10

No fue mía la culpa, si dejé que el crimen se cometiera, quince días después. En el aniquilamiento absoluto de mi voluntad, he andado, me he movido, he cuidado a mi hermana con solicitudes de madre hasta dejarla completamente fuera de peligro, y he vivido, uno a uno, todos los momentos de mi existencia habitual, con la mecánica regularidad de un autómata al que la cuerda inexorable impulsa siempre en un mismo sentido. Llevaba como un cadáver en el pecho, envuelto en lúgubre silencio, en una frialdad de vacío. No había vuelto a ver a Fernando, ni quería verlo. Pero estaba tan sedienta de afectos, de confidencias, de pequeños consuelos y de los consejos de una experiencia mayor que la mía, que me abandoné a las zalamerías de Úrsula, como a la única mano amiga que podría guiarme a través de la densísima oscuridad de mi vida.

Ella me llevó dulcemente a lo mismo que mi conciencia había repudiado antes con horror. Me recibía todos los días en la sala de su casa, cerrando previamente la puerta del hall, para ahorrarme el mal rato de volver a ver los lugares donde se había desarrollado y muerto mi amor. Allí me hablaba, con acento compasivo, no exento de verdadera ternura, de la inmoralidad del mundo, que yo veía confirmada en todo, y de la necesidad de adaptarse, transigiendo con ella, a unas costumbres que no dejaban a la mujer más que dos caminos: o hipócritas o perdidas. Tenía conmigo cuidados de amiga y de enfermera, que me confortaban un poco. Lo que yo sufría era, a su juicio, efecto de mi inocencia, de mi absoluto desconocimiento de la vida, que me dejaba sin defensa frente a la maldad de los otros. No le sucedería lo mismo a mi cuñadita, Susana, ¡una alhaja, a sus quince años!, que sabía ya tanto como una mujer de treinta. ¡Si supiera que aquella niña había supuesto entre ella, Ursula y yo, una cosa… en fin, una abominación que ni siquiera yo entendería! Afortunadamente no había descubierto la verdad. Pero a Susanita no le sucedería sin duda lo que a mí. Y evitando nombrar a Fernando, pintaba a los hombres como unos canallas, unos sucios de alma y de cuerpo, que destilaban miel para engañar y cansarse enseguida, y que no valía la pena de tomarlos en serio.

La poca energía de mi voluntad que podía quedarme, tras el naufragio de mis ilusiones, quedó ahogada bajo aquella ducha amarga vertida sobre mi alma día por día. Así es como me fue arrancando, poco a poco, el consentimiento de acompañarla con el mayor siglo, a casa de la partera. Tal vez yo odiaba algo al fruto de mis amores, como aborrecía el recuerdo del padre. Además, Úrsula le quitaba importancia al acto que iba a realizarse. Lo hacían todas: solteras, casadas y viudas. El mundo no era hoy como cincuenta años antes. Ahora las mujeres sabían defenderse, y aquello era moneda corriente. Sobre todo, ¿a quién se hacía daño? Allí no había vida todavía; quitar el estorbo era lo mismo que no haberlo colocado en aquel sitio. ¿Entendía? Muchas mujeres, con un buen lavado de bicloruro, inmediatamente después… Pues bien, el caso era casi el mismo, puesto que aún no había en el embrión ni personalidad ni conciencia. ¡Pobres mujeres, si no hubieran descubierto los médicos ciertos procedimientos salvadores! Después de libertada de este contratiempo, podría pensar con calma lo que me convenía hacer.

Una hermosa mañana de abril, llegamos Úrsula y yo, en un coche de alquiler, a la puerta de la comadrona. Vivía en los altos, y tuvimos que subir la estrecha escalera de piedra, gastada por el uso de muchos años. Ni el barrio ni la casa me gustaron. En la puerta había una plancha de metal, donde se leía, en letras negras: «Adelina Silvestre, Comadrona Facultativa», y en la escalera una reja de hierro y el botón de un timbre. Llegamos. La reja se abrió automáticamente, dándonos paso. Me ahogaba, y tenía que detenerme en cada peldaño para respirar, sujetándome al pasamanos. Tuve un momento el ciego impulso de huir; pero me lo impedía el cuerpo de la señora de Montalbán, que subía detrás de mí.

—No olvide que le he dicho, para despistarla, que es usted una señorita de Matanzas —me murmuró al oído, mientras subíamos.

Arriba nos salió al encuentro una linda criadita, vestida de blanco. Sin hablar, nos hizo seña, discretamente, de que la siguiéramos, y nos introdujo en un saloncito donde no había nadie. Debía de estar acostumbrada al paso misterioso de muchas clientes a quienes les interesaba no ser vistas, y había adquirido con su trato aquel aire de modesta reserva que era como el anuncio de la casa.

No tardó la comadrona en presentarse. Era una mujer joven y guapa; tendría treinta años, un cutis fresco, dos hermosos ojos negros y un cuerpo aceptable. Me saludó como si me conociera desde mucho antes, tratando, sin duda, de inspirarme confianza. Yo pensaba: «La suerte es que no volveré a verla más en la vida»; y esta idea me daba valor, mucho más valor que el que yo misma me había propuesto tener.

—Todo está preparado —dijo la comadrona dirigiéndose a Úrsula—; pero tendrá que esperar diez minutos. Hay allí una señora que está vistiéndose y debemos esperar que salga. No es mucha molestia, ¿verdad?

Era simpática y tenía en el rostro una expresión de seriedad que me agradó. Debió notar que la miraba, porque, volviéndose a mí, me acarició el mentón maternalmente, diciéndome con una sonrisa:

—No tenga miedo, hijita. Lo que va a hacérsele es menos que nada.

Enseguida, con mucha viveza, se dirigió a Úrsula, que le preguntaba si tenía ahora mucho trabajo.

—Más que el que puedo atender —repuso—. Es incalculable el número de personas que vienen aquí, sin contar las que voy a ver a sus casas. Usted sabe: se trata a veces de cosas muy delicadas que no pueden ponerse en manos de una cualquiera.

Enseguida, dio detalles, muy complaciente. La mujer cubana cada día era menos aficionada a tener muchachos; en esto no hacía más que seguir una práctica universal, hija del progreso de la cultura. Y es que la mujer es siempre la víctima, dentro y fuera del matrimonio. El hombre pasa volando, como las mariposas, se detiene, siembra y se va. Las consecuencias desagradables son invariablemente para ellas; nueve meses de achaques, los peligros del parto, la cría; luego la esclavitud: ni bailes, ni diversiones, ni paseos; la mujer en la casa, si es casada, atendiendo al niño, y el marido sólo por la calle en busca de otra. Algunas eran descuidadas, se entretenían con píldoras de apiolina y purgantes de aguardiente alemán y venían tarde, a los cinco o los seis meses de gestación. Era una grave imprudencia; pero todavía otras, muy pocas lo hacían peor: dejaban que llegase el parto, para gritar después que no querían aquello, que era menester librarlas de la abominación de un muchacho, mientras el marido o el amante gritaban también, apostrofando a las mujeres, a la comadrona y a todo el mundo. Había que cortar el cordón, sin ligarlo, dejando que la pobre criatura se desangrase… Era un horror: por más que los infelices recién nacidos no sufriesen con aquel tránsito suave de la vida a la muerte… Claro está que esto lo hacían otras; ella no…

—¿Y usted no tenía un niño, Adelina? —le preguntó la señora Montalbán.

—Una niña. ¡Monísima! Tiene cuatro años ahora, y es mi encanto. ¡Si la vieran ustedes! Usted sabe, Ursulina, que mi marido estuvo casi siempre enfermo y murió pronto.

—Pero usted se casará, sin duda, otra vez…

—Puede ser; no digo que no, pero no lo creo… Yo sufrí mucho en mi matrimonio, entre pobreza y enfermedades. Cosía para las tiendas de día y estudiaba de noche, porque sabía que iba a quedar viuda pronto y quería antes recibirme de comadrona. ¡Tres años horribles! Mi hija nació dos meses después de la muerte de mi marido.

Suspiró, deteniéndose, y su bella frente se contrajo, en una ligera abstracción, para añadir:

—Luego, usted sabe que también he tenido que hacerme cargo de mis hermanas trabajo desesperadamente para ellas y para mí, porque quiero que se casen y que no se burlen de ellas, desgraciándolas por un pedazo de pan. Claro está que también yo me casaría, si encontrara un hombre bueno, lo que es difícil porque el matrimonio es la carrera de la mujer. Pero «casada», ¿eh? ¡Nada de tonterías, ni de promesas! Las comadronas tenemos mala fama, y algunos vienen a probar… ¿sabe usted? —agregó inclinando maliciosamente la cabeza y guiñando un ojo—. ¡Pero se dan chascos! Si trabajo es para seguir siendo honrada, y no valdría la pena hacerlo, para dejarse arrastrar por cuatro palabras bonitas.

En una de las habitaciones interiores sonaba un piano, golpeado por una mano torpe que repetía sin cesar el mismo ejercicio.

—Es mi hermana Luisa, la menor —dijo Adelina—. Se pasa el día entero aporreando las teclas; y la dejo, porque así se entretiene y no piensa en otras cosas.

Yo guardaba silencio, cautivada por la placidez de aquel ambiente doméstico, que no turbaban los horrores que allí se cometían. Casi había olvidado el motivo vergonzoso de mi visita, al ver que de todo se hablaba menos de mí, aceptándose mi situación como la cosa más natural del mundo. El saloncito en que nos encontrábamos era risueño y discreto, como el resto de la casa: muebles de mimbre, y oleografías y platos pintados en las paredes. No tenía ventanas abiertas al exterior, manteniéndose todos los objetos que allí había envueltos en una suave penumbra, que invitaba a las confidencias.

Sonaron dos ligeros golpecitos en la mampara.

—Ya estamos listos —dijo la comadrona, levantándose—. La señora que estaba allí se ha ido. —Y dirigiéndose a Úrsula—: Dígale a esta señorita que no tiemble así, porque después que haya visto de lo que se trata, se tendrá que reír de sus temores.

Me había puesto, en efecto, a temblar, cuando vi que se levantaba la comadrona, y permanecí inmóvil en mi sillón. Todo mi valor me abandonaba de repente. Tuvo Úrsula que acercarse a mí y tomarme dulcemente por un brazo.

—¡Vamos, hija mía, para salir de eso!

Me dejé conducir a otro saloncito, iluminado plenamente por una gran ventana, defendida, de alto a bajo, por una vidriera mate. Había allí una vieja mesa de cirugía, que había sido blanca y estaba manchada, por todas partes, de color de vino. Un armario con frascos e instrumentos, en cuya parte superior se veían varios fetos, nadando en enormes depósitos de cristal, y algunos irrigadores y cojines de goma, colgados de las paredes, completaban el interior de la estancia. No había allí la brillantez, dura y fría, pero agradable en su conjunto, que había admirado en la clínica del doctor Argensola. El ajuar era pobre y feo, y me pareció que no estaba en armonía ni con lo demás de la casa, ni con la dueña.

—¿Tiene corsé?, preguntó ésta.

—No; viene preparada —dijo Úrsula.

Entonces me hicieron tender de espaldas sobre la mesa, después de haber colocado en ella uno de los cojines de goma. Adelina me cubrió, enseguida, púdicamente con una sábana blanca, y con mucha destreza me levantó las ropas, hasta colocarlas debajo de mis riñones. Sentí el frío de la goma en las caderas, y me estremecí. La comadrona se echó a reír.

—¡Ah, qué cobarde! ¡Qué cobarde! —repitió—. ¡Tenerle miedo a esto!

Colocaba mis pies, al decirlo, en los estribos de hierro que estaban fijos a entrambos lados de la mesa, y hablaba siempre, como los prestidigitadores, sin abandonar su trabajo. «¿Está usted cómoda? ¡Ajajá! Así, así; no se mueva: es un lavado. ¿Lo encuentra frío?». Me sentía penetrada por el chorro del irrigador, cuya cánula movida por la mano de Adelina, se revolvía de un lado a otro en el interior de mis órganos.

«¡Vamos! ¡Ya está!». «Ahora quietecita, ¿eh?». Vi en sus manos el especulo, ancho y brillante y me encogí toda llena de terror. «¡Oh! ¡Si no es nada! ¡Si no es nada! Un momentito nada más… ¡Las piernas quietas! ¡No las cierre! Así, así… Así, ¿ve usted? ¡Eso es todo!». El hierro engrasado, se hundió en mi interior, mientras me inmovilizaba el espanto; enseguida oí el ruido áspero de la cremallera y me sentí rudamente abierta por dentro, mientras apretaba nerviosamente una mano de Úrsula, clavando las uñas en su piel.

—Vamos, vamos: ¡un poco de valor!, me decía a su vez la señora de Montalbán, acariciando con su otra mano los rizos de mi frente sudorosa.

La comadrona, inclinada sobre el especulo, exclamó de pronto, sin poder contener su asombro:

—¡Oh, qué cuello, hija mía! Es un milagro que hayan podido fecundarla. En ateflexión y estrecho como el de una recién nacida… Nos veremos en un apuro para colocar la sonda. ¿Sus reglas eran dolorosas, al comienzo?

—Mucho. Desde niña.

—¡Ah, me lo explico!, exclamo revolviendo sus instrumentos, en busca de algo.

Necesité de todo mi valor para soportar lo que siguió a estas palabras. Desgarrada, con las carnes violentamente dilatadas por el hierro, oía la respiración jadeante de la operadora, que se encarnizaba contra el obstáculo. Tres veces, cuatro veces intentó fijar la sonda blanda de goma, y otras tantas tuvo que desistir, para dilatar, para desgarrar de nuevo. Yo suplicaba y gemía, sujeta por las manos de Úrsula, que murmuraba sin cesar a mi oído: «¡Valor, valor!; un poquito de paciencia, enseguida se acaba». ¿Cuánto tiempo duró? No sabría decirlo. Empecé a sentir vértigos, y comprendí que me desmayaba. La comadrona exhaló, al fin, un suspiro, y comenzó a rellenarme de gasa; después sentí el deslizamiento lento del especulo, que se retiraba.

—¡Listo! —exclamó triunfante, acercándose a mí para acariciarme.

—¿Ya?

—¡Ya! Pero mucho cuidado, ¿eh? Después que salga eso, que será antes de cuarenta y ocho horas, el camino queda abierto. Y es muy fácil otro embarazo Si quiere, véame después, le aconsejaré las precauciones…

Tuve una sacudida nerviosa, al recordar, como al través de una bruma, el anhelo de mi marido y el mío por aquel hijo, que no llegó a tiempo, y rompí a llorar desesperadamente, con hondos sollozos, que me ahogaban, cual si, bruscamente, la certeza de una realidad implacable se impusiera a mi conciencia, para mostrarme el total fracaso de mi vida. Sabía que, deshonrada por el adulterio y mancillada por aquellas lindas manos criminales que acababan de hurgar en mis entrañas, no podría ver más a Joaquín; lo había determinado irrevocablemente la rectitud de mi corazón, que no había muerto por completo. Y entonces, de improviso, venía la visión dulce de lo pasado a aniquilar el último restó de mi entereza. Tuvieron que sacarme de allí, medio loca, y Úrsula me detuvo en su casa unas horas, hasta que estuve en estado de presentarme en la mía.

El duro tapón de gasa, que me molestaba y me dolía, fue, durante la espera de mortal ansiedad que siguió a mi delito, como un fiscal implacable, dispuesto a no dejarme un punto de reposo. Quise arrancármelo y no me atreví, temerosa de que detrás se presentara la hemorragia. ¿Por qué, si deseaba la muerte; si estaba dispuesta a morir? No soy dada a la filosofía, y por nada del mundo quisiera parecer pedante; pero hay problemas de la conciencia que me han dejado muchas veces y me dejan absorta a cada momento. ¿A qué se debe la insinceridad del ser consigo mismo? Porque es evidente que nos decimos muchas veces: «Creo tal cosa o voy a hacer tal cosa», sin que sea cierto que lo creemos, ni posible que lo hagamos. Así, resuelta a morir, temblaba ante la posibilidad de la muerte. Tenía en mi armario un frasco con polvos de arsénico destinado a matarme; pensaba en ellos, como en la única salvación honrosa; me decía: «La semana que viene estaré enterrada», con mucha seriedad, y sabía una parte de mi propio yo que no iba a tomar jamás aquellos polvos. He ahí uno de los complejos estados de mi ánimo en aquellos momentos de terrible angustia.

En lo que no había farsa era en mi dolor, en mi arrepentimiento, en el hondo desprecio que sentía hacia mí misma. ¿Por qué me había dejado arrastrar a cometer acciones tan vergonzosas? Le había servido de juguete a un hombre, que podía jactarse de haberme tenido desnuda en sus brazos, y para colmo de humillaciones, antes de separarnos para siempre, hube de oír de sus labios el desdén que me profesaba.

¿No sabía, antes de caer, que, fuera del matrimonio, ese desdén y aquellas humillaciones es lo único que las mujeres podemos esperar de la mentida piedad de nuestros tiranos? Entonces, ¿por qué había caído? Y me revolvía contra mí misma en furiosos accesos, que me extenuaban, porque nada podían ni mí voluntad ni mi furia contra la inexorable realidad del «hecho consumado».

Por otra parte, me estudiaba atentamente, espiando el menor movimiento de mis entrañas. Fingí una jaqueca y me refugié en la cama, donde Julia venía a verme a cada instante, juzgando, por la demacración de mi semblante, que se trataba de algo mucho más serio. La presencia de aquel rostro dulcísimo junto a mi lecho me hacía daño. Tenía deseos de gritarle que se apartara, porque estaba maldita, y me reprimía con gran trabajo. Mientras tanto, mi sorpresa era grande al advertir que nada sentía, fuera de la molestia del tapón de gasa. ¿Iría a fracasar aquello? No sabía si alegrarme o sentirlo; pero maldecía interiormente a la comadrona, cualquiera que fuese el resultado de sus maniobras.

A las diez de la noche el agotamiento nervioso cerró mis ojos con un sueño poblado de sobresaltos y de pesadillas. A media noche me pareció sentir un cólico que me obligó a incorporarme en el lecho; pero la pesadez que sentía en la cabeza me hizo caer de nuevo sobre la almohada, como si estuviese bajo la acción de un narcótico. Sin embargo, a las tres, los dolores fueron tan vivos, tan punzantes, que corrí al baño y me agarré fuertemente al tubo niquelado del agua, queriendo clavar en él mis uñas. A partir de este instante, empezó el drama, que tuvo por escenario el pequeño recinto de aquel cuartico. Cada acometida de dolor me arrojaba sobre el banquillo, desgarrada interiormente y con la frente sudorosa por la angustia. Creía morir en uno de aquellos ataques, y me espantaba la idea de caer allí sola, en la frialdad de la noche y el silencio de la casa dormida. Después me serenaba lentamente y trataba de cansarme, andando, descalza, de un lado a otro, como una bestia enjaulada tres o cuatro veces en una hora se repitieron los espasmos y mis temores. Por fin, una contracción más fuerte, que me arrancó un ligero grito, hizo caer las gasas, entre un torbellino de sangre y de coágulos, en el recipiente de loza. Quedé aniquilada sobre el asiento, luchando un instante con el vértigo que trataba de invadirme comprendía vagamente que todo había terminado, y me felicitaba de que la escena hubiera ocurrido a una hora en que no podía tener testigos.

Al amanecer estaba acostada en mi lecho, y el baño en orden, sin una mancha ni una huella de lo que había sucedido un poco antes. Me había prevenido también contra la hemorragia, que sentía fluir lenta y tibia bajo mis ropas. Los párpados me pesaban, y experimentaba una laxitud enervante, muy parecida al bienestar. Julia entró evitando hacer ruido.

—Hija mía, ¿sigues mala?

Hice un movimiento afirmativo.

—Hace un rato oí ruido en el baño y comprendí que seguías enferma. Pero, cuando me levantaba, sentí que volvías para tu cuarto. ¿Qué tienes?

—No sé… el estómago… algo muy raro… que pasará.

—¿Por qué no le avisas al médico?

—¡Oh, no! —repuse vivamente—. Esto pasa. No es nada… Ahora lo que quiero es dormir.

—Voy a dejarte entonces. ¿Quieres que haga algo?

—No, Julia, gracias.

Me pulsó, me tocó la frente, como mujer acostumbrada a asistir a enfermos, y salió lo mismo que había venido, con su paso menudo y discreto de resignada, resuelta a molestar en el mundo lo menos posible. Dormí seis horas seguidas. Cuando me desperté, había sobre la mesa de noche una carta de Joaquín, traída por el cartero una hora antes. La conocí por el sobre y la guardé debajo de la almohada, sin leerla: no quería que nada interrumpiese la gran placidez de mi espíritu, en aquellos instantes.

Salía como de una horrible pesadilla, que me hubiera mantenido muchas horas encerrada entre las tablas de un sarcófago, y saboreaba la vuelta a la vida con un goce instintivo de animalidad satisfecha. La debilidad producida por la pérdida de sangre mantenía en mis sienes una presión dulce, casi agradable, que me incitaba a entornar los párpados bajo la impresión de la luz. Era una sensación de bienestar, en que las ideas desaparecían como disueltas en la vaga bruma del pensamiento. Respiraba con avidez, y comprobaba con secreto regocijo que, por momento, la hemorragia iba haciéndose menos intensa.

No me levanté en todo el día. Por la tarde, al sentirme más fuerte, experimenté la necesidad de leer la carta de mi marido. Dos o tres veces, antes de ese momento, mi mano había tropezado distraídamente con el sobre, bajo la almohada, y la retiré siempre como al contacto de un ascua. Cuando me decidí, rasgué bruscamente la envoltura y leí de un tirón, a la última claridad de la tarde. Joaquín se quejaba, con amargura e inquietud, de no haber recibido en veinte días una letra mía. No me esperaba ya, porque hubiera sido una locura hacer el viaje por un mes escaso que todavía duraría la zafra, tal vez quince días; pero no creía que voluntariamente dejara de escribirle y temía que ocurriese alguna novedad en casa. Quise escribirle enseguida, bajo la impresión de la lectura; pedí luz y redacté, desde la cama, una carta dulce, impregnada de cierto tinte de melancolía, donde, con la abnegación de una madre moribunda que oculta al hijo ausente sus padecimientos, le prodigaba consuelos y esperanzas. Al fin le pedía que de ningún modo dejara de avisarme con anticipación su llegada, para ir a esperarlo a la estación. Pensaba al escribirle: «Cuando reciba el aviso de su llegada, le escribiré pidiéndole perdón, y me mataré en el acto»; llenándome de asombro mi propia serenidad.

Mamá vino tres o cuatro veces, inquieta por mi enfermedad; pero por la noche se retiró tranquila. En cambio, Úrsula no dio en todo el día señales de vida. No lo sentía, porque me daba cuenta de que su visita vendría a romper el estado de semiconciencia en que me encontraba. ¿Para qué recuerdos y luchas? Procedía como una mártir, próxima a abandonar la vida, y dejaba caer mi fatigada indulgencia sobre todas las cosas que me rodeaban, como exaltada ya al umbral de la justicia eterna. Mi casa, mis padres, mi propia existencia se me antojaban pequeñeces, ante la augusta serenidad de la expiación que me aguardaba. Y tenía sonrisas, posturas y frases profundas, llenas de misteriosa reticencia, que veía con sorpresa ignoradas o mal comprendidas por la inconcebible ceguedad de los míos.

Por la noche, los ensueños lúgubres hicieron más honda presa en mi mente desequilibrada; veía a Joaquín lloroso sobre mi tumba recién cerrada, y lo consolaba, desde el fondo del ataúd, prodigándole ternuras infinitas. No sabía algunas veces si estaba dormida o despierta y pasaba del sueño al estado de vigilia, sin darme cuenta del cambio. El sol vino a sacarme de aquel marasmo: un lindo sol de abril, que sonreía en los cristales y hacía cantar a los pájaros. Lo contemplé largo rato, asombrada de la belleza del mundo que iba a dejar para siempre, y me levanté despacio, con ademanes reposados, para rodar todo el día sobre las mecedoras, en actitudes lánguidas las palabras «desengaño», «eternidad», «reposo», resonaban sin cesar en la oquedad de mi cerebro desierto de ideas sanas. De este modo dejaba transcurrir los minutos y las horas, sin contarlos, segura ya del desenlace y de la inexorable majestad del destino, cuya marcha no se detenía jamás.

Al día siguiente me levanté con más pesadez en la cabeza y menos agilidad en los miembros. Tenía la boca seca y bebía agua con mucha frecuencia. Además experimentaba en el vientre una impresión rara, como de abultamiento, de tirantez y de sensibilidad exagerada. A cada paso, me parecía que iba a despertarse allí una sensación dolorosa, y evitaba el caminar. Julia y Susana me miraban con inquietud. Al mediodía vino mamá y me obligó a recogerme en el lecho.

—Pero, ¿qué tienes, hija mía, di, qué sientes?

—Nada, un poco de malestar.

—¿Tienes fiebre?

—No.

Me encerraba en un mutismo completo, contestando solo por monosílabos. Mamá trajo a casa su labor de costura, y se instaló cerca de mi cama, acompañada de Julia. Ambas guardaban silencio, mientras yo simulaba dormir para que no me preguntaran.

A las tres creí morirme. Un frío intensísimo, acompañado de estremecimientos convulsivos que hacían chocar mis dientes con extraordinaria violencia, me acometió de repente. Mamá y Julia soltaron sus costuras y acudieron a mí. La cama temblaba, como sacudida por una trepidación continua de la tierra pedí abrigo y me arroparon con cuanto de utilizable había en la casa sin que aquella horrible sensación se calmara. Era la enfermedad real que llegaba. Tuve miedo, pensando en que la muerte, a quien había llamado tantas veces, venía al fin; y la idea de que esto fuese cierto, de que existiera más allá de la vida un poder misterioso, capaz de escuchar las peticiones de los mortales y regir sus destinos, me dejó aterrada, llevando a mis labios, sacudidos por la fiebre, frases incoherentes de súplica, que no llegaban a brotar. Mamá hablaba de avisar a un médico; pero me opuse con tal energía que, por el momento, no se atrevió a insistir.

Poco a poco el calofrío fue calmándose, dejándome solo una gran postración y un fuerte dolor en la frente, que notaba congestionada y ardorosa. La fiebre subía y el letargo aumentaba por minutos. Sin embargo, una idea brillaba con gran lucidez en mi mente: la de ocultar, por todos los medios, el origen de mi mal. A las seis, mi madre, sin consultarme, hizo llamar un médico, el primero que encontraron. Afortunadamente, el que trajeron era un viejecito, atildado y pulcro, que examinó mi lengua, me tocó el vientre, me hizo varias preguntas que contesté sin decirle la verdad, y acabó declarando que el caso no era grave y que diagnosticaría cuando me hubiese observado mejor. Tenía cerca de cuarenta grados, cuando se retiró el galeno.

A las ocho vino a verme Úrsula, que encontró manera de deslizarme al oído:

—Cuando supe esta tarde el accidente, corrí a casa de Adelina. Dice que es una infección y que es preciso hacer lavados; pero ¿cómo lo arreglaremos?

Me estremecí. Acudieron a mi memoria, casi anulada por el estupor de la fiebre, las palabras: «fiebre puerperal», «eclampsia», «peritonitis», que había oído al hablar de la muerte de algunas paridas. ¿Cuál de estas enfermedades tendría? Pero mi idea fija podía más que todos estos temores y repuse:

—Déjeme; yo arreglaré todo eso.

—¡Ah! —dijo la astuta dama, recordando de pronto—. Dice que si le mandan quinina, no la tome de ningún modo.

—Lo tendré en cuenta.

Al día siguiente amanecí un poco más despejada; pero el dolor de cabeza persistía y el vientre me molestaba mucho. El termómetro mareaba solamente treinta y ocho grados. Hice que mamá le avisara por teléfono a Graciela, que era la única persona con quien podía contar para ayudarme. El médico llegó poco después, mostrándose sorprendido por la marcha de la fiebre, cuyas temperaturas le había dicho mamá.

—Si hubiera alguna supuración no me extrañaría —murmuró como hablando consigo mismo—. Pero puede ser paludismo. Y me mandó cápsulas de quinina, que tuve el cuidado de guardar en la boca, cuando me las daban, para ocultarlas después, al volver la espalda mis asistentes.

Graciela llegó dos horas después, toda agitada. ¿Qué pasaba? No estaba en su casa, cuando le enviaron el aviso, y había corrido… Me sentí como aliviada de un gran peso al verla entrar. Mamá le había dicho que tenía paludismo; pero al acercarse a mí, le dije en voz baja señalando a la parte inferior del vientre.

—Es de aquí; pero no lo saben. Necesito lavados, ¿entiendes?

¡Sublime muchacha! Vi su rostro redondo y simpático iluminado por un súbito destello de inteligencia y repuso, por toda contestación, mientras me acariciaba fraternalmente la mejilla:

—Ya sé; déjalo de mi cargo. Y en alta voz:

—Voy a ser tu enfermera, chica; pero no vine preparada. Mi marido, que nada sabe, pensaría en un rapto,

¡qué sé yo! ¡En tantas cosas! Además necesito traer ropas y ciertos artículos de los cuales no puedo prescindir… Me instalaré aquí mismo, en tu cuarto. ¿Quieres?

Nos habíamos comprendido con una sola mirada, y le di las gracias efusivamente, apretándole la mano. Hora y media después volvía en su automóvil, con dos maletas. En una de ellas traía irrigador, cánula, pastillas de oxicianuro de mercurio, de permanganato de potasa, dos frascos de aniodol: un verdadero arsenal quirúrgico, sin duda aconsejado por su madre, que había sido partera, de afición, en su juventud Llegaba a tiempo. Antes del mediodía el calofrío se repitió y la fiebre empezó a ascender nuevamente. Graciela preparaba los lavados, como para ella, y me los administraba, cerrando un momento el cuarto con mil pretextos y dejándolo todo en orden en pocos minutos. Una vez me dijo, al retirar la cánula:

—¡Qué mal estaba esto, hija! Si no se te ocurre avisarme te mueres, de seguro.

Aquel fue todo el comentario que salió de sus labios con respecto a mi enfermedad, sobre la cual no me dirigió una sola pregunta.

Por la tarde el médico declaró que mi estado se agravaba, y habló de una junta, si ciertos síntomas persistían. Yo sentía que la fiebre aniquilaba mis fuerzas, y pasaba horas enteras inmóvil y sin dormir, con la mirada en el techo. No experimentaba ya ni remordimientos, ni vergüenza por haber tenido que hacer a Graciela partícipe de mi secreto, ni siquiera el temor de que Joaquín se presentara inesperadamente ante mi lecho. Pasaba el día como adormecida y la noche agitada por calenturientos insomnios. El recuerdo de mis faltas se borraba, al mismo tiempo que la plena conciencia de mi personalidad. En aquel estado, en que nunca llegué a perder por completo el conocimiento, ni aun en breves momentos de delirio, el pensamiento era nulo, los problemas morales no existían: sólo quedaba en mí la cobardía de la carne enferma, que se aferra a la vida con espasmos de terror y gemidos de angustia; el terrible egoísmo de la existencia amenazada, ante el cual enmudecen, ahogados por la universal necesidad de vivir, las leyes y los escrúpulos humanos.