Capítulo 17

Es la segunda vez que te veo haciendo eso.

- ¿Cómo dices?

Faye levantó la vista de la fotografía y miró a Max, que regresaba del fondo de la oficina con uno de esos asquerosos cafés que expendía la máquina de la comisaría. Él tomó asiento en su mesa y señaló la foto de Crumley con la cabeza.

- Te he visto observar detenidamente la foto de Crumley en un par de ocasiones.

- Oh sí, es que… -sacudió la cabeza-. Olvídalo.

Faye guardó la fotografía en su expediente correspondiente y luego agarró un bolígrafo, con el que comenzó a dar golpecitos en la mesa. Por el rabillo del ojo vio que Max la observaba con interés.

- ¿Qué? -preguntó irascible, como si la hubieran pillado haciendo algo malo.

- ¿Qué es lo que tengo que olvidar? -preguntó pertinaz.

Faye soltó el bolígrafo, se masajeó la cara sin maquillar con las manos y se frotó los ojos.

- No vas a parar hasta que te lo cuente, ¿verdad?

- ¿Acaso tienes que contarme algo referente a Crumley que todavía no sé?

Faye pasó por alto su tono entre sorprendido y recriminatorio. Al contrario que él, que derrochaba energía para ser un puñetero domingo a las siete de la mañana, ella había dormido fatal y no tenía ganas de enzarzarse en ninguna discusión. Además, había visto una delatadora marca amorosa en su cuello, que, muy a su pesar, le agrió el poco humor con el que se había levantado ese día.

- Creo que lo he visto antes -le soltó a bocajarro.

- ¿A Crumley? -La información era tan disparatada que casi le hizo perder el equilibrio sobre la silla. Max se levantó y se apoyó sobre su mesa para encararla de frente-. ¿Conoces a ese tipo?

- No, claro que no lo conozco. Simplemente, tengo la impresión de haberlo visto antes.

- ¿Y me lo dices ahora? ¿Mes y medio después? -le preguntó con el tono áspero y desconcertado.

- Ni siquiera pensaba hacerlo porque no estoy convencida de que sea así -apretó los labios-. Es posible que me lo haya cruzado en el metro, en la cola del supermercado o haciendo surf en la playa. Aunque lo más probable es que le confunda con otra persona -se defendió.

Max evocó una imagen de Crumley. Metro noventa de estatura, ciento veinte kilos, cabello largo y barba descuidada…

- No se confunde con facilidad a un tipo como Roy Crumley.

Faye se levantó de la silla con tanto ímpetu que estuvo a punto de volcarla. Después se situó frente a Max y cruzó los brazos sobre el pecho. Las cejas se fruncieron sobre sus ojos castaños.

- A veces me sobreviene una imagen de él, pero es tan efímera y borrosa que, cuando trato de agarrarla, se evapora. -Cargó el peso en una pierna y apretó los puños. Al menos podría haberse cubierto la marca con un jersey de cuello alto-. Te juro que esta sensación va a volverme loca porque, por mucho que ahondo en ella, lo único que consigo es un monumental dolor de cabeza. -Se volvió a su mesa y tomó asiento de nuevo. El tema la frustraba tanto que hasta había vuelto a fumar. Max vio la cajetilla de tabaco sobre la mesa-. ¿Hablamos del informe forense de Phillips y de los disfraces del verdugo?

- ¿Desde cuándo fumas?

- Desde que ese tío se cuela en mis pensamientos.

Max no estaba dispuesto a soltar el tema.

- Todo esto es muy raro, no creo que lo hayas visto en ninguno de esos sitios. ¿Has pensado en qué puedes tener en común con él?

Volvió a sentarse y orientó la silla hacia Faye. Ella frunció el ceño un poco más.

- Claro que no -le contestó, como si su sugerencia le pareciera absurda.

La mirada de su compañero se ausentó en los segundos que sucedieron, lo cual significaba que estaba dando forma a alguna teoría. Lo que Faye no esperaba es que fuera tan descabellada.

- A través del verdugo, Crumley estaba vinculado al mundo del cine. Tú también lo estás a través de tu padre.

Las cejas de Faye dejaron de estar fruncidas para alzarse.

- ¿Estás hablando en serio?

- Sí, podría ser una posibilidad -contestó con seriedad.

- Una posibilidad que podría considerar de no ser porque esos vínculos de los que hablas en mi caso no existen. Sabes que apenas tengo relación con mi padre y que el único cine que veo es el que pongo en el DVD de casa.

- No estamos en condiciones de descartar ninguna vía de investigación, y el hecho de que hayas visto antes a ese tipo me parece bastante revelador.

Faye volvió a enterrar la cara entre las manos y luego se retiró el cabello hacia atrás. Ella sí zanjó el tema.

- Ayer tuvimos un día movidito por aquí. Llegaron los resultados de la autopsia de Phillips y estuve interrogando a algunos de los miembros de los castings. Las descripciones físicas que hicieron sobre la persona que utiliza las acreditaciones falsas no coinciden entre sí. Por lo tanto, se confirma tu hipótesis sobre el uso de los disfraces. -Le entregó el informe que había redactado el día anterior y Max se dispuso a leerlo mientras ella se lo resumía-. Todos coinciden en que no era un tipo muy sociable o hablador. Se limitaba a tomar asiento, a prestar atención a las pruebas de las aspirantes y a marcharse una vez concluían. Supongo que temía que, a pesar del disfraz, alguien pudiera reconocerle.

Tras la infructuosa búsqueda del fabricante de documentos falsos por Watts y los suburbios vecinos, habían llegado a la conclusión de que él mismo debía confeccionarlos. Tampoco había que ser un profesional para hacer esa clase de trabajo, hasta en Internet se podían encontrar tutoriales, y si solo los utilizaba para identificarse en los castings no era necesario un trabajo excesivamente minucioso.

Max levantó la vista de los folios mecanografiados al volver a escuchar la voz de Faye.

- Phillips murió envenenada. Había una gran cantidad de arsénico en su sangre. Fue una muerte rápida y no representaba tantas señales de violencia en su cuerpo como el resto de las chicas. También fue violada repetidas veces pero, a diferencia de las demás, no utilizó preservativo. Por supuesto, limpió cuidadosamente a la joven para no dejar restos de ADN.

- Se ha vuelto confiado. -Se rascó el mentón con gesto distraído a la vez que clavaba la vista en el mapa genérico de los bosques de Irvine que colgaba en la pared que tenía al lado-. ¿Sabes si Callaghan puede conseguir planos más detallados?

Arthur Callaghan tenía un contacto en el instituto geológico de Irvine y dijo que se encargaría él mismo de que se los facilitaran.

- Ayer hizo las oportunas llamadas pero su contacto le dijo que este es el único mapa que tienen -señaló con la cabeza el de la pared.

- Pues no nos aclara nada. -Max se cruzó de brazos y lo observó en busca de esa pista que nunca encontraba-. Hemos peinado el bosque tres veces sin resultados. Se nos está pasando algo por alto.

Sacó el listado de establecimientos que había confeccionado a mano con la ayuda de las páginas amarillas, lo colocó sobre el volante del coche y tachó el último que había visitado. Diez de diez no era un buen promedio pero la animaba el hecho de que en su lista todavía figurara un buen número de comercios. Costa Mesa era rica en lugares de ocio.

En primer lugar había apuntado el nombre de todas las cafeterías que contenía la guía, alrededor de veinte, con la esperanza de encontrar trabajo en alguna de ellas. De lo contrario, pasaría a probar suerte en los bares y clubs de la ciudad. No le apetecía volver a la noche ni disfrazarse con un escueto traje de camarera para aguantar a los que se pasaban de la raya cuando el alcohol empezaba a hacerles efecto, pero si no le quedaba otro remedio tendría que volver a hacerlo.

El próximo en la lista era un Starbucks que se hallaba situado en pleno Newport Boulevard, a unos diez minutos de camino a pie desde el motel Heller. Jodie tomó el bolso, se apeó del coche y caminó hacia la cafetería al tiempo que se alisaba el abrigo y se peinaba el cabello con los dedos.

En las diez cafeterías precedentes, el dueño ni siquiera le había dado la opción a entrevistarse porque no tenían ningún puesto vacante, pero Starbucks era una de las cadenas más importantes del país y albergaba a un buen número de trabajadores -en su mayoría estudiantes que querían ganar algo de dinero- y donde la entrada y salida de estos era fluida. Por eso, el trato que le dispensaron fue muy amable.

El responsable de recursos humanos, un tipo enjuto, con gafas y peinado pulcramente con la raya al lado, la hizo pasar al minúsculo despacho que tenía en la planta superior y le formuló una serie de preguntas a las que ella respondió derrochando interés. Un interés que fue mutuo, tal y como se desarrolló la entrevista. Ella le dijo que estaba buscando un trabajo para los fines de semana y, milagrosamente, sábados y domingos eran los días que les interesaba cubrir con relativa urgencia. La única objeción fue el tema de su edad. Jodie tenía treinta años y los empleados a los que contrataban no solían superar los veinticinco, pero el hombre que se apellidaba Morris -tal y como rezaba la señal identificativa que llevaba prendida en el bolsillo de su camisa- le dijo que no se lo tomara como una negativa. Iba a consultarlo con sus superiores y le daría una respuesta a lo largo del día.

Le transmitió tan buenas vibraciones que cuando regresó a su coche trazó un círculo alrededor del Starbucks. Luego arrancó el motor a la vez que consultaba el reloj de pulsera. Ya se había hecho un poco tarde para proseguir con la ruta que había programado, por lo tanto, decidió tomarse un respiro para comer algo. De regreso al motel hizo una breve parada en un establecimiento de comida rápida para llevarse una ración de macarrones con tomate, otra de ensalada y una botella de agua mineral.

Como el día era soleado y el viento del Pacífico soplaba con escasa fuerza, decidió comer al aire libre. Dejó el coche en el aparcamiento del motel y luego cruzó la calle hacia el parque Heller, que empezaba a ser desalojado de visitantes. Caminó entre los setos de hoja perenne y escogió un banco caldeado por el sol. Justo enfrente, una bandada de patos se deslizaba en fila india sobre las verdes aguas del estanque. Jodie tomó asiento, sacó la ensalada de la bolsa y se dispuso a comer con buen apetito.

Había desgastado muchas energías durante la noche y tenía que reponerlas.

Las comisuras de sus labios se alzaron al recordarlo por enésima vez durante el transcurso de la mañana. Todavía sentía un maravilloso cosquilleo en cada milimétrica porción de su piel, haciendo que fuera difícil concentrarse en otra cosa. Suspiró mientras pinchaba un trocito de lechuga y los labios recuperaron su posición original. Sentía el cuerpo exultante pero el desasosiego le invadía la mente. Los latidos de su corazón le enviaban señales que el cerebro se resistía a interpretar.

Max había irrumpido con demasiada fuerza en su vida, y lo había hecho en un momento en el que ella no estaba emocionalmente preparada para tener una relación. Echaba de menos la paz mental que había alcanzado en el último año, aunque, por otra parte, todo ese revuelo de sensaciones la hacía sentir viva. Tenía que aclararse antes de que todo se le fuera de las manos y acabara sufriendo como tantas otras veces.

Abrió el envase de los macarrones y, mientras los comía, pensó en ese tema que debía poner en conocimiento de Max y que, sin duda, le ayudaría a tomar decisiones. Tendría que habérselo dicho mucho antes de que los sentimientos se vieran implicados, cuando el miedo a perderle todavía no existía. Aunque claro, ese no era un tema que soliera incluir en su tarjeta de presentación; necesitaba confianza para hablar de él.

Acabó la comida y depositó los envases vacíos en la papelera que tenía al lado. Luego se estiró en el banco para aprovechar los últimos rayos de sol antes de que este se ocultara tras las copas de los árboles y el banco se cubriera de sombras. Cerró los ojos, metió las manos en los bolsillos y orientó la cara hacia el sol.

La vigilaba desde una distancia prudencial, en el refugio que formaba el ramaje de un árbol cercano. Era la primera vez desde que empezó a seguirla que su cara reflejaba cierta felicidad. Tenía los labios relajados, la mirada más clara y la expresión más distendida. Seguro que él tenía mucho que ver en eso. Sí, los había visto en la playa comportándose como dos animales en celo, y esa mañana él había abandonado su habitación pasadas las seis y media. No podía soportar verlos juntos.

Sabía que había sido Craven el que interceptó la llamada y se puso al teléfono. A ella siempre se le aceleraba la respiración y se ponía nerviosa cada vez que contestaba, pero la noche anterior no escuchó otra cosa más que un rotundo silencio. Los había visto juntos en la feria.

Le ardía tanto la sangre que pronto iba a ponerle fin a su asquerosa dicha, aunque con el jodido poli merodeando a su alrededor debía andarse con especial cuidado.

Ella se desperezó, cambió su posición en el banco y abrió los ojos hacia el estanque.

- Pronto, Jodie; muy pronto vamos a vernos las caras.

Le sonó el móvil cuando ascendía las escaleras metálicas hacia su habitación del motel Heller. Jodie se detuvo a medio camino para buscarlo en su bolso y contestó a una llamada desconocida hecha desde un número fijo. Al escuchar la voz de Morris, el responsable de recursos humanos del Starbucks de Newport con el que se había entrevistado el día anterior, aguantó la respiración y esperó con el alma en vilo a que le diera buenas noticias.

- Tengo un trabajo para ti. Sería para cubrir los sábados y domingos en jornada intensiva, tal y como hablamos.

Jodie dejó escapar un suspiro de alivio, que destensó de forma inmediata el nudo de frustración que le oprimía la boca del estómago. Y es que llevaba dos días acumulando una negativa tras otra. Prácticamente, había agotado todas las posibilidades de conseguir un empleo diurno y ya se veía trabajando de nuevo en la noche. Le costó refrenar un entusiasmo que la empujaba a dar saltos sobre la escalera. No quería parecer desesperada.

- Oh, gracias. Es una noticia estupenda. -Ascendió un par de escalones, el corazón le latía con alegría-. ¿Cuándo quieres que me pase por allí?

- Pásate mañana alrededor de las once, dejaremos listos los papeles para que te incorpores este sábado.

El súbito estallido de felicidad la acaloró tanto que prefirió quedarse en el exterior hasta que se le apaciguara el bullicioso estado de ánimo. Para una persona como ella, que fuera del cine y de la moda no tenía experiencia laboral en ningún otro sector, conseguir un empleo en Costa Mesa no era nada sencillo. Si a ello se le sumaba el impedimento de su edad, las opciones se reducían a trabajos como el que había ejercido en el Crystal Club.

Apoyó los brazos en la barandilla e inspiró el aire frío de diciembre. En la conversación telefónica había hablado del salario con Morris y él le había dicho que los fines de semana se pagaban muy bien. Le dio una cifra y ella hizo cálculos mentales. En un mes más o menos, después de Navidad, estaría en disposición de buscar una casa para compartir.

Las cosas empezaban a arreglarse.

Estaba a punto de darse la vuelta para entrar en la habitación cuando su vista se topó con el candente circulito rojo que resplandecía entre las densas sombras del parque. Por alguna razón que no sabía explicar, quedó atrapada en el arco ascendente y descendente que el pitillo trazaba y que cortaba en dos la oscuridad. Quienquiera que fuera fumaba de manera ansiosa y compulsiva, y siempre lo hacía al refugio de las tinieblas, alejado de la luz que proyectaban las farolas. Jodie apretó las manos sobre la fría barandilla y forzó la vista hasta que le escocieron los ojos. Tenía la extraña sensación de que el fumador la estaba observando a ella y el vello de la nuca se le erizó.

Entró en su habitación y, sin encender la luz, soltó el bolso sobre la cama y luego pegó la nariz al cristal de la ventana. La brasa del cigarrillo se apagó y, apenas unos segundos después, vio una sombra de perfiles imprecisos que se movía entre los árboles en dirección opuesta a la calle Heller, donde se hallaba la otra salida. Luego lo perdió de vista pero Jodie se quedó en compañía de una ligera sensación de inquietud. ¿Tenía motivos para creer que la persona del cigarrillo era la misma por la que se había sentido vigilada, o solo se trataba de un extraño al que le gustaba fumar de noche en el parque?

Sus pensamientos se sesgaron de raíz cuando el Jeep Wrangler de Max entró en el aparcamiento del motel.

«Lunes. Siete de la tarde. Tengo algo que enseñarte.»

Se lo dijo cuando ella estaba medio dormida, con las pupilas extasiadas en la contemplación de sus espléndidos músculos desnudos pero, aun así, no había olvidado ninguna de las tres cosas.

Jodie encendió las luces y se echó una rápida mirada en el espejo de pared que había en lo alto de la cómoda. Se alisó el cabello con las manos y después se puso brillo en los labios con el lip gloss que buscó precipitadamente en el interior de su bolso. Por último, se aplicó unas gotas de perfume en el cuello y en las muñecas, cogió el bolso y abandonó la habitación.

Max ya rodeaba el coche para encontrarse con ella pero se detuvo nada más verla aparecer en lo alto. Le pareció que había pasado un siglo desde que saliera por la puerta de esa habitación la mañana del día anterior. Las horas habían transcurrido demasiado lentas y apresadas en la impaciencia por verla de nuevo. Se apoyó en la parte trasera de su Jeep y la observó bajar las escaleras, expectante.

La primera reacción que Jodie tuvo que controlar fue la de echarse en sus brazos y devorarle la boca; la segunda, la de decirle que había pensado mucho en él en el tiempo transcurrido. En su lugar, se quedó estancada enfrente, esbozando una tímida sonrisa de bienvenida. Una cosa era lo que deseaba hacer, y otra muy distinta lo que debía hacer. Él se arriesgó y se inclinó para besarla suavemente en los labios, demorándose en el beso mientras le acariciaba los cabellos y le decía lo guapa que estaba y lo bien que olía, pero Jodie no dio lugar a que se creara ninguno de esos momentos mágicos entre los dos y se retiró antes de que él le robara la voluntad.

- Estoy impaciente por saber qué es eso que tienes que enseñarme.

- Y yo estoy deseando mostrártelo. Sube al coche.

Max dejó atrás la calle Heller y se incorporó al tráfico de Newport Boulevard en dirección a Irvine. Ella le hizo preguntas para saber qué clase de sorpresa misteriosa tenía preparada pero Max no soltó prenda.

- Lo sabrás cuando lleguemos -fue todo cuanto dijo al respecto-. ¿Qué tal estás? -Retiró la mirada del tráfico nocturno para posarla en ella.

- Estoy bien. He encontrado un empleo.

- ¿En serio? -dijo mostrando alegría, y ella desplegó una sonrisa-. ¿Dónde?

- En el Starbucks de Newport. Empiezo este sábado.

- Eso es estupendo. -Max bajó la mano hacia su muslo y lo apretó suavemente a la altura de la rodilla-. Me alegro mucho por ti.

- No es gran cosa pero, de momento, servirá para cubrir los gastos.

Se detuvo ante un semáforo en rojo y Jodie advirtió que sus rasgos distendidos se endurecieron sutilmente bajo el reflejo de la luz rojiza.

- Debo suponer que no hay novedades respecto al resto de temas que hablamos. De lo contrario, me habrías llamado.

Terminó la frase en tono interrogante, y es que Max tenía dudas de que ella fuera a tomarse al pie de la letra todas sus recomendaciones. Estaba acostumbrada a resolver sus problemas por sí misma y le preocupaba que quisiera hacer lo mismo con este.

- No las hay. Todo está tranquilo.

- Bien. Pero no bajes la guardia. Quiero que me llames si se produce cualquier contratiempo, por ridículo que te parezca. -No dejó de mirarla hasta que le arrancó un gesto afirmativo con la cabeza. Max sabía que tarde o temprano su acosador volvería a importunarla, pero, como no quería intranquilizarla ni agriarle las buenas noticias sobre su empleo, no profundizó más en el tema. De momento-. Ya estamos llegando.

Giró a la izquierda en la calle 18 y recorrió unas cuantas manzanas antes de volver a girar para entrar en la calle Magnolia, una zona residencial con casitas de dos plantas con coquetos jardines delanteros. Al aminorar la marcha, ella le observó con las cejas arqueadas y su notoria curiosidad le hizo sonreír. Paró frente a una de esas casas y estacionó junto al jardín.

- Aquí es. -Se quitó el cinturón de seguridad y abrió la portezuela-. Vamos.

Jodie se apeó del coche y se reunió con él junto al linde del jardín, a los pies de la bonita construcción cuyos muros blancos resplandecían bajo el reflejo de la luna. Paseó la mirada por la casa y luego alzó la cabeza hacia el perfil sombreado de Max, que esgrimía un gesto de satisfacción.

- ¿Qué te parece? -preguntó él.

Jodie hizo un repaso visual más detenido a la bonita fachada de estilo colonial. Admiró el pórtico con columnas romanas, el pequeño balcón superior y las grandes ventanas con arcos orientadas hacia el sol.

- Me parece una casa preciosa.

- La he comprado.

Jodie volvió la cara.

- ¿La has comprado?

- Esta mañana me pasé por la inmobiliaria y firmé los papeles. -Metió la mano en el bolsillo delantero de su pantalón y sacó una llave-. Quiero enseñártela. ¿Me acompañas?

- Por supuesto. -Echaron a andar por el sendero con adoquines de piedra que conducía al pórtico principal-. ¿Desde cuándo lo tenías planeado?

- Ya hace tiempo que buscaba una vivienda pero ninguna terminaba de encajarme hasta que el viernes me enseñaron los planos de esta. -Subieron al porche, donde había un viejo mecedor que los anteriores dueños debían de haber dejado allí abandonado. Max abrió la puerta, accionó el interruptor de la luz y le pidió que le precediera-. Ese mismo día vine a verla con la agente inmobiliaria. Me encantó, me pareció el hogar ideal para criar a Jacob, así que me fui directamente al banco para hacer unas consultas. -Accedieron al espacioso salón, donde los suelos eran de madera de nogal, los techos altos y las paredes blancas y radiantes-. Esta mañana mi banco me ha dado luz verde para realizar la compra y en el descanso del desayuno me he presentado en la inmobiliaria. Ya es oficialmente mía. ¿Te gusta?

- Mucho -contestó con total sinceridad, girando sobre sus talones para tener una panorámica completa de la que se parecía bastante a la casa de sus sueños-. Ese rincón es perfecto para colocar los sofás y el televisor, y aquel de allí… ¡Oh, vaya, pero si tiene chimenea!

- Creía que era una chimenea eléctrica pero resulta que es de verdad.

- Me encantan los salones con chimenea.

- Ven, quiero enseñarte la cocina. Está amueblada.

El mobiliario de la cocina estaba fabricado en madera de cerezo y mármol blanco, y los electrodomésticos parecían encontrarse en buen uso. Max le explicó que el anterior propietario solo había vivido allí dos años y que había puesto la casa en venta porque se trasladaba de ciudad. Le urgía tanto desembarazarse de ella que el precio de venta había sido bastante económico, considerando lo caro que estaba el terreno en Costa Mesa. Max la definió como una auténtica ganga.

En la planta superior estaban los tres dormitorios y un baño completamente equipado. Las habitaciones eran amplias y cuadradas, con grandes ventanas y suelos de nogal.

- También tiene desván. -Señaló un rectángulo en el techo del pasillo, donde estaban plegadas las escaleras para subir a él-. Pero está polvoriento y lleno de trastos, te lo enseñaré cuando retire toda la porquería.

- ¿Cuándo tienes pensado mudarte? -Bajaron las escaleras hacia el salón.

- En breve. Aunque solo de pensar en comprar los muebles me entran ganas de suicidarme.

- Exagerado -sonrió-. Yo… puedo ayudarte. Si quieres -le propuso, con la voz insegura.

Llegaron a los pies de las escaleras y él la miró de frente, encantado con la sugerencia que acababa de hacerle.

- Sería un placer contar con tu ayuda. -Ella sonrió y apartó la mirada, luego caminó hacia el centro del salón-. La asistente social volverá el viernes y me gustaría enseñarle la casa aunque todavía no esté amueblada. Mi abogada tiene la sensación de que el juez fijará el inicio del proceso pre adoptivo para la semana que viene.

Se acercó por detrás, situándose a su espalda al tiempo que ella observaba el acogedor rincón donde estaba situada la chimenea. Mientras recorrían una a una todas las habitaciones de la casa, Max no pudo evitar imaginarla viviendo allí, con él y con Jacob. Ella la inundaría de luz, al igual que haría con su vida vacía.

Los sentimientos crecían demasiado rápido y a veces se preguntaba si no se estaría precipitando con ella; al fin y al cabo, solo la conocía desde hacía mes y medio y él nunca había perdido la cabeza por una mujer en tan corto margen de tiempo. Pensándolo fríamente, a sus treinta y siete años ni siquiera la había perdido a largo plazo. Pero Jodie Graham era diferente aunque no supiera explicar por qué. Le bastaba mirarla a los ojos y leer en ellos para que se disiparan todas sus fútiles dudas. Sentía que esa mujer preciosa, luchadora e inteligente estaba hecha para él y, aunque reservada y recelosa, lo que ella le transmitía con la mirada era exactamente lo mismo.

Le daría tiempo hasta que quisiera reconocerlo por sí misma. No tenía prisa.

Desde atrás, Max acercó los labios a su oreja y le habló suavemente al oído.

- ¿Pensando en la decoración? Te advierto que no me gustan los lazos, las flores, las puntillas, el color rosa, ni ese tipo de cursilerías.

Jodie sonrió, el cosquilleo que le produjo en la oreja se le expandió por todo el cuerpo.

- ¿Cuándo te he dado la impresión de ser una mujer de puntillas y lazos? -Se dio la vuelta antes de que él le aflojara las rodillas con el cálido roce de sus labios-. ¿Qué harás con la caravana?

- Hay espacio de sobra en el jardín. La necesito para mis escapadas y para que el gato viva en ella, no me gusta que lo llene todo de pelos ni que estropee los muebles afilándose las puñeteras uñas.

- Creo que Carboncillo te gusta más de lo que quieres admitir.

Puede que tuviera razón. Era agradable llegar a la caravana después de un largo día de trabajo, sentarse en el sofá para ver algún partido del deporte que fuera y que el gato se le subiera al regazo para que le acariciara las orejas. Pero no iba a reconocerlo ante ella.

- Te enseñaré el sótano.

Un buen rato después, cuando regresaban al motel Heller enfrascados en una conversación sobre los gustos de cada uno en el tema del mobiliario, el móvil de Max sonó en el interior de su cazadora mientras estacionaba en el aparcamiento. Contestó antes de bajar y, por la escueta y seria conversación que mantuvo con un tipo al que llamó Huckley, Jodie supo que eran cuestiones relativas al trabajo. Él se lo confirmó un minuto después.

- Tengo que irme -se excusó de mala gana-. La viuda de Torres, un criminal al que encerramos en la cárcel hace un par de meses por matar a su hija, se ha vuelto loca y ha agredido a una vecina con un cuchillo de carnicero. -Jodie puso una mueca de horror, que combinó con la expresión resignada de él-. Te acompaño.

Salieron juntos al exterior, donde la noche era más fría y oscura que cuando se habían marchado hacía una hora. Jodie se levantó el cuello del abrigo y Max se subió la cremallera de la cazadora mientras cruzaban el suelo de gravilla. Se detuvieron a los pies de las escaleras y ella subió un escalón para estar a la misma altura.

Durante toda la tarde, Max percibió que intentaba protegerse de él. No se mostraba tan reacia como las ocasiones anteriores a su encuentro en la feria de Costa Mesa pero tampoco era la mujer entregada que había tenido entre sus brazos hacía menos de cuarenta y ocho horas. Ella todavía se estaba curando de las marcas emocionales de un pasado espantoso que la había vuelto una mujer desconfiada en las relaciones con el sexo opuesto, y a él no le quedaba más remedio que apoyarla y ser paciente, por mucho que le costara aflojar las riendas y adecuarse a su ritmo.

- Mañana te marchas a Irvine y regresas el jueves por la tarde. -Jodie asintió a su afirmación-. Es muy posible que me apetezca verte para entonces.

- Es probable que a mí también me apetezca.

Max sonrió y ella sintió que se derretía. Sus ojos tenían esa mirada magnética que le vaciaba el cerebro de ideas y la mantenía sujeta a él con todos los sentidos.

- Te llamaré entonces. Buenas noches, Jodie.

- Buenas… noches.

Ella giró para subir las escaleras pero, antes de que su pie se asentara en el escalón superior, Max la detuvo asiéndola por la muñeca y obligándola a girar de nuevo. De manera casi reverencial, le tocó la marfileña mejilla con la punta de los dedos y Jodie cerró los ojos un momento, para disfrutar más intensamente de la caricia. Max miró sus brillantes labios entreabiertos y no pudo resistir la tentación de saborearlos de nuevo. Tomándola por la base de la nuca, acopló la boca a la de ella y le dio un beso apasionado, en el que las lenguas y los labios se unieron y se aplastaron con la urgencia del deseo y con el apremio del resto de emociones a las que ella no se atrevía a poner nombre.

De no ser porque Max tenía que irse, Jodie se habría saltado todas las restricciones que se había impuesto y habría sucumbido a él. La necesidad de escucharle, de mirarle y de sentirle a su lado era mucho más fuerte que su voluntad.