Capítulo 19

Cada vez que se miraba en algún espejo descubría que su piel tenía una luz diferente, al igual que sus ojos. Además, cuando se perdía en sus pensamientos, hecho que había sucedido con excesiva frecuencia a lo largo del fin de semana mientras servía cafés y bizcochos en el Starbucks, se le formaba una vaga sonrisa en los labios.

Hacía tres noches que dormía en la caravana de Max. Tres noches de sexo desenfrenado y ardiente, de largas conversaciones en la cama, de duchas compartidas en el minúsculo plato de ducha del baño. Y de pocas horas de sueño, aunque rebosaba tanta energía que nadie lo habría dicho.

Solo había una cosa que había oscurecido los maravillosos momentos que habían compartido, y fue la llamada anónima que recibió en su móvil el sábado por la noche, mientras cenaban un plato de marisco en el restaurante Grill del muelle Pier. Fue Max quien volvió a ponerse al teléfono pero, al contrario que la vez anterior, se identificó como detective de homicidios y esperó a que el otro hiciera el siguiente movimiento. No esperaba que colgara de inmediato, lo cual significaba que sus palabras le habían asustado.

Max le comentó que era posible que la dejara tranquila durante una temporada, quizás incluso no volviera a importunarla, todo dependía de su grado de temor hacia la policía.

- Pero si vuelve a hacerlo, haré lo que te dije. Te pincharé el teléfono y yo mismo me ocuparé de localizar su llamada y de encontrarle.

Después de tantos días sin tener noticias de su acosador, Jodie tenía la esperanza de que las llamadas y el resto de intimidaciones hubieran finalizado. Sin embargo, llegados a ese punto, creyó conveniente poner a Max en antecedentes de las palabras que había cruzado con Glenn justo después de conocer su despido.

Al no tener pruebas fehacientes, Max no podía afirmar con la rotundidad que le hubiera gustado que fuera Hayes quien estaba detrás de todo aquello pero, de todas las personas que la rodeaban, él y Eddie Williams continuaban siendo los que más papeletas tenían.

Jodie accionó las luces de corto alcance del coche al acceder a uno de los múltiples túneles que debía cruzar en el camino hacia Los Ángeles.

Había otra cosa que la intranquilizaba casi tanto o más que la primera: no había sido capaz de contarle a Max su pasado como empleada de La Orquídea Azul. Lo había intentado en un par de ocasiones durante las noches que había pasado a su lado, pero siempre ocurría otra cosa que la distraía y entonces decidía dejarlo para después. Y ese después nunca llegaba. Tenía miedo, e iba en aumento. Cuanto más se afianzaba su relación con Max, mayor era su temor a perderle.

Salió del túnel y la inmensa ciudad se desplegó ante sus ojos. Los carriles de la autopista se ensancharon para acoger a todos los que se incorporaban desde carreteras nacionales y la entrada a Los Ángeles se colapsó de tráfico.

No soportaba continuar omitiéndole cosas importantes. Tenía que decírselo y debía hacerlo cuanto antes, sin que la acobardaran las consecuencias.

El alivio que experimentó al no encontrarse con Eddie en el despacho de Layla aquel lunes por la mañana solo era comparable al que sentía cuando se quitaba los zapatos de tacón después de andar con ellos durante horas. Había empezado a pensar que Eddie controlaba la agenda de su amiga y que esa era la razón por la que, últimamente, siempre estaba presente en las reuniones que concertaba con ella. Pues bien, Jodie se había presentado allí sin avisar, y no debía de estar muy mal encaminada en sus suposiciones porque no había ni rastro de él.

No había vuelto a ir por allí desde la desagradable reunión que mantuvieron los tres a propósito de la oferta que le había hecho el tal Harry Leckman a través de Layla. A Jodie le dolió que su representante arrojara la toalla y que se pusiera de parte de Eddie. Fue como reconocer que la daba por perdida y que, realmente, no servía para hacer otro tipo de cine.

Ahora que sentía que el agua le llegaba al cuello, su enfoque de la situación había variado ligeramente. Jodie continuaba negándose a aceptar un papel como el que le habían ofrecido pero, si era cierto que el tal Leckman había movido cielo y tierra para localizar a Layla, tal vez también estuviera dispuesto a negociar algunos puntos de dicha propuesta.

Y por eso estaba allí. Necesitaba el dinero. No podía permitirse el lujo de depender económicamente de nadie.

- ¿Así que quieres el papel? -preguntó una Layla que parecía estar diciéndole «al final no te ha quedado más remedio que tragarte tu orgullo»-. Me parece una idea fantástica que hayas cambiado de opinión, estoy convencida de que si lees el guion te encantará. -Sonrió, señalándole la silla para que tomara asiento. Jodie obedeció-. Solo existe un pequeño inconveniente. Han pasado varios días desde que te comuniqué su oferta y, ante la falta de respuesta, Leckman ha decidido organizar un casting para atraer aspirantes.

- No quiero presentarme al casting, lo que necesito es que me conciertes una reunión con él. ¿Crees que es posible?

Layla frunció los labios rojos y apoyó los codos sobre la mesa. La observó con mirada evaluativa.

- ¿Para qué quieres una reunión con Leckman?

- Bueno, he pensado que… -Se cruzó de piernas y enlazó las manos sobre la rodilla. Temía que Layla creyera que cuestionaba su profesionalidad con lo que dijo a continuación-. Quisiera tratar algunos aspectos de la oferta directamente con él. Dijiste que estaba muy interesado en mí y creo que, si me conociera personalmente, podría convencerle para que introdujera modificaciones en el papel.

- ¿Qué modificaciones? -preguntó con la cejas arqueadas, aun cuando intuía la respuesta.

- Las relativas al sexo. No quiero rodar escenas reales.

- Jodie… -pronunció su nombre de manera condescendiente y ella se puso en tensión-. Hay cientos de actrices en Los Ángeles que no solo estarían dispuestas a hacerlo, sino que además pasarían por encima de quien hiciera falta para hacerse con ese papel.

- Ya lo sé, pero tú dijiste que a Leckman le encanté cuando me vio en Rosas sin espinas.

- Te vuelvo a repetir que ha puesto en marcha un proceso de selección, y es posible que ya tenga escogidas a algunas candidatas que le gusten incluso más que tú. Ya sabes que este negocio es una carrera, Jodie. Si te quedas dormida, otras aprovecharán para adelantarte.

- Quiero una entrevista con Leckman -reiteró obstinada-. No tenemos nada que perder.

Layla suspiró indecisa al tiempo que se frotaba la barbilla. A continuación, buscó una tarjeta en su cajón del escritorio y agarró el teléfono para hacer una llamada. Estuvo hablando con Harry Leckman de manera amigable durante al menos tres minutos. Por los retazos de la conversación que pudo escuchar, en los que se repitió con frecuencia la palabra «casting», Jodie entendió que no iba a tener esa entrevista.

- Le ha alegrado saber de ti. -Layla devolvió el teléfono a la horquilla una vez finalizó la charla-. Ha accedido a tener una entrevista personal contigo siempre y cuando te presentes a la prueba como las demás chicas. Él ya tiene a dos candidatas firmes para el papel. Ya te dije que en este negocio no hay tiempo que perder.

- Está bien, me presentaré a la prueba -dijo dispuesta-. ¿Cuándo es la próxima audición?

Layla consultó su reloj de pulsera.

- En media hora, en la calle 8 con la avenida Ceres.

- Bien.

Jodie se levantó resuelta y se dio la vuelta para coger el bolso y el abrigo que había dejado sobre el respaldo de la silla. Si se daba prisa, llegaría puntual.

- Jodie.

Se metió las mangas del abrigo por los brazos y se cruzó la correa del bolso por los hombros.

- ¿Qué?

- ¿Crees que vale la pena? Las candidatas de las que Leckman me ha hablado están más que dispuestas a bajarse las bragas y a tener relaciones sexuales reales delante de las cámaras. ¿Qué piensas ofrecerle tú para que esté dispuesto a cambiarte por alguna de ellas?

- Sabré responderte a eso cuando tenga la entrevista. -Se abrochó los botones y se sacó el cabello por fuera del abrigo-. Tengo que intentarlo.

- ¿Y si te dice que no?

No pensó ni un segundo su respuesta.

- Seguiré conservando la dignidad.

Lo primero que pensó cuando llegó al lugar donde había estacionado el coche, a unas cuatro manzanas del edificio donde Layla tenía su oficina, fue que se lo habían robado. No estaba allí. Pero ¿cómo iban a robárselo a las once y media de la mañana en pleno centro de Los Ángeles? La calle 10 con Broadway era un hervidero de transeúntes que caminaban frenéticamente de un lado para otro. Ni el más habilidoso de los chorizos se habría atrevido a robar un coche ante tanto testigo.

Vio que había una pegatina anaranjada adherida al suelo y entonces comprendió que le habían puesto una multa y que la grúa se lo había llevado. El motivo estaba claro: había aparcado en un vado.

- Maldita sea. ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta?

La letra impresa en la pegatina era tan pequeña que no podía leerla desde su metro setenta y seis de estatura. Se inclinó para ver la dirección y frunció el ceño. La calle Channing estaba en la otra punta de Los Ángeles, a una media hora de camino si el tráfico era favorable. No podía perder el tiempo en ir a recoger su coche porque entonces no llegaría puntual a la prueba. Se quedó donde estaba, atenta a los taxis que circulaban por la calle en busca de alguno que no llevara puesto el cartelito de ocupado.

Escuchó una voz masculina a su lado, aunque con el ruido de los motores y las bocinas de los coches no entendió lo que le decía. Le miró para prestarle atención, creyendo que se trataba de algún viandante que se había detenido para decirle algo, pero el hombre que estaba a su lado era un rostro conocido. Un rostro que no le apetecía ver.

- Buenos días, Jodie. -Él esbozó una media sonrisa que no le transmitió ninguna confianza-. ¿Qué te trae por el centro de Los Ángeles?

- Buenos días -respondió seria a su saludo-. Nada importante, tengo que hacer unas compras.

- ¿Y tienes problemas para encontrar un taxi?

- Como siempre en esta ciudad.

Él se quedó mirando el suelo. La pegatina de color naranja fosforito llamaba la atención sobre la baldosa gris de las aceras.

- ¿Se han llevado tu coche?

Jodie asintió de mala gana.

- No me di cuenta de que había aparcado en un vado.

Alzó el brazo, pero el taxi que llevaba el cartelito de libre no debió verla porque pasó a toda velocidad ante sus narices.

- ¿Adónde te diriges?

Vaciló. No le agradaba la idea de darle conversación. Quería que se largara y la dejara tranquila aunque, con lo persistente que era, eso no ocurriría hasta que parara algún taxi.

- A la avenida Ceres.

- Pues estás de suerte, porque me pilla de camino. -Señaló su propio coche, aparcado al otro lado de la calzada-. Te llevaré.

«Qué mala suerte tienes», pensó Jodie. Con lo grande que era Los Ángeles y él tenía que ir en su misma dirección.

- No es necesario que te molestes. En cualquier momento pasará un taxi.

- No es ninguna molestia. Insisto en llevarte y así tendremos ocasión de limar asperezas durante el camino.

A Jodie se le hizo un nudo en la boca del estómago. Ni quería ir con él ni deseaba limar asperezas, pero no sabía qué excusa inventar para quitárselo de encima sin resultar brusca. Tenía la tonta manía de ser siempre políticamente correcta incluso con quienes no se lo merecían.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera, el tiempo se consumía, y luego le miró a los sagaces ojos, en los que afloraba la media sonrisa que esbozaban sus labios delgados.

La avenida Ceres estaba a unos escasos quince minutos en coche -trece o catorce si era un conductor avezado-. No era mucho tiempo material, aunque, a su lado, esos minutos iban a hacerse insufribles como realmente se le ocurriera sacar a colación los asuntos que habían causado fricción entre los dos. Y los que no la habían causado, tampoco le interesaban.

Miró indecisa a ambos lados de la calle, esperando a que apareciera ese puñetero taxi que nunca llegaba para rescatarla de la situación comprometida. Él aguardaba a su lado, presionándola con la mirada a que le acompañara. Al final, no le quedó más remedio que aceptar su invitación.

Ya en el interior del coche, que olía a cuero y a madreselva -Jodie vio una bolsita que contenía flores de la aromática planta colgando del espejo retrovisor interior-, él empezó disculpándose por su comportamiento, aunque su tono era tan ligero que no resultaba acorde con el mensaje de arrepentimiento que contenían sus palabras. Sí combinaba, por el contrario, con la expresión relajada de su cara. Jodie se atrevería a decir que incluso parecía dichoso.

Se limitó a escuchar y a asentir sin que sus labios pronunciaran palabra; no tenía ningún interés en darle conversación, pero entonces él se pasó el desvío hacia la calle Ceres y Jodie se puso rígida sobre el asiento.

- Te has saltado el desvío. -Miró hacia atrás, la intersección que debían tomar se hizo más pequeña a través del cristal trasero. Él había aumentado un poco la velocidad-. Tendrás que dar media vuelta en cuanto tengas ocasión, nos estamos alejando.

- Tranquila, conozco un atajo para ahorrarnos el tráfico y los semáforos.

- ¿Calle abajo? -preguntó incrédula, buscando una mirada explicativa que él no le ofrecía. Tenía los ojos clavados en la calzada, la mirada abstraída y las manos rígidas sobre el volante-. ¿Adónde me llevas?

- Acabo de decírtelo. -La miró y sonrió, y en la cara se le formó una mueca inquietante-. No te preocupes, me conozco Los Ángeles como la palma de la mano.

Ese no era el caso de Jodie, pero en un año viviendo allí había aprendido perfectamente a moverse por el centro y sabía qué camino tomar para llegar a su destino y, desde luego, no era ese. Algo no iba bien. Le había tendido una encerrona en toda regla.

- Da la vuelta ahora mismo -le exigió.

- Está prohibido girar aquí, cariño. -Su tono burlesco disparó unas cuantas alarmas más.

- ¿De qué va esto?

- ¿De verdad quieres saberlo ya? ¿No prefieres esperar a verlo con tus propios ojos?

- Para el coche -le espetó. Haciendo caso omiso, él aceleró y adelantó a un par de coches por el carril del centro. Se pasó un semáforo en ámbar y continuó bajando con la intención de coger la autopista de salida-. ¡He dicho que te detengas!

- He dicho que te detengas -la emuló empleando un tono llorón.

Bloqueó las puertas con un mando a distancia cuando detectó las intenciones de la joven de abrir la puerta y saltar con el coche en marcha.

Ella se volvió llena de rabia. Si las miradas matasen, sus ojos azules le habrían pulverizado en menos de un segundo. Él volvió a sonreír. Prometía ser mucho más divertido y apasionante de lo imaginado.

- ¿Qué es lo que quieres de mí?

- Que luches.

- ¿Qué?

- Quiero que pelees como hiciste en el bosque, cuando tumbaste tú solita a ese imbécil de Crumley. -Relajó los rasgos como si acabara de saborear el mejor vino que hubiera probado nunca-. Demostraste ser una mujer valiente, intrépida y que está dispuesta a luchar por su vida hasta las últimas consecuencias. Eso es lo que quiero de ti.

Jodie no entendía nada, pero sus palabras la horrorizaban porque parecían dichas por una persona que no estaba bien de la cabeza.

Agarró su bolso y buscó en el interior para apropiarse de su móvil.

- Ahora mismo voy a llamar a la policía.

Con dedos temblorosos comenzó a marcar el número, pero él se lo quitó de las manos, bajó el cristal de la ventanilla y lo arrojó al exterior. Ella gritó horrorizada.

- Conozco de sobra a las mujeres de tu calaña, os gusta calentar las braguetas y, cuando tenéis al tío a vuestros pies, os dais media vuelta y le dejáis con dolor de huevos. -Chasqueó la lengua con desagradado-. Pensaba que el mundo del cine era más interesante contigo dentro, pero tu carácter lo ha echado todo a perder. -La miró, ella estaba pálida como el papel y los ojos reflejaban miedo. En una mujer, a él le excitaba el miedo más que cualquier otra emoción-. Me encantó cómo te defendiste de Crumley y quedas muy bien delante de las cámaras. Ahora vas a interpretar el papel más importante de tu vida. No he podido resistirme.

Jodie tenía toda la piel erizada y una presión tan fuerte en el pecho que le costaba respirar. Los pensamientos giraban en su cabeza a una velocidad vertiginosa, algunos contenían ideas tan horribles que hasta a ella misma le parecieron disparatados. Un profundo temor le paralizaba los músculos, como cuando se intenta correr en una pesadilla. Le preguntó con un hilillo de voz:

- ¿Resistirte a qué?

- A llevarte conmigo, claro.

- ¿Adónde?

Él volvió a sonreír, provocando que el corazón se le acelerara. -A mi refugio secreto. Lo pasaremos bien.

El corazón cogió un ritmo imposible, creyó que sufriría un infarto si continuaba latiendo a esa velocidad. Los pensamientos disparatados se confirmaron como horrorosas verdades y la parálisis que sufría desapareció para permitirle por fin reaccionar. Jodie se abalanzó sobre él y le golpeó con todas sus fuerzas. Él se protegió de sus certeros puñetazos alzando el brazo, pero perdió el control del coche y zigzagueó peligrosamente entre los que circulaban a su lado.

Jodie le insultó con todas sus ganas a la vez que continuaba golpeándole, sin miedo alguno a que se estrellaran. Pero esto último no sucedió. El maldito hijo de perra invadió el carril de la derecha y, dando un brusco volantazo que la hizo zarandearse hasta chocar fuertemente contra la puerta, se retiró al arcén. Estrepitosos bocinazos sonaron a su alrededor mientras el coche frenaba hasta detenerse. Recuperada del golpe, volvió a arremeter contra él a la vez que intentaba infructuosamente hacerse con las llaves y con el diminuto mando a distancia que desbloqueaba las puertas. No obstante, ahora que ya no tenía que prestar atención a la conducción, la redujo con facilidad.

La apresó por las muñecas, ella se inclinó y le mordió un dedo, él soltó un alarido de dolor, ella siguió clavando los dientes y él le propinó un golpe en la cabeza que momentáneamente la sumió en oscuras tinieblas. La empujó contra el asiento, Jodie se frotó con torpeza el lugar donde la había golpeado mientras abría y cerraba los ojos para enfocar la visión, que tenía borrosa.

En su aturdimiento, le vio desenroscar un botecito marrón con una etiqueta blanca que sacó de la guantera y, con el líquido que contenía, empapó un pañuelo que extrajo del bolsillo delantero de sus pantalones.

Jodie apretó la espalda contra la puerta y se defendió alzando los brazos y cruzándolos por delante de su rostro. Él era mucho más fuerte que ella y volvió a asirle salvajemente por las muñecas a la vez que presionaba el pañuelo contra su boca y su nariz, aplastándole la cabeza contra el cristal de la ventanilla. Intentó coger aire pero no pudo hacerlo, tenía las vías respiratorias obstruidas, y el olor del líquido con el que estaba impregnado el pañuelo le inundó la garganta y las fosas nasales. Dejó de forcejear, las fuerzas la estaban abandonando mientras sus músculos se volvían de mantequilla. La espesa neblina de la inconsciencia le invadió el cerebro y empezó a alejarla de la realidad.

Jodie parpadeó, las pestañas le temblaron y los ojos empezaron a cerrarse mientras los gemidos ahogados languidecían en su garganta.

Y todo se cubrió de oscuridad.

Estaba de los nervios. La entrevista de esa tarde con la señora Roberts iba a ser de vital importancia en el proceso de la guarda pre adoptiva. Había insistido mucho en conocer a Jodie y él estaba seguro de que la razón de esa insistencia jugaría un papel fundamental en el veredicto final de la estirada mujer.

No desconfiaba de las habilidades de Jodie para caerle bien, ella era un encanto y podía meterse en el bolsillo a cualquier persona que se propusiera. Quien le preocupaba era la asistente social y su juicio personal sobre lo que le convenía a Jacob y lo que no. Temía que no fuera imparcial.

Metió las manos en los bolsillos y hundió la mirada en el mar, tranquilo tras los días de tormenta. Empezaba a anochecer y los que salían a navegar en botes o veleros ya se acercaban a la costa. Las gaviotas aprovechaban los últimos minutos de luz para sobrevolar la playa en busca de alimento, y las luces del restaurante Grill se encendieron iluminando el final del muelle Pier. Todo ello indicaba que ya eran las seis de la tarde, aunque Max se cercioró echando una mirada a su reloj de pulsera. Pasaban cinco minutos de las seis.

Jodie ya debería haber llegado. Lo habían hablado la noche anterior y quedaron en que estaría allí a menos cuarto. Para Max era importante que la señora Roberts los encontrara juntos cuando se personara en la caravana.

Sacó el móvil del bolsillo trasero, buscó su número en la agenda y la llamó. El mensaje que recibió desde el otro lado de la línea fue que su móvil estaba apagado o fuera de cobertura. Max se lo despegó de la oreja y lo miró por si el problema era suyo, pero su cobertura era perfecta.

A sus espaldas escuchó el ruido de un motor. El coche de la señora Roberts cruzaba el aparcamiento de la playa buscando una de las plazas más cercanas.

- Maldita sea… -Volvió a intentarlo con el teléfono pero obtuvo la misma respuesta-. ¿Dónde te has metido?

Deshizo los pasos y avanzó firmemente sobre la arena de camino a su refugio. Volvía a tener la espalda sudada, y eso que hacía un frío que pelaba allí fuera.

Una vez dentro caminó en círculos como un león enjaulado, pensando en la nefasta impresión que se llevaría la asistente cuando descubriera que la razón de su visita no había llegado todavía. Se pasó una mano por el pelo, se lo revolvió, dio más vueltas por el pequeño comedor mientras el gato le miraba atentamente desde su caja de cartón, y volvió a mirar su móvil con la vaga esperanza de que le sonara entre las manos.

Seguro que Jodie tenía una explicación razonable al hecho de llegar tarde a una cita tan crucial como aquella, pero lo que Max no podía entender era que ella no le hubiera avisado de su tardanza ni que tuviera el móvil apagado. ¿Y si le había pasado algo?

Los golpecitos en la puerta interrumpieron sus pensamientos, aunque no los nervios que le atenazaban las entrañas. ¿Qué diablos iba a decirle ahora?

La mujer le miró con la misma expresión austera de siempre, con el mismo traje de chaqueta sobrio y de líneas rectas, con la misma carpeta de piel donde recopilaba los informes que harían que cambiara su futuro. La hizo pasar y le ofreció asiento. Ella inspeccionó el interior con mirada indagatoria, haciéndose preguntas silenciosas sobre el paradero de la joven a la que había ido a conocer, y a Max no le quedó más remedio que contarle la verdad.

- Siento decirle que Jodie no ha llegado todavía. No sé qué es lo que le ha podido suceder, estoy intentando ponerme en contacto con ella y no responde a mis llamadas. -Apretaba su móvil tan fuerte que las piezas emitieron un crujido.

- Yo sí que lo siento, señor Craven -comentó con el tono más agrio que de costumbre-. ¿Acaso no informó a su novia de la importancia de conocernos?

- Por supuesto que sí -contestó serio, sintiéndose incapaz de dominar los nervios-. Ella es una mujer responsable. No sé qué es lo que la está retrasando pero seguro que tiene un motivo de peso. Le pido que espere cinco minutos. -Como no fuera un poco más amable, la señora Roberts no le concedería ni un solo segundo-. Por favor -agregó.

- Señor Craven, no me gusta perder mi tiempo ni que me lo hagan perder. Si en los próximos cinco minutos su amiga no aparece, la entrevista quedará cancelada y mañana presentaré mi informe al juez con mis conclusiones finales.

Apretó los dientes y sintió resbalar una gota de sudor por la sien.

- Gracias -se vio obligado a decir, cuando lo que en realidad le apetecía era abrir la puerta, darle un empujoncito en su orondo trasero y pedirle al Ministerio Público que le mandara una profesional con un poco más de humanidad-. Volveré a llamarla.

La imposibilidad de contactar con ella hizo que su temor creciera por segundos. ¿Y si su acosador había decidido dar un paso más y la había agredido físicamente? Se le revolvió el estómago y los cinco minutos siguientes fueron insoportablemente tensos. La señora Roberts se levantó finalmente y dio por concluida la reunión. Max tuvo la impresión de que, en el fondo, se alegraba.

- Flaco favor le ha hecho su amiga -comentó con impertinencia mientras se colgaba el bolso y cogía su carpeta de la mesa-. A través de su abogada le llegará la notificación del juez sobre el día en que se celebrará la vista previa a la toma de decisiones. -Max le abrió la puerta. Solo el sentido común y el miedo de perder a Jacob le impelieron a conservar las formas-. Hasta pronto, señor Craven.

Él asintió con la cabeza porque, si abría la boca, era posible que perdiera los estribos. Luego cerró la puerta de un portazo, cogió su cazadora de piel y puso el coche rumbo a la calle Heller.

El dueño del motel le dijo que había visto a la señorita Graham abandonar la habitación por la mañana temprano y que todavía no había regresado. Max le puso la placa delante de las narices al tiempo que le exigía la copia de una llave para entrar en la habitación.

- Eso está prohibido. Usted necesita una orden judicial para llevar a cabo un allanamiento.

Aquello era cierto, pero Max no iba a esperar a obtener una puñetera orden judicial.

- Es posible que la señorita Graham se encuentre en apuros; por lo tanto, si no me entrega la llave ahora mismo tiraré la puerta a patadas. Usted decide -le dijo con un tono tan amenazante que surtió efecto.

El hombre le entregó la llave y Max subió las escaleras de dos en dos. La habitación se encontraba en orden. El perro de peluche estaba sobre la silla a los pies de la cama, la maleta ya vacía se hallaba en el interior del armario empotrado junto con su ropa, y la percha donde la había visto colgar el abrigo y el bolso permanecía desnuda en su rincón. El baño todavía olía al gel de ducha con olor a fresas que ella usaba y los productos de aseo estaban ordenados en sus respectivos rincones. Miró en los cajones por si encontraba una agenda en la que anotara sus planes, pero tras cinco minutos inspeccionando la habitación llegó a la conclusión de que allí no iba a encontrar nada útil.

Max acudió a comisaría después de insistir al móvil una vez más. Estaba tan enfermo por la preocupación que Faye se lo leyó en la cara y no tardó ni un segundo en preguntar. Él solo le explicó la parte que concernía a su ausencia de esa tarde en la reunión con la señora Roberts y ella acogió la información con una mezcla de sorpresa mal disimulada y mucha cautela. Max entendió que le creyera exagerado cuando no estaba al tanto de lo que había por detrás, y no le quedó más remedio que ponerla al corriente del tema del acosador.

La poca simpatía que Faye le profesaba a Jodie seguía patente en su lenguaje físico mientras él se lo explicaba todo, pero no dudó en ayudarle.

- Su representante se llama Layla, no sé el apellido. Prueba a encontrar una agencia de representación cuya propietaria se llame así. -Faye dejó a un lado el expediente del caso en el que estaba trabajando y tecleó el nombre de la mujer en el buscador de Internet-. Yo hablaré con tu padre, es posible que ella haya regresado a Irvine.

Edmund Myles se puso al teléfono al sexto timbrazo. Max se identificó y el director le pidió unos segundos para regresar a su caravana y poder hablar a solas. Le dijo que era la hora de la cena y que estaba todo el equipo reunido tomando unos bocadillos y unas cervezas en el exterior. Los murmullos que se escuchaban en un segundo plano se fueron amortiguando conforme se alejó, y se extinguieron al encerrarse en su caravana.

- ¿En qué puedo ayudarle, detective Craven?

- Se trata de Jodie Graham. Estoy intentando localizarla pero hace horas que su móvil está apagado. Necesito saber si ha ido hoy a Irvine, al campamento de rodaje.

- ¿Jodie? No, ella se marchó de aquí el viernes por la noche y no he vuelto a verla -contestó-. ¿Sucede algo?

- Es lo que quiero averiguar. -Max apoyó los brazos sobre la mesa y se masajeó el ceño mientras le hacía más preguntas-. Señor Myles, ¿los actores de su serie se encuentran ahora mismo en el campamento?

- Los principales, sí. ¿Por qué lo pregunta?

- ¿Están allí desde por la mañana?

- Sí, claro. Hoy hemos trabajado duro.

- Glenn Hayes y Cassandra Moore. ¿Les ha perdido de vista en algún momento del día?

- Bueno… -Myles reflexionó e hizo cálculos-. Antes de la hora de la comida me marché con el equipo de exteriores a buscar nuevos lugares para rodar.

- ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

- Pues no lo sé, no miré el reloj. Supongo que un par de horas. -Max se apoyó sobre el respaldo de la silla y esta crujió. La energía contenida se le escapaba por todos los poros y Faye miró por encima de su hombro el percibir su tensión-. ¿Por qué me hace todas estas preguntas? ¿Qué es lo que sucede?

- Necesito que alguien me confirme que sus actores no se han movido de allí. Busque a alguien que me lo pueda ratificar y póngame a esa persona al teléfono -le dijo con voz rigurosa.

- De acuerdo, le devolveré la llamada tan pronto como me sea posible.

- Hágalo.

Max cortó la comunicación sin despedirse y atendió a las noticias que Faye tenía preparadas.

- Hay dos agencias en Los Ángeles que responden al nombre de Layla. -Le pasó uno de los teléfonos-. Yo me ocuparé del otro.

Max se levantó de la silla para cambiar de postura, no estaba cómodo de ninguna manera, y se sentó sobre la mesa mientras pulsaba los números del teléfono de una de las agencias.

- Agencia de representación Layla Cook, ¿en qué puedo ayudarle? -contestó una mujer con la voz juvenil y cantarina.

- Detective de homicidios Max Craven. ¿Con quién hablo?

- Con Terry O’Donnell, la secretaria de Layla -contestó la joven, a la que acababan de esfumársele las notas musicales de la voz.

- Necesito hablar con la señora Cook inmediatamente.

- Manténgase unos segundos a la espera. Le paso.

La voz de Layla Cook, más serena y modulada que la de su secretaria, contestó al otro lado de la línea al finalizar una musiquita de organillo que le afiló aún más si cabe los nervios.

- Señora Cook, soy el detective de homicidios Max Craven -la mujer fue a decir algo pero él la interrumpió porque tenía prisa por ir al grano-. Me consta que usted cuenta entre sus representados con una joven actriz que se llama Jodie Graham.

- ¿Jodie? Claro que sí -su voz templada se agitó un poco-. ¿Es que le ha sucedido algo?

Faye acababa de colgar el teléfono y Max le hizo un gesto para indicarle que tenía a la Layla que les interesaba.

- ¿Cuándo la vio por última vez? -contestó con otra pregunta.

- Esta mañana estuvo aquí.

- ¿De qué hablaron?

- De un posible trabajo que podía ser de su interés. Ella se marchó de mi oficina al cabo de unos minutos para llegar a tiempo a las pruebas.

- ¿Qué pruebas? -Su voz sonó áspera y cortante. Tenía la mano tan sudada y apretaba tan fuerte el teléfono que creyó que lo rompería por la mitad-. ¿Se refiere a uno de esos castings?

- Así es. -La mujer perdió la templanza y preguntó con inquietud a su vez-. ¿Va a decirme qué le sucede a Jodie? Me está usted preocupando.

Max no se fiaba de nadie. Todas las personas con las que estaba hablando formaban parte de esa lista negra de posibles acosadores que había confeccionado junto a Jodie. Pero escuchar la palabra «casting» le provocó calambres en el estómago porque el asunto tomaba una dimensión mucho más preocupante.

- No lo sé todavía, señora Cook -fue lo único que le contestó-. Necesito el número de teléfono de la productora que ha llevado a cabo las pruebas de esta mañana. Y lo necesito ahora mismo.

Tras media docena de llamadas en las que sus interlocutores se pasaron la pelota los unos a los otros, Max consiguió hablar con la secretaria que había estado presente en la organización de la audición a la que supuestamente se había presentado Jodie. La joven que dijo llamarse Rachel, tras revisar la base de datos del ordenador, le dijo que la señorita Graham no se había personado en el lugar de las pruebas. De todos modos, Max le pidió que le enviara un fax con el listado de miembros que habían formado el equipo.

Justo después de colgar el teléfono recibió en su móvil la llamada de George Seagal, el productor ejecutivo de Rosas sin espinas, que certificó que tanto Cassandra como Glenn habían pasado todo el día en el campamento.

Max soltó el móvil sobre la mesa y se pasó la mano por el pelo. Estaba peor que al principio. Había agotado todos los recursos y no había obtenido ni una sola pista. O tal vez sí. Pensar en ello le ponía los pelos de punta pero no podía desdeñar esa posibilidad. Se volvió hacia Faye, que aguardaba silenciosa a que él moviera otra ficha.

- ¿Y si estoy equivocado? -Su compañera alzó las cejas-. ¿Y si el tío que la ha estado acechando es el verdugo?

- No tenemos constancia de que el verdugo acosara a sus víctimas.

Max volvió a revolverse el pelo y cambió de postura sobre la mesa, quedando frente a Faye.

- Porque no las conocía hasta que las vio por primera vez en los castings. Con Jodie es diferente. Ella quitó de en medio a Crumley y salió en todos los periódicos y noticiarios de Los Ángeles -dijo apretando los dientes-. Le dije que no tenía motivos para preocuparse, que el verdugo no era tan idiota como para cometer la imprudencia de vigilarla de cerca tal y como andaba de avanzada la investigación. Pero me equivoqué, no es ningún idiota. Creo que solo ha querido despistarnos. -Se arremangó el suéter hasta los codos, la comisaría parecía una sauna-. Mi principal sospechoso, Glenn Hayes, tiene una coartada sólida. Ha pasado todo el día en Irvine, al igual que Cassandra Moore. Tengo que contrastar las coartadas del resto de los integrantes de la lista, sobre todo la de Eddie Williams.

De un salto se puso en pie y la recuperó del cajón superior de su mesa. Del armario archivador que había a su derecha cogió el expediente del caso del verdugo y se hizo con una copia del mapa de los bosques, que desplegó sobre la mesa. Tenía la intención de pasarse la noche entera ante él hasta encontrar la puñetera pista que les llevara al escondrijo del asesino. Por último, sacó la foto de Crumley, bordeó su mesa y la dejó caer ante las narices de Faye.

- Tienes que recordar dónde lo has visto.

Faye movió la cabeza lentamente.

- Lo intento, Max, pero no sirve de nada -comentó con el tono frustrado.

- Pues tendrás que esforzarte más. La puñetera clave de todo está aquí. -Golpeó la foto de Crumley con la palma de la mano y ella retrocedió ligeramente sobre su asiento-. ¿Has pensado en lo que te dije?

- ¿A qué te refieres? -inquirió ella entre dientes, con las mandíbulas apretadas.

- La conexión entre tú y él, Faye. El cine.

A Max le costaba mantener a raya la rabia y la desesperación que le hervía por dentro. Sentía que iba a perder los estribos de un momento a otro.

- No existe ninguna jodida conexión entre él y yo.

Faye alzó la cabeza para mirarle y Max vio que sus ojos despedían llamaradas. No entendía por qué se negaba con tanta obstinación a esa posibilidad.

- Escúchame con atención. -Se inclinó sobre ella y la observó de cerca, con una mirada tan dura como las palabras que pronunció a continuación-. Es posible que la vida de Jodie dependa de que tú seas capaz de recordar, así que hazlo de una puta vez antes de que sea demasiado tarde. Me importa una mierda si bloqueas tus recuerdos porque te repugna la idea de tener un vínculo con este hijo de perra, lo único que me importa es encontrar al cabrón que tiene a Jodie. ¿Entiendes? -le espetó.

- No me hables en ese tono, Max -respondió, controlando todo lo posible el suyo.

- Ahora mismo no tengo otro -masculló él.

Max se dirigió a su mesa y le soltó una patada a una papelera que se cruzó en su camino. Los papeles que contenía se desparramaron por el suelo y la papelera fue a parar contra la pared de enfrente. Un par de compañeros se le quedaron mirando sin atreverse a abrir la boca.