Capítulo 20
Una oscuridad impenetrable. Un frío que congelaba los huesos. Un denso silencio que de repente fue roto por unos espeluznantes gemidos que sonaron justo a su lado. Hubieron de transcurrir varios segundos para adivinar que los gemidos salían de sus propios labios.
Su cerebro era un campo invadido por espesos nubarrones de confusión. Intentó moverse pero no pudo hacerlo, el cuerpo le pesaba una tonelada y sentía que sus manos y sus tobillos estaban apresados por algo que le producía dolor. Parpadeó furiosamente a la oscuridad y esta se hizo más consistente. Tragó saliva, tenía la garganta reseca y dolor de cabeza, pero los nubarrones empezaron a retirarse con lentitud y entonces la respiración se le aceleró de miedo.
Lo recordó todo. La visita a la oficina de Layla, la multa que le habían puesto por aparcar en un vado y la aparición de ese maldito perturbado. Recordó el posterior forcejeo en el coche y el pañuelo impregnado en cloroformo que la condujo al profundo sueño del que acababa de despertar. Sin embargo, debía de haberle suministrado alguna droga con posterioridad, pues el aturdimiento que sufría no se lo había podido provocar el cloroformo.
Se hallaba en la guarida del verdugo de Hollywood.
Conocer la identidad de su captor, de la persona a la que los medios habían bautizado con ese sobrenombre, fue como recibir un choque frontal a cien kilómetros por hora contra un muro de hormigón. La aterrorizaba no tanto el personaje como la persona que estaba detrás de él. A Jodie se le rompieron todos los esquemas.
Los gemidos de desesperación se elevaron y los pulmones le ardieron mientras tiraba de las muñecas y de las piernas con todas sus fuerzas. Estaba atrapada. Ahora que tenía los sentidos más avivados, comprendió que la habían atado de pies y manos. Se dejó caer desfallecida sobre la rugosa superficie en la que estaba tumbada. El ambiente estaba impregnado de un nauseabundo olor a sangre y a muerte.
Escuchó un ruido a su derecha y volvió la cabeza. Jodie identificó el sonido de unos pasos que se acercaban, cada vez más cerca, y se detuvieron cuando llegaron a su lado. El intruso, el verdugo, estaba ahora en la habitación. Podía sentir su presencia.
Y también pudo ver cómo se encendía un misterioso pilotito rojo muy cerca de su cara.
Santo Dios. ¿Qué era aquello?
- Vamos Jodie, sonríe para la cámara.
Su voz le arrancó escalofríos, la barbilla le temblaba en violentas sacudidas.
¿La estaba grabando? ¿El pilotito rojo pertenecía a una cámara de vídeo?
- ¿Qué es eso? ¡Apártate de mí, maldito depravado! -Tiró de las muñecas hasta que las ásperas cuerdas se le hincaron tanto en la piel que la rasgaron. Las laceraciones le produjeron un intenso dolor-. ¿Dónde estoy?
- Estás en mi humilde morada. No sabes las ganas que tenía de que llegara este momento para tenerte a mi entera y absoluta disposición -susurró con la voz fría y desprovista de humanidad.
Jodie vio que el puntito rojo se movía y la bordeaba. Ahora estaba a sus pies y luego subió para situarse a su izquierda. Ella giró la cara hacia la derecha, para que él no pudiera grabarla.
- Eres un enfermo hijo de puta. Tus actos no quedarán impunes. -Sintió que los ojos se le cubrían de lágrimas y apretó los labios con fuerza para deshacerlas. No quería que la viera llorar, no podía demostrar su debilidad ante él. Quería que luchara, eso es lo que le había dicho que hiciera. ¿La mataría antes si no lo hacía?
Una mano enguantada la tomó por la barbilla, obligándola a girar la cara.
- No te muevas o te haré mucho daño.
A continuación, Jodie sintió que algo se deslizaba por sus labios. Una sustancia espesa los cubrió y a la nariz le llegó el olor a fresas. Le estaba pintando los labios.
- Ahora estás mucho mejor. -Él le acarició el óvalo de la cara y Jodie cerró los ojos y se mordió los labios-. Te dejaré un rato a solas para que te habitúes a tu nuevo hogar. Cuando regrese, comenzará el juego.
El verdugo posó una mano sobre uno de sus senos y ella se puso tan rígida que los músculos podrían habérsele partido en dos. La mano se deslizó por su cuerpo y le arrancó gemidos de asco intercalados con insultos que a él le hicieron sonreír.
- Lo pasaremos bien.
La mano se retiró, el puntito rojo se apagó y los pasos anunciaron que se retiraba al menos de momento.
- ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo ha pasado? -preguntó ella.
- ¿Esperas que tu caballero andante venga a rescatarte? -soltó una risotada-. Eso no va a suceder. Olvídalo.
De repente, un destello amarillo brilló en la oscuridad haciéndole cerrar los ojos porque la luz le provocó una ceguera momentánea. Cuando volvió a abrirlos, había tres luces más encendidas que surgían de lámparas de carburo fijas a la pared. Él la dejó a solas tras contemplar con satisfacción la expresión de terror que se le formó en la cara.
Habría preferido quedarse ciega para no tener que contemplar el escenario que la rodeaba.
El miedo la sobrepasó y gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que volvía a forcejear con las cuerdas que la mantenían anclada a una especie de camilla fabricada con troncos de árboles y que estaba cubierta de la sangre seca de sus anteriores ocupantes.
A su derecha había una especie de mesa que contenía una extensa gama de artilugios ensangrentados que el verdugo tampoco se había molestado en limpiar. En su mayoría eran instrumental quirúrgico para realizar operaciones, pero que él utilizaba para llevar a cabo sus torturas.
Torturas.
A Jodie se le pusieron los pelos de punta e hiperventiló hasta marearse durante el recorrido que sus ojos hicieron a través de los bisturíes, tijeras de disección, pinzas, retractores y hasta cuchillos, martillos, un serrucho oxidado y una taladradora.
Chilló y volvió a pelearse con las cuerdas que le cortaban la carne. Muñecas y tobillos estaban ensangrentados y la vista se le nubló por el esfuerzo físico. Las energías la abandonaron y se dejó caer exhausta sobre la plancha de troncos. Sintió que unos gruesos lagrimones le resbalaban por las sienes y se internaban en sus cabellos dejando un reguero caliente. El corazón le martilleaba como un yunque.
Intentó controlar su desbocada respiración y miró a su alrededor.
Se hallaba en una especie de… ¿mazmorra? ¿Una cueva? No estaba segura. Las paredes eran rocosas, al igual que el suelo y el techo, y no había ventanas. El aire estaba tan enrarecido por el putrefacto olor de la sangre que respirarlo le producía arcadas. Y tenía mucho frío, tanto que le castañeteaban los dientes. El verdugo la había despojado de su abrigo y la humedad penetraba con facilidad a través de la tela de sus vaqueros y de la blusa.
Al fondo había una viga que sobresalía de la pared, de la cual colgaban unas cuerdas de esparto. Justo debajo, un enorme charco de sangre reseca era testigo de las atrocidades perpetradas por aquel demente. Al volver a cerrar los ojos, le pareció que los muros todavía retenían y reproducían los espeluznantes gritos de sus antecesoras.
Nada más llegar a casa pasadas las doce de la noche, Faye tuvo que tomarse un par de analgésicos acompañados de un vaso de agua. Tenía un dolor de cabeza de campeonato, provocado seguramente por la frustración y la presión a la que Max la había sometido en las últimas horas. Comprendía que él se estuviera tomando la desaparición de su amiga con tanta obcecación, pero eso no le daba ningún derecho a responsabilizarla del destino que Jodie pudiera correr.
Cuando decidió retirarse a casa después de una larguísima jornada de doce horas, él ni siquiera murmuró una disculpa. Ella tampoco se despidió.
¿Bloquear los recuerdos? Qué ridiculez. Se dirigió al baño, abrió el grifo de la bañera y lo reguló hasta que el agua salió caliente. Después se quitó toda la ropa, se recogió el pelo en lo alto de la cabeza y se dio una ducha rápida antes de meterse en la cama.
Max debía de estar enamorado de Jodie Graham porque, salvo el día en que perdió los nervios cuando le comunicaron la muerte de su hermana Christine, nunca le había visto tan fuera de sí. Sintió un aguijonazo justo en el centro del corazón y la vista se le enturbió. Se enjugó los ojos con la yema de los dedos, tragó saliva y respiró hondamente para sacarse esa tonta congoja de encima.
Se metió en la cama pensando en las palabras de Max. Le seguía pareciendo absurdo que a él se le hubiera metido entre ceja y ceja que, si había visto antes a Crumley, había sido porque ambos tenían relación con el mundo del cine. Los de ella estaban rotos desde hacía mucho tiempo; en realidad, desde siempre. Que hubiera recuperado la relación cordial con su padre después de años sin dirigirse la palabra no significaba que estuviera vinculada a su mundillo.
Cerró los ojos a la oscuridad de su cuarto y se durmió poco tiempo después. Estaba tan cansada que creyó que dormiría toda la noche de un tirón, pero todavía estaba oscuro cuando volvió a abrir los ojos. Se lamió los labios resecos y parpadeó varias veces mientras volvía la cabeza hacia la mesita de noche. El reloj indicaba que tan solo eran las dos y veinte de la madrugada.
Trató de volver a dormirse. Creía que la había despertado el sueño que estaba teniendo porque un aluvión de extrañas imágenes le bombardeó el cerebro. Vio a su padre con el rostro de un hombre que no era el suyo y vio a Jodie Graham vestida de raso rojo junto a Max, los dos acaramelados y con copas de champán en las manos. Vio a mucha gente a la que no conocía y otras personas a las que había sido presentada. Estaban los actores principales de Rosas sin espinas, esos a los que había interrogado la tarde después de que Graham hubiera sido atacada en el bosque. Y había más gente cuyos rostros y nombres se habían esfumado de su memoria. Directores de cine, productores, actores, agentes, representantes, altos cargos… Imposible recordarlos a todos. Iban vestidos de manera elegante y estaban rodeados de relucientes paredes blancas con techos altos y amplios ventanales. Estaban en la mansión de su padre en Beverly Hills.
También había una tarta inmensa y un garaje subterráneo. Vio el garaje repleto de coches de lujo y también lo vio a él, a Roy Crumley. Faye abrió los ojos desmesuradamente como para hacer que esa imagen inverosímil se esfumara pero, en lugar de eso, se volvió más nítida. Crumley estaba en el garaje de la casa de Edmund Myles y, de repente, los flashes del sueño dejaron de ser tales para convertirse en recuerdos reales.
Abrió la boca para coger aire, el que inspiraban sus fosas nasales le pareció insuficiente.
- No puede ser -musitó, con la voz temblorosa.
Se lamió los labios mientras los recuerdos reprimidos continuaban llegando. Había dos hombres, y uno era Crumley. Las mortecinas luces blancas de los fluorescentes iluminaron su gran corpachón al menos durante un par de segundos antes de desaparecer por la puerta de la salida. Estaba segura de que era él. Y en cuanto al otro… no podía verlo, estaba demasiado oscuro. Los hombres cruzaron unas escuetas palabras de despedida mientras ella, distraída, buscaba las llaves de su coche en el bolso. Escuchó sus voces, una cavernosa, la otra… ¿familiar? Sí, la otra voz la había escuchado antes. No le prestó atención en aquel momento pero se quedó grabada en su subconsciente, y de allí necesitaba rescatarla con urgencia. Ahora era crucial que identificara a su dueño.
- Piensa, Faye.
Penetró en su recuerdo y se concentró en traer a la memoria las frases que intercambiaron.
«No vuelvas a… en un lugar donde alguien… vernos.»
Faltaban palabras pero se entendía el contexto. Las había dicho el hombre sin rostro, y le robaron el aliento cuando por fin consiguió ponerle cara.
El corazón se le aceleró como el motor de un coche potente, haciéndola saltar de la cama. Cinco minutos después, pisaba a fondo el acelerador de su coche de camino a comisaría.
Max tenía las manos hundidas en el cabello negro y los ojos clavados en el mapa, en la misma postura en que Faye le había dejado hacía casi tres horas. Alzó los ojos negros y cansados del papel cuando escuchó el ruido de sus tacones cruzando a toda velocidad la comisaría.
- Acabo de recordarlo todo. -Al llegar a su mesa se despojó del bolso y del abrigo apresuradamente y se sentó frente a él. Max concentró toda su atención en ella y su mirada negra se intensificó-. Ya sé dónde vi antes a Roy Crumley.
Él nunca antes la había visto tan alterada, tenía los ojos castaños tan abiertos que se veían inmensos. En ellos apreció claros signos de nerviosismo, de estupor y de… aunque pareciera increíble, vio miedo. Se inclinó hacia delante y le preguntó con impaciencia.
- ¿Dónde?
Faye se aseguró de que no hubiera nadie cerca escuchándoles. Era demasiado bochornoso para que se enterara todo el mundo aunque, irremediablemente, eso era algo que ocurriría tarde o temprano.
- En el garaje de la casa de mi padre -susurró. El asombro de Max fue descomunal, pero ella no le dejó hablar-. Fue hace unos cuatro meses, el día en que mi padre celebró su cumpleaños en su mansión de Beverly Hills e invitó a toda esa gente del celuloide. Jodie Graham también estaba allí. -Max asintió-. Yo estaba mareada y me fui un poco antes que el resto. Mi padre tiene un inmenso garaje subterráneo y fue allí donde los vi.
- ¿Dónde los viste? ¿Quién más había con él? -Ella le pidió que bajara el tono.
- El garaje estaba muy oscuro y yo llevaba en la mano los zapatos de tacón porque eran nuevos y me habían producido rozaduras. Por eso ni me vieron ni me escucharon. Ellos hablaban a lo lejos, se estaban despidiendo cerca de la puerta de salida. Las luces me dejaron ver a Crumley durante un instante fugaz antes de que se marchara. No pude ver al otro, estaba oculto en las sombras, pero dijo algo así como que no quería que se presentara en lugares donde pudieran verlos juntos. -Movió la cabeza, tenía la vista desenfocada porque su mente estaba en el garaje de la casa de su padre, organizando sus recuerdos-. Yo no presté atención, tenía un enorme dolor de cabeza y estaba concentrada en encontrar las llaves del coche en mi bolso para marcharme a casa cuanto antes. -Volvió a fijar la vista en él-. No volví a pensar en ese suceso porque, en realidad, no ocurrió nada que me pareciera relevante o sospechoso. Entonces pasó el tiempo y, el día que nos encontramos con el cuerpo de Crumley en el bosque, los recuerdos comenzaron a resurgir. Tenías razón, creo que los bloqueé porque me parecía espantoso que mi padre pudiera estar relacionado de alguna manera con este caso. ¡Crumley estaba en su casa! -Bajó la mirada hacia el mapa desplegado sobre la mesa de Max y cogió aire para informarle de la parte más importante-. Y también he recordado a quién pertenecía la voz.
- ¿A quién, Faye? -la instigó con la paciencia perdida.
Faye se lo dijo.
Vio el Jeep Wrangler del detective Craven detenido frente al jardín de su casa cuando regresaba en su coche desde los bosques. Se detuvo varias manzanas antes, bajo la protección que le brindaba la oscuridad existente entre dos altas farolas, y apagó las luces y el motor. Luego se dispuso a observar la escena con creciente sensación de alarma. Craven y Myles se encontraban apostados frente a la puerta de su vivienda. Él tenía el dedo índice clavado en el timbre, y ella tenía la mano derecha sobre la pistolera, empuñando su arma.
Le sobrevino un violento ataque de tos que amortiguó tapándose la boca con las palmas de las manos. Preocupado porque hubieran podido escucharle, volvió a fijar la vista en su casa pero ellos seguían concentrados en su labor. Chorros de sudor le descendieron por la espalda, la frente y las axilas. Le habían descubierto. ¿Qué hacían allí a las tres y media de la madrugada si no? Pero… ¿cómo, maldita sea, lo habían hecho? No había dejado ni un solo cabo suelto, era materialmente imposible que ninguna pista les hubiera llevado hacia él. Desalentado, con el corazón galopante, se desabrochó el cuello de su camisa y se secó el sudor de la frente con la yema de los dedos.
Los dos detectives desistieron y cruzaron el jardín para regresar a su coche. Se quedó un poco más tranquilo cuando los vio desaparecer calle abajo, había faltado muy poco. Con las manos temblorosas por los nervios, buscó su móvil en los bolsillos de su abrigo y la llamó.
Saltó el buzón de voz y soltó un juramento mientras lo devolvía al interior de su abrigo. Después aguardó dentro del coche para asegurarse de que no iban a regresar y meditó los siguientes pasos a dar. Tenía que entrar en la casa para coger algo de ropa, los documentos de identidad falsos para casos de emergencia y dinero en metálico. En la caja fuerte guardaba la mitad del dinero amasado con la venta de las grabaciones, unos quinientos mil dólares en fajos de quinientos. La otra mitad la tenía ella.
Consultó su reloj de pulsera, habían transcurrido cinco minutos. Consideró que ya había esperado el tiempo prudencial y se apeó. Como un gato deslizándose en la oscuridad de la noche, abandonó el coche y se dirigió a su casa accediendo por la parte trasera. Entró por la cocina y no encendió las luces. Se apropió de una linterna que guardaba en uno de los cajones bajo la encimera y se movió por la casa con sigilo, con la linterna apresada entre los dientes y los oídos agudizados por si se producía algún sonido en el exterior. Metió el dinero en una mochila y el equipaje en una maleta y, mientras lo recopilaba todo con rapidez, fue echando una última mirada a una casa a la que nunca jamás podría regresar.
Escuchó el ruido de un motor en el exterior y se asomó sigilosamente desde la ventana de su dormitorio. Craven volvía a estacionar su Jeep frente a la casa. Habían regresado. El detective descendió primero del coche y, por lo furiosos que eran sus ademanes mientras cruzaba la calle, parecía dispuesto a echar la puerta abajo de una patada. Myles corrió para ponerse a su altura y la escuchó aconsejar a su compañero que no lo hiciera, que necesitaban una orden judicial para colarse en la vivienda. Para persuadirle arguyó que tampoco estaban seguros al cien por cien de que fuera el verdugo, y que podrían meterse en un buen lío.
Los perdió de vista cuando se detuvieron frente a la puerta, pero la noche era tan silenciosa y sus susurros tan furiosos que pudo escucharles con total claridad.
- ¿Acaso no te fías de tus recuerdos?
- Sí, estoy muy segura de lo que vi -le repitió por enésima vez en el transcurso de los últimos cinco minutos, después de que él fuera poseído por un acceso de rabia, perdiera toda la capacidad para razonar y diera media vuelta hacia la casa-. Pero el hecho de que él conociera a Crumley no es totalmente decisivo, Max.
Max sacó el estuche con ganzúas que siempre llevaba en el coche y comenzó a forzar la cerradura.
- Ya lo hemos hablado y no existe otra explicación que justifique que los vieras juntos. Si no quieres hacer esto lárgate a tu casa, porque no voy a esperar a una jodida orden judicial cuando cada minuto es crucial para encontrarla con vida.
La puerta emitió un sonoro clic y se abrió bajo la presión de su mano. Max se quedó mirando a Faye para adivinar sus intenciones. Ella dudaba, no aprobaba ese método, pero, finalmente, asintió y se quedó a su lado.
Plantado en medio de la oscuridad que reinaba en su dormitorio, pensó rápidamente una manera de salir de allí. La puerta principal estaba descartada y tampoco podía escapar por la trasera porque para acceder a la cocina tenía que pasar forzosamente por el salón, donde ellos estaban. No le quedaba más remedio que esconderse y esperar a que se largaran o a que las cosas se pusieran feas. Probablemente, estaban allí con la intención de registrar la casa.
Cogió la pistola que guardaba en el cajón superior de la mesita de noche, agarró la mochila y la maleta, y se metió en el amplio armario empotrado, ocultándose detrás de los largos abrigos de invierno. Pensó en lo que habían dicho hacía unos instantes. Craven hizo referencia a un recuerdo y Myles respondió que estaba segura de haberle visto con Crumley. ¿Cuándo había sucedido eso? Nunca se había dejado ver en público con ese estúpido. Entonces cayó en la cuenta de la fiesta de cumpleaños que celebró Edmund en su casa de Beverly Hills. Recordó que cuando ya se disponía a marcharse, Crumley apareció desde algún lugar y le abordó en el garaje. Myles debió de verles entonces, aunque ¿cómo es que no lo había dicho antes? No tenía sentido.
También habían deducido que tenía a Jodie Graham y Craven parecía bastante afectado por ello. A través de la ventana, tuvo ocasión de ver su rostro desencajado y furioso.
Preparó su arma, tenía la sensación de que alguien iba a resultar gravemente herido, si no muerto. Afortunadamente, él contaba con el factor sorpresa. Los detectives creían que no estaba en la casa.
Les escuchó subir por las escaleras intercambiando palabras que no podía entender y, ya en la planta superior, el sonido de los pasos se diversificó. Uno de los dos entró en su dormitorio. A través de la rendija inferior de la puerta del armario vio un resplandor blanquecino. Usaban linternas para moverse por la casa, no querían llamar la atención encendiendo luces por si se le ocurría regresar mientras estuvieran allí.
Por el sonido de los zapatos supo que era Myles la que estaba en su dormitorio. Escuchó el sonido de cajones abriéndose y cerrándose, y las manos revolviendo todos sus objetos. La búsqueda la acercó hasta el armario empotrado y él se preparó para entrar en acción. La puerta se abrió y el haz de luz se movió en el interior. Los abrigos tras los que se había escondido le ocultaban hasta las rodillas y la maleta que acababa de hacer le cubría las perneras de los pantalones y los pies. Ella sacó la maleta de allí y la luz blanquecina le iluminó los pies.
Reaccionó con suma rapidez. Asomó entre los abrigos y apartó la linterna de un manotazo. Esta saltó de la mano de la detective y cayó al suelo, produciendo un sonoro golpe que hizo que Craven preguntara desde el otro extremo de la casa. Antes de que ella pudiera despegar los labios, él se los cubrió con la mano y la inmovilizó de espaldas contra su cuerpo. Intentó empuñar su revólver pero él apartó su mano de allí, lo extrajo de la pistolera y lo arrojó al interior del armario. A continuación, Faye sintió que el frío cañón de otro revólver se le incrustaba en la sien.
- ¿Qué ha sido ese ruido, Faye?
El mutismo de su compañera le puso en alerta y Max se aproximó a la habitación con cautela, empuñando hacia el frente su arma y la linterna. Se asomó por el hueco oscuro y lo primero que vio fue la linterna de Faye en el suelo. Subió el halo de luz y la escena que iluminó hizo que la sangre le hirviera y que el dedo índice se posicionara con firmeza sobre el gatillo. Él estaba allí y había capturado a Faye. Tenía un arma apoyada contra su cabeza. La luz plateada de la linterna arrancó al revólver el mismo brillo espeluznante que a los ojos de demente.
Sin dejar de apuntarle con su Glock semiautomática, Max deslizó el brazo sobre la pared y accionó el interruptor de la luz. Los rasgos quedaron debidamente iluminados y ya no hubo ningún género de duda respecto a quién era el autor de los crímenes.
Faye tenía mucha templanza y era una buena profesional, pero el movimiento repetido de su garganta al tragar saliva evidenciaba su nerviosismo. Además, a sus ojos afloraba un destello de culpa. Ella era muy exigente con su trabajo y estaría atormentándose por haberse dejado apresar por él y colocarles a ambos en esa posición de desventaja.
Faye le animó con la mirada a que no titubeara y le metiera un tiro entre ceja y ceja.
- Suéltala y entrégate, esto ya ha ido demasiado lejos.
- ¿Soltarla? ¿Entregarme? -preguntó perplejo-. Ella es mi billete de salida, pero haremos otra cosa. Tú vas a entregarme tu arma ahora mismo a no ser que quieras que le vuele su bonita cabeza.
- No le hagas caso -le exigió Faye.
- ¡Tú cállate! -presionó el cañón contra su sien y ella hizo una mueca-. Arroja el arma, no voy a repetirlo una segunda vez.
Max le creyó capaz de dispararle. No le temblaba el pulso cuando diseccionaba a sus víctimas y mucho menos vacilaría en apretar el gatillo.
- Ni se te ocurra hacerlo, Max -insistió ella con los labios rígidos.
El verdugo le hizo un gesto apremiante, y Max se agachó lentamente para soltar la Glock. Luego la lanzó y esta se deslizó por el suelo hasta topar con sus pies. El verdugo le dio una patada y la quitó de la vista, colándola bajo la cama. Faye le fulminaba con la mirada pero Max no podía dispararle; su puntería era precisa y podía volarle la tapa de los sesos aunque su cabeza estuviera pegada a la de ella pero, si le mataba, jamás sabría dónde tenía encerrada a Jodie.
- Ahora camina delante de nosotros, vamos a salir.
Con Faye de rehén, cogió su maleta, se colgó la mochila a la espalda y salieron de la habitación cuidadosamente. Les advirtió a ambos que no realizaran ningún movimiento brusco o dispararía.
Una vez en la calle, arrastró consigo a Myles hasta el coche de Craven. Del bolsillo trasero de sus pantalones extrajo una navaja automática cuya hoja apareció al apretar un pequeño pulsador. Después la hincó un par de veces en cada rueda delantera y el aire que salió del interior silbó entre las hendiduras mientras las cámaras se desinflaban.
- Dame un porqué. ¿Es por el simple placer de matar? ¿Por el dinero que obtienes vendiendo tus enfermizas grabaciones? -inquirió Max.
- Porque está loco -contestó Faye por él.
- A mí me parece que está muy cuerdo -repuso su compañero-. Vamos, contesta.
- No te molestes en psicoanalizarme, detective Craven. Conozco este juego y no voy a entrar en él. -Volvió a guardar la navaja en su bolsillo y tiró de Faye hacia el lugar donde tenía su coche aparcado.
- ¿Quién es tu cómplice? ¿Quién es la persona que mueve todo el tinglado? ¿Quién es el cerebro pensante?
- No hay nadie más que yo.
- Mientes, y, si es alguien tan ambicioso como parece, va a dejarte en la estacada en cuanto se entere de que conocemos tu identidad. -Mientras intentaba sonsacarle, Max les seguía de cerca con los puños apretados y los instintos a flor de piel. Tenía ganas de ponerle las manos encima y aplastarle hasta dejarle irreconocible-. Y ten por seguro que todo el mundo va a enterarse de quién es el verdugo de Hollywood en cuanto amanezca.
Las palabras de Max le pusieron nervioso. Los párpados le temblaron y la pistola vibró sobre la sien de Faye. Sus labios estaban tan estirados que formaban una fina línea.
- Ella jamás me… -Volvió a apretar los labios, consciente de que había hablado más de la cuenta. Estúpido. Había caído en la trampa más tonta. Se enfureció tanto que las aletas de la nariz se le ensancharon y el sudor le cubrió la frente-. No te acerques tanto -le espetó.
Max aminoró sus pasos para recobrar la distancia que él le exigía y miró a Faye. Sus ojos castaños le felicitaron por su astucia y la tensión que la agarrotaba no fue impedimento para que su boca esbozara una efímera y casi inapreciable sonrisa. Quedaba constatado que había un cómplice y que ese cómplice, además, era una mujer.
- ¿Dónde la tienes? ¿Dónde está Jodie?
- Tu novia está bien, le diré que has preguntado por ella cuando vuelva a verla. Tienes buen gusto con las mujeres -le provocó para resarcirse de su anterior metedura de pata-. Es un ejemplar femenino espectacular.
- Si le haces daño, enfermo hijo de puta, será lo último que hagas en tu asquerosa y rastrera vida. -Max escupió las palabras, mientras pensaba en la manera de poner a Faye a salvo, hacerse con el arma y tener un enfrentamiento con él, cuerpo a cuerpo-. Si la tocas, si le pones un solo dedo encima, juro que te perseguiré y te encontraré aunque tenga que emplear el resto de mi vida en ello. Y cuando por fin lo haga, te mataré. Tendrás una muerte tan lenta y agónica como las de Cooper, Stevens, Knight y Phillips.
- Has olvidado incluir a Graham en la lista.
El pulso se le aceleró tanto y las venas recibieron una carga tan invasiva de ciega rabia que, si no llega a ser porque Faye le pidió que la mirara a los ojos y que no hiciera caso de sus provocaciones, Max se habría precipitado hacia él y le habría matado a golpes.
Tras aquel breve momento de debilidad el verdugo no mostró más signos de flaqueza, por lo que se hizo prácticamente imposible pillarle desprevenido. Una vez recuperó una mínima parte de la calma que le hacía pensar con coherencia, Max decidió que no podía arriesgarse a dar un paso en falso mientras el revólver continuara presionando contra la sien de Faye.
Llegaron hasta su coche, el único que había aparcado en toda la jodida calle -por lo que se hacía imposible perseguirle-, y, sin soltarla, abrió el maletero y lanzó al interior la maleta y la bolsa con el dinero. Después lo rodearon y el verdugo abrió la portezuela del conductor. Durante un breve instante, Max creyó que iba a llevarla consigo, pero entonces le propinó un fuerte empujón que la hizo trastabillar y caer de bruces contra el suelo. La pistola apuntó a Max cuando intentó moverse para ayudarla.
- Quieto -masculló el verdugo mientras se metía en el coche.
Al cabo de unos segundos, pisaba el acelerador a fondo y desparecía de la vista.
Max llamó por teléfono a los compañeros que hacían el turno de noche para pedirles que se posicionaran en la entrada a la autopista de Irvine y siguieran a un Chevrolet negro que se dirigía al cañón de Santiago. Les dio el número de matrícula.