Capítulo 6
Notó que sus músculos estaban un poco oxidados y que no tiraban de ella con la agilidad de siempre. Había dedicado más tiempo del habitual al precalentamiento, consciente de que la inactividad de la última semana le habría pasado factura, pero no había servido de mucho porque a los diez minutos de carrera ya estaba exhausta y con las piernas doloridas. En especial, sentía calambres en los cuádriceps de la pierna que había recibido el salvaje golpe de la pala.
Aun así se obligó a continuar. Al menos debía llegar hasta el muelle de Newport Pier aunque después tuviera que tumbarse en la arena y llamar a una ambulancia para que viniera a recogerla. Necesitaba desesperadamente recuperar todas sus rutinas para volver a sentirse la persona que era hasta hacía una semana.
Se secó el sudor de la frente con la manga de la sudadera roja y observó el agitado oleaje del mar, que rompía en la playa. A esas horas tan tempranas, cielo y mar se confundían en el horizonte sin líneas divisorias. Tan gris era el uno como el otro, un color acorde con su estado de ánimo, todavía un poco decaído. Octubre ya se desvanecía y el aire era más fresco y soplaba con más fuerza, agitando las copas de las palmeras del paseo marítimo y arrancando espuma a las crestas de las olas. En las arenosas playas de Newport Beach ya se respiraba la llegada de la nueva estación.
Inhaló profundamente una intensa bocanada de brisa húmeda y continuó hincando las zapatillas deportivas en la arena mojada de la orilla. A lo lejos, entre la plateada bruma marina, surgió la silueta alargada del famoso muelle de Newport Pier. Calculó que en cinco minutos llegaría a su destino.
De repente, sintió que tenía unos ojos clavados en ella y el vello de la nuca se le erizó. No era la primera vez que experimentaba esa sensación. Hacía un par de días, cuando regresaba a casa caminando con las bolsas del supermercado a cuestas, hizo los últimos metros casi a la carrera porque la asaltó la idea de que alguien la perseguía desde que abandonara la tienda.
Sin aminorar la velocidad, echó una furtiva y rápida mirada por encima de su hombro y las pulsaciones se le aceleraron un poco más. A unos cuarenta metros de distancia había otro corredor, un hombre alto y fuerte que vestía con prendas de deporte negras y que llevaba una gorra con visera calada hasta las orejas. Se obligó a relajarse haciendo unas hondas inspiraciones mientras se repetía que las playas de Newport Beach eran un destino habitual para corredores y deportistas. Con ese pensamiento tranquilizador volvió a mirar al frente, apretó los brazos contra los costados y se concentró en sus ejercicios respiratorios.
Kim le decía que se asustaba por todo, que parecía un conejillo temeroso que saltaba como un resorte ante cualquier sonido que se producía en la casa. Y era cierto, su cuerpo se había convertido en un detector muy sensible al que nada le pasaba por alto. Temía convertirse en una auténtica paranoica si continuaba por ese camino.
Aun tratando de ser racional, no pudo desembarazarse de la sensación de que el corredor pretendía hacerle daño. Volvió a mirar hacia atrás para comprobar con creciente ansiedad que el hombre había acortado las distancias. El corazón se le subió a la garganta y se le secó la boca, pero no cesó de repetirse que no estaba en peligro y que veía fantasmas donde no los había. Incrementó el ritmo de las zancadas con el propósito de descubrir sus intenciones. Si él también aceleraba las suyas quedaría patente que la perseguía.
Jodie continuó corriendo hasta que los pulmones le ardieron y los calambres de su muslo derecho se hicieron especialmente dolorosos. El muelle se agrandó ante sus ojos pero no vio a nadie por los alrededores que pudiera socorrerla si llegaba el momento de necesitar ayuda. Los vigorosos jadeos a su espalda anunciaron que el hombre se encontraba mucho más cerca y Jodie estuvo a punto de ponerse a gritar. La curiosidad la empujó a mirar nuevamente por encima de su hombro, aunque deseó no haberlo hecho. El corredor se hallaba a tres metros de distancia y la cercanía le permitió ver su rostro moreno y unos ojos castaños que la miraron con especial fijación. Jodie temió que se le echara encima y la aplastara sobre la arena de un momento a otro.
El ruido de un motor llegó a sus oídos y oteó el mar encrespado con nerviosismo, buscando su procedencia. Entonces la vio oscilando en lo alto de las olas espumosas. Era una pequeña embarcación cuyo tripulante, un hombre vestido con un traje negro de neopreno, la conducía directamente hacia la orilla. Algo más aliviada corrió en su dirección. A nadie se le ocurriría atacarla delante de un testigo. ¿O sí? Sintió el resuello del corredor pegado a su cogote y el miedo se le ciñó al cuerpo como un guante, inyectándole en el cerebro su maligna y oscura sustancia y sumiéndola en un estado de irracional desesperación.
Gritó. Gritó tan fuerte que hasta las gaviotas que revoloteaban a su alrededor emprendieron el vuelo asustadas.
El chillido de la mujer que corría por la playa le puso alerta, y Max soltó el bote que arrastraba fuera del mar para contemplar ceñudo la extraña escena que se sucedía ante sus narices. La joven rubia corría despavorida en su dirección como si alguien hubiera colocado una bomba en sus talones, y la bomba de la que huía tenía toda la pinta de ser el hombre que corría a sus espaldas. El asombro despegó sus labios sin permitirle articular palabra cuando los rasgos de uno y otro se volvieron nítidos y los reconoció. La rubia era Jodie Graham, la actriz que había descubierto el cadáver de Michelle Knight cuando el supuesto verdugo se disponía a enterrarlo, y el hombre de la gorra de béisbol era Sean Sheridan, un camarero del Grill Newport Pier amp; Sushi al que Max conocía de acudir por allí a comer de vez en cuando.
- ¿Qué diablos…? -masculló.
Ella ni le miró, o si lo hizo miró a través de él, sin verle. Al llegar a su altura, la aterrada joven se agarró a su brazo para frenar las zancadas, zigzagueó, y se escondió detrás de su espalda como un animalillo hostigado por una mala bestia. Sus jadeos eran agónicos y rápidos pero encontró el hálito suficiente para decirle con la voz temerosa y crispada:
- ¡No permita que ese hombre se acerque a mí!
Aflojando el ritmo de su carrera ante la inminente llegada al muelle, Sean Sheridan pasó frente a Max, alzó unos centímetros la visera de su gorra y le dijo:
- Buenos días, Max. ¿Cómo anda el mar?
- Un poco revuelto -respondió él con tono agradable.
- ¿Conoces a esa mujer? -Max asintió con la cabeza-. ¡Es guapa pero está chalada! Loca de remate. Cuídate.
Max podía sentir los jadeos de la joven golpeando contra su espalda con mucha más fuerza que el viento que soplaba del Pacífico.
- Ya me ocupo de ella. Nos vemos.
Sean alzó una mano a modo de despedida y continuó con su avance hacia el muelle. Max esperó a que se alejara lo suficiente para girarse hacia la señorita Graham y encararla de frente con gesto interrogante. Ella abrió los ojos como platos al reconocerle.
- Detective Craven… -jadeaba sin control-. ¿Qué hace usted aquí?
- Lo que suelo hacer casi todos los días antes de ir a trabajar. ¿Y usted? ¿Qué hace huyendo del camarero del Grill? ¿Cree que ese hombre iba a atacarla?
- ¿El camarero del Grill? -inquirió perpleja, batiendo sus largas pestañas rubias, que escondían unos hermosos y confusos ojos azules.
- Eso es. Ese tío trabaja en el restaurante del muelle y corre por la playa todas las mañanas. ¿Con quién lo ha confundido?
- No lo he confundido con nadie. -Tragó saliva y volvió a jadear, el corazón le latía desaforadamente-. Me perseguía y por supuesto que tenía la intención de atacarme, si no hubiera sido por usted lo habría hecho -contestó con énfasis.
El alcance de su miedo la obcecaba hasta el punto de que no iba a resultarle sencillo sacarla de su error. Ella se dobló por la mitad, apoyó las manos en las rodillas e hizo unas profundas inspiraciones para recuperar el aliento.
- Señorita Graham, el camarero del Grill no tenía ninguna intención de agredirla. -Ella negó con la cabeza, rechazando sus palabras-. Conozco a Sean desde hace bastantes años, y puedo asegurarle que no le haría daño ni a una mosca.
- Pues entonces no le conoce lo suficiente.
- ¿En qué se basa para decir eso?
Ella tardó un segundo en contestar, el esfuerzo físico de la carrera la había dejado extenuada. A su debido momento, volvió a alzarse con el rostro desencajado de dolor. Se llevó una mano al muslo derecho y lo masajeó mientras le contestaba:
- ¿Que en qué me baso? -Miró hacia el muelle, ya no había rastro del presunto camarero-. Me baso en que ese hombre corría echándome el aliento en el cuello cuando tenía toda la playa para él solo, y me baso en la forma en que me estaba mirando cuando he girado la cabeza.
Max se armó de paciencia. Si conociera la fama de mujeriego de Sheridan, la joven habría entendido rápidamente cuáles eran las intenciones reales del camarero. No era la primera vez que Sheridan se acercaba a alguna chica que paseaba o corría por la playa con el propósito de ligar con ella. Por regla general, le iba bien, o al menos eso es lo que le contaba a Max cuando acudía al Grill y le servía la comida.
Aunque Sean no era un tipo que dominara el arte de la seducción, sino que más bien se lanzaba en picado cuando le gustaba una mujer, en el caso de Jodie Graham comprendía que hubiera acortado tan descaradamente las distancias para contemplarla de cerca. Las ajustadas mallas blancas que vestía enfundaban unas piernas larguísimas y unas nalgas fabulosas que eran la delicia visual de cualquier hombre.
Sus ojos cristalinos le miraron desalentados y Max se arrepintió de tener pensamientos tan frívolos cuando ella estaba tan angustiada. Era de esperar que reaccionara tan exageradamente después de la experiencia que había vivido en el bosque.
- Entiendo que se haya asustado pero tiene que creerme. Sean Sheridan no tenía intención de hacerle daño. Corría deprisa porque hacía un sprint, muchos corredores los hacen en los últimos metros de carrera.
- Podía hacer su maldito sprint sin necesidad de pegarse a mis talones.
Max no veía forma de explicárselo sin recurrir a la verdad.
- En ese caso no habría podido verla de cerca.
- ¿Qué quiere decir?
- Es bastante obvio, ¿no cree? -Ella le miró sin entender, estaba tan confundida que no captaba las sutilezas. Tuvo que explicárselo-. A Sean le gustan mucho las mujeres, pero le gustan de tal forma que no se corta un pelo a la hora de acercarse a una. Probablemente estaba a punto de sacarle conversación cuando usted se puso a chillar.
- ¿Me está diciendo que ese tío intentaba ligar conmigo? -preguntó estupefacta.
- Sí, eso es exactamente lo que quiero decir.
- Pero eso es… ridículo.
- Cada uno tiene sus métodos.
La joven movió la cabeza lentamente, con la vista desenfocada por el profundo desconcierto que la invadía.
- Así que el camarero del Grill intentaba ligar conmigo. -Necesitaba que se lo volviera a confirmar.
Max asintió y ella emitió un resoplido. Estaba tan segura de que querían atacarla que, cuando el detective le confirmó que no era así, se sintió ridícula y avergonzada.
- Debe de pensar que soy una neurótica.
- No pienso que lo sea -le brindó una mirada comprensiva-. Ha tenido una reacción habitual en personas que han sufrido una experiencia traumática. Supongo que distorsionó la realidad y volvió a verse atrapada en el bosque.
Esperó a que ella asimilara y aceptara sus palabras mientras estudiaba con detenimiento en su rostro la evolución de sus emociones. Pasó de la honda preocupación a un estado de cierta relajación, y su belleza recobró todo su esplendor. Era tan hermosa que uno podía perder la noción del tiempo mientras la miraba. Tan solo una delgadísima cicatriz que alargaba la comisura izquierda de su boca hacia el interior de la mejilla rompía la armonía de sus facciones perfectas.
- ¿Ha buscado ayuda profesional? En la policía disponemos de un buen equipo de psicólogos expertos en tratar a personas que han sufrido experiencias como la suya. -Max advirtió el rechazo a su propuesta de forma casi inmediata-. Es solo para su conocimiento.
- No necesito ayuda psicológica. Estoy bien, es solo que… corría demasiado cerca de mí y me asusté. Eso es todo -concluyó. Un golpe de viento meció sobre su cara algunos mechones de cabello que habían escapado de su coleta y Jodie los recogió para volver a introducirlos debajo de la goma. Cambió de tema y le preguntó sobre la investigación-. En los periódicos y noticiarios de televisión ya no se comenta nada. Supongo que todavía no saben si el hombre de la pala y el verdugo son la misma persona.
- Sabe que no puedo hablar de eso con usted.
- Es una pregunta muy sencilla, no le he pedido que me cuente los detalles.
Max se frotó la nuca y reconsideró su respuesta.
- Trabajamos incansablemente para confirmar la relación.
Jodie se mordió los labios y asintió. Pensaba que se sentiría un poco más tranquila cuando el caso se resolviera. Consultó la hora en su pulsómetro.
- He de regresar a casa. Ha sido… grato volver a encontrarme con usted.
Max asintió mostrándose de acuerdo con ella y Jodie se dispuso a emprender el camino de regreso. Al echar a andar, un calambrazo fustigó su pierna derecha y los cuádriceps se le contrajeron en un doloroso nudo. Contuvo un exclamación de queja mientras doblaba la rodilla por la mitad y cargaba el peso en la pierna sana. Luego se masajeó la zona contracturada, en la que todavía podía apreciarse el montículo que formaba su hematoma.
- ¿Se encuentra bien?
Max reapareció a su lado, percatándose de que si continuaba hundiendo los dedos en el músculo dañado no iba a hacer otra cosa más que empeorar la situación.
- Es un calambre.
- Siéntese sobre la arena y déjeme ayudarla.
- Estoy bien, pasará enseguida.
Jodie probó a dar otro paso y el nudo se endureció un poco más, enviando irradiaciones dolorosas que le recorrieron toda la pierna.
- No sea cabezota y deje que inspeccione la zona.
- ¿Sabe cómo deshacer una contractura muscular? -preguntó con desconfianza.
- ¿Por qué no se sienta de una vez y lo comprueba?
El dolor era tan insoportable y él parecía tan seguro de que podía quitarlo que accedió finalmente a ponerse en sus manos. Además, tampoco había otra alternativa. Max se quitó los guantes de neopreno, se arrodilló en la arena y se apropió de su extremidad lastimada, que manipuló como si fuera un objeto de fina porcelana. Aplicó un suave masaje en dirección contraria al curso del dolor mientras Jodie posaba los ojos en los movimientos que hacían sus manos grandes y morenas sobre su carne; en la pericia con la que apretaban, estiraban, acariciaban y presionaban para eliminar el nudo que agarrotaba su músculo. Conforme el dolor fue menguando, su cuerpo reaccionó a esos toqueteos inocentes y la piel se le erizó como si estuviera recibiendo una descarga eléctrica.
Max logró que el músculo se estirara gradualmente a la vez que se iba relajando, lo que posibilitó que su pierna quedara extendida sobre la arena. Jodie alzó la mirada de sus manos para enfocarla en sus ojos negros, que estaban concentrados en la tarea que llevaba a cabo, y sintió un repentino azoramiento que le calentó las mejillas. Estaba segura de que él pudo percibirlo cuando su mirada oscura se encontró con la de ella.
- ¿Mejor?
Tragó saliva y sonrió un poco.
- Sí.
Llegó un momento en el que Max la masajeaba por el simple placer de tocarla más que por necesidad médica y, como él no era Sean Sheridan ni tenía que recurrir a absurdas tretas para estar con una mujer, finalizó su labor y se irguió ante ella. Extendió los brazos para ayudarla a incorporarse y Jodie volvió a agradecerle su destreza como fisioterapeuta.
Quiso decir algo más, pero el «momento masaje» la había dejado un tanto aturdida y solo atinó a aclararse la garganta y a esbozar una sonrisa nerviosa. Que él la observara de un modo tan penetrante no ayudaba a deshacer la tensión.
- ¿Dónde tiene su coche? -le preguntó Max.
- Nunca cojo el coche para venir hasta la playa. He venido caminando.
Había algo más de media hora de camino entre la casa de la señorita Graham y las playas de Newport Beach, y a Max no le pareció que ella estuviera en condiciones de hacerlo a pie.
- Si me da quince minutos yo mismo la llevaré -se ofreció.
- No es necesario que se moleste.
- No es ninguna molestia, me pilla de camino. -Max se quitó los escarpines para caminar mejor sobre la arena y se acercó al bote donde llevaba su equipo-. Guardo todo en la caravana y nos marchamos.
Ahora que el peligro había pasado y su pierna estaba mucho mejor, no encontró otra cosa que la distrajera más que observar al detective mientras se disponía a recoger su equipo de buzo. Jodie ya había comprobado que tenía un cuerpo grande y fuerte, pero el ceñido traje de neopreno revelaba mucho más. Hombros anchos y recios, pectorales desarrollados, vientre plano, piernas largas y poderosas, bíceps que se tensaban cada vez que sacaba algún artilugio del bote… Cuando sus ojos se posaron en su entrepierna, que el traje elástico también se encargaba de resaltar, un renovado calorcillo reapareció en sus mejillas.
Era agradable descubrir que no estaba muerta sexualmente, y que sus sentidos todavía reaccionaban ante la presencia de un hombre atractivo.
El detective fue sacando uno a uno los aparatos que componían el equipo de buceo y se los fue colocando en distintas partes del cuerpo. Sobre el hombro cargó con las bombonas de oxígeno, sujetó bajo el brazo las aletas, del cuello se colgó la linterna subacuática y una máscara con un gran campo de visión, con la mano izquierda asió los escarpines y unos cuantos chismes pequeños que Jodie no sabía para qué servían y, con la mano que todavía le quedaba libre, trató de aferrar sin demasiado éxito otro objeto que había quedado medio oculto bajo el asiento del bote.
- ¿Le importaría coger la cámara de fotos? Está ahí, bajo el asiento. No puedo alcanzarla con las bombonas de oxígeno colgadas del hombro.
- Claro.
Jodie se inclinó sobre el bote y estiró el brazo. La mano tanteó bajo el asiento hasta topar con la cámara de fotos subacuática. Dio un pequeño tirón, la recuperó y luego la observó con interés.
- Es usted una caja de sorpresas, detective Craven. Tala árboles, bucea, es policía, sabe dar masajes y además siempre parece estar en el lugar oportuno para rescatar a la chica que se encuentra en peligro -comentó con sorna, mientras se colgaba la cámara del cuello.
Max le dedicó una mirada fugaz antes de contestarle.
- ¿De dónde ha sacado la conclusión de que talo árboles?
- De la descomunal hacha que llevaba el otro día.
A Max le interesó aclarar ese punto. Él no era un jodido talador de árboles.
- Recogía un poco de leña para encender un fuego por la noche. A los árboles se les hace un gran favor si se les despoja de las ramas que están podridas -le explicó-. En cuanto al tamaño, soy un hombre grande y siempre voy equipado de cosas grandes. Pero eso no significa que no sepa darles el uso que merecen.
El tono ligeramente incisivo de sus palabras hizo que Jodie perdiera el hilo de la conversación. De repente, ya no tenía muy claro de qué objeto de tamaño grande estaban hablando.
- La caravana está por allí -señaló él con la cabeza mientras sus ojos negros la miraban con cierta ironía.
Max emprendió la marcha por la orilla de la playa y Jodie intentó ajustar los pasos a los suyos aunque, tal y como le dolía el muslo, hubo de pedirle que fuera un poco más despacio. Se dirigían hacia una caravana que estaba aparcada en un área de acceso a la playa, muy cercana al muelle Pier. El Jeep Wrangler de color negro, que a Jodie le parecía muy acorde al estilo del detective -duro, fuerte y rústico- era el coche que la remolcaba.
Desde el exterior se apreciaba que era un modelo muy antiguo, a juzgar por el tono amarillento de la que, alguna vez, fue una carrocería blanca y resplandeciente. Al llegar a los pies de la «casa andante», el detective sacó la llave de algún lugar de su traje de neopreno y abrió la puerta.
- Tengo que cambiarme de ropa. ¿Quiere esperar dentro?
- Le esperaré aquí.
Jodie cruzó los brazos sobre su sudadera roja para contener los pocos restos del calor que todavía conservaba tras la carrera. El viento era muy fresco y el sudor se le estaba enfriando en la piel, por lo que tenía un poco de frío. Sin embargo, no consideró apropiado invadir su intimidad.
- Se está quedando helada. -Max señaló hacia el interior para mostrarle el camino que debía seguir-. Entre, solo tardaré cinco minutos.
Jodie agradeció que su voz sonara autoritaria, así no tenía que hacerse de rogar.
Tal y como se apreciaba desde fuera, la caravana era pequeña, muy luminosa y estaba distribuida de manera bastante similar a la que ella utilizaba en el campamento de Irvine. Accedieron al habitáculo principal que estaba formado por el comedor, la cocina y un pequeño baño. En el comedor había un gran sofá azul formando rinconera bajo las ventanas, una mesa auxiliar y una televisión de plasma encajada en un armario con cajones y puertas. Contigua estaba la cocina, pequeña y utilitaria, con todos los elementos indispensables para una supervivencia cómoda. El baño se encontraba oculto en un rincón y, en la parte opuesta, una cortina de tono pálido que caía hasta el suelo separaba el resto de la caravana de lo que Jodie supuso que sería el dormitorio. En la suya había una puerta que daba privacidad al dormitorio pero, como ya había apreciado desde el exterior, la caravana del detective era antigua y carecía de esas comodidades.
Jodie metió las manos heladas en los bolsillos de la sudadera y los cerró en puños. Apretó las mandíbulas para que no le castañetearan los dientes.
- ¿Vive aquí?
Max se fue despojando de todo el equipo que cargaba y lo fue dejando cuidadosamente sobre el suelo, con la intención de guardarlo más tarde. Ella le entregó la cámara de fotos y volvió a meter las manos en los bolsillos.
- Así es -contestó él.
- ¿Todo el tiempo?
Max se alzó y se pasó una mano por el pelo mojado y oscuro, que se había rizado ligeramente por la humedad.
- Todo el tiempo. -La miró y le pareció que su palidez había aumentado-. Le daré algo que la hará entrar en calor.
Ella se quedó de pie en el centro de la estancia mientras observaba los movimientos del detective en la cocina. Calculó su estatura, como mínimo un metro noventa. La caravana era pequeña pero, con él dentro, parecía minúscula. No entendía cómo un hombre de su tamaño podía vivir entre aquellas estrechas cuatro paredes.
De un pequeño armario sacó un vaso y una botella de cristal sin etiqueta que contenía un líquido ambarino y espeso. Vertió dos dedos de su contenido. Luego se lo ofreció.
- ¿Qué es? -Jodie se lo llevó a la nariz e inspiró. El aroma era fuerte y un tanto dulzón, nunca había olido nada igual.
- Es mejor que se lo beba sin hacer preguntas. Siéntese mientras me cambio de ropa.
Desapareció detrás de las cortinas y Jodie acudió junto al sofá, sobre el que se dejó caer con el vaso en la mano. Algo soltó un agudo pitido debajo de su trasero, haciéndole dar un respingo. Se levantó, dejó el vaso sobre la mesa auxiliar y se quedó mirando el cojín sobre el que acababa de sentarse. Se inclinó y metió la mano por debajo hasta que sus dedos toparon con un objeto suave y algodonoso que sacó de allí. Era un osito de peluche.
Jodie frunció la frente al tiempo que se hacía un montón de preguntas curiosas sobre el hallazgo. ¿El detective tendría un hijo? ¿Estaría casado? Se había fijado en que no llevaba ningún anillo, aunque ese detalle tampoco era determinante. Quizás el osito de peluche pertenecía a algún sobrino, o al hijo de algún compañero que se lo había dejado allí olvidado… Miró hacia el dormitorio y la panorámica que se desplegaba ante sus ojos sesgó de raíz el hilo de sus pensamientos.
La luz entraba a raudales por la ventana y la silueta oscura del detective Craven quedaba perfectamente proyectada y recortada contra las cortinas separadoras. Se estaba desnudando ante ella, probablemente sin ser consciente de que podía verle.
Ya se había bajado la cremallera que el traje llevaba en la espalda y ahora estaba sacando los brazos de él. Brazos fuertes que quedaron delineados con precisión contra la tela diáfana de las cortinas. Después dio un tirón hacia abajo y fue descubriendo los musculosos pectorales, los abdominales definidos y el vientre liso hasta que el traje quedó arremolinado en sus caderas. A Jodie se le cayó el osito de peluche al suelo pero no se inclinó para recogerlo, no quería perderse ni un segundo del sugerente espectáculo. Craven se inclinó y se puso de lado. La goma espumosa dejó libre las caderas y ella clavó los ojos en la curva férrea de sus glúteos desnudos. Los ojos se le abrieron como platos cuando él se movió unos centímetros y también le dejó ver la silueta rotunda de sus atributos viriles, de donde ya no pudo apartar la mirada.
Se lamió lo labios y tanteó en la mesa para recuperar su bebida. Él se la había servido para que entrara en calor pero eso ya no iba a ser necesario. Quería beber un sorbo porque la boca se le había quedado seca.
Craven se quitaba el traje por los pies cuando el líquido ámbar entraba en contacto con su garganta, haciéndola toser. Dejó el vaso a un lado y se apretó los labios con la palma de la mano para amortiguar la tos.
- ¿Se encuentra bien? -le preguntó él, desde el otro lado de las cortinas.
- Eh… sí -contestó con un hilo de voz-. Perfectamente.
Carraspeó y se abanicó con la mano. La bebida le había abrasado la boca y había dejado un reguero de fuego líquido en su tránsito hacia el estómago, pero siguió sin perder de vista su objetivo. Totalmente desnudo, alto e imponente, rodeó la cama y abrió cajones. Jodie vio volar algunas prendas que cayeron sobre el colchón: unos pantalones, un jersey, una cazadora… y luego regresó a su posición inicial, donde comenzó a vestirse. Al inclinarse para colocarse los slips, Jodie también ladeó la cabeza hasta que la oreja casi le rozó el hombro. Cuando ya tenía puestos los pantalones y se metía el jersey por los hombros, retiró finalmente la mirada para darse tiempo a recomponerse. Recuperó el osito del suelo al tiempo que él daba un fuerte tirón de las cortinas y regresaba al salón.
Jodie se mordió los labios porque se empeñaban en sonreír. Se sintió como si él acabara de sorprenderla realizando alguna travesura infantil, aunque era su subconsciente el que la traicionaba, claro está, porque él no tenía ni idea del maravilloso espectáculo que acababa de regalarle.
Iba vestido con vaqueros negros, un suéter oscuro y una pistolera ajustada al pecho, y se quedó mirando de manera interrogante el peluche con el que jugueteaba. Jodie lo soltó a un lado del sofá y se puso inmediatamente en pie. Como no sabía qué hacer con las manos, las enterró en los bolsillos de su sudadera.
- Ha recobrado el color -señaló él-. Aunque no ha probado ni una gota de la bebida que le he ofrecido.
- La he probado pero no es de mi agrado. ¿No esconde algo más fuerte por ahí?
Max captó la ironía.
- Así que no es usted tan dura como aparenta. La creía más curtida.
- Bueno, en algunos campos lo estoy -aseguró, consciente de que estaba respondiendo a alguna clase de flirteo. Entonces recuperó el osito de peluche y lo apretó contra el pecho del policía-. En su caso, las apariencias también engañan, detective.
Max sonrió entre dientes y ella dejó de reprimir la sonrisa.
Le gustó verla así, relajada y de buen humor, y entonces deseó no tener que marcharse a trabajar para poder invitarla a desayunar. Sus miradas quedaron conectadas en los segundos silenciosos que sucedieron a continuación, hasta que ella se incomodó y rompió el electrizante contacto visual.
- ¿Nos marchamos? -preguntó.
- Usted primero -dijo él señalando la puerta.
Un par de minutos después, el Jeep abandonaba la playa por la vía de acceso hacia Newport Boulevard, a esas horas muy transitada por los que acudían a sus respectivos trabajos. Jodie se mantuvo en silencio mientras observaba con aire distraído el cúmulo de oscuros nubarrones que invadían el este y que pronto se asentarían hasta cubrir por completo el cielo otoñal de Costa Mesa. Pensó en sus planes para ese día, acudir a Los Ángeles para presentarse a una de las dos audiciones que le había conseguido Layla y, por la tarde, regresar a Irvine para acometer los siguientes dos días de rodaje. Sin embargo, pronto sus pensamientos se vieron interferidos por la imagen de Craven desnudo de la cabeza a los pies.
Le miró de soslayo y quiso recuperar el instantáneo desagrado que le había profesado en sus dos primeros encuentros, pero ya no fue capaz de rescatar esa sensación. Seguían sin gustarle los policías y mucho menos los policías atractivos, pero en su estómago se había instalado un extraño cosquilleo desde que lo había encontrado vestido de buzo y se había mostrado tan comprensivo con ella. Intuirle desnudo había avivado ese hormigueo, lo cual le hizo recordar que hacía más de un año que no tenía relaciones sexuales.
Y quería seguir sin tenerlas, el cosquilleo debía desaparecer.
Se detuvieron ante un semáforo en rojo y Jodie aprovechó para mirarle directamente. Estaba concentrado en la conducción, con los ojos oscuros clavados en la carretera y el semblante serio, aparentemente ajeno a su presencia.
- ¿En qué comisaría trabaja?
- En Fair Drive, frente a la feria.
Jodie se posicionó allí mentalmente y calculó distancias.
- Eso no le pilla de camino a mi casa, precisamente.
Max volvió la cabeza y la miró. La joven había recuperado el color y lucía un aspecto arrebatador ahora que sus mejillas mostraban un tono sonrosado. Se fijó en sus labios carnosos y no le extrañó lo más mínimo que la famosa marca de cosméticos Clinique hubiera publicitado sus barras de labios dándoles color a los suyos, o que hubieran promocionado sus sombras de ojos o sus máscaras de pestañas resaltando esos inmensos y bellísimos ojos azules. Era evidente que no sabría todo eso de no haberla investigado la tarde en que la conoció.
Que poseía una gran belleza física era algo innegable y, sin embargo, no era ese el único motivo por el que se sentía atraído hacia ella.
- Antes tengo que hacer una parada en otro lugar que sí me pilla de camino. -Y le dedicó una mirada rápida. Ella se frotaba el muslo-. ¿Le sigue doliendo?
- Mucho menos -sonrió.
Él asintió satisfecho.
- Pensé que trabajaba durante toda la semana en Irvine.
- Interpreto un papel secundario, así que voy los martes por la tarde y regreso los jueves cuando acabo el trabajo -le explicó.
- Deben de pagarle bien para permitirse una casa en Costa Mesa.
- Comparto los gastos con Kim, mi compañera de piso. Usted ya la conoce. -Él asintió mientras hacía un adelantamiento-. Además, tengo otro empleo en el Crystal Club de Newport Beach.
Max ya lo sabía. Cuando accedió a esa información la tarde de los sucesos, la acogió con indiferencia. Ahora, simplemente, no le gustaba.
El Crystal Club era un pub donde acudían hombres que buscaban regodearse la vista con las bailarinas que hacían top less o con las camareras guapas que servían las mesas ataviadas con uniformes sexis que poco dejaban a la imaginación. Max solo había estado allí en una ocasión por motivos profesionales, pero había visto lo suficiente para que le resultara desagradable imaginarla sirviendo copas en ese lugar.
La información le dejó impasible, o al menos eso creía ella, porque no hizo ni un solo comentario al respecto.
- ¿Desde cuándo hace submarinismo?
Max abandonó Newport Boulevard y señalizó la maniobra para adentrarse en la calle 18 hacia Center Street.
- Desde hace muchos años. Mi primer empleo como policía fue trabajando en el cuerpo de salvamento y rescate de la policía de Los Ángeles en las costas del Pacífico -le explicó-. Hacíamos rescates de aviones siniestrados, naufragios, buzos imprudentes que se alejaban demasiado de la costa… de todo lo que pueda imaginarse.
- Suena interesante.
- Lo era.
- ¿Por qué lo dejó?
Max se encogió de hombros.
- Siempre quise ser detective de homicidios, disfruto viendo a los malos entre rejas.
El detective Craven le recordó a su hermano Mike. Cuando este todavía era un adolescente empeñado en que quería ser policía y sus padres le exigían con cierta amargura que fundamentara su elección, él siempre contestaba con aquella misma frase. El recuerdo la hizo sonreír con añoranza. Echaba de menos a sus padres, a Mike, a John, a su cuñada Dana y a su sobrino Jesse.
Volvió a concentrar su atención en él.
- Y ahora practica el buceo como afición.
- No sabría vivir sin zambullirme en las profundidades del mar -dijo con la voz apasionada mientras ella le miraba con atención-. ¿Y usted? ¿Por qué dejó el mundillo de la moda?
- Desde pequeña soñaba con ser actriz. Dejé la casa de mis padres siendo todavía muy jovencita para marcharme a Nueva York y labrarme un futuro en esta profesión. Pero en mi camino se cruzó un cazatalentos que me lanzó como modelo y tuve que posponer mis otros proyectos. Trabajaba demasiadas horas y no me quedaba tiempo para nada más.
Llegaron a su casa un par de minutos después.
Max estacionó frente al jardín y ella volvió a agradecerle toda su ayuda. Justo entonces, cuando su mano fina y delicada se posaba sobre el tirador de la puerta, Max soltó aquello que había girado en su cabeza durante todo el trayecto en coche.
- Cene conmigo.
La mano se quedó paralizada sobre el tirador y ella se volvió lentamente hacia él. No esperaba una invitación semejante y por eso se quedó tan callada. Él se esforzó en interpretar el lenguaje de sus ojos confusos, pero no estaba muy seguro de si acogía la invitación con agrado o miedo. Tal vez un poco de ambas cosas.
- ¿Cenar? -preguntó, como si no le hubiera escuchado bien la primera vez.
- Cenar. Hace unos días compré una barbacoa portátil que estaba de oferta en el South Coast Plaza y pensaba estrenarla esta noche. Nada elaborado, algo sencillo e informal.
No podía pensar mientras lo miraba o le contestaría que sí sin meditar las consecuencias. Por eso desvió los ojos hacia el jardín otoñal de su casa y calibró con rapidez los ingredientes de la propuesta: cena en la playa con un hombre atractivo por el que se sentía sexualmente atraída. Una atracción mutua que chisporroteaba en el aire cuando se miraban.
Los ingredientes eran potencialmente nocivos.
- Tengo… tengo cosas que hacer esta noche. Lo siento.
- Es una pena, me apetecía compartir mis chuletas con usted -respondió tratando de disfrazar la decepción bajo una capa de ironía-. De todas formas, si cambia de idea puede encontrarme en la playa.
Por fin su mano accionó el tirador.
- Lo tendré en cuenta -sonrió de manera forzada antes de salir del coche.
La observó cruzar el jardín hacia la puerta de su casa mientras se preguntaba por qué le habría rechazado con palabras cuando sus ojos le decían el mensaje opuesto. Reconocía cuando una mujer se hacía de rogar para que un hombre fuera detrás de ella pero, desde luego, ese no era su caso. La sensación que se le había quedado alojada en el cerebro era que Jodie Graham quería cenar con él pero que, por alguna circunstancia personal que solo ella conocía, no podía hacerlo. Así que las calabazas no hicieron otra cosa más que aumentar su interés en ella.
Max regresó a la carretera y condujo las tres manzanas hacia el despacho de su abogada con la firme convicción de que volverían a verse.