me atraía, mirándome fijamente, sin besarme, y me torturaba así hasta infundirme ganas de morderle. Entonces se reía y me besaba, buscándome los dientes y la lengua con los labios. Después jugaba a envolverme el seno con la cadenilla de platino de que pendía mi medalla de la virgen del Carmen, y con el pequeño disco de oro frotaba los puntos más sensibles, dejándome retorcer de impaciencia y de rabia. Pero cuando inició una caricia más íntima, con aquella mano incansable de escamoteador de sensaciones mientras me obligaba a sufrir el martirio de un beso interminable, no pude resistir más. Mi cabeza, desmayada, se movía sobre su brazo de un lado a otro, como si se hubiesen roto sus resortes, y creí morirme, por la fuga del corazón que quería escapárseme con el aliento; se me nubló ligeramente la vista y me aferré a su mano, arrancándola con violencia de mí.

—¡Oh, por favor! ¡No me martirices más! ¡Acaba!

—¿Qué quieres? —me preguntó, fijando de cerca en los míos sus ojos irónicos, que la pasión también trastornaba.

No respondí. Apretaba los dientes y clavaba las uñas en la carne de sus brazos.

—Pero, ¿qué quieres? ¡Di! ¿Qué quieres? —insistió implacable y curioso, sin dejar de mirarme.

—¡Qué sé yo! ¡No me hagas sufrir! ¡Todo! ¡Todo tú!

Y lo tuve todo, en efecto, aterrorizada al principio ante el tumulto de sensaciones nuevas, que me hacían pensar en algo precursor de la muerte, mientras gemía suplicante: «Fernando mío; Fernando mío», con voz enronquecida por la emoción y el espanto. Fue como un vértigo llevado a límites extremos de angustia por la vibración de cuerdas internas cada vez más tendidas y más vibrantes, hasta hacerme presumir la pérdida de la razón y la vida. Y luego, bruscamente, la descarga súbita, entre sollozos y besos de agradecimiento; la insólita explosión de los nervios, aflojados de pronto, incapaces de resistir por más tiempo la exaltación máxima de un doloroso placer, y rotos al fin en un espasmo supremo, en una agonía dulce, apenas sacudida por los últimos estremecimientos de los músculos en relajación.

Cuando me hallé sola, bajo el sol de la calle, en camino de mi casa, que distaba apenas cuarenta pasos de la puerta cochera por donde había salido, noté que me tambaleaba como una ebria. Hasta entonces no pude darme cuenta de lo que había hecho, del profundo cambio que acababa de realizarse en mi vida, de la falta gravísima que manchaba para siempre mi existencia de mujer honrada y que me haría tal vez indigna de ostentar en lo sucesivo ese título. Todavía jadeaba mi pecho y vibraban mis nervios por las últimas angustias del placer. Tenía en las manos y en el pecho el perfume suave de los cabellos de Fernando, pero la luz del día, al herir mis pupilas acostumbradas a la oscuridad de la alcoba, me arrojaba brutalmente en plena realidad. Adúltera, como cualquier mujerzuela vulgar; con un amante, con quien me revolcaba en la cama casi a la vista de los míos, ¿qué redención podía ya esperar en el mundo? Pensé torcer a la derecha, en vez de tomar a la izquierda, y huir de mi casa para siempre; Y sin embargo, la impulsión maquinal de la costumbre me llevó a franquear la puertecilla de hierro, como todos los días; y a penetrar en ella, mostrándome tranquila por un gigantesco esfuerzo de la voluntad.

Mi primera impresión fue alentadora. Julia, sentada junto a su canastillo de costura, zurcía ropa blanca, y no levantó la vista al oír mis pasos; Susana se desnudaba en su cuarto, de vuelta de la iglesia, de donde habían llegado las dos un cuarto de hora antes. Pude llegar a mi habitación sin ser observada, y dirigirme después al baño, donde el agua fría calmó la agitación de mis nervios, dejándome como lavada en parte de mi falta. El espejo me mostró un rostro pálido y fatigado, con grandes ojeras, y los labios pálidos, cual si acabara de sufrir una gran pérdida de sangre. Fue necesario arreglar todo aquello, a fin de evitar sospechas, y lo hice con arte, quedándome apenas un aire de languidez que bien podía ser efecto de una neuralgia.

No se me ocultaba la enormidad de mi culpa, y aún sentía vergüenza al recordar, allí en mi casita tan honesta y tan tranquila, que un hombre acababa de tenerme desnuda entre sus brazos. Pero en el fondo de mi alma brillaba, sin quererlo yo, el júbilo de la pasión compartida y del deseo satisfecho. Había también allí no sé qué brote de amarga acusación contra los que habían torcido y echado a perder mi vida, impidiendo que legítimamente hubiera podido disfrutar los goces que ahora le robaba al adulterio. Maldita, mancillada o víctima del error de otros, era evidente que un mundo nuevo y desconocido se había abierto ante mis pasos. Y poco a poco mi plan moral quedó hecho; no sería traidora, no engañaría a Joaquín compartiendo con otro mis caricias, no podría hacerlo aunque quisiera; pero hasta que no llegase el momento de decidir, huyendo lejos de allí con mi amante, permanecería en aquella casa, donde me era muy fácil disimular ante las dos únicas personas que podían sorprender mi secreto.

Lo que más me había sorprendido, y lo que acaso contribuyó con mayor fuerza a calmarme, fue que el universo no se hubiera desplomado con mi falta. Todo seguía igual, sereno y sonriente, al lado mío. Luego la caída de una mujer no repercutía con eco siniestro ni en el mundo ni en el corazón de los suyos. Todavía me quedaba el temor de encontrarme frente a frente con mi madre, y el escrúpulo de tener que abrazarla o de tocar con mi mano impura la suya inmaculada. Pero, al mediodía, llegó ella, como siempre, y tampoco su rostro dulce y severo revelaba haber sufrido golpe alguno con mi deshonra. Yo pensaba, al mirarla de reojo: «Si supiera lo que he hecho, no me miraría de un modo tan tierno». Y me estremecía al imaginar la descomposición de su semblante, por el dolor y por la cólera, si llegara a sospecharlo. Luego pensé: «Afortunadamente, cuando huya de aquí no presenciaré su enojo, y me perdonará, sin ninguna duda, con el tiempo».

Aquella complicidad discreta de las cosas, que en nada habían cambiado, acabó de lanzarme en el torbellino de mi pasión. Durante muchos días, no quise pensar ni sentir nada que se opusiese a la embriaguez de mis sentidos, que apenas calmaba la posesión frecuente de mi amante y que anhelaban siempre tenerlo junto a mí. Es cierto que tuve que soportar, al principio, una pequeña humillación, al saber, por boca de Fernando, el subterfugio de que se había valido para acercarse a mí, comprando la casa en que nos veíamos, al precio que lo exigieron, y haciendo pasar por su propietaria a la señora de Montalbán, que era una antigua amiga «muy decente y muy discreta», venida a menos económicamente, a causa de ciertos malos negocios. Sospeché que acaso ni se llamara Montalbán ni fuera tal vez una señora «decente», aunque sí discreta, y me sentí herida en mi delicadeza, al ver mediar en nuestro amor la ingerencia de un proxenetismo vulgar. Pero Fernando me hizo comprender que no había otro recurso más seguro, y acabé por aceptarlo, aunque me molestase un poco. Lo esencial era tenerlo a él, y la casa de Úrsula nos venía muy bien para conseguirlo a todas horas con mil pretextos distintos. A veces, después de habernos separado a las once de la mañana, lo llamaba después del almuerzo, a su oficina, por el teléfono de nuestra amiga, y él venía enseguida, radiante Y encantado por la sorpresa, para repetir las locuras, de que nuestros corazones se mostraban insaciables. La señora de Montalbán, sin abandonar su previsora vigilancia, a fin de impedir que nos sorprendieran, nos dejaba la casa para nosotros solos, refugiándose con su única criada de confianza, en la cocina o en el cuarto de ésta. Entonces cerrábamos, despreocupadamente, la puerta que daba a aquellas dependencias, y la dejábamos incomunicada, mientras permanecíamos en su cuarto.

Me refinaba, me hacía sensual y audaz, a medida que nuestra intimidad crecía. Al pudor enfermizo de mis primeros años, siguió el culto pagano de la desnudez que mi amante me infiltraba ahora, como cuando era niña y estaba sola, extasiábame en la contemplación de mi cuerpo, pero mi autoadoración presente tenía una tendencia muy distinta. Antes era la única manifestación de sensualismo de un alma inocente, lo que después fue el orgullo de poseer en alto grado lo que a Fernando le gustaba. Tenía bellezas íntimas que vivieron en mí hasta entonces como adornos inútiles y a veces enojosos; y estos dones, en los que apenas me fijaba ya, adquirieron de pronto una importancia extraordinaria a mis ojos, sólo porque delante de cada una de ellas habían estallado el entusiasmo y la admiración de mi amante, en horas inolvidables. Quería ser hermosa para agradarle siempre, para que no encontrara jamás en otras lo que hallase en mí.

Y me entregué con más esmero que nunca a refinamientos inverosímiles de limpieza y de adorno, puliéndome las uñas de los pies diariamente, porque solía tener el capricho de verme sin medias; haciendo desaparecer el tenue vello de las piernas, para dar a mis carnes la blanca uniformidad de las estatuas, y mejorando mi ropa interior, con sedas y encajes que contribuyeran a realizar el encanto de lo que poseía naturalmente y que él sólo debía contemplar en lo sucesivo, puesto que era total la donación de mi persona.

Surgía en mí una mujer nueva. Sin duda tenía razón Fernando, aunque la idea no era suya, al decir que somos instrumentos delicadísimos cuyas cuerdas no dan sus verdaderos sonidos sino a las manos expertas que saben hacerlas vibrar. Su pasión me transformaba: me hacía coqueta, atrevida, tímida y sentimental, según sus deseos. Aprendí a echar hacia atrás la cabeza sobre el respaldo de la silla en que me sentaba, para mirarle poniendo en tensión el cuello y desenvolviendo todo el poder de una limpia dentadura y de unos ojos brillantes que pueden decir muchas cosas sin hablar.

Él asistía embelesado a mi cambio, y ponía especial empeño en formarme a su gusto, convirtiéndome en una obra suya, por mi parte, lo admiraba vestido y desnudo, encontrándolo siempre bello, espiritual y elegante, a pesar de sus cuarenta años cumplidos y de las pocas hebras de plata que brillaban en su hermosa cabellera oscura. Encontraba linda sobre todo su cabeza, y me entretenía en peinarla, sentada en sus rodillas, cuando, ya vestidos, nos disponíamos a separarnos. Mi audacia crecía al encontrarme sola, después de dos horas de esta íntimas expansiones. Entonces sentía locos deseos de gritarle a todo el mundo que era su querida y me parecía demasiado estrecho el escenario en que encerrábamos nuestros amores.

Un día me dijo:

—Tú no puedes imaginarte, Mía, lo que has cambiado. Eras una mujer hermosa y ahora eres encantadora. Yo te he enseñado a ser mujer, al poseerte por primera vez, aunque otro haya sido el autor de tu desfloración material. Si mañana nos separásemos, a mí sólo tendrías que agradecer el milagro de tu transformación.

Lloré mucho sobre su pecho al oír de sus labios que era posible que algún día llegáramos a separarnos. Repetidas veces le había propuesto que me llevara consigo adondequiera que fuese, y siempre lo aplazaba para más adelante, cuando fuera indispensable. Aquel día, después de sentirme tranquila ya con sus caricias, tuve el capricho de que comiésemos juntos, lo que no habíamos hecho nunca. Trató de disuadirme de esta idea, y fue inútil. Inventé pretextos, forjé mentiras, para que no extrañasen en casa mi ausencia a la hora de la mesa, sabiendo que no estaría ni en casa de papá ni en la de Alicia, y conseguí lo que deseaba.

Fue una comida alegre, en el reservado de un restaurante conocido, al que entré de prisa y con el velo echado sobre la cara palpitándome el corazón como si acudiera a una primera cita. A los postres, tomé champán, y fui poseída sobre una silla, como en el epílogo de una cena entre una horizontal y un estudiante. El anhelo sentimental que existe siempre en el alma de la mujer más positivista nos impulsa a cometer muchas necedades en la vida.

Desde entonces, pareciéndome poco el tiempo que estaba con Fernando y queriendo abrir nuevos espacios a nuestra pasión, inventé paseos y excursiones al campo en automóvil. Íbamos en carruaje cerrado, y me dejaba arrebatar por el vértigo de la velocidad reclinada en el hombro de mi amante. Joaquín se quejaba de la frialdad de mis cartas y de la poca prisa que me daba en resolver el viaje. Pero esto me inquietaba menos que la actitud un poco recelosa de Susana, que empezaba, sin duda, a darse cuenta de que algo anormal sucedía. En cuanto a la pobre Julia, era tan inalterable el fondo de candor de su alma que, aun viéndome abrazada a Fernando, difícilmente hubiese dado crédito a sus ojos.

Cierto día me preguntó, al concluir de almorzar:

—¿Y tus lecciones de pintura, hija mía? ¿Adelantan?

Me estremecí sin poderlo remediar, y salí del paso con una mentira.

—Y tanto, que te tengo dedicado mi primer cuadrito de flores.

Susana intervino, cortando la frase de gratitud que iba a salir de los labios de la solterona.

—No sé qué amor le ha tomado Victoria a la vieja de al lado —dijo con un ligero mohín despreciativo—. Ya no le falta sino llevar la cama para allá. En cambio, a mí la tal señora de Montalbán me revienta. Por eso evito lo más posible ir a su casa, y acabaré por no volver nunca.

La observé atentamente, con el fin de saber si sus palabras encerraban algún sentido oculto, y quedé tranquila de mi examen. Si Susana sospechaba algo, no era seguramente que yo viera a mi amante tan cerca de mi casa. Odiaba a Úrsula, porque ésta, prudentemente, había tratado de alejarla, mostrándose poco comunicativa con ella y recibiéndola en la sala. Dos veces mi cuñada había llegado mientras me encontraba en el cuarto con Fernando, y tuve que arreglarme de prisa y salir a reunirme con ella, en tanto que la dueña de la casa la entretenía con mil pretextos, asegurándole que la ayudaba a hacer dulces en la cocina. De todas maneras, la actitud de la jovencita me inquietaba un poco, y por eso procuraba no perderla de vista.

Para Joaquín encontré una excusa en la enfermedad de Alicia, a quien los médicos preparaban para operarla tan pronto como la considerasen con fuerzas para resistir la operación. El último ataque de su mal la había dejado muy extenuada, y aunque no estaba ya en cama, apenas se hubiera podido reconocer en ella a la hermosa mujer que había sido tres años antes. Llegué a adquirir la costumbre de ir a verla todos los días, por la compasión que me inspiraba, y porque de allí me escapaba mas fácilmente con Fernando, advirtiéndole a mi hermana que iba a las tiendas o a casa de la modista, por si llamaban de la mía por teléfono. Hice que la misma Alicia le escribiera a mi marido una carta, suplicándole que me dejara en La Habana hasta dos días después de su operación, y quedé tranquila. Mi propósito era únicamente ganar tiempo, mientras Fernando se decidía a resolver de una vez nuestra situación. Entretanto, mi vida continuaba desenvolviéndose entre mentiras que urdía sin cesar para justificar mis citas.

Una vez me pareció que Graciela me había visto sentada al lado de Fernando en el interior del automóvil. Fue al doblar una esquina, cuando regresábamos de una de nuestras excursiones al campo, y creí ver la cara de sorpresa de mi amiga, en el instante de reconocerme No le temía a Graciela, pues sabía que era discreta y se callaría; pero me mortificaba tener que compartir con otra mi secreto. Fernando aprovechó el incidente para reñirme por lo que llamaba «mis imprudencias». Era la primera vez que lo hacía y lloré, con profundos sollozos, como una niña a quien reprenden injustamente. Mi amante me abrazó, llamándome «chiquilla» y «loca», y mis lágrimas se secaron como por arte de magia.

Sin embargo, fui un poco más cauta en lo sucesivo. Mi sentimiento se componía de sumisión, de ilusiones y de celos, en partes iguales, como el de todas las mujeres verdaderamente enamoradas. El instinto de obediencia me aconsejaba no hacer lo que una vez había motivado el enojo de Fernando; los celos me impulsaban a procurar tenerlo cerca constantemente, y a ver en cada minuto de tardanza a una cita la obra de otro amor; en cuanto a la ilusión, mostraba me sin cesar el cuadro de la vida que haríamos, cuando juntos los dos, para siempre, no tuviera que ocultarme para quererlo. ¿Por qué no había querido así la primera vez, ya que entonces la sociedad y la familia, de acuerdo con mi pasión, hubieran contribuido a formar una dicha perfecta? En mi exaltación de ahora, el recuerdo de Joaquín perdíase lentamente en las brumas de mi memoria, quedando en mi corazón sólo como un punto doloroso. Ya no me molestaba la conciencia de mi falta, puesto que al abandonar a un marido que no había sabido hacerse amar como se aman los hombres y las mujeres, mi única acción consistía en haber atrapado la felicidad al paso. Lo único que me contrariaba algo era la falta de entusiasmo con que Fernando acogía la larga enumeración de mis proyectos para lo futuro y mis sueños de amor eterno. Una vez bostezó disimuladamente, y tuve que callarme, un poco avergonzada. Desde entonces le hablaba menos de estas cosas, y me acometían, en cambio, accesos de desaliento y de tristeza pasajeros, sin que acertara a comprender aún de donde procedían.

Antes de cumplirse los dos meses de mi caída, tuve una sospecha, que pronto se convirtió en realidad: estaba encinta. Fernando no se dio cuenta por sí mismo de la anormalidad reveladora, porque los hombres son siempre poco avisados en materia de fechas, hasta el punto de que, fuera de las exigencias de los negocios, para ellos casi no existe el calendario. Por mi parte, no quise llamar su atención hacia el hecho insólito. Temía que se tratase de una indisposición pasajera y que no llegara a confirmarse después mi presunción. Pero, de todos modos, la emoción que sentía era tan intensa que se desbordaba de mi corazón convertida en ternezas prodigadas al hombre amado. No podía creer que el cielo me colmara de tantas dichas a un mismo tiempo; porque además del placer indescriptible de llevar a mi seno un fragmento de la vida de él, tenía la seguridad de que un hijo de los dos sería en adelante el más fuerte lazo de unión para nuestras almas. Mi secreto me quemaba como un ascua, y sin embargo, lo escondía, acariciándolo voluptuosamente aun en los momentos de pasión y de delirio. Quería más a Fernando y lo abrazaba con un fuego nuevo, más concentrado, mezcla del ardor de mis sentidos y de mis nacientes instintos de madre. Él me observaba, a veces, con curiosidad y sorpresa, asombrado de aquellos transportes. Por la mañana, a la hora de nuestras habituales citas, las náuseas empezaron a molestarme un poco. Hacía un esfuerzo para dominarlas a su lado; pero a menudo palidecía entre sus brazos, y él, notándolo, volvía a mirarme con inquietud y extrañeza. Así pasaron dos semanas, las más dulces y confiadas de mi existencia hasta entonces.

Llegaba, tras tempestades y congojas, a lo que yo llamo «armonía interna», que antes no había disfrutado nunca y que comenzaba a mostrárseme como la entrada del paraíso de mi sueños. Ya no veía los pequeños síntomas de cansancio y despego que, sin saberlo interpretar bien, creía notar en mi amante y nublaban mi frente con una rápida sombra. La venda de la felicidad cubría mis ojos, trocándose a veces en una lente, al través de la cual el mundo se me representaba como yo quería que fuese.

Un día, una sacudida fuerte del automóvil, que saltó un bache a gran velocidad, me arrancó mi secreto, cuando menos pensaba revelarlo. Creí sentir un choque brusco en mis entrañas, y mis facciones debieron alterarse de tal modo que Fernando me preguntó un poco alarmado:

—¡Qué! ¿Te hiciste daño?

—¡Oh, no! —me apresuré a decir, ya repuesta del susto—. Pero he tenido mucho miedo. No volveremos a salir en automóvil, ¿sabes?

Todavía estaba un poco nerviosa. Fernando me miró, sonriendo.

—¿Por qué, bobita?

—Por… porque…

Me ruborizaba y no podía decirlo. Al fin, lo solté todo, abrazada a su cuello, con un ansia inesperada de mimos y de besos, que no podía reprimir.

—Tú, cielo, no te has fijado, porque los hombres no advierten muchas veces ciertas cosas… Y hacen bien, porque no son agradables, por cierto… Pero estoy en estado, de ti. No tengo ya dudas de ninguna clase.

Se puso serio, de repente.

—¡En estado! ¿Tú, en estado?

—Sí; tengo la seguridad.

Él se quedó inmóvil y pensativo un instante, como si lo inesperado de la revelación lo hubiese clavado en el sitio. Después cambió de postura en el asiento, con un gesto de mal humor, y guardó silencio. El corazón comenzó a latirme aceleradamente.

—¿Te contraría, alma, lo que te he dicho? —murmuré acercándome a él y haciendo un sobrehumano esfuerzo para no comprender lo que me parecía adivinar en su actitud.

—Sí —repuso con voz cuya firmeza se acercaba a los linderos de la crueldad—. Ésa es una complicación grave y tonta, a la que habrá que buscar remedio enseguida. Afortunadamente me lo has dicho a tiempo… En fin, ya veremos, con calma…

Entonces vislumbré la verdad, como al resplandor de un relámpago. Y fue lo mismo que si me hubiera visto detenida por un precipicio en mitad de una carrera sin freno. Sentí el impulso irresistible de abrir la portezuela y arrojarme de cabeza sobre el pavimento de la carretera, que huía bajo las ruedas. Y no tuve más que un sollozo, uno solo, que pareció que me rompía el pecho, dejándome adentro como el temblor de infinitas congojas, capaces de ahogarme; sin lágrimas ni gritos, si mi boca abierta no hubiese buscado ávidamente el aire, moviéndose de un lado a otro con la angustia de la agonía.

Fernando se espantó de su obra.

—¡Mía! ¡Mía! ¡Por Dios, serénate! No me oíste bien; te juro que no me comprendiste… Lo que te dije no es para que te pongas así. Lo que quiero es que nadie te pueda hacer sufrir… ¡Óyeme y mírame! Mira a tu Fernando, y no pongas esa cara de loca… ¡Así! ¡Así! Que yo te sienta firme sobre mi pecho y no desmadejada y fría como una muerta… De lo demás no hablaremos, si tú no quieres…

Volví lentamente a la vida al calor de sus caricias e hice lo posible por restaurar lo que quedaba de mi fe; mientras el auto devoraba kilómetros, con la indiferencia de su alma de hierro, y corrían atropelladamente, al través de los cristales de sus puertas, los árboles del camino.