Capítulo 13
A Carboncillo no le agradaba que Jacob le cogiera del escuálido rabo y por eso corrió a ocultarse tras un cojín de los que decoraban el sofá. Desde que el gato había entrado en sus vidas no existía un juguete más divertido para el niño, que había arrinconado los demás para dedicarse en exclusiva al pequeño cachorro. Max observaba los juegos de ambos desde el espejo del dormitorio, mientras trataba de hacer un nudo decente a la corbata oscura cuyos extremos pendían de su cuello desde hacía ya rato. Si la memoria no le fallaba, la última vez que se puso un traje fue el día de su boda; de hecho, había tenido que salir corriendo el día anterior para hacerse con uno. No había trajes de etiqueta en su armario.
Lo intentó por tercera vez consecutiva y comenzó a ponerse de los nervios porque no recordaba cómo diablos se hacía. Consultó el reloj de pulsera; la asistente social estaba a punto de llegar y todavía tenía que recoger los cacharros que Jacob había puesto en medio nada más llegar a la caravana. Descubrió gotas de sudor en el nacimiento de su cabello y entonces optó por agarrar la puñetera corbata de un tirón, abrir un cajón de su cómoda y arrojarla con ímpetu allí dentro. Después se puso la chaqueta negra sobre la camisa blanca y abandonó la habitación plegando a medias las cortinas nuevas que también había comprado el día anterior.
Las risas de Jacob y los lánguidos maullidos de Carboncillo le hicieron sonreír, aunque cuando tuviera más tiempo tendría que enseñarle a su sobrino que no debía tirarle del rabo si no quería que el gato le lanzara un buen zarpazo.
- Atito -lo señaló Jacob con el regordete dedo índice mientras miraba a su tío.
- Sí, tienes un gatito, aunque ahora hay que encerrarlo en el transportín mientras nos visita la señora de la que te hablé. ¿Recuerdas todo lo que te dije esta mañana?
El niño no le hizo el menor caso, aunque Max no esperaba que se lo hiciera. Jacob tenía quince meses y apenas si pronunciaba algunas palabras. De todas formas, a Max le gustaba hablarle como si pudiera entenderle, y no había día que no le repitiera lo importante que era en su vida. Era su única familia.
Cogió el cajón de los juguetes que Jacob había desparramado sobre el suelo del salón y que había olvidado por completo en cuanto descubrió a Carboncillo, y se dispuso a guardar los peluches, los coches, los camiones y demás trastos hasta dejar el suelo limpio. Después lo ocultó en un rincón y, por último, echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que todo estaba en orden.
El gato había abandonado su refugio detrás del cojín y ahora yacía patas arriba en el sofá mientras el niño le acariciaba la tripa. Max escuchó el sonido de un coche en el exterior y descorrió la cortina de la ventana trasera. La asistente social abandonaba su vehículo en esos momentos y caminaba por el paseo empedrado hacia la caravana con una carpeta de piel bajo el brazo.
- Se acabaron los juegos durante un rato. Tenemos visita. -Max cogió al gato y lo metió en el transportín; al instante, Jacob alzó los brazos hacia arriba e hizo pucheros para que le devolviera al animal-. Te prometo que solo serán unos minutos. No te pongas a llorar ahora o la fastidiaremos.
- ¡Atito!
- No me lo llevo a ningún sitio, se quedará aquí con nosotros mientras charlamos con la señora que va a visitarnos -le dijo con la voz comprensiva al tiempo que depositaba el transportín sobre la mesa-. ¿Lo ves? Lo dejaré aquí mismo y te lo devolveré en cuanto se marche.
Jacob negó con la cabeza, obstinado, y sus pequeñas manos forcejearon sin ningún éxito con la puerta enrejada tras la que se hallaba encerrada su mascota.
Unos dedos golpearon la puerta de la entrada y Max depositó a Jacob sobre el sofá antes de ir a abrirla. Sin embargo, su sobrino no permaneció sentado ni un segundo, arrastró su pequeño trasero enfundado en pañales sobre el asiento y en cuanto sus pies tocaron el suelo volvió a maniobrar con la puerta del transportín.
- Joder -murmuró Max muy flojo. Jacob solía repetir los tacos que escuchaba como si fuera un loro.
- ¡Atito! -le pidió ayuda, observándole con los ojos negros abiertos de par en par, herencia familiar de los Craven.
Max no tenía mucho tiempo para pensar, pero decidió en el último segundo que quizá no fuera tan mala idea dejar que Jacob se entretuviera con el gato mientras él atendía la visita; de lo contrario, iba a armar un buen alboroto.
- Está bien. Tú ganas.
Abrió el transportín y devolvió a Carboncillo al sofá. Las risas, los ronroneos y las palabras balbuceantes volvieron a reinar en el interior de la caravana.
Max se alisó el traje antes de abrirle la puerta a una mujer de mediana edad igualmente trajeada, que se presentó como la señora Roberts. Se dieron un apretón de manos y luego ella subió los escalones hacia el interior de su minúscula vivienda. Max se encontró con una de esas mujeres estiradas y con cara de malas pulgas que retrataban en las películas y que robaban a los niños de sus hogares para entregarlos a otras personas.
Desde que solicitara la adopción de Jacob Craven en los tribunales, era la primera vez que se personaban en su vivienda para comprobar que podía ser un buen padre para su sobrino. Su abogada le había dejado las cosas muy claras al respecto, y en cada reunión que había mantenido con ella le había recalcado que era complicado que un juez se la concediera a un hombre que trabajaba un montón de horas diarias y que vivía solo en una caravana. Sin embargo, lejos de desanimarse, estaba empeñado en continuar con esa lucha hasta el final, costase lo que costase. Sabía que tenía que introducir algunos cambios en su vida si quería ganar la batalla, pero estaba más que dispuesto a hacer todo lo posible por quedarse con Jacob; era sangre de su sangre y lo quería como si fuera su propio hijo. Además, se lo debía a Christine. Ella se horrorizaría si Max consintiera que lo separaran de él.
Le ofreció un asiento a la señora Roberts en el sofá, junto al niño, pero la mujer se demoró unos segundos en la inspección de la vivienda mientras le hacía preguntas al respecto. «¿Esta es su vivienda habitual?» «¿De cuántos metros dispone?» «¿Cuál sería la habitación del niño?» El tono incrédulo que empleó indicaba que no aprobaría una respuesta afirmativa por su parte. Max ya contaba con ello y la puso al corriente de sus planes.
- Actualmente vivo aquí pero es solo temporal. Soy consciente de que esta no es la vivienda adecuada para un niño de su edad y por eso tengo previsto mudarme lo antes posible. Tengo ojeadas un par de cosas. -Los ojos azules de la mujer eran inexpresivos, debía de haber escuchado esa misma historia muchas veces-. Antes de que el juez resuelva el proceso de la guarda pre adoptiva, Jacob dispondrá de su propia habitación y de un hogar decente.
La mujer accedió a tomar asiento pero rechazó la bebida que Max le ofreció. Dejó la carpeta de piel sobre la mesa y observó con mirada analítica los juegos del niño con el gato. La mujer curvó de manera casi imperceptible las comisuras de sus labios pintados de rojo, y Max concluyó que había sido una buena idea dejarle jugar con el animal. Se le veía feliz, ajeno a la presencia de la señora Roberts. Sus carcajadas le sonaron más que nunca a música celestial.
- Usted es detective de homicidios.
- Así es.
- Y, según tengo entendido, trabaja alrededor de diez horas al día. Eso sin contar con los imprevistos que suelen surgir en su profesión y que seguramente le obligan a acudir a su trabajo a horas intempestivas -comentó con las cejas arqueadas-. Dígame, señor Craven, cómo piensa cuidar de Jacob cuando usted esté ausente y cómo va a ocuparse de él cuando tenga que marcharse inesperadamente de su casa para atender alguna urgencia relacionada con su trabajo de detective.
- En Costa Mesa hay muy buenas guarderías, señora Roberts -respondió con una calma que no sentía.
- Sin lugar a dudas. Pero eso solo responde a la primera de mis observaciones.
Max cruzó los dedos y asintió lentamente con la cabeza.
- Tiene usted parte de razón en lo que dice, el horario de un policía suele ser flexible para atender las urgencias que se puedan presentar. Sin embargo, en la mayor parte de los casos que conozco, es decisión nuestra involucrarnos al cien por cien en los asuntos que investigamos. En mi comisaría trabajan compañeros que tienen familia y le aseguro que compaginan su horario laboral con el familiar sin ningún tipo de problema.
El gato escogió ese momento para descender por el sofá y salir disparado hacia el dormitorio de Max. Jacob se llevó las regordetas manos a la boca y luego señaló hacia la habitación, cuya cortina estaba plegada y dejaba ver parcialmente su interior. Max había creído oportuno que la estancia fuera lo más diáfana posible a ojos de la asistente.
- ¡Atito!
- Sí, cariño. El gato se ha metido debajo de la cama. ¿Quieres ir a por él?
El niño asintió con los ojos negros agrandados y Max le dio permiso para hacerlo. Echó a correr hacia el dormitorio y no le quitó el ojo de encima mientras se arrastraba como una lombriz debajo de la cama. En la caravana, Jacob no corría ningún peligro. Max había comprado incluso protectores para los enchufes, pero no se fiaba de un niño de quince meses que había aprendido a andar no hacía mucho y que poseía una curiosidad desbordante por todo lo que había a su alrededor.
Se volvió hacia la señora Roberts.
- ¿Por dónde íbamos?
- Estaba tratando de convencerme de que su horario no representa ningún obstáculo a la hora de atender a Jacob.
Sus cejas continuaban alzadas formando un arco escéptico. Max deseó poder liberarse de la maldita chaqueta del traje. Tenía toda la espalda cubierta de sudor.
- Señora Roberts, Jacob es la persona más importante que hay en mi vida y, aunque no soy su padre biológico, le quiero tanto que me siento como si lo fuera. Estoy dispuesto a introducir en mi vida todos los ajustes que sean necesarios para que Jacob se quede conmigo y así poder darle todo lo que necesita y, si para ello tengo que reducir mi jornada, dejar de atender los asuntos urgentes o montarme en un globo para dar la vuelta al mundo, tenga por seguro que lo haré -sonó vehemente, demasiado seco quizá.
La mujer asintió aunque no demostró que sus palabras la impresionaran lo más mínimo. Sí, aunque su abogada ya le había advertido de lo frustrante que sería la visita de la asistente social, estar avisado no lo hacía más fácil.
- Según consta en los archivos, usted es divorciado. ¿Mantiene en estos momentos alguna relación seria?
- Estoy conociendo a una mujer, pero es demasiado pronto para saber si se convertirá en una relación estable-. La asistente esperó en silencio una respuesta más concreta, que Max, lamentablemente, no podía darle. Lo intentó de todos modos-. Me gusta lo suficiente como para desear que lo sea. Es lo único que puedo contestarle en estos momentos.
- Hábleme de ella. ¿A qué se dedica?
- Es actriz. -Las pupilas de la señora Roberts se agrandaron y Max leyó en sus ojos instigadores que no le había gustado esa información. Sin embargo, no se arrepintió de ofrecérsela; las mentiras terminaban por ser descubiertas y más todavía cuando toda tu vida saldría a relucir en la sala de un juzgado-. Tiene un empleo fijo con un horario estable. Y es una buena persona.
- Me gustaría conocerla en otra ocasión -comentó la mujer-. Si ustedes dos afianzan su relación, por supuesto.
- No hay ningún problema.
Ah, ¿seguro que no lo había? A Jodie le daría un infarto si se enterara de que la había involucrado en aquel asunto. Se frotó el ceño mientras la señora Roberts extraía unos formularios de su carpeta de piel. Sintió como si aquel asunto se le hubiera ido de las manos en el mismo instante en que la había nombrado a ella.
Jacob regresó al comedor con Carboncillo en brazos y una sonrisa que dejaba mostrar sus cuatro dientes de leche.
- ¿Has encontrado al gatito? Bien hecho, Jacob -le dijo, cambiando el tono de voz a uno más agradable y afectuoso.
El niño aceptó que Max lo tomara en brazos para devolverlo al sofá, donde continuó jugando con su mascota sin prestar demasiada atención a la señora desconocida que se sentaba a su lado.
La mujer rellenaba un cuestionario marcando cruces y círculos en los campos en blanco, tarea que le llevó apenas un par de minutos pero que a Max le parecieron largos y tensos. Se preguntó qué significado tendrían los círculos y cuál las cruces, pero a la distancia a la que se hallaba no podía leer ni una sola palabra del formulario.
- Ahora me gustaría tomar unas cuantas fotografías de su vivienda. -Devolvió los papeles al interior de la carpeta y se puso en pie-. Si me permite.
- Adelante, toda suya.
Mientras la señora Roberts hacía fotografías con una Nikon automática, Max intentó aleccionar a Jacob sobre el asunto del rabo del gato. El niño pareció entenderlo, aunque Max no estaba muy convencido de que fuera a ponerlo en práctica. Lo tomó en brazos y abandonó el sofá cuando la asistente social necesitó hacer una fotografía del salón.
- Bien, señor Craven. Esto es todo por ahora -recuperó su carpeta-. He fijado la siguiente reunión para dentro de seis días. La visita de hoy ha sido para efectuar una primera toma de contacto, en la siguiente tendremos ocasión de profundizar más en todos los temas. Espero que para entonces pueda mostrarme algunos de los avances que ha comentado.
La mujer extendió el brazo y acarició los graciosos rizos negros que ya se formaban en la cabeza de Jacob. Pero ese fue el único indicio de que era humana. La despidió con un frío apretón de manos que a Max le llegó hasta los huesos. Llegó a la alarmante conclusión de que la visita de la asistente no había servido para otra cosa más que para complicar un poco más el proceso judicial que estaba a punto de comenzar.
Max cerró la puerta y exhaló el aire lentamente. Permaneció así un rato, inerte y meditando sobre todo lo que habían hablado, hasta que el humor se le fue agriando de manera paulatina.
Un extraño olorcillo llegó a sus fosas nasales y al darse la vuelta descubrió a Jacob con la cara roja como un tomate. Sonrió. Era una pena que la señora Roberts no hubiera tenido ocasión de comprobar lo bien que se le daba cambiar pañales.
Jodie recibió a la familia de Kim en el jardín de su casa. Los padres y la hermana habían viajado en avión desde Nebraska para recoger sus efectos personales y ocuparse del cuerpo, al que darían sepultura en Lincoln, donde la familia residía. Los tres estaban desconsolados, la prematura muerte de Kim no les había destrozado tanto como el modo en que había fallecido. La madre y la hija apenas si pronunciaron palabra en el recorrido que hicieron por la casa mientras recogían sus enseres; las lágrimas empapaban sus rostros, cuyos rasgos eran muy similares a los de Kim. El padre, por el contrario, no cesó de repetir amargamente que la culpa de todo aquello la tenía su difunta hija por haberse empeñado en mudarse a esa ciudad repleta de, según palabras textuales, gentuza y asesinatos.
A Jodie no le pareció bien que escogiera ese momento tan delicado para hacer ese tipo de afirmaciones delante de su familia y, menos todavía, que culpabilizara a la pobre Kim de su trágico destino. Sin embargo, ella se limitó a guardar silencio y a guiar a la afligida familia por toda la casa. Una casa que ya lucía casi desnuda, pues Jodie también había recogido y guardado en una caja de cartón los escasos objetos que había comprado para decorar las estancias principales. Su maleta también estaba abierta sobre la cama, y ya había hablado con la casera para abandonar la vivienda ese mismo día.
Solidarizada con su dolor, les despidió en el jardín con un abrazo mientras volvía a repetir lo mucho que lo sentía. Sabía que las palabras caían en saco roto en esos momentos de dolor, pero las dos mujeres parecieron agradecer sus sentidas condolencias.
De regreso a la casa, subió directamente a su dormitorio y pasó las siguientes dos horas haciendo el equipaje. A través de la ventana sin cortinas, entraba un agradable rayo de luz que incidía sobre el colchón sin mantas y teñía de oro sus manos mientras se movían sobre la maleta. Las nubes y las lluvias de los últimos días les habían dado una tregua. Se habían retirado por la mañana temprano y ahora el cielo lucía de un pálido tono azulado que arropaba el tímido sol invernal.
Tenía ganas de marcharse de allí. La que siempre le había parecido una casita cálida y acogedora ahora se le presentaba fría y gris. Jodie no podía soportar más frialdad y más días grises y tristes en su vida, necesitaba un cambio radical y estaba segura de que la mudanza le iría bien. Ya había escogido el motel en el que se hospedaría hasta que su situación se normalizara. La tarde anterior estuvo dando vueltas y más vueltas por Costa Mesa hasta encontrarlo. Aunque pedía a gritos unas reparaciones y una mano de pintura, el aspecto general se veía limpio, y estaba ubicado en una calle residencial con vistas al parque Heller. Con el sueldo que ganaba en Rosas sin espinas podía permitírselo y llegar a fin de mes con el resto de sus ahorros hasta que encontrara un nuevo empleo.
Cargó las maletas en el coche y abandonó la casa sin mirar atrás. Una etapa de su vida se cerraba y otra nueva se abría. Ese parecía ser su sino.
Aprovechando que era sábado y que el sol reinaba en lo alto del cielo tras tantos días sombríos, decidió dar una vuelta y disfrutar de la mañana antes de registrarse en el motel. Perderse un rato en el bullicio de la feria de Costa Mesa se le hizo tentador y dirigió el vehículo hacia allí.
Al entrar en el aparcamiento contiguo a la feria, sus ojos toparon con la fachada de la comisaría de policía y sintió un pinchazo en el pecho. Eran muchos los momentos en los que se sorprendía pensando en él. Las certeras palabras que le dijo días atrás todavía resonaban en su mente y sus besos aún le ardían en los labios. Jodie era consciente de que había dicho adiós a su tranquila vida emocional en el momento en el que Max, con su enorme hacha de leñador, había irrumpido en ella. Ahora parecía un remolino con tintes de convertirse en un tornado.
Se abrochó los botones de su abrigo negro, se cruzó el bolso y se adentró en el atestado recinto ferial.
Desde la montaña rusa le llegaron chillidos procedentes de los vagones, que circulaban por los raíles a toda velocidad. Estos restallaban divertidos en el aire mezclándose con una variopinta amalgama de ruidos que, aunque disonantes, no resultaban desagradables. Ante las múltiples atracciones que flanqueaban la encrucijada de caminos se formaban largas colas, y también en las casetas feriales, donde se aglutinaban los que querían poner a prueba sus habilidades con los rifles o los dardos. Como ya se acercaba la hora de la comida, los puestos que ofrecían hamburguesas, perritos calientes y diferentes refrigerios también gozaban de una abundante clientela. En el aire se mezclaban cientos de suculentos olores que le despertaron el apetito.
La gente continuaba con sus vidas mientras la suya parecía que se hubiera detenido hacía un mes. Estar allí y respirar el ambiente festivo la hizo sentir bien.
Jodie tomó el camino principal y paseó detrás de un grupo de ruidosos y joviales adolescentes que discutían sobre si montar primero en la montaña rusa o en la noria. Los que tenía justo delante, una chica rubia que se cubría la cabeza con un gorro de lana azul y un chico moreno y desgarbado, se comían a besos con toda la pasión de la juventud.
Tenía ganas de verle; cuando estaba a su lado recobraba todas las pequeñas ilusiones que hacían que la vida valiera la pena y volvía a sentirse como esos dos jóvenes. Pero temía caerse otra vez. Cada vez le costaba un poco más levantarse de los golpes que la tumbaban y curarse las heridas. Nunca tuvo buen ojo en sus elecciones amorosas, era como un imán que atraía a los peores hombres. Al principio se mostraban encantadores, su fachada era en apariencia intachable, pero pronto mostraban signos de ser unos rastreros y unos miserables.
Aunque Max era diferente, tenía que ser diferente. No era posible que estuviera inventándoselo todo. Nadie podía ser tan buen mentiroso. ¿O sí?
Le vio bajando del tiovivo con un bebé en los brazos y el corazón le dio un brinco en el interior del pecho. Se olvidó hasta de seguir andando y fue el gentío que circulaba a sus espaldas el que la obligó a reanudar el paso. Max y el bebé se incorporaron al tránsito que fluía por el camino principal y Jodie trató por todos los medios de no perderle de vista. Lo buscó entre los huecos que formaban las cabezas de la gente y quiso acortar los veinte metros de distancia que les separaban para llegar a su lado, pero la corriente humana formaba una barrera casi infranqueable.
Los adolescentes ya habían tomado una decisión y se hicieron a un lado para formar cola frente a un aparatoso artilugio con vagones que daba vueltas en todas las direcciones posibles. Jodie adelantó unos metros con la vista fija en Max pero un puñado de madres que empujaban carritos con niños la forzaron a aflojar el paso. Alguien la pisó sin querer y bastaron unos segundos en los que su atención se desvió hacia el niño que le había chafado el dedo meñique del pie para que Max desapareciera de su campo de visión. Miró de izquierda a derecha, era tan alto que su cabeza sobresalía por encima de las demás, pero no lo localizó. Parecía haberse esfumado junto al niño, lo mismo que le ocurrió a la emoción que la había embargado en los últimos minutos.
Jodie hundió los hombros y abandonó el pasillo principal hacia la orilla, donde los niños hacían colas frente a los pequeños puestos de golosinas. Inspiró el dulce olor a chuches y gominolas y los rodeó para sortear las aglomeraciones.
Hasta que se topó de bruces con Max.
Formaban un buen equipo. Él hacía un excelente trabajo artístico y ella se encargaba de buscar contactos que estuvieran dispuestos a pagar sumas desorbitadas de dinero por tener en su poder una copia de la grabación. Él ponía el corazón en lo que hacía y ella utilizaba la mente, así que ambos se beneficiaban mutuamente. No obstante, ella estaba algo enojada porque el material visual de Kim Phillips no estaba a la altura de las expectativas de sus contactos, y eso que él se había esmerado todo lo posible para que la chica reaccionara y le diera un buen espectáculo.
Se había equivocado al elegirla, pero fue tan vehemente en su interpretación el día del casting que pensó que sería igual de apasionada en la vida real. Todo lo contrario, ni siquiera se defendió cuando él decidió que había llegado su hora. Su muerte fue rápida y poco agónica, estaba deseando librarse de Phillips para centrarse en su próximo objetivo.
Ella insistía en que debían descansar un tiempo hasta que las aguas revueltas se aquietaran y a la policía no le quedara más remedio que archivar el caso por falta de pruebas. Pero él quería dar un último golpe.
- Dijiste que el mundo del cine te parecía más interesante con ella dentro.
Yacían en la cama con las respiraciones todavía agitadas después de batallar una intensa lucha sexual que les había dejado extenuados.
- Y me lo sigue pareciendo. Pero es demasiado arrogante y engreída y yo soy un hombre muy orgulloso que no encaja bien los desprecios ni las negativas. Además, fíjate lo que hizo con Crumley. Ella sola acabó con la vida de un hombre que la triplicaba en tamaño -sonrió, mientras acariciaba la piel sedosa de su hombro-. Imagínate el espectáculo que esa preciosidad podría brindarnos y el dinero que pagarían por verla. Es perfecta.
No había nada como mencionar el tema del dinero para que sus bellos ojos se abrieran como platos, pero ahora estaba preocupada por la policía y él no terminaba de convencerla con sus argumentos.
Se dio la vuelta para observarla. Sus hermosos pechos desnudos se movían al compás de su respiración y sus ojos mostraban muchas reservas a sus planes. No le importó repetirle una vez más que no había motivo para tanta preocupación.
- Es imposible que la policía establezca la relación. Me he encargado de eliminar todas las pistas incriminatorias y las que investigan solo les llevarán a callejones sin salida -le explicó, acercándola un poco más contra su cuerpo tendido en la cama-. Sé lo que me hago. Todo está bajo control.
Ella contestó en desacuerdo, lo cual no le sorprendió. Poseía un carácter impetuoso.
- ¡No me digas que todo está bajo control! Eres un sádico hijo de puta que no es capaz de detenerse ni aun cuando tiene a la policía pisándole los talones.
Él sonrió. Le encantaba verla enfurecida.
- Este sádico hijo de puta te está haciendo rica.
- ¿Para qué me servirá el dinero si voy a la cárcel? -Le golpeó suavemente el hombro y él la rodeó por la cintura desnuda.
- Quítate eso de la cabeza. No vamos a ir a la cárcel. Lo haremos una vez más y luego nos retiraremos un tiempo para descansar y disfrutar de nuestro dinero.
La colocó sobre él, de tal manera que su pelvis quedó encajada con la suya. Ella le excitaba tanto que tuvo una erección inmediata.
Era una mujer fría pero en la cama se convertía en una auténtica amazona, capaz de provocar en un hombre el placer más intenso que hubiera experimentado jamás. Y él se lo proporcionaba a ella. También hacían un buen equipo en eso: nada de sentimientos, solo sexo y dinero.
Se removió sobre él y encajó en su interior su potente erección. Emitió un suspiro de gozo y se mordió los labios mientras él le aferraba las redondas nalgas.
- ¿Cuánto calculas que podríamos sacar con ella?
- Lo suficiente para comprarte un avión privado o una jodida isla desierta en medio del Pacífico. Lo que prefieras.
Empujó y la penetró por completo. Sus labios rojos se abrieron y dejaron escapar un gemido de éxtasis. No había nada como hablarle de dinero para llegarle al corazón.
- ¿Y tú a qué te vas a dedicar durante esas vacaciones? ¿Cómo piensas controlar esa asquerosa sed de sangre que te corroe las entrañas? ¿Torturarás animales, maldito perturbado?
Se echó a reír. Sus insultos siempre le provocaban esa reacción. Dio una vuelta y la mujer quedó apresada bajo su cuerpo. Le abrió las piernas y comenzó a penetrarla con fuerza.
- Tengo otras aficiones para matar el tiempo hasta que volvamos a la carga, cariño.
- ¿Te refieres a las putas a las que te follabas y ultrajabas en el sótano de tu casa a cambio de dinero? ¿Esas a las que amenazabas de muerte como se fueran de la lengua cuando te pasabas de la raya?
- Por ejemplo.