Epílogo
¿Quién decía que los perros y los gatos no podían ser amigos? Ninguno de los que estaban en la casa habría apostado ni un solo centavo a que Orson y Carboncillo se llevarían bien, pero, desde que el perro había cruzado la puerta de la casa y se había puesto a husmear la guarida enrejada del gato - en la que estaba encerrado para evitar conflictos-, Carboncillo también había pegado la nariz a la rejilla y los dos habían gimoteado en sus respectivas lenguas porque querían establecer contacto. Max se arriesgó a dejarle en libertad y, acto seguido, entre los dos surgió una especie de amor fraternal que les volvió inseparables durante toda la noche.
Era la segunda vez que Jacob Craven y Jesse Graham se veían y, al igual que la primera, compartieron sus juguetes en un rincón del salón sin protagonizar ni una sola discusión mientras se prolongaba la cena. Claro que Martha Taylor, que a sus once años todavía se sentía más cercana a los niños que a los adultos, los vigilaba de cerca y participaba en sus juegos al tiempo que también estaba pendiente de su hermana Gillian Taylor Lewis, quien dormía plácidamente en su cuna.
En el salón de su nueva casa se encontraban todas las personas a las que Jodie quería, a excepción de sus padres, que no habían podido venir desde Mapplewood. Jodie les había invitado a cenar para celebrar su treinta y un cumpleaños y para inaugurar la preciosa vivienda que Max y ella habían comprado en Chelsea, una espaciosa casa adosada con vistas a la bahía de Hudson.
Su hermano John y su cuñada Dana habían venido con su queridísimo sobrino Jesse, que cada vez se parecía más a su padre. También habían traído consigo a Orson porque lo consideraban parte integrante de la familia y porque Jodie lo adoraba. Su hermano Mike había venido acompañado por una rubia despampanante llamada Rose que no tenía nada que ver con la morena explosiva que les había presentado la primera vez que quedaron todos juntos para comer, cuando Jodie les presentó a Max. Así era Mike, un seductor nato que se resistía a sentar la cabeza, aunque Jodie sabía que lo haría en cuanto apareciera en su vida la mujer adecuada. En el fondo era todo corazón. Por último, también se habían sumado a la celebración sus amigos Megan y Derek, que habían viajado en coche desde Pittsburgh con sus dos niñas para no perderse el acontecimiento. Como la casa era grande y había habitaciones de sobra, Jodie no había permitido que se marcharan a un hotel y había preparado un par de habitaciones para la familia Taylor. Una para Martha, la hija que Derek tuvo en su anterior matrimonio, y otra para el matrimonio y para la pequeña Gillian, a la que Megan había dado a luz hacía un par de meses. Y, por supuesto, estaban Max y el pequeño Jacob, al que Jodie quería como si fuera su propio hijo.
Max se había integrado perfectamente en el grupo. John y Mike le sometieron al tercer grado el día en que Jodie les presentó, durante la comida, pero Max lo pasó con nota.
Ella le miró y le sonrió desde la otra punta de la mesa mientras finalizaban el segundo plato. Ya hacía un mes del traslado de Max a Nueva York y desde entonces habían disfrutado de tiempo para resarcirse de todo el que habían pasado separados, pero todavía seguían buscándose con la mirada cuando estaban rodeados de gente. Aunque esa noche la compañía era estupenda y las conversaciones que surgían eran muy interesantes, Max le lanzó un mensaje con los ojos que Jodie captó a la primera: estaba deseando que se marchara todo el mundo para encerrarse con ella en el dormitorio. Se ruborizó porque ella deseaba lo mismo, pero nadie apreció su intercambio de miradas ya que estaban inmersos en una interesante charla sobre la interpretación de los sueños, a la que no sabía cómo habían llegado.
Jodie se levantó para retirar los platos vacíos y traer el postre. Como movidas por un resorte, todas las féminas a excepción de Rose, que parecía el apéndice de Mike, se marcharon en tromba a la cocina para tener una de esas conversaciones entre mujeres en las que compartían confidencias.
- Max me parece un tío estupendo -cuchicheó Megan, que todavía no había tenido ocasión de darle su opinión-. Y ha obrado en ti un milagro. No sabía que pudieras sonreír de oreja a oreja.
Jodie soltó una risita, abrió la puerta del lavavajillas y fue depositando en el interior la pila de platos sucios que traía Megan.
- He tenido suerte -asintió.
- ¿Suerte? Te ha tocado directamente la lotería -puntualizó Dana-. Parece el hombre perfecto.
Su cuñada cogió la bandeja con la tarta y retiró el plástico que la cubría. Colocó el número 31 en la parte superior y encendió la mecha de las velas con una cerilla.
- A vosotras dos os tocó el gordo de la lotería mucho antes que a mí, no podéis quejaros. -Cerró la puerta del lavavajillas y fue entregándole a Megan las copas de champán-. Además, no es tan perfecto; todavía no me ha pedido que me… -Se detuvo pero ya fue tarde para detener las reacciones de aquellas dos.
- Oh… -A Megan se le formó una sonrisa irónica y chispeante que fue secundada por otra similar de Dana-. ¿Así que quieres casarte?
- ¡Cállate! -susurró Jodie, regañándola-. Podría escucharte.
Jodie cogió un par de botellas de champán e intentó abandonar la cocina, pero Dana se interpuso entre ella y la puerta.
- No puedes soltar una bomba así y salir corriendo.
- Claro que puedo, habéis interpretado mal mis palabras. Yo no quería decir que…
- Te has puesto a la defensiva -aseguró Megan a sus espaldas-. Claro que querías decir que estás deseando casarte con él.
- Sois unas pesadas y unas cotillas. No me extraña nada que seáis tan buenas periodistas. -Les riñó sin ningún ímpetu-. Y ahora apártate de mi camino antes de que se caliente el champán -le indicó a Dana.
Las dos estallaron a carcajadas cuando las dejó atrás. Jodie estaba empezando a pensar que sí, que Max había obrado un milagro en ella.
Cuando regresó al salón, los hombres habían dejado el tema de los sueños para hablar de fútbol y Jodie estuvo a punto de decirles que estaba prohibido hablar de deportes el día de su cumpleaños. Sin embargo, no fue necesario replicarles para que se reunieran todos en torno al pastel. Los niños acudieron en tropel en cuanto vieron la tarta de chocolate que Dana plantó sobre la mesa, y la algarabía de estridentes voces infantiles se tragó por completo la aburrida charla de los mayores.
- Niños, un poco de control -les gruñó John cuando vio que los dos pequeños alzaban las manos y tiraban del mantel para alcanzar la tarta.
- Martha, ¿puedes sujetar a las fieras hasta que les den su trozo de tarta? -le pidió Derek a su hija.
Martha resopló, dando a entender que no sería fácil hacer lo que le pedía. En cuanto olían el chocolate se volvían insoportables.
- Claro, papá.
Jodie entregó a Max las botellas de champán para que las descorchara y Megan empezó a colocar las copas sobre la mesa.
- Creo que ha llegado el momento de entonar el Cumpleaños feliz -comentó Mike.
- Esperad un minuto. -John cogió la cámara de fotos profesional que colgaba del respaldo de su silla y se levantó-. Quiero inmortalizar este momento.
Dejó la cámara sobre una estantería cercana y ajustó las opciones en modo automático, para que hiciera las fotos por sí misma. Luego regresó a su silla y todos comenzaron a cantar.
- Ahora tienes que pedir un deseo y soplar las velas -la instó Max.
Megan aguantó una risita contra la palma de la mano y Jodie le lanzó una mirada fulminante. Se metió el pelo detrás de las orejas, acercó los labios a la vela y sopló sin detenerse a pensar en un deseo porque ya sabía lo que quería.
Desenvolvió los regalos mientras las chicas se ocupaban de trocear la tarta y servirla en los platos de plástico. Derek y Megan le habían regalado un precioso collar de perlas a juego con unos pendientes, Mike un pijama de verano que Rose dijo que había escogido ella, y John y Dana una estancia en un hotel de los Hamptons para pasar un fin de semana en la playa. Les dio las gracias a los seis y, en un momento en el que nadie les observaba, apoyó los labios en la oreja de Max para preguntarle:
- ¿Y tu regalo?
- Más tarde -susurró él.
- Quiero algo material -le advirtió, al suponer que se refería al sexo.
- Tengo algo material para ti -prometió, con la voz ronca y sugerente.
Unas horas más tarde, cuando sus hermanos se marcharon y sus amigos de Pittsburgh quedaron instalados en el dormitorio que les había asignado, Jodie se encerró con Max en el suyo.
Él se quitó la ropa y se metió en la cama, para después esperar con impaciencia a que Jodie saliera del baño. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo allí dentro ni por qué diablos tardaba tanto en salir pero, cuando la puerta se abrió y su cuerpo espléndido apareció enfundado en un picardías negro repleto de transparencias, a Max le costó tragar saliva.
- Joder… -fue todo cuanto dijo.
Ella se acercó a la cama con movimientos felinos. Cuando estuvo delante de él, giró sobre sí misma para que pudiera admirar de cerca todo el conjunto.
- ¿Te gusta?
- Me encanta, es una pena que vaya a durar tan poco tiempo en tu cuerpo.
Le tocó las nalgas, más bien se las apretó, pero ella retiró su mano de un manotazo.
- Antes quiero mi regalo.
- Me parece justo.
La tomó por la cintura y con el impulso de su cuerpo la arrancó del suelo, haciéndola rodar sobre la cama. Jodie cayó de espaldas en su lado del colchón y él se subió sobre ella, presionó su cuerpo contra sus curvas suaves y femeninas y la besó sin más dilación. Ella le rodeó con los brazos y las piernas y respondió con deleite a sus besos desenfrenados, que la inundaron rápidamente de un calor que calcinaba. Entonces sintió que se le clavaba algo en la cabeza y retiró el rostro de Max con las manos.
- ¿Qué pasa?
- Hay algo debajo de la almohada que se me está clavando en la nuca.
- ¿De verdad? -dijo haciéndose el tonto.
Jodie deslizó la mano debajo de la almohada y sus dedos toparon con algo que tenía un tacto duro y suave a la vez. Lo sacó de allí y sus ojos se enturbiaron de emoción al toparse con una pequeña cajita blanca. Max se echó a un lado para dejarla maniobrar y ella se incorporó en la cama. No vaciló ni un segundo en abrir el estuche para admirar el exquisito zafiro incrustado en oro blanco que brillaba en el interior.
El azul de la piedra preciosa tenía el mismo tono que sus ojos, por eso Max se decantó por ese anillo en particular en cuanto la dependienta de Tiffany´s se lo enseñó. Alzó la mirada del anillo a ella y absorbió las intensas emociones que se le reflejaban en el rostro. Atrás quedaba la Jodie recelosa, huidiza y herida que tenía amurallado el corazón para que nadie más volviera a hacerle daño. La mujer que ahora estaba a su lado expresaba sus sentimientos en voz alta, directamente desde el alma, y acogía y aceptaba los de él con el corazón rebosante de amor.
- Deduzco que esto irá acompañado de unas cuantas palabras… -Los labios carnosos se arquearon y formaron una sonrisa incitadora.
- Deduces bien. -Max tomó el anillo del interior del estuche, cogió su mano derecha y fue introduciendo lentamente el anillo en su dedo anular. Al llegar al tope, regresó a sus ojos-. ¿Quieres casarte conmigo y hacerme el hombre más feliz del mundo?
Jodie se mordió los labios y el azul zafiro de sus ojos brilló como la piedra preciosa que ahora adornaba su dedo. Afirmó con la cabeza varias veces.
- Por supuesto que quiero. -Su sonrisa se ensanchó y acudió a los brazos de Max. Él la estrechó y la besó con amor-. Dana va a tener razón, eres el hombre perfecto.
Por la razón que fuera, aquella afirmación no gustó demasiado a Max.
- ¿El hombre perfecto? ¿Qué ridiculez es esa?
Por una cuestión de amor propio, Jodie decidió guardarse para sí misma que había dado en el clavo respecto al deseo que pidió cuando sopló las velas. No se podía estar en mayor sintonía, era como si le hubiera leído la mente.
- Ahora mismo me lo pareces.
- Pues no dices lo mismo cuando te cabreas porque aprieto el tubo de la pasta de dientes por el inicio, cuando no bajo la tapa del retrete o cuando no cambio el rollo de papel higiénico. -A Jodie se le difuminó la expresión soñadora, las cejas empezaron a fruncírsele y su cabeza comenzó a trazar una línea afirmativa-. Y te pones como una energúmena cuando me pillas bebiendo directamente del envase de la leche.
- Tienes razón. Las tareas del hogar no son tu fuerte. -Max perdió el interés en el tema que estaban tratando y acercó la boca a su cuello, en el que comenzó a hacer virguerías con los labios y la lengua. Una mano atrapó su seno y lo ahuecó. Ella emitió un gemido lánguido-. Además eres cabezota, terco, orgulloso y siempre quieres salirte con la tuya.
- Se te ha olvidado agregar a la lista que, desde que te he conocido, me he convertido en una especie de obseso sexual.
Ella soltó una carcajada.
- Eso no lo considero un defecto, cariño.