Capítulo 25
Salió con Jacob a cenar fuera de casa. Había luz en la caravana y, a través de las ventanas, vio su silueta femenina moverse de un lado para otro. Suponía que hacía la maleta y recogía todas sus cosas. Fueron a un McDonald’s cercano y regresaron un par de horas después.
Al escuchar el motor del coche de vuelta Jodie salió de la caravana, cruzó el jardín y entró en la casa. Esperó a que pasaran al salón desde el garaje y luego le pidió a Max que le dejara dormir a Jacob esa noche. Él les dejó a solas en el cuarto infantil y se encaminó a su dormitorio. Estaba cansado y decidió que se acostaría temprano.
Mientras se desnudaba, la escuchó llorar y decirle al niño que lo quería con toda su alma. En cualquier otro momento sus lágrimas y sus palabras de afecto hacia Jacob le habrían sacudido el corazón pero, en estas circunstancias, ni siquiera le hicieron temblar. Se metió en la cama y apagó la luz. Al cabo de unos minutos, ella entró en el dormitorio sorbiendo por la nariz. Max no estaba muy seguro de que esa noche quisiera compartir la cama con él, pero allí estaba.
Se quitó la ropa, se puso la parte superior del pijama y se metió bajo las sábanas. La oscuridad no era plena. La luz de la luna penetraba a través de las diáfanas cortinas y aclaraba en tonos plata las sombras que anidaban en la cama. Max le daba la espalda, aunque no sabía si estaba dormido. Se lo preguntó por lo bajo.
- ¿Estás durmiendo?
- No, no estoy durmiendo.
Jodie deslizó una mano sobre el colchón y cuando sus dedos toparon con la espalda de Max, los dejó allí y los movió suavemente. Al no sentirse rechazada, apoyó la palma sobre los músculos duros y ascendió la caricia por su piel caliente, hasta llegar al hombro. Animada por su silencio, Jodie se arrimó a él, se apretó contra su espalda y le rodeó el cuerpo desnudo con el brazo.
Sentirle así de cerca, al menos físicamente, alivió un poco su pesada aflicción. Volvió a hacerse las mismas preguntas, aquellas para las que todavía no tenía respuestas, mientras refugiaba la cara contra su cuello y cerraba los ojos para grabar su olor en la mente. ¿Por qué no la arropaba entre sus brazos? ¿Por qué no le decía que la amaba y que iba a echarla de menos? ¿Por qué se mostraba tan hermético y distante con ella? ¿Qué era aquello que tenía que descubrir por sí misma?
Ya que Max había alzado una especie de muralla entre los dos que no les dejaba conectar en el terreno emocional, Jodie necesitó el contacto físico para comunicarse con él. La mano con la que lo rodeaba se movió sobre su pecho y acarició los duros pectorales, arremolinando el vello que los cubría. Sus labios depositaron un beso en su nuca y luego ascendió hacia el nacimiento de su cabello. Le escuchó respirar, los músculos se tensaron y se volvieron de granito con el tacto de su cuerpo. Los besos se volvieron más osados y la punta de su lengua le acarició la piel. Jodie bajó la mano hacia su entrepierna y la deslizó por encima de la única prenda que llevaba puesta, descubriendo que su pene había despertado a sus caricias.
- Para -le pidió él.
- No quiero. -Introdujo los dedos bajo la cinturilla de los bóxers.
Max se movió ágil y rápidamente sobre la cama y Jodie quedó apresada bajo su cuerpo. Sus ojos quedaron conectados en un silencio cerrado y doloroso, hasta que él bajó la cabeza y aplastó su boca con la suya.
Max le hizo el amor con una rudeza impropia en él, con una intensidad que abrasaba, con un ímpetu ciego que ella trató de atemperar sin mucho éxito con sus besos dulces, con sus caricias suaves y con sus miradas cargadas de cariño. Sintió que utilizaba su cuerpo para sacarse del suyo esa especie de rabia que le atenazaba por dentro, pero no le importó. Jodie se entregó a él por completo. No hubo palabras, solo rompieron el silencio los murmullos y los gemidos de un placer que, conforme crecía, se tornaba hiriente. Cuando les abandonó, cuando los besos y las caricias se detuvieron, cuando los cuerpos dejaron de luchar como si se hallaran en un cuadrilátero de boxeo, les llegó un vacío asolador. Max regresó a su lado de la cama, Jodie se acurrucó en el suyo con lágrimas en los ojos y no cruzaron ni una sola palabra más. Parecían dos extraños que no tuvieran nada que decirse.
La escuchó removerse a sus espaldas cuando el reloj de la mesita de noche indicaba que eran las seis y veinte de la mañana. Ella se puso en pie y anduvo de puntillas por la habitación, recogiendo sus ropas al tiempo que caminaba hacia la puerta. Max cerró los ojos, se marchaba sin despedirse, por lo que no quería que supiera que estaba despierto.
La sintió detenerse bajo el umbral de la puerta y observarle desde allí. Escuchó un entrecortado suspiro y, a continuación, un sollozo ahogado que amortiguó con la palma de la mano. Luego oyó sus pasos recorriendo el pasillo y después se hizo un sordo silencio hasta que pasados unos minutos escuchó la puerta de la entrada al cerrarse.
Aprovechando que era su día libre, cogió lo indispensable y se marchó con Jacob y el gato en la caravana, que todavía olía a ella. Hacía buen tiempo para ser mediados de diciembre, así que le preguntó al pequeño si quería ir a la playa o a la feria de Costa Mesa. El niño respondió que quería ir a la playa para hacer castillos de arena, o al menos eso fue lo que Max entendió.
La brisa era suave y el mar estaba en calma. Había gaviotas revoloteando sobre las suaves olas en busca de comida, el cielo estaba despejado y lucía un radiante color azul que también le recordaba a los ojos de ella. Solo hacía tres horas que se había marchado y ya la estaba echando insoportablemente de menos.
Antes de que Jacob se empeñara en hacer hoyos y figuras en la arena con las herramientas de juguete que le había comprado hacía unos días, Max le dijo que darían un paseo de ida y vuelta hacia el muelle Pier para bajar el desayuno. Al niño le pareció bien por la única razón de que Carboncillo iría con ellos, pero al gato no le hizo especialmente feliz que las patitas se le hundieran en la arena blanda. Se pasó un rato quieto, olisqueando a su alrededor hasta que se acostumbró al nuevo hábitat y, después, animado por los silbidos de Max, decidió seguirles muy de cerca.
Jacob caminó de su mano, aunque se detenía constantemente para intentar alcanzar al gato que se le enredaba entre los pies. Sus risas alborotadoras y sus chillidos de felicidad actuaron de forma medicinal en él. El niño era un terremoto, incansable y lleno de energía, un ser pequeño y maravilloso que iba a llenar de luz y alegría su vida. Que le ayudaría a superar las horas más bajas así como el vacío que ella le había dejado en el alma. Jacob era su motor, y por fin le pertenecía. Si existía un cielo, Christine debía de estar sonriendo desde allí.
Carboncillo soltó un lánguido maullido cuando Jacob le pisó el rabo sin querer. Pasear con aquellos dos se convirtió en una auténtica odisea, aunque fue mucho peor cuando, de regreso a la caravana, Jacob se puso a cavar un hoyo en la arena y luego se empeñó en que quería sepultar al gato, dejándole la cabeza fuera para que pudiera respirar. Max no pudo evitar reír ante la ocurrencia y, para quitarle esa idea de la cabeza, tuvo que decirle que Carboncillo dejaría de quererle si hacía eso con él. Por fortuna, el niño desistió.
El corazón le latía desaforadamente cuando estacionó el coche en el parking de la playa y vislumbró la caravana de Max en el mismo lugar donde siempre la aparcaba. Él estaba sentado en la arena junto a Jacob, de cara al mar, y no debió de escuchar el motor de su coche porque no se volvió para ver quién llegaba. Giró la llave de contacto, apagó el motor y salió precipitadamente al exterior. La emoción y la impaciencia por llegar hasta él le habían provocado un malestar en el pecho que solo comenzó a calmarse ahora que por fin le había encontrado. El mundo pareció caérsele encima cuando llegó a su casa y vio que la caravana no estaba en el jardín. Luego hizo el trayecto hacia la playa cruzando los dedos para que estuviera allí y no se hubiera marchado a algunos de esos lugares perdidos por las montañas a los que iba en ocasiones.
Jodie dejó atrás la zona alquitranada del aparcamiento y accedió a la playa. Mientras caminaba sobre las dunas arenosas y se sujetaba el cabello detrás de la nuca, las piernas le exigían que echara a correr hacia él. Aceleró los pasos y también se le aceleró la sangre, que fluyó alocada por las venas arrasándole todo el cuerpo de emoción. Esperó a que en cualquier momento Max se diera la vuelta al escucharla llegar, pero sus pasos quedaban camuflados bajo el murmullo del oleaje y los balbuceos de Jacob.
Jadeando, como si acabara de finalizar una de sus largas carreras, Jodie se detuvo cuando estuvo a un par de metros de él. Hizo unas cuantas inspiraciones hasta que pudo volver a hablar.
- Max -le llamó.
Él miró hacia atrás por encima del hombro y, al verla allí plantada, levantó de golpe su metro noventa del suelo. El sol matinal que trepaba por el este iluminó sus rasgos morenos y atractivos, que expresaron una mezcla de confusión y de sorpresa.
- Jodie…, ¿qué haces aquí?
Ella anduvo los dos metros que les separaban y, cuando llegó a su altura, alzó la cabeza para mirarle. Reprimió el impulso que la empujaba a echarse en sus brazos y saltarse el paso de dar las oportunas explicaciones.
Max la escudriñaba mientras le daba tiempo a que se sosegara y recuperara la voz. Estaba tan agitada que, de no ser porque no llevaba ropa de deporte, habría pensado que venía corriendo desde algún sitio apartado. Se percató de que se le había corrido el rímel de las pestañas y de que tenía la nariz enrojecida, síntomas evidentes de que había estado llorando. La sorpresa empezó a ganarle terreno a la confusión.
Ella tragó saliva, se soltó el cabello que atrapaba con la mano detrás de la cabeza, y habló una vez se hubo relajado.
- Estaban anunciando el vuelo por megafonía y tenía que ir hacia la puerta de embarque, pero no he sido capaz de subirme al avión. -Su voz era tan intensa como su mirada. Le observaba como si quisiera grabar en su cerebro cada pequeño detalle del rostro masculino, como si hiciera años que no lo veía-. Me dirigí al mostrador de la compañía aérea y anulé los billetes de avión. No puedo marcharme.
- ¿Cómo que no puedes marcharte? ¿Qué ha sucedido?
- Que no soy tan inteligente como tú creías y que por eso he tardado tanto tiempo en entender aquello a lo que te referiste anoche, cuando estuvimos discutiendo. -Sus ojos claros parecían dos ventanas abiertas de par en par que le mostraban lugares de su alma que nunca antes le había dejado ver-. Te amo con todas mis fuerzas y voy a quedarme aquí contigo porque no puedo imaginar mi vida sin estar a tu lado.
Lágrimas de emoción reaparecieron en sus ojos y los hicieron brillar con el fulgor de las estrellas. Max se quedó absorto en ellos, al igual que en las palabras que acababa de decirle y en el énfasis puesto en cada sílaba. La seguridad con la que ella acababa de manifestarle sus sentimientos hizo que los suyos le estallaran por dentro y le dejaran sin aliento.
Volvía a ser Max. La frialdad con que la había tratado en las últimas horas, incluso cuando hicieron el amor, se había disuelto, y sus ojos le transmitían de nuevo todo el calor, todo el amor, toda la pasión y toda la esperanza que siempre habían estado allí, y sin los que ella ya no podía vivir.
- Te quiero muchísimo, Max.
Él suspiró con fuerza y volvió a rejuvenecer los cinco años que había envejecido de golpe.
- Y yo te quiero a ti, Jodie.
Pasó las manos alrededor de su cintura, ella elevó las suyas hacia sus hombros y se fundieron en uno de esos abrazos en los que las almas se encontraban y se unían en una sola. Los besos llegaron después, dulces y breves al principio, largos y apasionados al final. A Jodie le pareció oír música a su alrededor, de la clase que se escuchaba en los finales felices de las películas.
Max le tomó el rostro entre las manos y sonrió a su espléndida sonrisa. El mundo había vuelto a llenársele de luz y color. Apoyó la frente en la de ella y dejó que los segundos transcurrieran sin necesidad de adornarlos con palabras.
Al cabo de un rato, ella rompió el silencio.
- Soy muy feliz. Nunca me había sentido así, tú haces que… todo tenga sentido.
Max le besó la frente, la nariz y los labios, y retiró de su rostro colmado de vida los mechones rubios que la brisa traía a su cara. Detestaba tener que romper esa felicidad idílica que ninguno había conocido antes, pero era necesario hacerlo.
- No puedes quedarte aquí, cariño.
- ¿Qué?
- Tienes que ir a Nueva York y tienes que aceptar ese trabajo. -Ella despegó los labios para formular una réplica pero él se los selló con la yema del dedo índice-. Ahora debes centrarte en tu carrera de actriz y demostrarle a todo el mundo lo mucho que vales. -Max hablaba con aplomo porque, aunque doliera, estaba convencido de que ese era el único camino que Jodie debía tomar-. Jacob y yo no nos moveremos de aquí. Te estaremos esperando.
Su generosidad era abrumadora pero Jodie negó con la cabeza.
- Es un año que podría convertirse en muchos más. Las series de la ABC son muy exitosas y casi todas suelen superar las seis o siete temporadas. -Siguió negando con la cabeza-. No pienso separarme de ti, de vosotros dos, durante tanto tiempo.
Max también tenía una solución para ese problema.
- Sabes que la guarda pre adoptiva de Jacob me impide moverme de Los Ángeles durante los seis primeros meses pero, una vez me lo concedan en adopción, y te aseguro que haré todo lo posible por lograrlo, seremos libres para irnos donde se nos antoje.
La esperanza resucitó en los ojos de Jodie.
- ¿Estás hablando de mudaros a Nueva York?
- Si tal y como dices la serie tiene éxito y continúas firmando temporadas, sí, nos mudaremos allí.
- ¿Y qué pasaría con tu trabajo? ¿Y con la casa?
Max se encogió de hombros, trivializando la pregunta.
- Pediría un traslado y vendería la casa. Aquí no hay nada ni nadie que me retenga. Mi hogar está donde estés tú y donde esté él.
Jodie le acarició las mejillas rasposas por la barba. Hubo más lágrimas y más suspiros emotivos. Luego volvió a abrazarle y a reiterarle en el oído que estaba locamente enamorada de él.
- En estos meses vendré a verte siempre que me sea posible y te llamaré todos los días.
La despedida era inminente y empezó a hacerse cuesta arriba.
- Vete antes de que pierdas el siguiente avión -la animó él.
Volvió a besarla y sus brazos, por fin, la soltaron.
Jodie tenía un nudo en la garganta que enviaba lágrimas a sus ojos. Puso empeño en contenerlas o jamás sería capaz de largarse de su lado. Se mordió los labios y acudió junto a Jacob, que hacía un agujero en la arena. Se agachó junto a él, acarició la cabeza de Carboncillo y besó al niño en la mejilla. Él le regaló una preciosa sonrisa desdentada que le expandió un poco más el corazón.
Después se alzó y miró a Max, que había cruzado los brazos y observaba la escena con los sentimientos a flor de piel.
- ¿Puedes hacerme una última promesa?
- Lo que quieras.
- En mi ausencia, no te enamores de otra mujer.
Él sonrió y la miró con adoración.
- Imposible.
Jodie asintió y sus labios carnosos también se curvaron.
- Voy a echarte tanto de menos…
- Yo también a ti.
A continuación, se puso de puntillas para darle un último beso en los labios y luego echó a correr, abandonando la playa sin mirar atrás.
Max se dejó caer al lado de Jacob y admiró su obra en la arena. El niño le tendió el rastrillo para que le ayudara a hacer el hoyo más grande y luego levantó el dedo regordete, señalando con curiosidad su cara. Max se llevó los dedos allí y descubrió una lágrima que le surcaba la mejilla. Se la secó con el dorso de la mano.
- Papá llora -dijo el niño con asombro.
Maldita sea, que le llamara papá en ese preciso momento no ayudó a que se le aligerara la carga emocional. ¿Quién le habría dicho que tenía que llamarle así? Probablemente ella.
- ¿Esto? No es nada. -Y le revolvió los rizos negros-. Es que soy muy feliz.
Seis meses y medio después, Jodie se mordía las uñas en la galería comercial del aeropuerto JFK de Nueva York, fuera de la zona de control. El vuelo procedente de Los Ángeles había aterrizado hacía veinte minutos y los pasajeros empezaban a reencontrarse con sus familiares y amigos, que esperaban en el mismo lugar donde se hallaba ella. Jodie caminaba de un lado para otro al tiempo que estiraba el cuello para otear entre la marabunta de gente que dejaba atrás la terminal. Algunos empujaban carritos con el equipaje, otros tiraban de pesadas maletas con ruedas o, simplemente, cargaban con mochilas, pero todavía no podía ver a Max.
La impaciencia por estar con él la carcomía, apenas si había dormido cuatro horas durante la noche.
Durante esos seis meses solo pudieron verse en tres ocasiones. De la última, ya hacía algo más de mes y medio. Su trabajo en Todos quieren a Jennifer no era muy compatible con el horario laboral de Max. Entre semana el rodaje consumía gran parte de su tiempo, y los fines de semana, que era cuando libraba, no siempre podía coger un vuelo para reunirse con él. Max trabajaba muchos sábados y domingos alternos, dependiendo de sus turnos y de sus guardias.
Tener que separarse de la persona a la que amaba cuando la relación apenas si había despegado se le había hecho cuesta arriba, y los breves encuentros con él, lejos de animarla, hacían que regresara a casa con el corazón hecho trizas. Pero ese calvario ya había terminado.
Todos quieren a Jennifer estaba siendo un gran éxito y la cadena ABC había firmado con la productora para tres temporadas más. De momento. Si las cosas marchaban tan bien como hasta ahora y el público seguía convirtiéndola en líder en su franja horaria, era posible que tuviera trabajo fijo durante los próximos diez años. Por eso Max estaba allí, venía a Nueva York para quedarse. Y traía consigo la sentencia de adopción de Jacob y los papeles de la concesión del traslado para empezar a trabajar en una comisaría de Chelsea. Jodie había fijado su residencia allí porque era uno de los mejores barrios residenciales de Nueva York. De momento, vivía en un pequeño apartamento de alquiler pero ya había hecho planes con Max para comprar una casa.
Jodie era tan feliz que algunas personas que pasaban por su lado se la quedaban mirando con curiosidad, y no porque la reconocieran de verla en la tele -la serie había empezado a emitirse hacía tan solo dos semanas- sino porque era incapaz de dejar de sonreír.
Los viajeros seguían llegando en grandes masas, ella continuaba dando vueltas y más vueltas. Hasta que le vio cruzar las puertas. Era tan alto y tan atractivo que resaltaba entre el resto de pasajeros. Parecía un actor de cine. Jodie alzó la mano para que la viera a través de la muralla de pasajeros que se interponía entre los dos y entonces él también la vio.
A Jodie se le ensanchó la sonrisa y siguió dando pasos impacientes hacia delante y hacia atrás, retorciéndose los dedos de las manos con nerviosismo mientras Max intentaba hacerse paso entre la muchedumbre. En cuanto se formó un claro entre los dos, Jodie salió corriendo hacia él. A Max no le quedaba ni un solo dedo libre. Con una mano tiraba de una enorme maleta con ruedas, del hombro llevaba colgada una gran bolsa con dibujos infantiles, con el otro brazo cargaba con Jacob y, a duras penas, con la otra mano sujetaba las correas del transportín en el que viajaba Carboncillo. Pero aun con tanto obstáculo de por medio, Jodie encontró un hueco para apretarse contra su pecho, echarle los brazos alrededor de los hombros y darle todos los efusivos besos que no había podido darle en todo ese tiempo.
- Te quiero -le dijo ella emocionada, enredando los dedos en el cabello negro-. No puedo creer que estés aquí.
De nuevo se abrazó a él. Era maravilloso volver a inspirar su masculino aroma y sentir la fuerza y el calor que transmitía su cuerpo, envolviendo el suyo.
- Yo tampoco. -Él enterró la nariz en su pelo y también inspiró su fragancia, seguía utilizando champú con olor a fresas. Le mordisqueó la oreja a través del pelo-. Te he echado muchísimo de menos, a todas horas.
- Sobre todo por las noches cuando llegabas de trabajar, ¿verdad? -preguntó con picardía.
- A todas horas -insistió él-. Te quiero.
Hubo más besos antes de que ella se retirara y centrara su atención en el pequeño Jacob, que los miraba a los dos con los ojos abiertos como platos.
- Dios mío, ¡cuánto has crecido, cariño! -A Jodie se le llenaron los ojos de lágrimas-. ¿Te acuerdas de mí? -Le acarició los rizos y se le derritió el corazón cuando Jacob afirmó con la cabeza-. ¿Te vienes conmigo?
Jodie abrió los brazos y el niño extendió los suyos. Cuando lo tuvo con ella le pidió un beso que él le estampó en medio de la mejilla. Jodie le besó los mofletes, que todavía eran carnosos y sonrosados.
- ¿Qué tal tu primer viaje en avión, Jacob?
- Avón guta. ¡Aboncito vene con nosotos! - exclamó el niño, señalando el transportín.
- Ya es un gato adulto y pesa como el plomo -masculló Max-. Quinientos gramos más y tendría que haber viajado en la bodega del avión.
Jodie le quitó el transportín de las manos para que pudiera repartirse el resto del peso y echó un vistazo a través de la rejilla.
- ¡Vaya! Está realmente enorme -exclamó ella-. Tengo el coche a un par de calles de aquí. Lo dejamos todo en el apartamento y nos marchamos a comer. ¿Os parece bien?
- Nos parece perfecto.
Max le cubrió los hombros con el brazo y la acercó a él para besarla en la cabeza. Había dicho la verdad. La había añorado a todas las horas del día pero, ese día en concreto, apenas si podía esperar a que llegara la noche para que Jacob durmiera como un tronco y él pudiera tenerla desnuda entre sus brazos.
Unidos por el firme abrazo de Max, echaron a andar hacia la salida.