6
La última semana antes del casamiento de Alicia fue extraordinariamente fatigosa para todos nosotros… Ni mi hermana ni yo nos imaginábamos lo que hay que trabajar para casarse. Adelgazamos. A última hora siempre faltaba alguna cosa en que no habíamos pensado. Apenas teníamos tiempo para vestirnos si venía alguna visita, pues cosíamos de noche y nos levantábamos al amanecer. Yo no pensaba en nada. Era como una masa inerte que caía en la cama, muerta de cansancio, para dormir ocho horas seguidas sin despegar los párpados.
En un almacén de novedades encontramos una tarde a Luisa, casada ya, que hacía compras con su marido, hablando muy alto y revolviéndolo todo. Estaba más flaca que nunca, con su aspecto de gata, sus grandes ojos de histérica, y su vestido abultando, donde el artista había tratado de disimular hábilmente la falta de carnes con las complicaciones de la tela y la gracia vaporosa de los encajes. Su marido, un buen mozo, se mostraba correcto, frío y solícito, bajo su traje irreprochable. Recordé la historia de aquel casamiento, del que ya se hablaba cuando estábamos en el colegio. Él era abogado; tenía talento y ambición, pero su familia era muy pobre. Se casó por el dinero del padre de Luisa, antiguo gerente de la casa Troyes, Guzmán y Compañía, y por la legítima de la madre de la joven, de la cual entró en posesión en el acto. Ella no se hacía ilusiones: sospechaba las miras interesadas de su novio, y se reía de eso como de su fealdad, que le preocupaba muy poco, sabiendo hasta dónde llega el poder de la riqueza. Era escéptica y sabía vivir. Compró el marido, y estaba dispuesta a cobrarle, en satisfacciones de todas clases, lo que le costaba, y a no dejarse nunca dominar por él.
Al vernos a mi hermana y a mí hizo grandes demostraciones de alegría, y nos presentó a su esposo. El buen mozo miraba a Alicia, disimuladamente, con ojos de codicia. Leí en aquella mirada toda una novela íntima de traiciones que me repugnó. Luisa nos arrastró consigo a un lado, dejando que su marido se entretuviera en contemplar a su gusto, siempre de soslayo, a las lindas muchachas del almacén.
—¡Ah, chicas! ¡Tengo que contarles tantas cosas! Algunas muy divertidas, ¡verán! Voy a visitarlas, sin cumplidos de ninguna clase, para que hablemos como cuando estábamos en el colegio, ¿se acuerdan?
¿Qué tiempos aquellos, verdad? Yo me divertía y le tenía cariño al convento. A veces me parece que hace un siglo de nuestra salida de allí, y fue casi ayer. Yo quería quedarme un año más, pero mi padre no quiso, por lo del matrimonio. Temía morirse y que nos quedáramos solteras. Mi hermana se casará también con un hermano de mi marido… Francamente, ¿qué les parece mi Adolfo? Es simpático, ¿no es verdad? Pero yo lo conozco mejor que papá, porque delante de él se hace siempre la mosca muerta y sé que hay que amarrarlo corto…
Se dio una palmada en la frente.
—Pero soy una loca: hablo y hablo, y todavía no sé dónde ustedes viven. Quiero ir allá en esta misma semana.
Se lo dijimos, y ella, alzando la voz, se dirigió al marido, que se mantenía discretamente alejado… para mirarnos mejor a mi hermana y a mí, como artista que sabe dar su justo valor a la perspectiva.
—Adolfo, hazme el favor de anotar esta dirección en tu cartera: «Consulado, 260, altos»… ¿Está…?
¡Gracias!
Y lo recompensó con una mirada profunda de sus ojos lujuriosos. Enseguida, volvió a hablar con nosotras, exagerando las efusiones de su antiguo afecto con una mímica muy expresiva que mostraba sus manos huesudas llenas de sortijas.
—¡Qué hermosa estás, Alicia! Eres lo que prometías ser desde niña… Y tú, ¡qué linda, Victoria! Con el tiempo vas a tener el mismo cuerpo de tu hermana… Yo, hijas, como siempre: con los huesos y la piel y con el mismo corazón y el mismo carácter… Pero tengo tantas cosas que decirles que no sé por donde empezar… Tenía hoy la corazonada de que iba a sucederme algo agradable. Salí de casa a comprar, porque me aburría, y tuve que conquistar a Adolfo, que es muy perezoso para salir dura el día. Dormimos la siesta, ¿sabes? —y rió maliciosamente, dejando suponer muchas cosas. Después añadió—: De eso también hablaremos… de mi matrimonio; pero despacio y cuando estemos solas. ¿Se acuerdan de Berta? Se casó también, Pero estamos disgustadas y no la visito. ¿Recuerdan lo sucia que era y el trabajo que costaba para que se bañase metiendo todo el cuerpo en el agua? El marido es medio mulato y rico, según dicen. Dejé de tratarla porque se hizo amiga inseparable de las Montes, que ustedes saben cómo me odian y los horrores que dicen de mí. Lo siento, pues para mí las amistades del colegio son como una cosa sagrada; pero digo como Cristo: «El que no está conmigo, esta contra mí». ¿No tengo razón, chicas?, por fortuna no han salido de Santa Clara, y no tengo el disgusto de verlas. Eso sí, se las cobro cuando puedo. El mes pasado compre la casa que vivía Berta desde hace veinte años, y la hice pasar el mal rato de tener que salir de ella punto menos que a empellones.
A pesar de la prisa que teníamos mi hermana y yo, oía con gusto la charla de Luisa, porque me hablaba de gentes a quienes casi había olvidado, y me interesaban los episodios de la guerra que sostenía con las Montes y sus aliadas. Sólo las mujeres y los eclesiásticos, es decir, los seres obligados a comprimir sus pasiones durante toda la vida, somos capaces de concebir esas pequeñas y refinadas venganzas, de una puerilidad inconcebible, y de gustar emociones exquisitas en su ejecución. Me acordé de Berta y de las Montes, y me hizo gracia el juego de Luisa. Alicia le preguntó a la vengativa joven:
—¿Y la mayor de las Montes qué se hizo? ¿Se casó?
—¿Isabel? ¡Loca, hija! Con una locura… ¿Cómo diré…? Un poco… vamos, un poco sicalípticas. Dice que su virginidad es de Jesucristo, y que tiene una misión divina que cumplir en la vida, que no explica. Dos o tres veces han tenido que recluirla en un sanatorio, verdaderamente furiosa. Lo que le pasa es que ha llegado a los treinta años, sin que nadie haya querido cargar con ella. El pobre Cristo tiene que contentarse siempre con esas cosas que nadie quiere… Está más delgada que yo, y las santurronas de las hermanas lo mismo. Al fin y al cabo, tendrán que echar mano a los curas, y entonces se pondrán gruesas… Cuando vaya les contaré muchas historias de estas hipócritas y de otras muchas. Tengo provisión para rato. Pero el pobre Adolfo bosteza, y si abuso de él me va a ser difícil conseguir que me acompañe otro día. No te digo nada, Alicia, porque iré por allá antes que te cases… Bueno; adiós, muchas cosas a todos. ¡Hasta pronto!
Nos besó en las mejillas y corrió a reunirse con el marido, que ya caminaba hacia la puerta, después de haber saludado ceremoniosamente con el sombrero. Desde allí volvió Luisa a decirnos adiós con la sonrisa y el abanico. Un carruaje tirado por dos hermosos alazanes se acercó a recogerlos. Los arneses brillaron un instante heridos por el sol. Luisa saltó como una cabra y el bello Adolfo entró detrás con la gravedad de un diplomático. Alicia y yo nos miramos, sonriendo, y acabamos de hacer rápidamente nuestras compras.
Tres días antes del matrimonio de mi hermana, mamá, ella y yo fuimos a casa de mi futuro cuñado, y nos pasamos varias horas poniendo en orden los objetos de Alicia, que iban llegando de distintos lugares. El novio no estaba allí. Se había trasladado discretamente a un hotel, y sólo iba algunos momentos para dar órdenes a los criados. Si nos encontraba allí, nos saludaba en la sala, y no entraba a las habitaciones sino cuando le invitábamos o le hacíamos alguna consulta sobre la colocación de muebles. Como no había mujeres en su familia, teníamos nosotras que ocupamos de aquellos detalles un poco penosos. Una vieja criada, especie de ama de llaves, que había visto nacer a Trebijo, nos ayudaba, haciendo al propio tiempo los honores de la casa. Los demás sirvientes la obedecían con respeto. Los hombres vestían de negro y las mujeres del mismo color, con delantales blancos sujetos con tirantes que se cruzaban en la espalda. Me pareció que aquella servidumbre, organizada de prisa, pues el novio no quiso conservar cerca de él testigos de su vida de soltero, se encontraba un poco encogida, con sus trajes nuevos y en presencia de la novia. La anciana nodriza les daba consejos y procuraba adiestrarlos rápidamente.
Mi casi cuñado no hizo locuras capaces de arruinarlo, arrastrado por el entusiasmo del matrimonio. Era un hombre metódico, a quien el amor no cegaba hasta el punto de hacerle olvidar el valor de un centavo. La casa fue pintada, retocada y lavada, como para recibir a su dueño después de seis meses de ausencia. En el piso bajo estaban las cocheras, el salón de los arneses y las habitaciones de los criados. Se pusieron allí vitrinas nuevas Y se cerró el patio con tabiques de madera y cristales, para aislar todas aquellas dependencias de la vista de los que entraban. La gran escalera de honor, de mármol blanco, desenvolvía desde el zaguán su curva majestuosa, ocultando también, en parte, el patio y la galería interior donde se alineaban los coches detrás de las puertas de cristal. Trebijo había hecho colocados grandes estatuas de bronce, que sostenían antorchas, a los dos lados de la escalera. El portero, de uniforme azul con botones dorados y gorra galoneada, reinaba en aquel recinto, entre las hojas de la monumental puerta de caoba abiertas de par en par. En el piso principal se dejaron las habitaciones de los dueños casi tal como estaban al morir el padre de Trebijo. En el salón los antiguos muebles de palisandro y damasco rojo ostentaban fundas grises completamente nuevas. Se agregaron algunas sillas modernas y ligeras y un juego estilo imperio con vitrinas de caoba y guarniciones de bronce. Además, se renovó el cielo raso en el salón y en las habitaciones de la novia. Olía a barniz, a telas nuevas, a cal, a humedad y a viejo polvo removido: algo indefinible. Aquella casa, donde el peso de las tradiciones parecía desprenderse de los techos, a pesar de la pintura y de los intentos de renovación, me oprimió un poco el pecho, sin explicarme claramente el porqué. José Ignacio Trebijo no era un poeta, sino un burgués previsor y meticuloso, muy bien preparado para asumir las graves obligaciones del matrimonio; lo sabía, y sin embargo no podía evitar que algo desalentador y triste se levantara en el fondo de mi alma, como una muda protesta de sentimientos no bien definidos que no podía morir en ella. ¿Era el rencor que sentía hacia el novio de mi hermana lo que me dictaba esta protesta? Lo quise pensar así, y procuré ahogarla generosamente. Todo aquello se había hecho de acuerdo con Alicia e indirectamente con mamá, que se mostraba encantada con el yerno, y no debía de censurarlo. La fundación de una familia es algo serio, trascendental y prosaico de lo cual es necesario desterrar la imaginación, si no se quiere que ésta cometa alguna de sus mil tonterías. En el cuarto de la novia, en cambio, todo era nuevo y fresco, a pesar de aquellos horribles y enormes muebles que se usaban entonces y que la moda ha arrojado por fortuna de sus dominios. La cama, ancha y baja, con dosel y colgadura color de oro viejo, los grandes armarios de tres lunas y la cómoda, de dimensiones tan desmesuradas como lo demás de la habitación, se destacaban suavemente en la penumbra que el decorador había buscado hábilmente, atenuando la luz demasiado cruda de las anchas ventanas y suprimiendo las lucetas de cristales. Era una semiclaridad discreta de santuario, donde parecía flotar el misterio. El bastidor, desnudo, mostraba sus espirales de alambre nuevo, que habían de sustentar el peso de la pareja… Una ola de rubor subía a mis mejillas cuando me fijaba un rato en él. Sin poderlo evitar me sugería imágenes que hacían palpitar con violencia mi corazón, y volvía maquinalmente los ojos a mi hermana, que se movía en el cuarto muy activa y un poco nerviosa, ayudando a mamá.
Fue ésta quien colocó los colchones y tendió los cobertores, la víspera de la boda, ayudada por Ana, la vieja criada, pues Alicia, por una especie de íntima delicadeza, no puso sus manos en la cama. Las sábanas, muy blancas, quedaron escondidas bajo la cubierta de encajes con fondo del mismo color que las colgaduras. En la cabecera, los dos almohadones, forrados también de seda y encaje, quedaron rígidos y mudos, como dos centinelas que aguardasen no sé qué ceremonia misteriosa y solemne. La pobre mamá estaba un poco pálida y muy seria, y alguna vez me pareció que se volvía disimuladamente para ocultar la humedad súbita de sus ojos. Yo también, por momentos, me sentía sobrecogida de angustia, al pensar que mi hermana se quedaría para siempre allí, entre seres y muebles extraños que no nos la devolverían jamás. Pero mi madre combatía su emoción por medio del movimiento y no nos dejaba ociosas un instante.
—Victoria, ve a ver si de casa han enviado algo más. Di que lo traigan aquí enseguida. Vamos, hija, no te detengas, que tenemos que acabar…
Y dirigiéndose a mi hermana, mientras yo corría a desempeñar su encargo, proseguía:
—¿Dónde quieres que te guarde estas toallas de baño? Alicia meditaba un instante, y acababa por decir, desconcertada:
—Déjalas ahí, en ese escaparate, por lo pronto. Después yo iré arreglándolo todo. Mamá movía la cabeza, sin dejarse convencer.
—Ése es mal sistema, hija mía. Después, en los primeros días, vas a verte apurada, si no lo ordenas ahora todo. Vamos, ven a ver dónde te pongo las toallas… ¿Ves? Aquí, recuérdalo bien.
Aquella alusión a los «primeros días» me torturaba un poco. Y sin embargo, también hubiera querido tener mi casa: una casita nueva y alegre, toda mía, donde pudiera ser la reina y moverme de un lado a otro, vistiendo lindas batas con cintas, como las que iba desempaquetando de la canastilla de Alicia y poniendo muy cuidadosamente en los armarios. Empezaba a tener como la intuición nueva de la simplicidad de todas las cosas de la vida, a despecho de su complicación aparente.
Al abandonar la casa, después de haberlo dejado todo en orden, hablamos del novio, mientras bajábamos la escalera. Alicia compadecía la soledad de José Ignacio, que no había tenido una madre y una hermana que pusieran sus manos, al lado de nosotras, en la instalación de aquel hogar que empezaba. Pero mamá, sin contradecirla abiertamente, hizo algunas observaciones, en que se revelaba su sagacidad de vieja.
—O tal vez sea una ventaja, hija mía —dijo gravemente—. ¿Quién puede saberlo? Muchas veces lo difícil en el matrimonio no es armonizar los caracteres de los esposos sino los de las dos familias. Por ahí empiezan con frecuencia los desacuerdos de los casados.
Me vi obligada a recordar nuevamente a Teresa Trebijo, que sin duda sabría ya que su hermano se casaba. Padecería mucho al pensar que no podría estar a su lado en aquellos solemnes momentos. Seguramente que no, porque, ¿qué iban a entender «esas mujeres» de delicadezas del corazón? Me burlé de mí misma por haberlo pensado, y aparté el recuerdo de mi memoria, encogiéndome de hombros con el pensamiento. Hoy me explico aquellas ideas mías, reconociendo que a la condición de mujer honesta va siempre aparejada cierta sequedad de alma.
En casa nos esperaban nuevos cuidados: el traje y los adornos de la novia, el frac de papá y el uniforme de gala de Gastón, que había sido nombrado la semana anterior subteniente de artillería: Habíamos dejado muchas cosas para última hora, y otras, encargadas con tiempo no estaban concluidas todavía. Para colmo de apuros, encontramos, al llegar, a Luisa y a su hermana, que nos esperaban.
Mamá se excusó de atenderlas, atareada y nerviosa con todo lo que faltaba. Luisa nos ayudó a colocar los regalos sobre la mesa de comer cubierta con un tapete de pana roja. Reía de todo y decía enormidades sin inmutarse, como si los matrimonios excitaran su temperamento de gata en celo. Le decía a Alicia:
—Te quedan dos noches. Pasado mañana a esta hora habrás perdido algo que no se recupera, ¿verdad? Mi hermana enrojecía y bajaba la cabeza.
—Pero no es gran cosa, ¿sabes? Si te han asustado contándote tonterías, no las creas. Es peor si una tiene miedo; pero si se presta, ¡nada!
Avergonzada por aquellas crudezas, yo la reconvenía dulcemente.
—¡Ay, hija, por Dios! ¡De qué manera tan poco disimulada hablas! Luisa reía burlonamente.
—Y en el colegio, ¿no hablábamos de eso y de cosas peores? Entre nosotras esas conversaciones, ¿qué tienen de malo? Para mí se trata de una cosa muy natural, que yo he hecho, que tu hermana va a hacer mañana y que tú también harás cuando te toque…
Me callaba sin saber qué responder, y ella, irónica, cogiéndome la barbilla y obligándome a mirarla de frente, añadía:
—Entonces, cuando te llegue tu vez, no te gustará, ¿no es eso?
—No sé, chica. Cuando me toque pensaré en eso. Por ahora no quiero.
—¿De veras?, exclamaba muy asombrada.
—¡De veras! —le respondí con absoluta convicción.
Me contempló como si acabara de verme caer de la luna, y se encogió de hombros. Me repugnó aquella mujer, cuya fealdad hacía más abominable su lascivia. Su hermana, aunque soltera todavía, era lo mismo que ella.
Felizmente vino el marido a buscarlas y se las llevó pronto. Seguían llegando los regalos, hasta el punto de no caber ya en la mesa y obligarnos a colocar cerca de ésta una pequeña consola cubierta también con un tapete encarnado. Los compañeros de papá, los amigos del novio y los de Gastón rivalizaban en aquellas finezas. La corona de azahar y el velo llegaron por la tarde, en sendas cajas de cartón rotuladas con nombres franceses. Mamá, en el teléfono, apuraba a los proveedores. Pero ni el traje de Alicia ni los de papá y Gastón estarían listos hasta el día siguiente por la tarde, una o dos horas antes de la ceremonia. No pudimos sentarnos a la mesa, convertida en exposición de presentes, y comimos de cualquier modo, en una mesilla improvisada, cerca de la cocina. José Ignacio, que entró mientras comíamos, a cambiar impresiones con mamá y Alicia no recuerdo sobre qué detalle de la boda, se echó a reír al vernos amontonados de aquella manera sobre los platos. Estaba agitado y radiante, tal vez un poco pálido, y hablaba mucho para aturdirse como un combatiente la víspera de su primer duelo.
El día siguiente amaneció lluvioso y triste: una fea mañana de diciembre en que el agua goteaba incesantemente del cielo plomizo, sin llegar a constituir un franco aguacero. No hacía frío, sino una humedad pegajosa que se adhería a las carnes. Alicia y yo habíamos dormido poco, entristecidas ambas, sin decírnoslo, por la idea de que era la última noche que pasaríamos juntas. La melancolía del cielo y del agua acabó de ponerme de mal humor. Durante toda la mañana la llovizna continuó sin interrupción. A las doce brilló un poco el sol y pareció que el tiempo iba a mejorarse; pero una hora después la lluvia comenzó de nuevo, quitándonos toda esperanza de una noche apacible. A las dos avisó Luisa que estaban completas las seis damas de honor de Alicia, reclutadas entre sus amistades y las nuestras. El matrimonio seria a las nueve de la noche, en el Monserrate. Faltaban el vestido de la novia, el bouquet, el frac de papá, qué sé yo cuántas cosas, y la lluvia no cesaba. Mamá estaba excitadísima. Alicia, un poco asustada, apenas hablaba ya. Papá, muy serio, disimulaba su preocupación leyendo y dando frecuentes viajes a todas las ventanas para observar el tiempo. Cuando Graciela, que comería con nosotros, llegó, a las cinco, acompañada por su madre, todos nos sentimos como aliviados de un peso con la presencia de aquella criatura serena y alegre que no perdía jamás la cabeza. Nos reímos y hubo algunas bromas; pero, a la hora de la comida, nadie probó un bocado, a excepción de las visitas.
A las ocho, todavía no habían traído el vestido de Alicia. Las buenas modistas no abandonan por nada los golpes teatrales. Mi hermana, en enaguas, aguardaba sentada en nuestro cuarto, un poco nerviosa, mientras mamá, Graciela y yo nos turnábamos para abanicar su rostro y sus bellos hombros desnudos. Hacía calor en la habitación cerrada, a pesar de la estación; y cuando dejábamos de darle aire cinco minutos, la piel de la novia se cubría de finas góticas de sudor, bajo la capa de polvo de arroz. Alicia, cada vez mas emocionada, no obstante su temperamento frío y resignado, mostraba la amplitud de su pecho, que subía y bajaba con ritmo variable, y se dejaba vestir y cuidar como una muñeca, contestando con sonrisas y monosílabos a las frases que se le dirigían. Graciela estaba seria. Mamá salía a cada momento, y volvía con los ojos secos, pero enrojecidos. Una de aquellas veces murmuró:
—Ya están ahí los coches, pero el tiempo es horrible.
Corrí a verlos por el saloncito de la escalera, sin pasar por la sala. En la calle, bajo la lluvia fina y pertinaz se alineaban seis o siete carruajes, cuyos faroles mortecinos parecían próximos a extinguirse en la humedad del ambiente. Los caballos bajaban la cabeza hurtando las orejas a la cosquilla del agua. Los cocheros, envueltos en sus capotes y con las chisteras enfundadas, aguardaban en pie, al borde de la acera, huyendo del lodo que llenaba el arroyo, en aquel tiempo sin empedrado ni asfalto. Era como un llanto monótono de la naturaleza, que chorreaba en silencio y ensuciaba la ciudad con aquel mar pegajoso de barro, cada vez más profundo y más ancho.
Desde la persiana del pasillo, atisbé, sin ser vista, el interior de la sala, al través del hall desierto. Había unos quince hombres, los íntimos, pues el resto de los invitados se reuniría en la iglesia. Ninguna mujer. El tiempo las ahuyentaba y no supe si alegrarme o si sentirlo, porque me libraba de la tiranía de los cumplidos en aquella hora tan angustiosa para mí. Los hombres hablaban para entretener la espera, atendidos por papá y por Gastón, y de vez en cuando dirigían miradas recelosas a la calle y a sus flamantes zapatos de charol. A menudo recorrían la concurrencia corrientes de hilaridad, ahogadas discretamente, que se propagaban en medio del murmullo de voces graves. Sin duda se referían picardías unos a otros, excitados, jóvenes y viejos, por el aburrimiento de la espera y la proximidad de la boda. No podría decir por qué todo aquel marco de obligados convencionalismos en torno del casamiento de una joven y aquella actitud de actores próximos a salir a la escena en que nos encontrábamos, me desagradaban y me llenaban de cólera contra el mundo.
Volví al lado de mi hermana. Los minutos transcurrían lentos y angustiosos en el silencio de todos. A las ocho y media, un coche se detuvo en la calle y dos ofícialas subieron apresuradamente conduciendo una enorme caja. Mamá, que se había asomado a la puerta entreabierta del cuarto, retrocedió apresuradamente, exclamando:
—¡Listo! ¡Listo! Tenemos que apresurarnos. ¡Ya está ahí el vestido!
Rápidamente el magnífico traje, hecho de brocado de seda y encajes de Inglaterra, fue sacado de la caja y extendido sobre la cama. Los encajes, que habían servido para adornar el vestido de novia de la abuela de José Ignacio y se transmitían como una reliquia en la familia, amarilleaban sobre el blanco argentado de la tela. Mamá los contempló un momento con admiración, y sin perder tiempo, ayudada por las oficialas, empezó a ceñir el traje sobre el cuerpo de Alicia, siempre confusa, que se abandonaba como un autómata. La falda quedó puesta; pero el corpiño no ajustaba. Temblamos, pensando si se habrían equivocado en las medidas. Mi madre se pinchó un dedo con un broche, tratando de cerrarlo, y, muy nerviosa, se volvía hacia las oficialas en hosca interrogación.
Las muchachas sonreían, muy tranquilas.
—¡Oh, es el corsé! —explicó una de ellas—. La señora… la señorita tiene un cuerpo tan lindo que hubiera sido una lástima dejarle más holgado el talle. El corpiño cierra… Con dos centímetros que ganemos todo quedará arreglado.
¡Manos a la obra! Las cintas corrieron bajo los dedos vigorosos de una obreritas la otra la auxiliaba estrechando el talle de Alicia con ambas manos. Mientras tanto, hablaban sin cesar, adulonamente, siguiendo su costumbre de halagar siempre a los clientes de su taller. ¡Regio! ¡Regio! Daba gusto vestir a personas así, con esos hombros y ese talle y esas caderas… La señorita llamaría la atención en la iglesia. Un poco molesta al principio por el corsé, ¿verdad? Pero enseguida pasaría eso, y ¡que diferencia…!
¡Soberbio! Ahora, el manto de corte… Así. ¡No puede pedirse más! Mi madre se alejó para contemplarla, mientras Graciela y yo le seguíamos dando aire con los abanicos. Alicia, entelerida, bajaba los ojos, sin atreverse a hacer el menor movimiento. Mamá, satisfecha de su contemplación, volvía a darnos prisa.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¿Y el bouquet? ¿Y los guantes?
Corrían de un lado para otro, alrededor de la novia inmóvil, buscando lo que tenía delante de los ojos. Yo escapé al cuarto de mamá donde tenía mi vestido y mi sombrero, para ponérmelos rápidamente y evitar que esperasen por mí.
Al salir, ya lista, tropecé con Luisa, que me buscaba. Aquella loca. Que no le temía a nada, no podía detenerse ante un poco de Lluvia.
—¡Ay, chica! ¡Si supieras qué sorpresa! —me dijo en cuanto me vio—. ¿A que no sabes a quién me encontré esta tarde al llegar a casa?
—¿A quién?
—A Dolly. Casada. Llegó el sábado con su marido. Van esta noche a la iglesia.
—¡Ah!
La arrastre hasta la sala, donde nos rodearon los trajes negros y las blancas pecheras. Me asediaron, preguntándome por la novia, impacientes por verla y por saber si ya estaba vestida. Algunos me dirigieron galantes elogios por mi traje crema y por mi peinando, hecho al descuido, que me favorecía siempre mucho más que cuando me esmeraba en crear con mis cabellos una obra de arte El marido de Luisa hablaba con mi padre y otro joven en el hueco de una puerta, junto al balcón. Encontré a papá elegante, con su alta estatura, un poco encorvada, su frac nuevo, los cabellos y la barba casi blancos y la camisa lustrosa asomando por la inmensa abertura del chaleco. Noté enseguida que, aunque escuchaba muy afablemente al abogado, todas sus atenciones eran para el otro joven, a quien no recordaba haber visto jamás en nuestra casa y cuya fisonomía no me era, sin embargo completamente desconocida. Era un hombre como de veinticinco años, alto y delgado, de pelo oscuro y barbilla del mismo color acabada en punta, que, al sonreír, mostraba unos labios de expresiva dulzura y unos dientes muy limpios. Algo miope, además, usaba lentes y miraba de un modo peculiar que hacía más simpática su fisonomía. En cuanto me vio libre de las personas que me saludaban, mi padre me hizo seña de que me acercara y me presentó a su amigo.
—Mira, Victoria: este caballero es hijo de Joaquín Alvareda, que fue vecino nuestro algunos años cuando era telegrafista en nuestro pueblo. Se llama Joaquín como su padre, que es un excelente amigo mío y un hombre intachable.
Me incliné casi con coquetería, como puede colegirse después de una presentación tan llena de elogios; y tendí mi mano al joven que se apresuró a estrecharla en la suya. Entonces habló, y el timbre de su voz me hizo tan buena impresión como su persona.
—Usted no puede acordarse de mí, señorita, porque don Ricardo habla de una época en que era usted muy pequeña. En cambio, yo sí me acuerdo perfectamente de usted y de sus hermanos.
—¿Vivieron ustedes mucho tiempo cerca de casa?
—Próximamente un año. Mi padre no estuvo en Santa Clara sino accidentalmente, a causa de un traslado injusto. Siempre fue telegrafista en Matanzas, donde se encuentra todavía.
—¡Ah! ¡Vive todavía!
—Sí, señorita; vive.
Le observaba de reojo y lo encontraba bien con su perilla rizosa y bien cuidada, su semblante un poco marchito de hombre de estudios y su mirada torpe, cuya timidez se ocultaba detrás de los cristales. De todos los que estaban en aquella sala era seguramente el que más me gustaba.
Sonó un cañonazo lejano, cuando me disponía a proseguir la conversación, y todos los hombres se irguieron sacando los relojes. Eran las nueve. Hubo enseguida una agitación general de impaciencia. El novio no había llegado todavía. Mamá ya vestida, salió, abrochándose los guantes y mirando disimuladamente a todas partes. El corsé la mantenía muy erguida, oprimiendo sus carnes flojas que se desbordaban por encima de las bailenas y bajo la seda tirante del vestido. ¿Y el novio? Se dieron algunas bromas suaves, discretas, en que se traslucía un secreto vibrar de envidia en la voz de aquellos hombres contenidos por las conveniencias. Si hubieran podido hablar como en la plaza pública, seguramente más de uno se hubiese ofrecido para sustituir al ausente. Los ojos, sin embargo, brillaban cargados de malicia.
—Usted estará muy triste con el matrimonio de su hermana —murmuró a mi lado dulcemente la voz de Alvareda.
—¿Por qué? —le pregunté sorprendida.
—Porque ahora va usted a quedarse muy sola.
—¡Oh, sí! Bastante triste —respondí con sincera emoción sintiendo que algo, que pude reprimir, me subía del corazón a los ojos.
Y le agradecí a aquel joven que, entre todos los que se acercaron a mí aquella noche para decirme tonterías, hubiera sido el único que me hablara de un dolor real del alma.
En ese momento entró Trebijo como un alud. Apenas se detuvo a saludar a sus amigos, azorado, nervioso por la prisa y por la proximidad de la boda. Ni siquiera se había ocupado en distribuir sus cabellos tan simétricamente como de costumbre, lo cual era siempre en él síntoma de una extraordinaria perturbación interior. Pidió excusas por su retraso y preguntó por Alicia. Mi hermana, ya lista desde hacía mucho tiempo, lo esperaba sentada en el cuarto, mientras Graciela y las dos oficialas la abanicaban continuamente. El novio entró, sin más ceremonias, casi a la carrera, seguido a corta distancia por mamá que no se creía relevada todavía del deber de vigilar a los jóvenes.
Hubo un movimiento general en la sala y en la calle. El grupo, fustigado por la curiosidad, se precipitó hacia el hall, para situarse cerca de la escalera. Los coches se movieron, entre pataleo de caballos y ligera confusión de voces. Seguía lloviznando. Era horrible el tener que arrastrar por la suciedad de la acera y del atrio la majestuosa cola de seda de la desposada.
De pronto rompió el silencio de los espectadores emocionados un leve murmullo de admiración. Alicia salía, del brazo de papá, lenta, rígida, con los ojos casi cerrados y el rostro tan encendido que parecía atacada por la fiebre. Lucía más alta, en su actitud hierática, el manto de corte caído desde los hombros al suelo, la corona de azahares sobre la frente y el ramillete de blancas flores sujeto con ambas manos a la altura del pecho con la mística inmovilidad de las santas que sostienen objetos entre sus dedos de cera. Pasó por delante de todos, probablemente sin ver a nadie, y desapareció con su acompañante en el hueco de la escalera. Detrás iba el novio conduciendo a mamá. A pesar de su aplomo habitual y de la elegancia de su frac de severo corte, Trebijo se mostraba casi tan cohibido y torpe como mi hermana, en el instante decisivo. Juraría que era visible, bajo su piel, el esfuerzo de los músculos para dar a la fisonomía un aspecto sereno. Tropezó en el marco de la puerta al salir de la escalera, y mamá tuvo que amaestrarlo para que tomase el buen camino. Los demás nos precipitamos detrás de ellos con un poco de desorden, hacia la calle donde los coches, bajo la fina lluvia, se acercaban rápidamente y recogían su carga, partiendo al trote largo. A despecho del tiempo, las gentes, provistas de paraguas, se detenían en la acera para vernos salir.
Algo semejante sucedía en el atrio del Monserrate, donde una muchedumbre compacta aguardaba pacientemente, con los pies en los charcos formados en las viejas losas y en los desiguales adoquines de la calle. No sé por qué el espectáculo tantas veces presenciado de una boda atrae con tanta fuerza la curiosidad del pueblo. La puerta del templo, abierta de par en par, proyectaba sobre la fea plazuela y sobre las cabezas de la multitud el resplandor de los centenares de luces encendidas en la nave. En la acera de enfrente, los carruajes iban alineándose en fila, según se desocupaban.
Fue necesario que los criados y algunos espectadores oficiosos abrieran paso a codazos a los novios y su comitiva, tendiendo paraguas abiertos por encima de las cabezas de los que llegaban.
Tuvimos que atravesar el atrio casi a la carrera, y entramos con un poco de confusión en el templo, donde ya los novios avanzaban hacia el altar por entre las dos anchas cintas de seda blanca que limitaban el pasillo del centro. De pronto, en lo alto se desbordó un torrente de notas suaves, confusas, algo como un tropel de armónicas ternuras lanzado desde el coro por las cuerdas y las flautas. Era la orquesta de la compañía de ópera del teatro Nacional que, con la marcha nupcial del Lohengrin, saludaba a los novios. No me gusta Wagner. Su música me aturde y me desconcierta. Pero en aquella ocasión el himno famoso me pareció adaptado a las circunstancias. Murmuraban los instrumentos suavemente, confundiendo sus voces, como en un coro apasionado de cantos y de trinos en que todas las potencias humildes de la naturaleza celebran el paso del amor. Y de súbito, el clamor de las trompas, velado por discreta sordina, repetía hasta la saciedad el mismo motivo sencillo y salvaje que apagaba el rumor de los sonidos dulces; cual si también las trágicas fuerzas del universo, el huracán, el trueno y las olas, el fuego y el aire, acogiesen con un coro de rugidos atenuados a la joven pareja próxima a cumplir el rito misterioso para la perpetuación de la vida… Bajo la extraña música, los novios continuaban acercándose lentamente al altar lleno de luces, seguidos ya de cerca por nosotros, que apresuramos el paso para reunirnos con ellos. Alicia caminaba como una ciega, del brazo de papá. El novio, más trastornado cada vez, tropezaba al andar y le pisaba la cola. A pesar de la lluvia había una concurrencia numerosa. Las pupilas y los impertinentes se clavaba en la novia con fijeza, antes de examinarnos a todos los de la comitiva, empezando por las seis damas de honor que se nos habían incorporado en la puerta. Al llegar los novios a las gradas del altar, la música cesó de pronto, y se produjo un ligero desconcierto entre los actores de la ceremonia. El cura, en pie, nos esperaba revestido de todos sus ornamentos, y con su gran práctica en esta clase de actos, restableció el orden, señalando a cada cual el puesto que le correspondía. La escena quedó arreglada en un instante. Alicia estaba ahora pálida, en tanto que Trebijo trataba de disimular su turbación con una sonrisa.
Había a la derecha del altar una mesilla cubierta con un viejo tapete. Destinada a firmar los contratos. Alicia, conducida hasta allí por mi padre, se inclinó, sin quitarse el guante, a una indicación del sacerdote. Su mano temblaba al firmar. Después tocó el turno al novio y a los testigos. Se andaba de prisa por terminar pronto esta formalidad, que era la parte prosaica de la boda.
Entonces me fijé en la iglesia que estaba cubierta de flores colgadas de guirnaldas que caían de la bóveda, de los altares y del coro con una profusión portentosa. Predominaban las rosas blancas que la luz hacía aparecer como copos de nieve engarzados en rosarios fantásticos por un milagro de arte y de equilibrio. Verdaderamente era lamentable que la lluvia le hubiera quitado esplendor a un espectáculo que con tanta magnificencia se había preparado, porque con un buen tiempo el público hubiera llenado la nave. Sin embargo, en los primeros bancos se reunían más de cien invitados y junto a la puerta y en las naves laterales los curiosos, en doble número, se mantenían en pie. Las blancas plumas de los sombreros de las damas y el blanco de los uniformes de gala de los militares se destacaban sobre el fondo lúgubre de los trajes de etiqueta de los hombres. Al empezar la ceremonia, algunos, para ver mejor, se situaron a la derecha del altar mayor, detrás de la mesilla donde firmaron los novios. Sentí de pronto que una mano se apoderaba de la mía, sacudiéndola con efusión, mientras una voz muy conocida murmuraba en inglés a mi oído:
—Victoria, Victoria, ¡qué linda está usted!
Era Dolly, linda y delicada ella también, con su traje imperio y su gran sombrero negro con un solo penacho blanco que le caía hacia la espalda. A su lado un gran diablo, huesudo y calvo, sonreía apaciblemente, con los larguísimos brazos caídos a lo largo del cuerpo. Se apresuró a presentármelo.
—Mi marido, Mr. Shoemaker… Mi mejor amiga en el convento.
El frac caía sobre los hombros de Mr. Shoemaker como un paño colgado de un palo, en lo cual no parecían fijarse ni él ni su esposa. Dolly parecía encantada con mi encuentro. Me dio su dirección, en un hotel de la ciudad.
—Envíeme mañana una postal con la suya. Quiero ir a verla y que salgamos juntas. Mi marido y yo estaremos en La Habana aproximadamente dos meses…
Se lo prometí y les presenté a Gastón que rondaba cerca de mí, muy guapo con su uniforme blanco y la espada al costado. Dolly lo acogió como a un antiguo amigo, coqueteando con él desde las primeras palabras. Su marido le dio un apretón de manos lleno de cordialidad. Le dejé a mi hermano y me aproximé al altar donde se agrupaban los parientes de los desposados, las damas de honor, los testigos y los amigos íntimos.
Desde allí se veía mejor la concurrencia. Algunas caras conocidas me sonrieron al encontrarse con mis miradas. Graciela y su marido, cerca de una columna próxima a nosotros, se miraban amorosamente, creyendo al público demasiado entretenido con el espectáculo para fijarse en ellos y excitados seguramente por el recuerdo de sus bodas. Más lejos sorprendí a Joaquín Alvareda, que me contemplaba a hurtadillas. Instintivamente me ahuequé el peinado y erguí el busto, sin dirigir más la vista hacia donde él estaba. Los ojos detrás de los impertinentes devoraban a la novia, y observé que ciertas bocas feas sonreían con desdén. Luisa estaba a mi lado, y de vez en cuando, con un codazo y un gesto disimulado me mostraba las figuras que despertaban sus burlas interiores. Reinaba un silencio expresivo. De tiempo en tiempo, el rodar de un banco, una tos o el murmullo rápido de una voz discreta despertaban los ecos de la nave, con un ligero estremecimiento de los espectadores.
De espaldas al altar, lleno de oro y de cirios encendidos casi hasta la bóveda, el sacerdote daba el rostro a los novios. A su izquierda las damas de honor, de blanco, llevando en las manos simbólicas flores, formaban fila cerca de Alicia. Al otro lado, la fila era negra, formada por los testigos. De este modo, el altar, al fondo, la línea blanca de trajes de seda, los novios, a cuyos costados estaban los padrinos, y la línea negra de fraques formaban un cuadrilátero casi perfecto, en el centro del cual se movían el cura y el monaguillo. Detrás del sacerdote, sobre un elevado atril, estaba el misal abierto, mostrando sus gruesas letras y sus cantos dorados.
Me absorbí en la contemplación de la ceremonia, sintiéndome sobrecogida de respeto ante la majestuosa solemnidad del culto Aunque mi fervor religioso había disminuido mucho después de mi salida del convento, veía a Dios presente en aquel acto para disponer del destino de mi hermana. El cura mascullaba frases en latín, con voz desigual, volviéndose del breviario, que sostenía el acólito, a los novios, con las manos extendidas en actitud de bendecir.
De pronto abandonó el latín y preguntó con entonación lenta y grave, dirigiéndose a la novia.
—María Alicia Leocadia de la Concepción Fernández y Fuenterrota, ¿queréis por esposo al señor José Ignacio Trebijo y López, aquí presente?
Y más bajo dictó a mi hermana la respuesta:
—Sí, quiero.
Alicia repitió como un eco:
—Sí, quiero.
—¿Os otorgáis por su esposa y mujer? «Sí, otorgo». Mi hermana no oyó esto último.
—¡Vamos! «Sí, otorgo» —tuvo que repetir, impaciente. Y, dócil, la voz— eco murmuró enseguida:
—Sí, otorgo.
—¿Lo recibís por vuestro esposo y marido? Repita: «Sí, recibo».
—Sí, recibo.
Un débil murmullo me hizo volver la cabeza, mientras el sacerdote se dirigía al novio, haciéndole análogas preguntas. Algunos jóvenes, formando un grupo separado unos cuantos pasos de nosotros, se hablaban al oído y reían burlonamente, mirando a los novios y al cura. Al notar que eran observados, se callaron. Aparté la vista de ellos con desprecio y mis ojos tropezaron entonces con un terceto más lejano, formado por Dolly, su marido y mi hermano Gastón. La joven se entretenía en un flirt de miradas y ademanes con el militar, que parecía también entusiasmado y le hablaba al oído, mientras el marido, muy tranquilo, examinaba los santos de los altares con atenta curiosidad. La linda rubia se estremecía y apartaba para mirar sonriente a Gastón como si le hicieran cosquillas en las orejas. Me disgustó también que mi hermano se entregara a estas maniobras de coquetería delante de mí y en el momento en que Alicia se casaba. Mi despecho me hizo fijarme nuevamente en la ceremonia.
Ahora Alicia, aleccionada siempre por el sacerdote, juntaba las manos, Y sobre ellas las del novio vertían algo que acababa de entregarle el monaguillo. Éste mantenía debajo una bandeja, a fin de que no cayese al suelo lo que allí se cambiaba.
—Déjelas caer ahora —ordenó el padre, en voz baja.
Las trece monedas simbólicas cayeron ruidosamente en la bandeja produciendo un movimiento de expectación en el auditorio.
Empezaba a desear que terminase pronto aquello, y pensaba en la vuelta, con el fango y la lluvia que iban a acabar de estropear mi vestido. Graciela y su esposo, cansados de decirse ternezas con los ojos, se acercaron discretamente a mí.
—¿Salen por fin esta noche los novios para Matanzas?, me preguntó ella al oído.
—No, cambiaron de proyecto. Se quedan esta noche en su casa, y se van después a su quinta de Arroyo Naranjo.
Pronuncié «su quinta» con un ligero énfasis que me avergonzó enseguida. Pero Graciela no se fijó en eso, y repuso sencillamente:
—Hacen bien.
Un momento después me dijo, a título de prudente consejo:
—El matrimonio va a concluir dentro de poco. Procura acercarte a tu cuñado recomiéndale que saque pronto a su mujer de la iglesia, antes que empiecen los abrazos. Es una costumbre bárbara, contra la que hay que prevenirse. Si los dejan, la estrujan y le destrozan el vestido.
Entregadas las arras y trocados los anillos, el sacerdote, a media voz y cual si recitase una lección de memoria, daba breves consejos a los nuevos esposos y les deseaba una felicidad eterna. El público se puso en pie y empezó a arremolinarse hacia el altar, mientras el padre pronunciaba las últimas palabras de su breve discurso.
—Ahora, ahora. ¡Aprisa! —me indicó Graciela, empujándome.
Pero no pude llegar a tiempo. Mamá, llorando abrazaba a Alicia; luego las amigas, las simples conocidas hasta las que no la habían visto jamás. José Ignacio, por su parte, se debatía entre cien brazos, y repartía palmadas en las espaldas, muy emocionado. El grupo se estrechaba, mientras el resto de los invitados preparábase al asalto.
—¡Llévesela usted! ¡Pronto! ¡Pronto!, que se la matan… —le dijo el sacerdote a mi cuñado indicándole a la pobre novia.
Otra vez la extraño sinfonía wagneriana dejó oír, en el coro, las notas suaves de las flautas y el áspero rugir de las trompas que saludaban a la pareja feliz, ahora indisolublemente unida y dispuesta a emprender su vuelo por el mundo…
Y fue una verdadera fuga de los novios, perseguidos por aquellos acordes hasta la sacristía, adonde se había hecho llegar su carruaje a fin de escamotearlos más fácilmente a las nerviosas felicitaciones; mientras el público se dispersaba encaminándose hacia la puerta o formando pequeños grupos en las naves laterales, para despedirse. Los sirvientes del templo, sin esperar a que saliéramos todos, apagaban precipitadamente los cirios del altar mayor.
Regresamos los cuatro a casa, sombríos y mudos, en el coche que avanzaba con rapidez entre salpicaduras de lodo. Por fortuna, no llovía en aquellos momentos. A cada sacudida del carruaje, mamá suspiraba. Mi padre y Gastón, sin hablar, miraban distraídamente correr el piso de la calle bajo las ruedas. Si alguien hubiera dicho una palabra, tengo la seguridad de que, por lo menos, mamá, papá y yo hubiésemos prorrumpido en llanto.
Tuve, al entrar, una impresión de vacío y me refugié en mi cuarto (hasta el día antes había sido «nuestro cuarto», de Alicia y mío), donde pareció agrandarse el sentimiento de mi soledad. Había ropas y objetos de tocador sobre todos los muebles. El armario estaba abierto y en completo desorden. Una polvera volcada sobre el mármol del lavabo se mantenía al borde del mismo por un prodigio de equilibrio, mientras la borla nadaba en el agua jabonosa de la palangana… No me entretuve en arreglar nada: eché a un lado lo que había en mi lecho y me acosté vestida, sofocada por los sollozos, creyendo que iba a morir de angustia, de un momento a otro, en el horrible silencio de la casa y la noche.