Capítulo 3
Oscuros nubarrones cargados de lluvia flotaban en el cielo otoñal de Costa Mesa. El viento que soplaba del Pacífico azotaba las palmeras de Victoria Street y las primeras gotas de lluvia impactaron contra los cristales de la ventana de la consulta del College Hospital, donde Jodie aguardaba a que la doctora regresara con los resultados de su exploración médica.
Desde la silla donde se hallaba sentada, observaba el panorama a través de la ventana con una creciente desazón. La habían llevado a ese moderno hospital porque poseía el mayor y mejor servicio psiquiátrico de todo el condado de Orange. Pero aunque había conversado durante más de media hora con un eminente psiquiatra que la había obligado a relatar una vez más la agresión, Jodie no se sentía mucho mejor. El psiquiatra, el doctor Stuart, le había recetado una caja de ansiolíticos y otra de somníferos, que ella solo pensaba tomarse en caso de emergencia. Después, el doctor le había dicho que pidiera consulta con la psicóloga Andrews en recepción, pero Jodie no pensaba hacerlo. Había pasado por situaciones peores y allí estaba, luchando por sobrevivir en un mundo que nunca había sido demasiado grato con ella. Y sin la ayuda de nadie.
Antes de pasar a la consulta del doctor Stuart, una enfermera le había practicado unas curas en las rodillas y en las palmas de las manos. La sangre era muy escandalosa y por eso creía que sus heridas serían grandes y profundas, pero cuando se las limpiaron y desinfectaron comprobó con alivio que no eran tan graves como parecían. Se las vendaron cuidadosamente y le dieron unas sencillas instrucciones para curarse en casa.
- En un par de días comenzarán a cicatrizar -le dijo la enfermera-. Ahora le haremos una radiografía de la pierna y, mientras la doctora Carrington la revisa, puede pasar a la consulta del doctor Stuart. Él le recetará algo para que se tranquilice.
Eso había tenido lugar hacía cuarenta minutos y ahora se hallaba en la consulta de la doctora Carrington esperando a que la mujer regresase con su radiografía. Cuando se quitó las mallas destrozadas para que le curaran las rodillas, Jodie tuvo ocasión de ver el gigantesco hematoma que ocupaba dos tercios de su muslo derecho. Estaba hinchado y amoratado; el gigante de la pala la había golpeado con todas sus fuerzas.
La habitación emitía un profundo olor a desinfectantes y el mobiliario era sencillo y aséptico, tan gris y frío como las nubes que reinaban en lo alto del cielo. Volvió a centrar su atención en la porción de Victoria Street que veía a través de la ventana, donde a esas horas de la mañana circulaba un tráfico muy fluido.
Cuando se mudó a Los Ángeles hacía algo más de un año, sus ideas preconcebidas sobre la ciudad la llevaron a suponer que le costaría mucho adaptarse a su ritmo. Primero vivió en Mapplewood, el pueblecito de Nueva Jersey donde nació, y luego se trasladó a Nueva York, donde pasó gran parte de su vida adulta, y existían notables diferencias entre la costa Este y la Oeste. En California el ritmo era más desmedido y, sobre todo, afectaba al gremio al que ella pertenecía y en el que se movía. Si una no se andaba con tiento, podía caer en todo tipo de oscuros agujeros de los que no era sencillo salir, o topar con gente miserable y sin escrúpulos que solo pretendía abusar de los demás por un puñado de dólares. Indudablemente, esos peligros también acechaban en grandes urbes como Nueva York, pero no eran tan manifiestos como en la ciudad donde se asentaba la meca del cine.
Jodie encontró su refugio particular en Costa Mesa, una ciudad tranquila del condado de Orange donde se vivía sin las prisas y los agobios de la gran ciudad. La ubicación era perfecta. Estaba a menos de cincuenta minutos en coche de Los Ángeles y a diez minutos de las playas del Pacífico. Colindaba con Newport Beach, ciudad turística y residencial destinada a acoger a gente de gran poder adquisitivo, y sus calles eran fiables y estaban casi exentas de delincuencia.
En el condado de Orange el nivel de vida era más ostentoso, pero prefería tener dos empleos diferentes para mantenerse en Costa Mesa que verse obligada a vivir en cualquiera de los suburbios de Los Ángeles.
La doctora Carrington regresó a la consulta, interrumpiendo así el curso de sus pensamientos. La mujer tenía unos rasgos serenos que inspiraban confianza: cara redonda, ojos claros, labios que sonreían con facilidad… El equipo médico del College Hospital la había tratado con suma atención y profesionalidad.
- El fémur está intacto, pero existe una rotura parcial de fibras en los cuádriceps. Es leve, por lo tanto, si guarda reposo durante unos días se recuperará rápidamente sin necesidad de acudir a un fisioterapeuta -le explicó la doctora mientras tomaba asiento tras la mesa de su consulta-. Le voy a recetar unos relajantes musculares para aliviar el dolor, aunque le recomiendo que se aplique calor en la zona lastimada. En las farmacias venden almohadillas eléctricas que le irán muy bien.
Con las recomendaciones de los médicos y las recetas que le habían expedido, Jodie bajó en ascensor hacia el vestíbulo del hospital. En el rincón destinado a la sala de espera, que estaba flanqueado por una hilera de pequeñas palmeras y una curiosa pared acristalada desde la que caían incesantes y cristalinos chorros de agua, Jodie se topó con la mirada impaciente de Kim Phillips. Kim era su compañera de piso, de profesión y de trabajo en el Crystal Club de Newport Beach. La joven se levantó precipitadamente de su asiento de cuero blanco y se acercó con expresión inquieta.
- ¿Qué te ha sucedido? -La tomó por los brazos y la examinó de arriba abajo con sus grandes ojos verdes. Se fijó en sus mallas agujereadas a la altura de las rodillas y en las vendas que cubrían tanto estas como sus manos-. Me asusté cuando me llamó tu compañero para decirme que habías tenido una caída y que una ambulancia te traía directa al hospital. Me dijo que ya te encargarías tú de explicarme los detalles.
- Es una historia muy larga. Te lo contaré todo de camino a casa -dijo con la voz quebrada.
No suponía lo mismo hablarle a alguien a quien no conocía que hacerlo con Kim. No eran íntimas, ni siquiera se conocían desde hacía demasiado tiempo, pero Kim era lo más parecido a una amiga que tenía en Los Ángeles. Además, había tanta tensión acumulada en su interior, que no podía pasarse el resto del día bregando por contenerla. Era irremediable que todo explotara de un momento a otro.
Tras una corta parada en la farmacia para comprar los medicamentos que le habían prescrito, Kim condujo su viejo Chevrolet blanco por la autopista 55 en dirección a la calle 18. Ahora llovía con mayor intensidad. Costa Mesa había perdido el brillo y la luz de los días de verano para vestirse de sombras y grises, y se había visto súbitamente desalojada por todos los turistas que acudían en verano para pasar allí sus vacaciones. Jodie adoraba los otoños de Costa Mesa pero, ese día, el halo melancólico que la envolvía no le parecía especialmente atractivo.
Residían en una pequeña casita de dos plantas de estilo colonial español, como casi todas las construcciones y edificios de la ciudad. La fachada era blanca, con un pequeño porche con arcos romanos y un balcón en la planta superior. Las baldosas y los tejados eran de arcilla, en tonos terracota, y las ventanas y puertas estaban fabricadas en madera de secuoya. Pagaban un alto alquiler por residir allí. A menos que compartiera los gastos con otra persona, Jodie no podría habérselo permitido.
Llenó la bañera hasta arriba con el agua más caliente que su cuerpo pudo soportar, y con la ayuda de Kim se sumergió en ella dejando las rodillas fuera para que no se mojaran los vendajes. Su compañera se sentó a su lado en un pequeño taburete metálico, y esperó a que recuperara fuerzas y se lanzara a hablar. La experiencia de Jodie, narrada con un hálito de voz que apenas surgía de su garganta, la horrorizó y sobrecogió, pero Kim no supo hacer otra cosa más que acariciar el brazo pálido de su amiga y repetirle una y otra vez que la pesadilla ya había pasado.
- ¿Estás ocupada esta tarde? -Kim negó con la cabeza-. Necesito que me lleves al campamento para recuperar mi bolso. La policía no me dejó recoger mi móvil ni las llaves de casa.
- Iré después de comer y traeré tus cosas. No es necesario que me acompañes, prefiero que te quedes en casa y que descanses el resto del día -dijo solícita-. Es más, deberías llamarles para decirles que mañana no irás a trabajar. No estás en condiciones.
Por mucho que le fastidiara reconocerlo, Kim tenía razón. Estaba segura de que, tras un día de descanso en casa, las heridas físicas y las magulladuras sufridas no le molestarían apenas ni le impedirían continuar con su vida. Sería mucho más duro recuperarse del miedo y del trauma sufrido.
Necesitaba trabajar para pagar el alquiler pero, si se tomaba un día libre, su cuenta corriente tampoco lo notaría excesivamente. Lo pensaría al día siguiente cuando despertara. Si es que conseguía dormir.
- Seguramente lo haré -le dijo sin excesiva convicción-. Te agradezco el detalle de ir hasta Irvine.
- Descuida, es lo mínimo que puedo hacer por ti.

Jodie no podía determinar en qué momento de aquella tediosa e interminable tarde comenzó a sentir una corrosiva curiosidad por conocer la identidad de la mujer asesinada y del hombre de la pala. Estaba sentada en el sofá del salón, con el televisor encendido y la lluvia formando ríos en el cristal de la ventana que tenía a su derecha. Buscaba noticiarios en los que se hablara del incidente y le sorprendió que lo mencionaran en casi todas las cadenas de televisión.
La prensa se había hecho eco del suceso con una celeridad asombrosa y las imágenes emitidas mostraban la zona boscosa del cañón donde yacían los cadáveres. La periodista, una atractiva morena con rasgos latinos que se llamaba Sandra Olivares, se hallaba frente al escenario acordonado por la policía, que todavía no se había retirado del lugar de los hechos. La información que proporcionaba era vaga e imprecisa, pero dijo algo que suscitó mucho su interés. Jodie se inclinó hacia delante y su espalda quedó completamente separada del respaldo del sofá.
Nos preguntamos si se tratará de una nueva víctima del verdugo de Hollywood, en cuyo caso es muy probable que el hombre hallado muerto a unos cuantos metros de este lugar sea quien está detrás de esa identidad.
Jodie había oído hablar de él tanto en televisión como en la prensa escrita. Se decía que secuestraba a jóvenes actrices, a las que torturaba durante días antes de matarlas y deshacerse de los cuerpos. ¿Habría terminado ella con la vida de ese asesino en serie sin saberlo? La idea la sobrecogió.
La mujer que ha hallado el cadáver enrollado en la alfombra es una joven actriz que se encontraba corriendo por el bosque esta mañana temprano. La policía no nos ha desvelado su identidad y tampoco han querido hacerlo sus compañeros de reparto, pero este equipo informativo ya está trabajando en ello. Todas las pesquisas apuntan a que la actriz se topó con el hombre que se disponía a sepultar el cadáver y que ella misma fue perseguida por él a través del bosque, donde el sepulturero encontró la muerte al golpearse la cabeza con una roca. La actriz se halla en estos momentos descansando en su casa tras pasar la mañana en el hospital. La policía ni afirma ni desmiente que se trate del verdugo de Hollywood, pero los indicios también apuntan en ese sentido.
Estupendo. No había reparado hasta ahora en que su nombre aparecería muy pronto en todos los periódicos de la ciudad y en los noticiarios de todas las cadenas de televisión. Quiso largarse lejos y desaparecer del mapa hasta que pasara la tempestad mediática, que sería descomunal en el caso de que los indicios de los que hablaba la periodista se confirmaran por la policía. Cogió el mando a distancia que descansaba a su lado en el sofá y apagó el televisor. Ya había visto suficiente. Después se tumbó, enlazó las manos sobre el estómago y clavó los ojos en el techo.
Le gustaba la soledad. Desde que se marchó de Nueva York se había acostumbrado a convivir con ella y había llegado a la conclusión de que era mucho mejor estar sola que mal acompañada. Sin embargo, ahora sentía que esa soledad la aplastaba y echó de menos sentirse arropada por los suyos, por sus hermanos y sus padres, quienes la cuidarían con sus mimos y no se separarían de ella hasta que estuviera completamente repuesta. Sería tan reconfortante llamarles para contarles lo sucedido… Por mucho que la tentara dar ese paso sabía que no lo haría. Ya habían tenido suficientes preocupaciones por su culpa.
Excepto su familia, no existían muchas más personas en las que poder apoyarse en los momentos de crisis. Las amistades que cosechó en sus años de gloria se habían esfumado de su vida tan rápidamente como lo hicieron su éxito y su dinero. Pero tenía a Megan, su mayor confidente, la persona con la que siempre podía contar para todo cuanto necesitara. Estuvo fuertemente tentada de coger el móvil para llamarla, como tantas otras veces a lo largo del último año, pero se echó atrás al considerar que las malas noticias podrían impresionarla. Megan estaba embarazada de tres meses y Jodie no quería disgustarla en su estado.
El relajante muscular que se tomó después de la comida le produjo algo de sueño y entró en una especie de letargo que la mantuvo anclada en el sofá durante el resto de la tarde. Atrapada tras la oscuridad de sus párpados cerrados, el asesino de la pala volvía a perseguirla incansablemente por el bosque. Las imágenes desaparecían cada vez que abría los ojos, pero los efectos de la potente medicación tiraban de ella hacia el sueño hasta que todo volvía a comenzar. Cuando despertó definitivamente, el salón se hallaba en penumbras y había dejado de llover. Unos minutos después escuchó las llaves de Kim en la cerradura, así que se incorporó y parpadeó repetidamente para desembarazarse del aturdimiento.
Su compañera le traía el bolso, además de algunas noticias frescas sobre la que se había montado en Irvine y en el campamento de caravanas.
- La policía ha interrogado a casi todo el equipo, aunque cuando yo he llegado ya se habían marchado de allí. -Tomó asiento a su lado y encendió la luz de la lamparilla de mesa.
- A estas alturas todos los periodistas deben conocer mi nombre.
- Si la prensa te acosa, tú diles lo que sabes y te dejarán en paz. Es peor que intentes esquivarlos o ignorarlos. -Jodie hizo una mueca de desgana-. ¿Cómo has pasado la tarde?
- Dormitando. Cada vez que cerraba los ojos ese ser monstruoso acudía a mi cabeza; no pienso tomar ni una sola más de esas condenadas pastillas.
Jodie cogió el móvil del interior de su bolso y comprobó que tenía dos llamadas perdidas. Una era de su agente, Layla Cook, quien se habría enterado del incidente a través de algún miembro del equipo de rodaje; probablemente, de Edmund Myles, el director de Rosas sin espinas, de quien también tenía una llamada perdida.
- Pues tienes que dormir, necesitas descansar para recuperarte cuanto antes. ¿Has comido algo?
- No, no tengo apetito.
Apretó el botón de rellamada de Layla y esperó con el móvil pegado a la oreja a que su agente contestara. No le apetecía volver a revivir lo sucedido pero Layla y Edmund no eran cualquier persona, a ellos les debía una explicación que no podía postergar hasta el día siguiente.
- Te prepararé un sándwich de queso -le dijo Kim.
Jodie la miró y negó con la cabeza, pero su compañera hizo caso omiso y se marchó a la cocina.
Yacía en la cama con la luz encendida y los ojos clavados en el rectángulo oscuro que formaba la ventana de su dormitorio. El viento soplaba desde la costa del Pacífico y azotaba las ramas del árbol que había plantado en el jardín. Las hojas emitían murmullos siseantes pero no era un ruido molesto sino más bien arrullador, como el de las olas del mar cuando rompen en la playa.
No obstante, tenía la cabeza llena de pensamientos turbadores que no la dejaban conciliar el sueño.
El inesperado ding dong de la puerta principal le hizo dar un respingo y se aferró a la sábana. ¿Quién podía ser a las once menos cuarto de la noche? Kim recorrió el pasillo de la planta superior donde estaban los dormitorios y bajó los escalones hacia la planta inferior. A Jodie se le encogieron los dedos de los pies mientras afinaba el oído. En el intervalo de unos segundos se le ocurrieron una serie interminable de disparates que hicieron que se le acelerara el pulso.
Escuchó que abría la puerta y su voz le llegó lejana, al igual que la del hombre que respondió. Después de un breve silencio, Kim subió las escaleras y tocó con los nudillos en la puerta. Jodie la invitó a entrar.
- ¿Te he despertado? -le preguntó desde el umbral.
Llevaba una mascarilla de aguacate en la cara que le hacía parecer la versión femenina de la Masa.
- No, todavía no me había quedado dormida. ¿Quién es?
- Un detective de la policía, dice que quiere hablar contigo. Le habría dicho que estabas durmiendo pero me ha parecido importante. -Jodie frunció el ceño-. De todas formas, si lo prefieres puedo decirle que vuelva mañana.
- ¿Se ha identificado?
- Sí. Detective de homicidios Max Craven. Me ha enseñado su placa.
Una ola de inquietud le recorrió el cuerpo. La intempestiva e imprevista visita del detective Craven auguraba nuevas noticias sobre el hallazgo de los cadáveres, aunque estas podían ser tanto buenas como malas.
- ¿Puedes decirle que bajo en un minuto?
Kim asintió al tiempo que cerraba la puerta de su dormitorio. Luego la abrió súbitamente y la miró con expresión curiosa.
- ¿Es el detective del hacha? ¿El que te persiguió por el bosque? -Jodie asintió de mala gana a la mueca pícara que formaron sus rasgos-. Caramba, pues tu policía es un tío impresionante. Está buenísimo.
«¿Lo estaba?» Sí, eso le había parecido aunque, francamente, tanto si el detective Craven estaba bueno como si no era algo que le traía sin cuidado.
- Espero que no te haya escuchado decir eso -la reprendió Jodie en susurros, pues Kim no había aminorado el tono de su voz-. Y no es mi policía.
- No me preocupa lo más mínimo que me haya escuchado y tampoco me importaría que fuera mío -aseguró con una sonrisa-. Te espero abajo.
Así era Kim Phillips, una auténtica devoradora de hombres. Jodie no sabía de ninguno que se hubiera resistido a sus encantos. La conocía desde hacía unos meses y ya había perdido la cuenta de los hombres con los que había salido en ese corto intervalo de tiempo. Kim no buscaba una relación seria, tan solo quería divertirse y pasar un buen rato. Por regla general, todas sus conquistas deseaban lo mismo que ella, pero, si había algún chico que quería llegar a algo más que a una relación meramente física, Kim le ponía punto final y buscaba al siguiente de la lista. Claro que Kim tenía veintitrés años y era normal que viviera la vida con desenfreno. Ella también había hecho muchas tonterías a esa edad.
Salió de debajo de las sábanas, se calzó las zapatillas y abandonó el nido reconfortante de la cama. Se peinó el pelo con los dedos mientras se acercaba al espejo de cuerpo entero que tenía colgado en la pared junto al armario, y se echó un vistazo. Camiseta blanca de manga corta con unos dibujos de ositos en la parte frontal, y pantalones blancos de talle bajo sujetos a las caderas con un cordón. Era un pijama cómodo y bonito, y también sería discreto de no ser porque dejaba al descubierto más de un palmo de su cintura. Pensó en ponerse algo por encima pero cambió de opinión. ¿Y qué más daba? Tenía un montón de cosas importantes en las que pensar como para preocuparse de esas nimiedades.
Kim estaba coqueteando con el detective Craven, al que había hecho pasar hacia el interior del salón. Jodie percibió su insinuante lenguaje corporal en la distancia, mientras bajaba las escaleras, y no pudo evitar sentirse un poco abochornada por el comportamiento inoportuno de su compañera, dadas las circunstancias. Kim se tocaba las puntas rizadas del largo cabello rubio, sonreía de forma continua, como si estuviera manteniendo una conversación con un amigo, y pestañeaba con aire presumido. Parecía haberse olvidado de que una capa cremosa de color verde le cubría toda la cara.
Craven le sacaba quince años por lo menos, pero Kim no tenía ningún problema con las diferencias de edad cuando un hombre le parecía atractivo.
El detective, que lucía una expresión sombría y de completa inmunidad a los encantos de la preciosa joven, clavó los ojos en ella mientras recorría los últimos metros que la separaban de él. Jodie no recordaba que fuera tan alto. Ella medía un metro setenta y seis y aun así tuvo que alzar la cabeza para mirarle.
- Detective… -Jodie inclinó ligeramente la cabeza, a modo de saludo-. ¿A qué se debe su visita? -Trató de que su voz sonara medianamente relajada sin conseguirlo.
- Siento importunarla a estas horas pero necesito hacerle un par de preguntas. -Él se había dado cuenta de que la había sacado de la cama-. ¿Podemos hablar a solas?
La clara invitación a que Kim se marchara pareció caer en saco roto, pues la joven no se movió ni un ápice. Jodie observó el rostro abstraído de Kim, que no le quitaba el ojo de encima, y sintió ganas de zarandearla.
- Claro, vamos a la cocina.
Abrió el camino hacia la cocina, que se hallaba anexa al salón, y a la que se accedía atravesando un arco sin puerta de estilo colonial. El sándwich de queso que Kim le había preparado le había sentado bien, pero ahora sentía como si se hubiera transformado en un bloque de cemento. Tenía miedo de lo que el detective pudiera decirle.
Una vez allí, se dirigió directamente hacia el frigorífico, del que sacó una jarra de cristal con té helado para asentar el nudo que se le había formado en el estómago. Nunca bebía té por las noches porque la cafeína la desvelaba, pero ese día hizo una excepción ya que, de todas formas, estaba segura de que no iba a pegar ojo.
- ¿Quiere un vaso de té? -Se dirigió hacia Craven, que aguardaba de pie junto a la mesa.
Seguía vistiendo las mismas ropas oscuras que llevaba por la mañana y su aspecto desaliñado y cansado pedía a gritos una cama en la que dormir diez horas seguidas. Una barba descuidada le ensombrecía las mejillas, el cabello negro estaba revuelto y tenía la ropa arrugada y mojada por la lluvia. Jodie suponía que había trabajado ininterrumpidamente durante todo el día. Recordó que le había dicho que aquel era su día libre. Los dos habían tenido mala suerte.
- No. Pero si tiene café me tomaría una taza -contestó él.
Jodie comprobó que en la cafetera todavía quedaba café y que estaba caliente. Al contrario que ella, Kim podía tomar dosis ingentes de cafeína a la hora que fuera; no había nada en el mundo que consiguiera desvelarla. Sirvió una taza, se la entregó y él le dio las gracias. Después bebió un sorbo y la dejó sobre la mesa.
- Michelle Knight. Dígame de qué le suena ese nombre.
- ¿Michelle Knight?
Él asintió mientras la sometía a un estudio visual que entorpeció sus intentos de concentración. Jodie rehuyó su penetrante mirada oscura y se llevó el vaso de té a los labios. Pensó en ese nombre que le resultaba familiar. De repente, a su cerebro acudió una imagen que relacionar con el nombre y los recuerdos sobre Michelle Knight cobraron claridad.
- Sí. La conocí hace unos meses en el plató de rodaje de una serie de televisión. También es actriz. ¿Por qué lo pregunta?
- Porque es la joven que usted halló en el bosque. La mujer que ha aparecido muerta y enrollada en la alfombra -lo soltó a bocajarro, como táctica para provocar una reacción en ella.
A la señorita Graham le tembló la mano con la que sujetaba el vaso de té, que corrió a dejar sobre la mesa antes de que se le cayera al suelo. Sus ojos azules se habían abierto desmesuradamente y su tez, ya de por sí pálida, había perdido todo el color. Se mordió el labio inferior con fuerza y se le desenfocó la mirada. Parecía que los pensamientos giraban en su cabeza a la velocidad de un tornado. A Max le hubiera gustado penetrar en ellos y conocerlos, pero se contentó con descubrir que su absoluto desconcierto era la reacción que él esperaba. Max no olvidaba que era actriz y que tendría recursos suficientes para fingir sus sentimientos, pero su intuición le decía que sus emociones eran verídicas. Además, la había investigado un poco durante la tarde -por eso sabía que conocía a Michelle Knight- y le parecía que estaba limpia.
A simple vista, era una ciudadana decente que no se había metido en follones desde que se había instalado en Los Ángeles, algo poco frecuente entre los actores y actrices de esa ciudad.
- Entonces, el verdugo de Hollywood ha vuelto a actuar -pensó Jodie en voz alta, con la mirada todavía desenfocada-. ¿No es así? -Lo miró, esperando una respuesta que Max demoró unos segundos.
- ¿Qué sabe usted de él?
- Lo que se ha dicho en la prensa y los medios de comunicación -contestó seria-. ¿Lo han identificado ya? ¿El verdugo es el hombre de la pala? -preguntó con la esperanza de que lo fuera.
- Estamos investigándolo. Despejaremos muchas dudas cuando obtengamos la orden judicial para registrar su vivienda. Volvamos a Michelle Knight. Cuénteme qué sabía de ella.
- No mucho. Nuestra aparición en la serie de televisión fue muy breve y apenas nos vimos tres o cuatro días en el plató de rodaje. La relación fue meramente profesional. No la conocía de antes y tampoco volví a verla después. -Jodie se tocó la venda que cubría una de sus manos de manera inconsciente-. Era una chica muy agradable.
Max percibió que la señorita Graham parecía ahora más vulnerable que por la mañana, cuando su cuerpo y su mente todavía estaban cargados de adrenalina. Las huellas de su deterioro físico y psicológico eran evidentes en cada ángulo de su rostro, que se había ensombrecido gradualmente. Aun así, a Max no le pasaba por alto que era una mujer bellísima con un físico impactante, se la mirara por donde se la mirara. Y había muchos sitios a los que mirar, incluido ese pequeño tatuaje que decoraba el lado derecho de su vientre, a unos tres dedos por debajo de su ombligo. ¿Qué diablos era? A esa distancia no conseguía verlo con claridad, pero estaba colocado en un sitio tan estratégico que podía despistar a cualquiera que tuviera ojos en la cara y bajo las circunstancias que fueran.
Cuando la investigó por la tarde, no le sorprendió descubrir que había sido modelo hasta hacía un par de años. En Internet había encontrado un montón de información profesional sobre ella sin necesidad de recurrir a otras fuentes.
- ¿No hablaron de sus respectivos trabajos? ¿De sus proyectos futuros? Aunque no se lo parezca, cualquier dato que me proporcione puede ser importante.
Jodie negó con la cabeza, con semblante pensativo.
- Siento no serle de ninguna utilidad, pero de lo único que hablamos fue de nuestros respectivos papeles en aquella serie en la que ambas intervenimos -comentó con la voz apagada. Luego su expresión se avivó y le miró con ojos curiosos-. ¿Piensa que estaba metida en algo… raro? ¿Algo relativo a su profesión de actriz?
- Esperaba que eso me lo dijera usted.
Jodie alzó levemente los hombros y luego los dejó caer.
- Me temo que no tengo mucho que aportar en ese sentido.
- De todos modos, si recuerda algo, por absurdo que le parezca, quiero que se ponga en contacto conmigo. -Le ofreció una tarjetita que sacó del bolsillo trasero de sus pantalones y que Jodie tomó entre los dedos-. A cualquier hora del día, o de la noche -puntualizó.
- Descuide, lo haré.
Max se bebió el resto del café, pues todavía tenía una larga noche por delante y no le vendría mal una dosis extra de cafeína para aguantar la larga jornada. Después, se dispuso a marcharse y Jodie volvió a precederle para mostrarle el camino hacia la puerta. Sin embargo, antes de cruzar el arco que conectaba la cocina con el salón principal, Jodie se giró súbitamente hacia él movida por otro repentino acceso de curiosidad. La pregunta que quería hacerle se le paralizó en los labios porque estuvo a punto de chocar contra el cuerpo sólido y grande del detective, cuya cercanía la puso un tanto nerviosa. Retrocedió un paso, olvidando momentáneamente lo que iba a decirle. Sus ojos negros la observaron con atención y ella se aclaró la garganta, que todavía sentía dolorida por los gritos.
- Detective Craven, ¿puede usted responderme a una pregunta?
- Depende de cuál sea la pregunta. Por regla general, soy yo quien las hace.
Ella probó suerte de todas maneras.
- Solo por si ese hombre no es el verdugo y el asesino sigue suelto, ¿sería tan amable de decirme cómo escoge a sus víctimas? Porque supongo que no lo hace de manera aleatoria.
Aquella pregunta encerraba cierto nivel de preocupación. Sin duda se habría visto reflejada en el perfil. A Max le habría gustado decirle que no tenía ningún motivo por el que preocuparse pero no podía hacerlo, era demasiado pronto para confirmar que el hombre de la pala era el verdugo.
- Señorita Graham, la investigación no ha hecho más que comenzar, por lo que no puedo comentar con usted ciertos aspectos de ella hasta que no estén debidamente confirmados. No obstante, y aunque no pretendo preocuparla innecesariamente, le diría que no se fíe de nadie que se acerque a usted con intenciones que no le parezcan claras. Hasta que resolvamos el caso.
- Ese es el eslogan de mi vida -comentó ella, con una mezcla de amargura e ironía en la voz.
Se arrepintió de haber dicho aquello incluso antes de acabar la frase. Era un comentario demasiado personal para expresarlo en voz alta ante un extraño que encima no le causaba excesiva simpatía. Sin embargo, Jodie percibió que sus palabras tuvieron un efecto diferente en él, cuyas facciones se distendieron levemente hasta mostrarle una mirada algo más cercana. No le gustó que contactara con sus emociones, por eso cambió el tono de voz y escondió sus inquietudes.
- Me andaré con cuidado.
Kim ya no estaba en el salón cuando lo acompañó hasta la puerta. Había cesado de llover hacía rato pero el ambiente estaba húmedo, y la bocanada de aire que entró la obligó a cruzarse de brazos para contener el calor. Él atravesó el umbral y salió a la intemperie, pero, antes de cruzar el jardín, se detuvo un momento y la miró con aquellos ojos tan enigmáticos y oscuros como el cielo nocturno.
- ¿Qué es? -le preguntó, señalando su bajo vientre con la barbilla.
- ¿Cómo dice?
- Su tatuaje, no he podido evitar fijarme en él. ¿Qué es? ¿Un oso, un delfín…?
- ¿Es una pregunta profesional? -Y batió sus pestañas rubias con desconcierto.
- No. Es simple curiosidad.
Se quedó perpleja. No esperaba que el detective Craven, de aspecto tan serio y profesional, fuera a hacerle una pregunta tan indiscreta y personal.
- Espero no ofenderle pero mis tatuajes no son asunto suyo.
Max esbozó una media sonrisa al tiempo que introducía las manos en los bolsillos delanteros de sus vaqueros negros.
- Cuídese, señorita Graham.
Cruzó el jardín y se mezcló con las oscuras sombras que habitaban en la noche mientras se dirigía hacia un Jeep Wrangler que había aparcado al otro lado de la calle. Jodie inclinó la cabeza y miró el pequeño tatuaje que tanto había llamado su atención. Se ruborizó al pensar que ese hombre había posado sus ojos en una zona tan íntima como era su bajo vientre, aunque el desliz fue suyo al dejarle ver mucho más de lo que en un principio creyó que mostraría.
Cerró la puerta y resopló. Después se metió los cabellos por detrás de las orejas y se dirigió a la escalera para regresar a su habitación.