Capítulo 12
Los barrios marginales de Los Ángeles eran constantes fuegos cruzados entre bandas callejeras y, entre todos ellos, el distrito de Watts era el que ocupaba la primera posición en el ranking de los más peligrosos. Las trifulcas, los robos y asesinatos estaban a la orden del día y la inseguridad ciudadana obligaba a que oleadas de residentes emigraran a barrios más tranquilos todos los años. Watts albergaba cientos de garitos con estancias secretas donde se practicaban todo tipo de actividades ilícitas como tráfico de drogas, de armas y de mujeres, por nombrar las más comunes, aunque la lista era interminable. La policía hacía cuanto podía, pero, antes de que consiguieran cerrarlos o meter entre rejas a los integrantes de esas bandas callejeras, aparecían otros tantos dispuestos a tomar el relevo.
El Watt Club era un antro oscuro y ruidoso donde cualquier persona normal no se atrevería a poner un pie dentro. A esas horas de la mañana estaba casi vacío a excepción de un par de tipos con mala pinta que estaban sentados frente a un vaso de whisky. Max preguntó al camarero por Wyatt Bishop, uno de los mayores pesos pesados del mundillo del fraude de documentos, y este les pidió que esperaran. Max ya sabía la contestación que iba a darles, la misma que siempre obtenían cuando otras investigaciones les habían llevado hasta allí: «yo ya no me dedico a eso; estoy limpio, tío». Bishop era un tipo muy listo que se cubría bien las espaldas, por eso la policía no tenía pruebas para desmantelarle el negocio. Sin embargo, ahora contaban con un as en la manga para hacerle hablar.
Los recibió después de unos minutos de espera y, tras intercambiar unas palabras de fingida cordialidad, los condujo a un rincón del bar. A los clientes no les gustaba ver a la pasma merodeando por allí. La mayoría de ellos tenían razones para sentirse inquietos.
Su pelo engominado desprendía un olor mentolado que a Faye le revolvió el estómago. Fue ella quien rompió el fuego. Uno a uno fue enunciando los nombres de los integrantes de los castings cuyas identidades habían sido falsificadas pero Bishop, además de parapetarse en su mentira de que ya no hacía ese tipo de trabajos, también les dijo que era la primera vez en su vida que escuchaba esos nombres. Max se encargó de apretarle las tuercas sacándose ese as que guardaba en la manga. Bishop tenía un sobrino en la cárcel y era posible que, por buena conducta, se redujera su condena.
- Siempre y cuando, claro está, el fiscal lo considerara conveniente. El capitán de la policía de Costa Mesa tiene muy buena relación con el fiscal del distrito…
El hombre entendió a la primera la insinuación de Max pero, aun así, se empeñó en defender su versión.
- En el hipotético caso de que continuara falsificando identidades -se permitió sonreír mostrando una hilera de dientes desiguales-, esos nombres no han pasado por mis manos.
- ¿Y por qué manos han pasado? Estoy segura de que lo sabes -le dijo Faye.
- Os lo diría de ser así. Aunque no soy ningún chivato, haría lo que fuera por sacar a mi sobrino de la cárcel.
Max estaba seguro de eso. Para los mafiosos la familia era lo más importante, más incluso que el dinero y el poder por el que estaban dispuestos a matarse.
La respuesta de Bishop fue la misma que obtuvieron con el resto de las visitas que realizaron por la mañana. Nadie sabía nada, y eso que utilizaron el mismo método de chantaje con cada uno de los personajes a los que interrogaron. Todos tenían problemas con la justicia que podían suavizarse ligeramente si hablaban, pero al parecer nadie estaba implicado en la falsificación de esos documentos de identidad en concreto.
La mañana no pudo resultar más infructuosa, aunque esperaban tener mayor suerte por la tarde cuando continuaran la ronda de visitas. Hicieron un alto en el camino para comer en un McDonald’s, pero nada más bajar del coche, que estacionaron en el aparcamiento del restaurante, el sonido de las ruedas de un vehículo quemando el asfalto a una velocidad endiablada les alertó de que les rondaba un peligro inminente. Antes de verlo venir de frente, una ráfaga de disparos produjo un sonido atronador a su alrededor. Las balas silbaron e impactaron por todas partes, en el coche, en los adyacentes, en la estructura metálica del aparcamiento… Max reaccionó con celeridad y arrojó a Faye al suelo, cubriéndola con su propio cuerpo mientras quedaban bañados por un amasijo de cristales que caían hechos trizas a su alrededor. El sonido de los disparos finalizó y los chirridos de las ruedas se fueron extinguiendo conforme el coche avanzaba calle abajo. En menos de un minuto todo quedó en silencio, salvo los jadeos de ambos y algunos trabajadores del McDonald’s que abandonaron el restaurante tras el violento altercado.
- ¿Te encuentras bien, Faye? -preguntó Max.
- No hasta que te quites de encima -dijo con la voz ahogada-. Me estás aplastando.
Antes de incorporarse echó una rápida ojeada a su alrededor; el peligro parecía haber pasado y la calle estaba tranquila, pero al levantarse lo hizo con cuidado, sin exponerse demasiado. Faye se puso boca arriba y con la ayuda de Max también se levantó del suelo. Mientras se quitaba los trozos de cristales que decoraban su larga cabellera castaña, reparó en que el brazo de Max estaba cubierto de sangre y que tenía un agujero de bala en la cazadora.
- Te han alcanzado.
Max no se había dado ni cuenta, pero fue escuchar las palabras de Faye y sentir una potentísima quemazón en el brazo izquierdo. Ella le agarró por encima del codo para inspeccionarlo y él hizo una mueca.
- La bala tiene orificio de salida, es una herida limpia -informó Faye.
Max apretó los labios, el dolor se volvía intenso por segundos, pero no era la primera vez que le disparaban y seguramente no sería la última. Presionó la herida con la mano derecha mientras Faye se apoyaba en el coche. Ella tenía rotas las perneras de los pantalones y le sangraban las palmas de las manos, que se había erosionado al apoyarlas en la caída. También tenía un rasguño en la nariz, pero estaba ilesa.
- No han tardado nada en correr la voz de que nos encontrábamos en Watts haciendo preguntas -dijo Max, recuperando el aliento-. ¿Has conseguido ver algo?
- Creo que el coche pertenecía a la banda de los dragones. Esos malditos hijos de puta…
Faye había atrapado a su cabecilla, Carlos Rodríguez, hacía unos meses tras una larga operación policial que tuvo como resultado incautar cientos de armas destinadas al tráfico ilegal. Habían conseguido una condena para Rodríguez de cinco años, pero sus compinches seguían en la calle con planes de venganza. Faye sabía que la destinataria de las balas había sido ella.
- ¿Qué ha sucedido? -preguntó alterado un hombre grande como un oso que llevaba una gorra con la «M» de McDonald’s y un delantal amarillo limón. Algunas personas que estaban dentro del establecimiento y otras que paseaban por la calle se aproximaron para curiosear.
- No se alarmen, somos policías. -Max enseñó su placa, aunque alguien se había encargado ya de llamar a la policía porque se escucharon sirenas en la lejanía. Max se volvió hacia Faye, que había palidecido en el último minuto-. ¿Seguro que te encuentras bien?
- Perfectamente -mintió.
Desenvolvió su bocadillo de atún y pollo del papel de plata y le dio un buen bocado, que degustó con apetito. El intenso olor a descomposición que flotaba a su alrededor habría provocado las náuseas de cualquiera con un estómago débil, pero Carl ya estaba acostumbrado a estar en compañía del fétido olor que desprendía el vertedero de Irvine. Trabajaba allí desde hacía veinte años por lo menos y se había vuelto inmune. Algunos compañeros abandonaban las maquinarias a la hora del almuerzo y se encerraban en las casetas que bordeaban el vertedero, pero Carl muchos días se quedaba cómodamente sentado en su máquina compactadora y comía mientras observaba a las aves carroñeras alimentarse de los cientos y cientos de toneladas de residuos.
Iba por la mitad de su bocadillo cuando sus ojos toparon con un destello dorado que el sol del mediodía arrancaba a algo que había a unos veinte metros de donde se hallaba. Carl, sin dejar de dar grandes bocados, entornó los ojos para enfocar la visión en aquel punto lejano y entonces el destello se intensificó. Dejó de comer y se inclinó ligeramente hacia delante, pero la gran distancia le impedía ver de qué demonios se trataba. Quizá no fuera más que un cristal que reflejaba la luz solar, pero el dichoso brillo despertó tanto su curiosidad que accionó la maquinaria para acercarse hasta allí. Oscilando entre las montañas de basura, se detuvo cuando tan solo lo separaban un par de metros del objeto que tanto había llamado su atención. Entonces, el bocadillo se le cayó de la mano y el cuerpo se le quedó tan paralizado como el de una estatua. Notó un sudor frío y abundante cubriéndole la espalda, las axilas y la frente, y entonces sí que sintió una fuerte arcada que a duras penas pudo contener.
El objeto brillante era un anillo. Un anillo ensartado en un dedo anular que pertenecía a una mano pequeña y ensangrentada. Miró alrededor y entonces también vio mechones rubios de cabello, sucios y apelmazados, y unos ojos sin vida que le miraban sin verle.
El bocadillo ascendió por su garganta a la velocidad de un rayo y Carl vomitó sobre sus propias piernas.
Hacía tanto rato que miraba las palabras escritas en aquel trozo de papel que el café se le había quedado frío. «Eres una puta.» La noche en que las leyó por primera vez no quiso otorgarles excesiva importancia porque quiso creer que las había escrito algún mirón. Necesitaba sacarse de la cabeza la idea de que alguien estaba vigilándola. Y casi lo había conseguido. Hasta que las llamadas anónimas que estaba recibiendo en su móvil avivaron la idea de que no había desarrollado ninguna manía persecutoria a raíz del incidente en el bosque. Alguien vigilaba realmente sus pasos, y ese alguien era la misma persona que había escrito la nota y que ahora la llamaba desde un número oculto.
Dos únicas llamadas bastaron para ponerla nerviosa y para que se le pasara por la cabeza ponerlo en conocimiento de Max Craven. No sabía qué hacer ni cómo demonios actuar. No le quedaba claro si tenía motivos suficientes para contárselo a la policía o si, por el contrario, exageraba la situación. Estaba tan estresada que no podía pensar con claridad.
Soltó la nota sobre la mesa y se masajeó el espacio entre las cejas.
Kim no aparecía y se agotaban los días para resolver el tema de la vivienda. Al perder uno de sus empleos, sus beneficios habían descendido al igual que sus opciones. No le quedaba más remedio que irse a vivir a un motel de manera provisional, hasta que encontrara un nuevo trabajo que le permitiera costearse una casa, ya fuera sola o en compañía de otra persona. De lo contrario, se vería obligada a mudarse a algún suburbio de Los Ángeles. La idea le resultaba espantosa.
Alguien tocó en la puerta de su caravana dando tres golpecitos con los nudillos. Era Glenn Hayes; siempre llamaba de la misma forma.
Su compañero sostenía en una mano un abundante ramillete de madreselva, una planta que crecía por aquellas latitudes, sobre todo en las partes más profundas del bosque. Estaba molesta con él desde que se había enterado de que hacía públicos sus sentimientos con cualquiera que quisiera escucharle, como si albergara esperanzas de que estos fueran a ser correspondidos. Jodie llegó a la conclusión de que Glenn había confundido la amabilidad con el coqueteo, y por esa razón comenzó a mantener las distancias con él.
Ahora le entregaba el ramo de flores como una ofrenda de paz que ella tomó con escaso entusiasmo. Habían hablado la noche anterior, cuando Glenn insistió en charlar un rato antes de irse a dormir. Jodie trató el tema con más firmeza que nunca y le pidió que no albergara esperanzas respecto a una relación romántica entre los dos. Él pareció aceptarlo y encajarlo pero no pudo prometerle que no fuera a seguir insistiendo. Su constancia había dejado de parecerle halagadora para resultarle agobiante.
Jodie aspiró el olor a noches de verano que desprendía la madreselva y le pidió que esperara mientras colocaba el ramo en un jarrón con agua.
- ¿Repasamos el guion por última vez antes de grabar? -inquirió Glenn, con el tono de voz desprendiendo simpatía.
Jodie asintió mientras depositaba el jarrón sobre la mesa.
La animó que su visita tuviera la finalidad de hablar de trabajo. Cogió el guion y el abrigo y salió a pasear con Glenn bordeando el perímetro del bosque.
Rodaron durante la tarde en los improvisados establos donde transcurría la mayor parte de las apariciones de Susan Sanders, la veterinaria a la que daba vida. El equipo estaba preparado para filmar el alumbramiento de una vaca y Jodie estaba especialmente emocionada por participar en un suceso tan hermoso. Con la ayuda del veterinario real, que la había instruido para que acometiera su papel con el mayor realismo posible, Jodie se encargó de ayudar al animal a traer al mundo a su ternero. Las lágrimas que resbalaron por sus mejillas cuando finalizó el parto fueron reales y la emoción que la embargó cuando tuvo a la cría entre las manos fue inexplicable. El equipo entero la aplaudió por el soberbio trabajo realizado, en el que ella se había involucrado tanto que hasta olvidó que un montón de cámaras la enfocaban. Alguien tuvo que tenderle unos cuantos pañuelos de papel para que se enjugara los ojos y se sonara la nariz, y luego tuvieron que retocarle el maquillaje.
También en los establos rodó la escena siguiente, una conversación entre Glenn y ella que finalizaba con un beso. Ya lo habían hecho otras veces pero, en esta ocasión, Edmund pidió repetir la escena porque Glenn no terminaba de captar las sugerencias del director.
- Quiero un beso emotivo, no apasionado -aclaró Edmund-. Glenn, se supone que estás felicitándola por su labor con la vaca, no invitándola a que te acompañe a la cama.
Jodie no podía creer que Glenn estuviera utilizando su condición de actor para traspasar los límites que había interpuesto entre los dos. Su conducta le parecía infantil y poco profesional, y pensaba decírselo una vez regresaran al campamento. Estaba tan indignada con él que le costó meterse en la piel de su personaje para fingir que deseaba sus besos.
Ver sus labios pegados a los de otro hombre, aunque esos labios fueran los de Glenn Hayes, le causó una impresión tan desagradable que sintió que el café que acababa de tomarse se le agriaba en el estómago. Percibió que Faye le observaba de soslayo y Max se obligó a recuperar la frialdad, haciendo un esfuerzo por recordar el motivo de su presencia allí.
Edmund Myles dio por concluida la escena cuando consideró que estaba perfecta y Jodie se apartó de Glenn bruscamente, sin importarle que sus compañeros se dieran cuenta de que estaba molesta con él. Se hizo el tonto al fingir que no entendía su enfado y, mientras Jodie se quitaba los guantes de plástico que había utilizado en sus labores con los animales, le susurró que ya hablarían cuando estuvieran solos.
Entre el equipo de rodaje que ya comenzaba a dispersarse, se levantó un murmullo generalizado que captó la atención de Jodie. Miró a su alrededor hasta descubrir el origen de los cuchicheos. Max Craven y la detective Faye Myles se hallaban a unos diez metros de distancia hablando con Edmund. El aire se quedó a medio camino de sus pulmones y los guantes se le cayeron al suelo cuando Max la miró. El mensaje que le envió con los ojos le aceleró los latidos del corazón y le inundó las venas de miedo. Pero no se atrevió a moverse. Se quedó plantada donde estaba con la vista clavada en los policías mientras sus compañeros iban y venían de un lado para otro y recogían el equipo antes de que cayera la noche.
Fue la detective Myles quien se acercó para pedirle que les acompañara. Jodie no hizo preguntas porque temía la contestación que pudieran darle, por eso se limitó a seguirles fuera del plató de rodaje con las piernas temblorosas. Dieron un pequeño rodeo a los establos y se detuvieron cuando se hubieron alejado lo suficiente. Jodie se mordió los labios en cuanto la detective Myles rompió el silencio.
- Hemos encontrado un cuerpo. Creemos que puede ser el de Kim Phillips.
Cerró los ojos, apretó los párpados y se esmeró en mantenerse erguida aun cuando todos los músculos del cuerpo se le aflojaron. Cuando volvió a abrirlos, la visión se le había enturbiado.
- ¿Creemos?
- Está desfigurado. Necesitamos que nos acompañe al depósito de cadáveres para su identificación -le explicó Myles.
Los ojos castaños de la detective tenían una mirada tan glacial que Jodie buscó refugio en los negros de Max. Por la relación estrecha que la había unido a él, sus palabras y sus ademanes le transmitieron mucho más calor y amparo.
- Un operario del vertedero de Irvine ha encontrado el cadáver de una mujer oculto entre las basuras. Por sus características físicas creemos que puede tratarse de Kim Phillips pero, como acaba de mencionar la detective Myles, las agresiones que presenta nos impiden identificarlo. Tienes que acompañarnos.
Jodie se cruzó de brazos para ahuyentar inútilmente el frío que le erizó la piel y hacía que su barbilla tiritara. Trató de cuadrar los hombros y de tragarse el nudo que le oprimía la garganta porque dejarse vencer por las emociones era como reconocer antes de tiempo que Kim estaba muerta. Tras interminables y dolorosos segundos de indecisión, asintió con la cabeza y les dijo que estaba preparada para ir con ellos.
Cinco minutos más tarde, emprendieron el camino hacia el hospital de Irvine en el coche de la policía. Jodie se recostó en el asiento de atrás y apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla mientras sus ojos vagaban abstraídos por el paisaje gris.
Los pasillos del hospital que conducían al depósito de cadáveres le parecieron mucho más tristes y gélidos que los campos de árboles desangelados y el cielo encapotado que habían dejado atrás. El olor a potentes desinfectantes que reinaba en la atmósfera sombría estaba mezclado con el olor a muerte y el estómago se le encogió un poco más. Jodie caminaba detrás de los detectives a través del laberíntico conglomerado de pasillos de la morgue como una autómata.
Cuando se detuvieron, estaba tan absorta en sus pensamientos que estuvo a punto de chocarse con la detective Myles.
Los siguientes minutos no fueron agradables. Myles entró en una de las salas donde aguardaba el forense junto a un cuerpo tendido y cubierto por una sábana verde mientras Craven se quedaba a su lado, frente a la amplia ventana desde la que se veía el interior.
Apretó los dientes con fuerza y aguardó a que el forense retirara la sábana. El corazón le latía como un tambor. Cuando ese hecho se produjo solo miró un segundo, pero sabía que la imagen que se descubrió ante sus ojos quedaría grabada en su retina de por vida.
Jodie se dio la vuelta de inmediato, apoyó la espalda en la cristalera y suspiró entrecortadamente. Las náuseas ascendieron por su garganta pero trató de dominarlas tragando saliva y apretando los labios. Sintió a Max a su lado, observándola con paciencia y compasión.
- ¿Es ella? -preguntó.
Jodie asintió con la cabeza.
- Sí, es Kim -murmuró apenas.
A continuación, Jodie tomó precipitadamente el pasillo por el que habían llegado con la intención de salir de la morgue cuanto antes. El aire era tan espeso allí dentro que apenas si podía respirarlo. Escuchó los pasos de Max a sus espaldas, quien se puso a su lado al tomar el primer recodo. Su angustia era tan intensa que él la tomó de un brazo para impedir que se cayera al suelo.
- Siento que hayas tenido que pasar por esta experiencia, pero no nos quedaba otro remedio.
- Lo sé -asintió-. Lo ha hecho él, ¿verdad?
- Sí.
- Dios mío…
Sus pasos se aligeraron a medida que su ahogo crecía y Max temió que se pusiera a hiperventilar de un momento a otro. La condujo con rapidez a través de los asépticos pasillos en dirección a la salida. La bofetada de aire frío que recibió su níveo rostro nada más salir a la calle le calmó las náuseas mientras lo respiraba atropelladamente, como si fuera a desaparecer de un momento a otro.
La profesionalidad de Max se resquebrajaba mientras la observaba desmoronarse. Desde el instante en que la había vuelto a ver en el plató de rodaje, se había desencadenado en su interior una lucha entre el deber y el deseo. Debía comportarse como un policía que hacía su trabajo pero, a la vez, deseaba abrazarla y decirle que todo iba a salir bien. Lo segundo tuvo más peso que lo primero y Max acercó una mano a su rostro. Los dedos tomaron un mechón de su cabello que la brisa agitaba sobre su mejilla y se lo colocó detrás de la oreja. Luego apoyó la mano en su hombro y se lo apretó suavemente.
- ¿Te encuentras mejor?
Negó con la cabeza. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos, dificultándole la tarea de hablar. Entonces buscó el refugio de sus brazos y Max la acogió calurosamente entre ellos. La mantuvo sujeta mientras su cuerpo se estremecía de frío y de pena.
- Lo siento -murmuró contra los cabellos que cubrían su oreja-. Lo siento muchísimo.
Las lágrimas que anegaban sus ojos los desbordaron y formaron ríos calientes por sus mejillas heladas. Aunque Kim y ella nunca habían sido íntimas amigas las dos se apreciaban, y la forma cruel y despiadada con que le habían arrebatado su joven vida le dolió en el alma.
Con los brazos enlazados a su cintura, Jodie escondió la cara en el pecho de Max y el confortable nido de su cuerpo la ayudó a recuperar la entereza. Escuchó el sonido de su corazón, sintió cómo su calor y su fuerza la arropaban y, en aquellos momentos de debilidad, deseó quedarse en esa postura para siempre. Cuando estaba con él, la protección y la seguridad que ejercía sobre ella la hacían sentir como si nada malo pudiera ocurrirle.
A su debido momento, ella se retiró y Max le tomó el rostro entre las manos, posando sobre ella una mirada balsámica que la reconstituyó un poco por dentro. Le secó los restos de las lágrimas con los pulgares y peinó los cabellos que el viento arrojaba sobre su cara.
- Pobre Kim, ella no merecía un final así. Ninguna de esas chicas lo merecía.
- Haremos que el responsable pague por ello -dijo con firmeza-. Te lo prometo.
Jodie asintió, creía en sus palabras y confiaba en su competencia para encontrar a aquel hijo de puta. Solo esperaba que lo detuvieran antes de que tuviera la ocasión de torturar y matar a más mujeres. Murmuró un sincero agradecimiento mientras movía las manos que tenía posadas sobre sus fuertes brazos. Entonces notó algo abultado bajo la palma de la mano y presionó con los dedos para familiarizarse con la desconocida textura de su brazo izquierdo. Él hizo una mueca pidiéndole que no apretara.
- ¿Qué te ha sucedido?
- No es nada. Un accidente sin importancia.
Tanteó por encima de la cazadora lo que parecía un recio vendaje que rodeaba su bíceps.
- No lo parece… ¿Te han disparado? -le miró a los ojos para detectar si mentía.
Max no pensaba decírselo pero su sagacidad no le dejó otra salida.
- Sí, a alguien no le gustó que la detective Myles y yo anduviéramos haciendo preguntas por Watts y decidió echarnos de allí por las malas. -A ella no le hizo ni pizca de gracia que utilizara un tono irónico-. Es un balazo limpio, con orificio de entrada y salida; tardará en curarse lo mismo que un rasguño -aseguró, exagerando el diagnóstico para destensar el ceño que se le había formado entre las delgadas cejas-. ¿Regresamos al campamento o prefieres que te lleve a casa? Tengo que regresar al depósito para charlar con el forense.
Estaba tan abstraída en el tema del disparo que no le escuchó. Se sentía turbada por el impacto que le había ocasionado la noticia y el miedo experimentado ante la idea de perderle. Dio un paso atrás, como si la distancia física fuera a borrar todo lo que acababa de sentir.
- ¿Qué decías? -le preguntó ella.
- No va a pasarme nada.
- ¿Cómo?
Se hizo la despistada aunque no le sirvió de mucho. Max tuvo tiempo de descifrar sus emociones y le complacía profundamente que su integridad física fuera motivo de preocupación para ella.
Jodie recordó la pregunta y se aclaró la garganta.
- Tengo que volver al campamento.
- Avisaré a Faye por el camino.
El trayecto de regreso desde el hospital de Irvine al cañón de Santiago se le hizo agobiantemente triste. Su alma se mimetizaba con el crudo paisaje de grises y blancos y estaba tan mustia como los árboles sin hojas que desfilaban ante sus ojos. Max la dejó en compañía de su duelo y solo hizo algún que otro escueto comentario, a los que ella respondió con parcos monosílabos.
Estacionaron en el claro del bosque contiguo al campamento, en aquellos momentos despoblado, y para que le prestara toda la atención posible, Max apagó el motor del coche. Se giró hacia ella, que miraba sin ver las lejanas cimas de las montañas, y le habló con suavidad.
- Sabes que todo lo que rodea a la investigación policial relacionada con el verdugo es confidencial y que bajo ningún concepto debo hablar del caso contigo, pero voy a saltarme esa regla porque no quiero que corras ningún riesgo. -Percibió que sus palabras la alarmaban y se apresuró a serenarla-. No pretendo asustarte, solo quiero que estés prevenida y que sigas a rajatabla un par de consejos. No quiero que vuelvas a entrar sola en el bosque y, en lo sucesivo, no te quedes a solas con ningún miembro de los que integren las audiciones a las que vayas a presentarte. -Esperó a que su rostro confuso asintiera y, a continuación, le habló de hechos probados para que entendiera la importancia de sus sugerencias-. El verdugo tiene su guarida en los bosques. Lo hemos peinado en varias ocasiones pero todavía no hemos logrado localizar el lugar donde comete los crímenes. En cuanto a las audiciones, sabemos que está relacionado con el mundo del cine y que utiliza identificaciones falsas para colarse entre los profesionales que forman los castings. Es en ellos donde elige a sus víctimas.
- He salido a correr por el bosque a diario durante los últimos tres meses… -Sacudió la cabeza, estaba petrificada, aunque, si bien esa noticia le causaba espanto, la segunda le provocaba pavor-. ¿Es así como las lleva a su terreno? ¿Las escoge en las pruebas, charla con ellas y luego las secuestra?
- Todo apunta a que sí. -Jodie tenía las manos cerradas en puños sobre las piernas, y Max tomó una de esas manos y la acarició hasta que los dedos se abrieron laxos y pudo enlazarlos a los suyos-. Escucha, no quiero que te angusties ni que vivas aterrada; si sigues mis consejos no va a pasarte nada. Tú mejor que yo sabes que en Los Ángeles tienen lugar cientos de pruebas diarias a las que se presentan miles de aspirantes. Lo único que tienes que hacer es ser cauta hasta que pillemos a ese cabrón.
Asintió, dispuesta a obedecerle, pero no por ello disminuyó su agitación interior. A su cabeza acudieron raudos todos los motivos que últimamente le quitaban el sueño: las llamadas, el mensaje amenazante, las sospechas de que alguien la espiaba…
- Las chicas asesinadas… ¿recibieron amenazas en forma de mensajes anónimos o llamadas al móvil? Kim jamás mencionó que la estuvieran acosando pero seguro que se lo habría callado de ser así. Era una chica muy reservada.
- No nos consta. Las facturas no registraban llamadas sospechosas. ¿Por qué lo preguntas?
Debería ponerlo en su conocimiento, pero se quedó algo más tranquila con su contestación y decidió no concederle más importancia.
- Por nada, se me ocurrió que podía ser una forma de conexión. -Clavó los ojos en sus manos enlazadas y se perdió unos segundos en el placentero calor que desprendía la de él. El pulgar le acariciaba el dorso y levantaba corrientes eléctricas que ascendían por su brazo. Volvió a mirarle-. Siento mucho cómo me comporté el otro día. No estuve muy acertada en mis comentarios.
- Ya… Por mi parte no lamento nada de lo que dije o hice. Sigo estando aquí y sigo pensando igual.
Jodie se mordió el interior de la mejilla y luego se retiró el pelo que le caía sobre la frente.
- ¿Por qué yo? -preguntó con inusitado interés.
- ¿Por qué tú?
- ¿Qué has visto en mí que te anima a querer conocerme?
En sus ojos azules moraba una visible desconfianza que Max se propuso desterrar de allí.
- Me gustas.
Como siempre, sus afirmaciones no dejaban lugar a la duda.
- He escuchado esas mismas palabras muchas veces a lo largo de mi vida.
- No sé cómo te las habrán dicho otros hombres ni me importa, pero las mías nacen directamente de aquí. -Max tomó su mano y la guio a su pecho. Jodie se estremeció al sentir los latidos de su corazón contra los dedos y su reacción hizo que Max sonriera abiertamente-. No te asustes, no te estoy pidiendo que te cases conmigo. -Por fin obtuvo un signo de que empezaba a disolverse su hielo interno, pues ella respondió con otra perezosa sonrisa que arqueó sutilmente sus labios. Max recuperó la seriedad-. Estarás acostumbrada a que te adulen porque eres una mujer preciosa, pero lo que verdaderamente me atrapa de ti es lo que veo por dentro. Me gusta cómo eres, cómo te expresas e incluso cómo te enfadas. ¿Necesitas más razones?
Jodie tragó saliva y dejó que sus palabras contundentes y el contacto de sus firmes dedos rodeando los suyos le alegraran el alma mustia y vacía. La desconfianza en sí misma era el fruto de unas cuantas relaciones destructivas en las que jamás fue valorada como persona, pero Max la hacía sentir una mujer muy especial y era sumamente complicado resistirse a eso.
No le apetecía rebatir sus argumentos; si lo hacía sería para poner trabas entre los dos, y lo que en ese momento necesitaba era un poco de calor humano. Apoyó una mano en su rostro sin afeitar y se acercó a él hasta que pudo inspirar el tenue aroma a jabón que desprendía su piel. Jodie acercó la boca y le besó. El simple roce de los labios le supo a gloria y le calmó la angustia, por eso buscó un poco más de la efectiva medicina y los entreabrió. Max se acomodó en su asiento y, sosteniéndola por la nuca, profundizó un beso que pronto pasó de la dulzura a la exigencia de sentirse cerca. Se perdieron en él, en su deliciosa textura y sabor, en las sensaciones que se iban despertando y que tocaban cada minúscula fibra de sus cuerpos.
Se separó de Max cuando le faltó el aire. Él apoyó la frente en la suya y prosiguió acariciándole la nuca mientras el oxígeno que les entraba en los pulmones iba tranquilizando las pulsaciones alteradas.
Las barreras que Jodie quería evitar cuando necesitó saborearle e impregnarse de su esencia empezaron a alzarse para alejarla de él. Cerró los ojos para concentrarse en las sensaciones, pero, precisamente por la intensidad de estas, los muros continuaron creciendo a su alrededor. Se separó y evitó su mirada candente mientras la razón de la que se escondía acudía a ella.
Jodie se recompuso en su asiento. Recuperada la distancia física intentó decir algo que no terminaba de traspasar la barrera de sus labios. Se reclinó y juntó las palmas de las manos, que luego dirigió hacia su cabeza para frotarse la frente con la punta de los dedos.
- ¿Qué sucede?
Ella encogió los hombros y trató de sonreír, pero solo le salió una mueca que puso de manifiesto lo nerviosa que estaba.
- Tengo que poner mi vida en orden. Todo está… fuera de lugar y hasta que no encuentre mi espacio yo… -Volvió a quedarse callada.
- ¿Tú? -la animó a proseguir, pero su aturdimiento era tan patente que Max sintió la imperiosa necesidad de contestar por ella-. Puedo esperar todo el tiempo que sea necesario hasta que encuentres tu sitio, soy paciente cuando me propongo conseguir algo. Lo que no poseo es la capacidad de soportar que mis besos te provoquen tantos sentimientos enfrentados. No puedo mirarte y encontrarme con que tienes ganas de salir corriendo.
El teléfono móvil de Max sonó en el bolsillo interior de su cazadora, pero lo dejó sonar mientras la observaba en silencio y trataba de interpretar los entresijos que afloraban a sus ojos. Max quería saber quién o quiénes le habían hecho tanto daño, pero su curiosidad tendría que esperar a que se presentara el momento y el lugar indicados.
- Salvada por la campana -le dijo, al tiempo que alargaba la mano para recuperar su móvil del asiento trasero. Era Faye, tenía que regresar al hospital para reunirse con ella y con el forense. Max le contestó que ya se encontraba de camino. Mientras devolvía el móvil a su sitio le dijo una última cosa-. No me veas como un problema. Prueba a considerarme como la persona en la que puedes apoyarte mientras los resuelves. -Se inclinó sobre ella para abrir la portezuela del coche. La sintió tensarse cuando le rozó el vientre con el codo-. La palanca se atranca. -La acarició con la mirada y confió en que supiera desenredar la espesa maraña de emociones que anidaba en su mente y que, al parecer, le había arrebatado el habla.
El eco de sus afirmaciones todavía reverberaba en la cabeza de Jodie. A veces le sucedía que cuando le contaban las verdades que no quería escuchar, esas para las que no tenía réplica alguna, se ponía a la defensiva. No era una actitud que le gustase pero no siempre una podía controlar los impulsos.
Antes de apearse, ella le miró con el semblante serio y le dijo algo que en realidad no sentía.
- Mientras encuentro mi lugar, deseo que sea la detective Myles quien me informe de cualquier cosa que me concierna -reiteró las palabras que le dijo en la caravana aunque, en esta ocasión, él no les otorgó tanta importancia.
- De acuerdo. -Su respuesta conformista levantó algunas ampollas en ella, que se dispuso a abandonar el coche-. Jodie -captó su atención cuando ya estaba fuera-, recuerda lo que te he dicho sobre el bosque y los castings.
Ella simplemente asintió y luego se alejó hacia el campamento con las manos metidas en los bolsillos.