Capítulo 21

A las cuatro y media de la madrugada, en los bosques de Irvine hacía un frío que pelaba. Había llovido durante el día, por lo que la atmósfera era especialmente húmeda y el olor del mantillo se había intensificado. La oscuridad era total y reinaba un silencio sepulcral, interrumpido de vez en cuando por los ruidos que producían las alimañas que habitaban allí.

Se encontraba en el área norte del bosque, la más cercana al helipuerto, rastreando el terreno en busca de pistas recientes que le condujeran hacia él. Sin embargo, era complicado realizar una buena búsqueda de noche. La luz de su linterna apenas podía atravesar la inmensa negrura, pero cualquier cosa era mejor que quedarse de brazos cruzados mientras él la tenía a ella.

El extenso terreno de los bosques había sido peinado en dos ocasiones por expertos profesionales. Pero estaba claro que se les estaba pasando algo por alto. Hasta el momento, las búsquedas se habían centrado en encontrar una choza, una casa, una cabaña o alguna construcción similar, pero, al margen de las cabañas forestales, no se habían topado con ninguna otra.

«Porque no existía», se dijo.

Su refugio no era una cabaña construida por el hombre, sino por la naturaleza. Una cueva en la falda de la montaña, una caverna subterránea, una gruta en la ladera del río… un lugar que no aparecía en los puñeteros mapas que les había suministrado el instituto geológico de Irvine y en los cuales se habían basado para realizar las exploraciones.

Algo más animado por la conclusión a la que acababa de llegar, planeó los siguientes movimientos mientras deambulaba entre los altos troncos de las secuoyas en dirección al río. A primera hora de la mañana iba a formar un nuevo grupo de profesionales que se ceñirían a esos nuevos parámetros de búsqueda. Si era necesario, levantarían cada piedra del camino y no descansarían hasta hallar su escondrijo. Él mismo se aseguraría de ello.

Pensó en Jodie, en la angustia que sentiría a manos de ese loco. Si la perdía jamás se lo perdonaría. La idea le parecía tan espantosa que le dejaba sin aliento y le provocaba un sordo dolor en el centro del pecho. Expelió el aire vigorosamente un par de veces, y se sacudió de encima esos pensamientos que le anulaban la concentración. No podía permitirse el lujo de que sus sentimientos afloraran porque entonces se vendría abajo y cometería errores. Tenía que pensar como un profesional.

La bruma que flotaba entre las copas de los árboles comenzó a descender hacia el suelo y la visibilidad disminuyó hasta hacer imposible el tránsito hacia el río sin perder la orientación. Su obstinación empezó a resquebrajarse conforme la niebla se tragaba los troncos de las secuoyas, y empezó a reconocer que aventurarse en el bosque a esas horas de la madrugada había sido una idea absurda. Si existía alguna pista, desaparecería bajo la densa capa de la niebla.

Maldijo entre dientes pero continuó avanzando mientras se formaban todas esas brechas en su obcecación.

Desde la objetividad, Faye le había sugerido hacía un rato que esperara a que se hiciera de día, pero él no había querido escucharla.

Cuando el coche que patrullaba por la zona los recogió frente a la vivienda del verdugo y los llevó de regreso a comisaría, ella insistió en acercarle en su coche hasta Newport, pero él le pidió que se lo prestara porque tenía la intención de ir a Irvine. Bueno, más que pedírselo se lo exigió.

- Max, no puedes hablar en serio, necesitas dormir unas horas. ¿Qué piensas hacer allí en mitad de la noche?

- Encontrarle -contestó con tanta rotundidad que Faye supo que perdería el tiempo si trataba de convencerle de lo contrario. Aun así, probó suerte.

- Acaba de llamarnos Harrison, lo han perdido -le recordó, como si se dirigiera a una persona sin entendederas. Desde que habían capturado a Jodie Graham, a Max le había abandonado su habitual raciocinio.

Harrison era uno de los policías a los que Max había enviado a la autopista de Irvine para que localizaran el Chevrolet negro. Y lo localizaron. Luego se produjo una persecución en toda regla durante varios kilómetros de autopista hasta que, ya entrados en las serpenteantes carreteras secundarias de Irvine, el verdugo se deshizo de ellos. El coche patrulla volcó y cayó por un terraplén. Por fortuna, los policías estaban ilesos.

- Lo han perdido porque son unos inútiles.

- Y tú eres un maldito cabezota, Max. A ella no le servirás de ninguna ayuda en tu estado. Tienes que bajar el ritmo, dormir unas horas, y mañana continuar con la mente más lúcida.

- Déjame el coche, Faye.

Sus ojos negros la miraron de manera fulminante y a ella no le quedó más remedio que entregarle las llaves a menos que quisiera iniciar una airada discusión en la que, con toda seguridad, ella saldría perdiendo.

Llegó hasta el riachuelo y se detuvo. Las aguas cristalinas hacían cabriolas sobre las rocas de la superficie y Max se agachó para refrescarse la cara. Dejó a un lado la pistola y la linterna y hundió las manos bajo el agua. Estaba fría como el hielo pero le despejó las telarañas que comenzaban a formársele en la mente, aunque solo momentáneamente. Después enterró los dedos entre los cabellos y permaneció en aquella posición de reflexión hasta que el cerebro volvió a espesársele y a pedirle a gritos que le diera un descanso.

Enfocó su vista en el reloj de pulsera, que indicaba que amanecería en una hora y media. Odiaba tener que retirarse porque necesitaba sentir que estaba haciendo algo provechoso, cuando, en realidad, solo daba palos de ciego. Aunque le pesara, tenía que darle la razón a Faye. Si dejaba que la rabia continuara nublándole la razón, no sería de ninguna utilidad.

Con ese pensamiento deshizo el camino andado y volvió al coche. Encendió el motor para caldear el frío interior y se recostó sobre el asiento. Estiró las piernas, cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. No pensaba dormir pero necesitaba descansar un rato, hasta que amaneciera.

Le despertó el pitido de su móvil y se incorporó en el asiento de un salto. El coche ya estaba inundado de luz y blasfemó cuando miró la hora y vio que ya eran las ocho menos cuarto de la mañana. Había dormido un par de horas. Mientras se apretaba los ojos arenosos con las yemas de los dedos, tanteó el interior del bolsillo de su cazadora y cogió el móvil. Era Faye.

- Dime.

- ¿Dónde estás?

- En el bosque -se aclaró la garganta-. Escucha, hemos perdido el tiempo buscando algo que no existe. El hijo de puta tiene su madriguera bajo tierra, en algún lugar que los mapas no muestran. Voy a ocuparme ahora mismo de dar las instrucciones necesarias para que se inspeccione hasta la última piedra del camino. Creo que su guarida puede estar en las zonas del río, donde el terreno es más abrupto y está más erosionado.

- Max…

- ¿Qué? -contestó con sequedad.

- Acabo de tener una conversación con mi padre. Le he preguntado cuándo lo conoció, por qué eran amigos y qué hacía él en su fiesta de cumpleaños. No he entrado en detalles ni le he contado nada sobre la investigación, pero me ha dado un nombre que pienso podría ser determinante para resolver el caso. Vas a quedarte de piedra cuando te lo diga.

- Suéltalo.

- Cassandra Moore. -Max soltó un insulto por lo bajo-. Fue ella quien se lo presentó a mi padre y quien lo introdujo en el mundillo del cine. Le he preguntado sobre la relación que ambos mantienen y me ha dicho que de puertas para afuera son amigos.

- Y cómplices.

- Es muy posible.

- Voy a comprobarlo ahora mismo.

Con el teléfono aprisionado entre el hombro y la oreja, Max giró bruscamente el volante y dio marcha atrás para encarar el camino de regreso al lago. Aplastó el acelerador hasta el fondo y las ruedas derraparon sobre la tierra húmeda antes de que el coche saliera disparado.

- ¿Puedes ocuparte tú de organizar el equipo de búsqueda?

- Por supuesto -asintió Faye-. La grúa acaba de traer tu coche. Cuando termines, llámame y nos reuniremos en el bosque.

Max pasó por encima de un enorme charco que arrojó una gran cantidad de barro sobre la luna delantera. Tuvo que accionar el limpiaparabrisas para recuperar la visibilidad.

- Faye.

- ¿Sí?

- Gracias.

- No tienes que dármelas. Solo hago mi trabajo.

A las ocho en punto de la mañana estaba en el campamento de caravanas. Un miembro del equipo, un tipo madrugador que metía unos bártulos en la parte trasera de su Jeep, le indicó cuál era la caravana de Cassandra y Max aparcó frente a la puerta. Una voz femenina y somnolienta preguntó desde el interior que quién era y Max se identificó como el detective Craven de homicidios.

- ¿Y qué es lo que desea?

- Hablar con usted, si es tan amable.

No hubo más preguntas; en su lugar, se escucharon unos ruiditos de idas y venidas mientras los segundos se alargaban hasta desbordarle la paciencia. Max alzó la mano con la intención de aporrear la puerta cuando esta se abrió y apareció ella.

Para estar recién salida de la cama como su voz indicaba, tenía buen aspecto. Le había dado tiempo a cepillarse el pelo, a ponerse rímel en las pestañas y a pintarse los labios de rojo pasión. Llevaba puesta una bata de seda de color verde que dejaba traslucir que se mantenía en forma y que tenía un físico estupendo para sus cuarenta y tantos años.

- Detective Craven -se ajustó el cinturón de la bata-. ¿Qué le trae por aquí a estas horas?

Max tenía toda la intención de comprobar lo buena actriz que era poniéndola contra las cuerdas. Iba a tener que esmerarse mucho en sus dotes interpretativas para salir airosa de un asunto tan turbio como aquel. Empezó yendo al grano, poniendo especial atención en sus reacciones.

- El verdugo de Hollywood. Habrá escuchado su nombre en los noticiarios o lo habrá leído en los periódicos; por lo tanto, sabrá que es un asesino en serie. -Esperó a que ella asintiera o negara. Asintió-. ¿Me deja pasar para que charlemos con más tranquilidad?

Se retiró de la puerta y le dejó entrar al angosto interior, ofreciéndole a continuación tomar asiento en el sofá que había bajo la ventana.

- ¿Quiere tomar algo?

Ya que se lo ofrecía, no le vendría nada mal un café bien cargado.

- Café, por favor.

Ella se dirigió a la cocina y puso la cafetera al fuego.

- ¿Y qué tiene que ver ese personaje conmigo? Cuando estuvieron por aquí hace mes y medio, les dije que nunca me había topado con nadie por el bosque ni por los alrededores. ¿Con o sin azúcar? -se giró para mirarle.

- Una cucharada -contestó.

Max esperó a que ella regresara con el café porque quería mirarla a la cara cuando contestara a su pregunta. Ella dejó las tazas humeantes sobre la mesa y tomó asiento frente a él.

- Tiene mucho que ver porque usted le conoce. Según tengo entendido, es amigo suyo.

Sus grandes ojos castaños se abrieron desmesuradamente y la confusión, fingida o no porque todavía era pronto para precisarlo, hizo que batiera sus largas pestañas negras.

- Creo que se ha equivocado de persona, detective.

Max le dio el nombre, pronunciando con énfasis cada sílaba. Las pestañas dejaron de moverse y Cassandra fijó sus ojos en él con gran contrariedad.

- ¿Qué está diciendo? No puede ser -negó con la cabeza-. ¿Se trata de una broma?

- ¿Tengo cara de estar bromeando? -Ella volvió a negar. Se la veía realmente desconcertada, aunque había un detalle que rompía con la armonía natural de sus reacciones: tenía los dedos agarrotados sobre la taza y balanceaba un pie en un tic nervioso-. ¿Qué relación le une a él?

- Por favor, permítame un segundo para digerir la información. -Alzó la taza de la mesa y se la llevó a los labios. Max la observó reflexionar a toda velocidad, sus pupilas se movían inquietas mientras bebía-. Actualmente somos amigos. -Devolvió la taza a la mesa.

- ¿Actualmente?

- Nos conocimos hace un año de la manera más natural, tomando una copa en un bar con un grupo de amigos. Tuvimos un idilio pero terminó al cabo de unos meses.

- ¿Por qué terminó?

Su mirada de color castaño viajó de los ojos de Max a la ventana que tenía a sus espaldas y se quedó allí suspendida durante algunos segundos antes de dirigirla de nuevo hacia él.

- Descubrí algo que hizo imposible que siguiera con él. -Su voz se volvió más dramática, lo mismo que sus ademanes-. Él tenía una casa en el campo a la que acudíamos algunos fines de semana, cuando su trabajo y el mío nos lo permitían. La casa tenía un gran sótano donde él tenía herramientas y realizaba trabajos de carpintería. Yo nunca bajaba allí. Un buen día, eché de menos las gafas de sol que había utilizado durante el fin de semana e imaginé que las había dejado en la casa por descuido. Fui a recuperarlas y, de paso, bajé al sótano para recoger unas herramientas de jardinería que me hacían falta para el jardín de mi casa en la ciudad.

»Me percaté de que la estantería metálica que cubría una de las paredes estaba un poco desplazada de la pared, lo suficiente para que llamara mi atención. Me asomé por el hueco y entonces vi la puerta de hierro. Intenté abrirla pero estaba cerrada con llave. Soy una mujer muy curiosa y el hecho de que allí hubiera una puerta blindaba me pareció muy extraño. Así que busqué la llave y la encontré escondida sobre el marco superior de la puerta. Siendo un hombre tan escrupuloso, no entiendo que cometiera el descuido de dejarla tan a la vista; supongo que jamás esperaba que fuera a encontrar su guarida. Tenía a una chica encerrada allí dentro. Estaba amordazada y atada a una cama, completamente desnuda. La habitación estaba repleta de aparatos de tortura, de esos que se usan en sadomasoquismo, y había algunas fotografías de distintas chicas clavadas con chinchetas en la pared. Por eso supe que había habido otras.

»La joven me explicó que era consentido, que les pagaba bien por permitirle llevar a cabo todas sus fantasías sexuales. Como podrá imaginar, yo ya no pude verle como una pareja y rompimos la relación.

- Y continuaron siendo amigos.

- Sí, como amigo me daba igual lo que hiciera con otras mujeres en la cama.

- Esas jóvenes a las que llevaba a su sótano ¿pertenecían a algún gremio? ¿Eran actrices, camareras…? ¿Tenían algo en común?

- Eran prostitutas.

- Así que prostitutas -repitió Max, haciéndola sentir incómoda con la fijeza de su mirada y con el tono intimidatorio que empleó en la voz-. ¿Y cómo cree usted que se produjo esa transición? ¿Qué fue lo que lo llevó a torturar y asesinar a actrices?

- ¿Cómo voy a saberlo, detective? No estoy en su cabeza. Ni siquiera termino de digerir que él sea ese ser al que han bautizado como «el verdugo de Hollywood».

Max apoyó los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia delante, robándole el espacio vital y consiguiendo que su incomodidad se multiplicara.

- Me interesa su opinión. Seguro que tiene alguna.

La mujer se recostó sobre la silla para ganar algo del espacio perdido y suspiró como un ejercicio de relajación. Cada gesto que hacía parecía milimétricamente estudiado.

- Él siempre demostró cierta… fascinación por las actrices jóvenes y guapas -le confesó-. Me cuesta asimilar que él sea un asesino, qué horror. La única explicación que se me ocurre es que sus juegos se le fueran de las manos y que después le cogiera el gusto.

Max se bebió la taza de café de un solo trago, sin apartar los ojos de ella. Estaba diciendo la verdad en algunas cosas y mintiendo en otras. Esto último se apreciaba en detalles que la delataban, como los sutiles tics nerviosos en contraposición con el sobreesfuerzo que hacía por transmitir serenidad.

Max fue un poco más lejos.

- El verdugo realiza grabaciones en vídeo de las torturas y de las muertes de sus víctimas para que otros puedan disfrutar de ellas después. Se cree que es un artista y, como todo artista, desea que la gente pueda admirar su obra. Tiene una red de contactos a quienes vende las grabaciones y todos sabemos lo que algunas personas están dispuestas a pagar por ver esa clase de aberraciones. Sin embargo, no es él quien directamente se ocupa de esto, sino su cómplice -la tanteó.

- ¿Su cómplice?

- Los asesinos en serie no matan para lucrarse. La idea de vender las grabaciones no fue suya.

Ella movió la cabeza suavemente, en gesto de negación.

- Pero apareció un hombre muerto en el bosque, ese que atacó a Jodie…

Escuchar el nombre de Jodie hizo que Max apretara los dientes. Los minutos seguían transcurriendo inexorables, recordándole que el tiempo que tenía para encontrarla se agotaba.

- Roy Crumley, el repartidor y el sepulturero. El verdugo y su cómplice se valían de él para que distribuyera las copias de las grabaciones y las hiciera llegar a sus destinatarios. -Ella recuperó la taza y bebió un nuevo sorbo. El fino temblor de su pulso tampoco le pasó a Max desapercibido. La presionó un poco más-. Su cómplice es una mujer.

Se fijó en que aguantaba la respiración.

- ¿Ah, sí? Pues yo… no tengo ni idea de este asunto -contestó muy seria-. Él y yo… ya no tenemos una relación tan estrecha como antes y desconozco cuáles son sus amistades actuales.

- Tampoco le habrá hablado nunca del refugio que tiene en el bosque.

- Claro que no, ¿cómo iba a hablarme de ello si es allí donde comete sus crímenes?

- Yo no he dicho en ningún momento que los cometa allí.

Ella volvió a ajustarse el cinturón de la bata y luego enlazó los dedos de sus inquietas manos.

- Salió publicado en los periódicos. -Max asintió, sondeándola con su mirada penetrante-. Detective Craven… -esbozó una sonrisa forzada-, si no tiene más preguntas que hacerme, debo arreglarme para empezar a trabajar.

- Claro. -Max se puso en pie y abrió el camino hacia la puerta-. Si recuerda algo más, llámeme. -Sacó una tarjeta arrugada del bolsillo de su pantalón y se la entregó.

- Descuide.

Max abandonó la vivienda con la firme convicción de que la tenía justo donde quería. Si su intuición no le fallaba, esperaba que fuera ella la que le llevara ante él.

Jodie abrió los ojos tras un intervalo de sueño interrumpido y enfocó la visión en el techo rocoso. ¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde el secuestro? No tenía ni idea. El verdugo la había despojado de su reloj aunque tampoco podría haberlo consultado de conservarlo, pues tenía las cuerdas atadas a las muñecas. Las heridas le palpitaban de dolor pero ese era el menor de sus problemas.

Tenía la mente más lúcida ahora que se le había pasado el efecto de las drogas. Miró a su alrededor en busca de una manera de escapar. La mesa con las mortíferas herramientas estaba muy cerca de ella; si alargaba la mano lo suficiente y se apropiaba de uno de los bisturís, podría cortar las cuerdas.

Hizo un primer intento, que le arrancó lágrimas de dolor. Al estirar la mano, la tosca cuerda le erosionó las heridas abiertas y hubo de apretar los dientes para no ponerse a gritar. Estaban demasiado ajustadas y apretadas a sus muñecas y no le permitían deslizar el resto del brazo. Dolorida por el esfuerzo se dejó caer y jadeó, después lo volvió a intentar denodadamente hasta que los intentos infructuosos la hicieron llorar de rabia e impotencia.

Escuchó un sonido en el exterior y el terror volvió a golpearla y a nublarle la mente cuando él regresó. Jodie cerró los ojos, se hizo la dormida para no tener que ver su asquerosa cara, pero él la zarandeó sin ninguna delicadeza en cuanto estuvo a su lado.

- Despierta, vamos a jugar un poco -le dijo con el tono brusco, en absoluto el melodioso y frío que hasta ahora había empleado con ella.

Jodie no quiso mirarle, pero el monstruo le cogió la cara con la mano y acercó su rostro al de ella. Sudaba a chorros y tenía las facciones agarrotadas, como si algo le preocupara en exceso, pero se relajaron un poco en cuanto olió su miedo.

- Me temo que ha habido un cambio de planes y tendremos que darnos un poco más de prisa. Es una lástima, me habría gustado disfrutar mucho más tiempo de ti, eres la más hermosa y la más intrépida de todas.

- Púdrete -le espetó ella.

Su arrojo le hizo sonreír.

Sí, era una pena ponerle fin antes de tiempo. Era una putada que la policía hubiera descubierto el pastel y ahora estuvieran como locos buscándole. Por supuesto, no iban a encontrarle, nadie localizaría jamás su refugio, pero no era tan tonto como para quedarse allí. Tenía que terminar ese trabajo, tenía que hacerlo pronto, y después se largaría del país.

Se retiró de ella y Jodie vio la cámara de vídeo con el pilotito rojo encendido, enfocándola. Giró la cabeza hacia otro lado mientras él se situaba a los pies de la camilla y ajustaba la cámara a un trípode. Tras escoger el ángulo de enfoque que le interesaba, se plantó ante la mesa del instrumental y sus ojos de maniaco se desplazaron por los utensilios, buscando el que quería utilizar. Finalmente, se decidió por un bisturí que todavía conservaba restos de sangre.

Jodie apretó los dientes para que la barbilla no le temblara y cerró las manos en puños. ¿Qué tendría pensado hacer con aquello? Sintió que las náuseas le contraían el estómago y le subían por la garganta. Creyó que moriría de un infarto antes de que ese ser le pusiera una mano encima. Sin embargo, sacó fuerzas de algún lugar muy recóndito e intentó ganar tiempo.

- ¿Te han descubierto? ¿Es eso?

- Es lo que a ti te gustaría, ¿verdad? -ironizó, blandiendo el bisturí ante sus ojos-. Te dije que te olvidaras de Craven. Tu héroe no va a venir a rescatarte.

- Si me haces daño, te matará cuando te encuentre. Y ten por seguro que lo hará.

Su risa retumbó en el interior de su pecho. Aquellos dos estaban hechos el uno para el otro. Igual de idealistas y de ingenuos.

El verdugo colocó el bisturí bajo el botón superior de su blusa y tiró de él, rasgando la tela y haciendo que el botón saltara por los aires. Efectuó el mismo procedimiento con todos los botones y, por último, retiró la blusa.

- Me encanta la lencería blanca -siseó con los ojos clavados en su sujetador-. No estarías donde te encuentras si no me hubieras despreciado, porque mis planes iniciales no eran estos. Quería tenerte para mí, en mi cama, y me gustaba verte en televisión, no como a las otras, que eran pésimas actrices. Tú sola te lo has buscado.

Introdujo el bisturí entre las dos copas del sujetador y rasgó la tela que las unía. En un acto casi reverencial, retiró la tela y descubrió sus pechos, que observó como si fuera lo más hermoso que hubiera visto en su vida.

Reprimiendo el vómito, Jodie volvió a forcejear con las cuerdas hasta el punto de creer que le seccionarían las muñecas. Con la mano libre de guantes, mientras ella se contorsionaba en su inútil intento por liberarse, él dibujó una línea con el dedo índice desde el cuello en dirección al ombligo y luego volvió a ascender trazando el mismo dibujo.

- Eres preciosa, tan femenina, tan suave, tan esbelta… -Le tocó los labios pero ella se los mordió tan fuerte que se clavó los dientes en ellos. Él le propinó una tremenda bofetada que hizo girar su cara. Jodie gimoteó-. Ahora ya no me miras con altivez, ¿verdad? Ya no crees que seas demasiado mujer para mí.

- Eres un maldito chiflado.

Empezaron a escocerle los ojos cuando le desabrochó los pantalones vaqueros y tiró de ellos hacia abajo. Las lágrimas se le agolparon en ellos y luego resbalaron por las comisuras. Le temblaba todo el cuerpo, de frío y de miedo.

El verdugo se retiró un momento y se situó detrás de la cámara de vídeo para hacer un zoom sobre el lugar que más le interesaba. Ella tenía el rostro encharcado de lágrimas y el pecho le subía y bajaba a un ritmo trepidante, parecía rendida. Sin embargo, en un alarde de valentía, Jodie levantó el rostro y le dijo:

- Tú no eres un hombre, eres un mierda que no puede estar con una mujer a menos que la fuerce.

Su comentario la llevó a recibir una nueva bofetada en la otra mejilla, pero ella aguantó el dolor y la humillación con toda la entereza que pudo reunir. Se escuchó un ruido metálico desde algún lugar que captó el interés del verdugo. Era un sonido creciente y musical, la melodía de un móvil. Debía de ser una llamada importante porque apagó la cámara de vídeo y dejó el bisturí sobre la mesa.

- Cuando regrese, voy a follarte duro. Vas a saber de primera mano lo que es un hombre.

En cuanto se marchó de allí y volvió a quedarse sola, tiró de las cuerdas con todas sus fuerzas; prefería seccionarse ambas manos que quedarse allí esperando a que él regresara para cumplir su amenaza. Pero todos sus intentos por soltarse fueron en vano. La desesperación la llevó a gritar con todas sus fuerzas, aunque sabía que sus gritos no serían escuchados por nadie del exterior.

El verdugo recorrió la fría y estrecha gruta hacia un amplio recodo, donde estaba el colchón en el que había dormido unas horas, la maleta y la bolsa con el dinero. Cogió el móvil del interior del abrigo que había dejado sobre el colchón y contestó secamente a la llamada entrante.

- ¡¿Por qué tenías el móvil apagado?!

La mujer le gritó al otro lado de la línea, obligándole a despegarse el auricular del oído.

- ¡La policía te ha descubierto! Dijiste, me prometiste, que eso jamás sucedería y resulta que el detective Craven acaba de marcharse de mi casa. Sabe que somos amigos y sabe que tienes un cómplice, ¡una mujer! Maldita sea, ¡explícame ahora mismo qué es lo que ha sucedido! -le chilló, mientras daba vueltas en círculos.

- ¡No lo sé! -le contestó en un susurro furioso-. Myles debió de verme con Crumley en la fiesta de su padre.

- ¡La fiesta de Edmund tuvo lugar hace más de cuatro meses!

- Ya lo sé, pero ella lo ha recordado ahora. Como comprenderás no perdí el tiempo preguntándole al respecto. -A continuación, la puso al corriente de todo lo que había sucedido la noche anterior-. No podemos perder los nervios. Si actuamos con tranquilidad, todo saldrá bien. Me desharé de Graham y nos reuniremos en la entrada de la interestatal 10 a las nueve de la noche. ¿Tienes la documentación y el dinero contigo?

- No puedo creer que me hayas colocado en esta situación, joder. -Se mordisqueaba tan fuerte la uña del meñique que se le partió por la mitad-. ¿Cómo pudiste dejarte ver en la fiesta del padre de una detective de la policía?

- Ya te lo expliqué, yo ya me marchaba a casa y el muy estúpido me abordó en el garaje. ¡No fue culpa mía! -bramó, al tiempo que se retiraba el sudor de la frente-. Acabo de decirte que no hay razón para alterarse. ¿Has tenido la sensación de que Craven sospecha de ti?

- Claro que sospecha de mí. Si no me ha llevado arrestada es porque no tiene ninguna prueba para hacerlo. Pero es cuestión de tiempo que la encuentre. -Por mucho que le pidiera que se tranquilizara, ella continuaba histérica-. Escucha, no quiero seguir hablando por teléfono; no me parece un método seguro. Tenemos que vernos ahora mismo.

- ¿No puedes esperar a que nos reunamos esta noche?

Le parecía mentira que le estuviera pidiendo aquello. La policía estaba buscándole, conocían su identidad, y él seguía obsesionado con la idea de divertirse con su presa hasta que llegara la noche, en lugar de salir corriendo del país en ese mismo instante. Por supuesto, no pensaba ir con él a ningún sitio porque el único motivo por el que había permanecido a su lado era el dinero. Ella tenía otros planes en los que no había cabida para él, aunque le dejó creer que le seguiría hasta el infierno.

- No, claro que no puedo esperar. Tenemos que hablar y trazar un plan ahora mismo.

- Está bien. Estoy en la cueva.

- No me apetece ir hasta allí, el camino está embarrado y perdería más de hora y media en ir y volver. Nos veremos dentro de media hora en la puerta del Taco Bell que hay al final de Canyon Road.