Capítulo 8
Se despertó gritando, con las sábanas arremolinadas y cubiertas de sudor. La oscuridad que la envolvía ejercía una presión insoportable sobre su cuerpo y sintió que encubría toda clase de peligros que no podía ver. El miedo había acelerado los latidos de su corazón. Tragó saliva, tenía la garganta reseca e irritada, y descubrió que también tenía las mejillas empapadas. Se las tocó con la punta de los dedos y retiró las lágrimas. Jadeaba como si acabara de correr una maratón, pero se tranquilizó un poco cuando volvió la vista a su derecha y se topó con la pálida luz de las farolas que se filtraba a través de la cortina que cubría su ventana. La ventana de su dormitorio.
Suspiró, extendió una mano, que colocó sobre su pecho y esperó a que se diluyeran los efectos de la pesadilla.
Hacía muchos días que no soñaba con bosques tenebrosos ni con hombres que la perseguían sin descanso blandiendo instrumentos mortíferos a sus espaldas. Ya había transcurrido un mes de la agresión e incluso ya era capaz de adentrarse en el bosque en compañía de Glenn o Cassandra sin que el terror la obligara a salir corriendo. Había hecho muchos avances para superar el trauma que le había acarreado el horroroso episodio, pero, cuando tenía alguna pesadilla o llegaba a casa con la sensación de que alguien la vigilaba, volvía a sentirse como en el punto de partida. ¿Se estaría volviendo loca? Podía entender lo de las pesadillas, pero le preocupaba especialmente la manía persecutoria que estaba empezando a desarrollar. No tenía pruebas de que la acecharan, nunca había visto a nadie persiguiéndola pero, en ocasiones, se daba la vuelta en medio de la calle o cambiaba la ruta por la que circulaba con su coche porque tenía la impresión de que así era.
Volvió a tomar aliento. El corazón ya bombeaba con su frecuencia habitual.
Los números fluorescentes del reloj de su mesita indicaban que eran las tres y media de la madrugada. Aunque los párpados le pesaban una tonelada y sentía el cerebro embotado, Jodie no creía que pudiera volver a conciliar el sueño.
Con la serenidad ya recuperada, encendió la luz, apartó las sábanas revueltas y se sentó en el lateral de la cama para calzarse las zapatillas. Después abandonó la habitación y salió al pasillo. Le llamó la atención que la puerta del dormitorio de Kim estuviera abierta de par en par, y que el interior estuviera tan oscuro como un nicho. Debía de hallarse en la cocina tomando un vaso de leche. De camino a las escaleras se detuvo ante su cuarto y buscó a tientas el interruptor de la luz. La lámpara principal que había colgada del techo alumbró el interior revelando que la cama estaba hecha y que ni su abrigo ni su bolso estaban colgados en el perchero, donde los dejaba cuando llegaba a casa.
La cocina estaba tan oscura como el resto de la vivienda.
Jodie se adentró en ella, sacó el envase de la leche del frigorífico y se sirvió un vaso, que puso a calentar en el microondas. Se preguntó dónde se encontraría Kim un jueves por la noche a horas tan tardías. Los jueves libraba en el Crystal Club; además, ni siquiera regresaba tan tarde a casa los días en los que hacía su turno. Hizo memoria por si su compañera le había mencionado en algún momento del día que regresaría tarde. Pero no lo recordaba.
Se sentó a la mesa y se bebió el vaso de leche a pequeños sorbos, agradecida por el inmediato bienestar que experimentó su estómago al recibir el líquido caliente. Cuando volvió a mirar el reloj ya había transcurrido media hora, y el bienestar se había esparcido a otras partes de su cuerpo. Sintió somnolencia pasadas las cuatro y, con el vaso de leche ya vacío, se dispuso a regresar a la cama. Se arrebujó bajo las sábanas ya secas y pensó en que no había motivo para preocuparse por Kim. Conociéndola, seguro que estaría en compañía de algún chico atractivo con el que se proponía pasar la noche. Acomodó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Sí, seguramente se trataba de eso.
Cuando despertó de un sueño profundo y sin pesadillas, su dormitorio estaba inundado de luz, aunque el pedacito de cielo que mostraba el rectángulo de su ventana era de un tono gris macilento. Otro día de posibles lluvias y de ese viento húmedo y frío que calaba hasta los huesos. Un típico día sombrío de finales de noviembre.
No tenía planes hasta que llegara la noche, pero sintió una mortífera pereza al pensar que tenía por delante dos jornadas de trabajo en el Crystal Club.
Asomaron a su cabeza los recuerdos de la noche pasada. La pesadilla, la ausencia de Kim… y abandonó la cama sin molestarse en calzarse las zapatillas. Salió al pasillo y se apresuró hacia la habitación de su compañera.
La puerta seguía abierta, la cama hecha, el perchero desnudo.
Kim no había regresado a casa y eso era algo totalmente impropio en ella. Más todavía si tenía que acudir por la mañana temprano al plató de rodaje, como era el caso. Jodie no quería alarmarse, seguro que había una explicación lógica. Saldría de dudas llamándola al móvil.
No logró contactar con ella. Kim no respondió a las llamadas que le hizo durante la mañana, siempre saltaba el buzón de voz de su teléfono. Buscó en la guía telefónica el número de la productora con la que ella rodaba su nueva película, y allí fue donde le confirmaron que no se había presentado en el plató ese día. Ni siquiera les había llamado para avisarles de los motivos por los que había faltado al trabajo.
No quería convertirse en una paranoica, pero cuando colgó el teléfono tenía el estómago encogido y su cabeza era un hervidero de pensamientos negativos. A Kim le había pasado algo grave, de lo contrario, jamás habría actuado como lo estaba haciendo. Ella era muy responsable con su trabajo y jamás se habría ausentado de él sin una causa justificada.
Volvió a descolgar el teléfono para llamar a todos los hospitales de Los Ángeles, pero en ninguno de ellos había ingresado una paciente que respondiera al nombre de Kim Phillips.
Jodie cogió su abrigo y salió disparada hacia el garaje.
Max se hallaba en comisaría con los expedientes de las tres víctimas del verdugo abiertos sobre su mesa. Los había estudiado minuciosamente cientos de veces para encontrar la conexión entre aquellas tres mujeres, pero esta continuaba sin aparecer. Había investigado a sus familias, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo y hasta a sus vecinos; incluso había indagado sobre el equipo de personas que formaba cada uno de los castings a los que se habían presentado en el último año. Pero el nombre de ninguno de esos miembros estaba repetido en sus listados.
Se recostó en su silla y se rascó la barbilla distraídamente.
Las visitas que hicieron a los lugares en los que se había visto estacionada la furgoneta de reparto de Crumley cuando se salía de su ruta también habían sido infructuosas. Una floristería, un centro de belleza, una clínica dental… Ninguna de las personas entrevistadas reconocieron haber visto al hombre de la fotografía que Faye les mostraba. Podrían estar mintiendo, pero Max no creía que la joven que les atendió en la floristería, la mujer madura propietaria del centro de belleza o la eficiente odontóloga de la clínica dental, fueran las destinatarias de los paquetes que Crumley entregaba. Que la furgoneta estuviera aparcada en la puerta de esos tres negocios no implicaba que los repartos se hubieran efectuado allí.
Mucho más interesante era lo que los técnicos habían descubierto en las copias de los DVD. Habían empleado muchas horas de trabajo para identificar los tenues sonidos que en ocasiones se escuchaban en determinadas partes de las grabaciones, pero, una vez constataron que estos provenían de las hélices de un helicóptero, avanzaron mucho más rápido en la investigación.
Max observó el mapa que había colgado en la pared de su izquierda y paseó la mirada por los lugares que había señalizado con marcadores de color rojo. En Los Ángeles había tres helipuertos, pero el que le interesaba era el que se hallaba a unos diez kilómetros del cañón de Santiago, muy cerca de los márgenes del bosque de Irvine en sentido norte. Los marcadores de color azul indicaban los lugares exactos donde habían sido hallados los cadáveres de las tres jóvenes.
Una vez estuvieron en posesión de toda la información volvieron a peinar la zona pero no localizaron el escondrijo.
Sintiéndose impotente, apartó la mirada del mapa y se concentró en los expedientes.
Darlene Cooper era la primera de las tres víctimas, una actriz de teleseries a la que vieron por última vez hacía algo más de cuatro meses, cuando abandonaba un edificio de Beverly Hills donde acababa de presentarse a una prueba. Fue un perro pastor alemán, propiedad de una familia que pasaba el día en el campo, el que descubrió su cadáver. La niña que acompañaba al perro declaró que el animal se puso a husmear y a escarbar en la tierra hasta desenterrar una mano. Los padres acudieron al escuchar los gritos de la niña y después llamaron a la policía. El enterrador, que con casi toda probabilidad era Crumley, no había cavado una tumba profunda para la primera de las víctimas pero se había esmerado mucho más para hacer desaparecer los cadáveres posteriores.
Pasó las hojas hasta toparse con una foto de Arizona Stevens tomada el día de su muerte. Arizona era una actriz de cine porno cuyo cadáver fue encontrado por un pescador flotando en las aguas del lago Irvine, el cual arrojaron junto a una pesa de cinco kilos que habían atado a sus pies con una gruesa cuerda de esparto. Las morenas, unos peces con afilados dientes que habitaban en las aguas del lago, se encargaron de destruir la cuerda con sus mordeduras, de tal manera que el cadáver emergió a la superficie pocos días después.
Cooper, Stevens, Knight… El verdugo mataba en periodos de un mes y, si no se daban prisa, pronto volvería a matar. Callaghan se mostraba prudente con el caso y, hasta que no tuvieran una prueba más sólida, no quería que se diera por sentado que Crumley no era el verdugo. Max, por el contrario, estaba convencido de que no la necesitaban. El hijo de perra estaba en la calle y, como era fiel a su modus operandi, en breve volvería a actuar.
Se apretó el puente de la nariz y, acercándose a la ventana, echó un vistazo al exterior. Desde esa posición tenía una buena panorámica de la entrada a la comisaría, y entonces la vio. Estaba en la puerta de acceso, junto al jefe Callaghan, y en ese momento este último señalaba con la mano el interior de la comisaría. Jodie hizo un escueto gesto de agradecimiento y entró en las dependencias policiales. Acto seguido, Max escuchó el sonido de los tacones sobre el suelo de linóleo barato y dirigió la mirada hacia el pasillo de la entrada. Con la preocupación impresa en la cara, ella intentaba hacerse paso a través de un grupo de policías para alcanzar la oficina principal.
Con una mano aferraba fuertemente la correa de su bolso y con la otra formaba un puño. Preguntó algo a un compañero que alargó el brazo para señalarle y, a continuación, se dirigió hacia él con la mirada fija en sus ojos. Max se puso en pie para recibirla y se anticipó a ella al verla tan angustiada.
- ¿Qué sucede?
- Necesito que me ayude. Mi compañera ha desaparecido, no contesta al móvil y todos desconocen su paradero -la voz se le crispó y tragó saliva-. Temo que se encuentre en peligro.
Max asintió, tratando de asimilar la información, que salió a borbotones de sus labios.
- ¿Por qué no toma asiento, se tranquiliza y me cuenta todo paso a paso?
Max señaló una silla que ella declinó. Se había dado cuenta de que su presencia allí había despertado la curiosidad de cuantos se encontraban en la oficina. La detective Myles no le quitaba el ojo de encima mientras tecleaba informes en su ordenador.
- ¿Podemos hablar a solas?
Él echó un vistazo a su alrededor, la sala de reuniones estaba vacía. Al no encontrar inconveniente indicó a Jodie que le precediera de camino a la sala. Le pareció escuchar a sus espaldas el murmullo jocoso de algunos de sus compañeros, pero no les hizo ni caso. Cerró la puerta cuando estuvieron dentro y la observó moverse nerviosamente por la aséptica sala gris.
- Empiece por el principio. ¿Qué ha pasado con su compañera?
Jodie suspiró profundamente para serenarse.
- Anoche no regresó a casa. Pensé que se habría quedado en la de algún amigo pero esta mañana llamé a su trabajo y la productora me confirmó que no se presentó en el plató y que tampoco justificó su ausencia. La he llamado al móvil durante toda la mañana, he telefoneado a todos los hospitales de Los Ángeles… ¡y nadie sabe dónde está! -Miró al detective, que la escuchaba con tranquilidad desde la puerta-. Cree que estoy exagerando, ¿verdad?
- Creo que está muy nerviosa, lo cual es lógico, pero…
- Hay un asesino suelto que mata actrices y Kim podría ser la siguiente. ¡Por supuesto que es lógico que esté nerviosa!
En ese estado de alteración no iba a ser sencillo razonar con ella. Como tampoco era sencillo para él meterse en la piel del profesional serio que era y seguir el ritual de preguntas reglamentarias.
- ¿Cuándo vio a su compañera por última vez?
- Ayer, sobre las siete de la tarde.
Mal asunto, pensó Max. No iba a gustarle nada su respuesta. Intentó dársela de la manera más amable posible.
- En ese caso tenemos que esperar a que transcurran veinticuatro horas para denunciar la desaparición. -El rictus de la joven se tensó un poco más, y los nudillos de la mano que aferraba la correa de su bolso se pusieron blancos como el papel-. Si su compañera continúa sin ponerse en contacto con usted en las próximas dos horas, entonces cursaremos la denuncia correspondiente e iniciaremos la investigación -le dijo, adoptando un tono templado y comprensivo que no logró disminuir su exaltación-. De momento no puedo hacer otra cosa.
Jodie le devolvió una mirada de decepción.
- Pues yo no tengo dos horas -le espetó al pasar por su lado, en dirección a la puerta-. Hablaré con otro policía.
Accionó el tirador y la abrió unos centímetros antes de que el detective apoyara la palma de la mano sobre la superficie de madera y la cerrara de un golpetazo, lo que le hizo dar un respingo.
- ¿Adónde cree que va? -masculló cerca de su oído.
- Acabo de decírselo.
- Usted no va a hablar con nadie que no sea conmigo. Ningún policía de este departamento ni de ningún otro va a prestarle la mínima atención, ¿entiende? -No había conseguido el efecto esperado hablándole con blandura; por lo tanto, cambió el planteamiento-. Esperaremos las dos horas que he dicho y, mientras tanto, va a sentarse en esa silla y va a contestar a todas mis preguntas por muy ridículas que le parezcan.
La observó con detenimiento, estaba tan cerca de él que pudo sentir sobre su propia piel la preocupación que irradiaba su cuerpo. Alzó sus azules ojos enturbiados hacia los suyos y asintió con los labios apretados.
- Si me da alguna pista válida quizá pueda adelantar algo de trabajo, aunque no puedo prometerle nada. -Señaló una silla y volvió a repetir por enésima vez-: Siéntese.
Jodie había llegado a comisaría con la firme convicción de que Craven correría a ayudarla por el simple hecho de que ella le gustaba; al no ser así, se había decepcionado y había perdido la poca calma que conservaba. Sin embargo, permanecer con los labios sellados mientras ahora escuchaba sus sólidos argumentos favoreció que recuperara su capacidad de razonar. Él iba a ajustarse al protocolo e iba a esperar hasta que se cumplieran las veinticuatro horas tal como debía hacer, pero también estaba dispuesto a dedicarle su tiempo de manera extraoficial.
- Siento haberme exaltado. -Jodie murmuró una disculpa y, a continuación, se sentó en la silla que le ofrecía. Él lo hizo enfrente, se apoyó sobre el respaldo y con un gesto la instó a hablar, aunque no esperaba que lo hiciera en aquella dirección-. He hecho cálculos, ¿sabe? Ese tío secuestra y mata a intervalos de un mes, justo el tiempo que ha transcurrido desde que encontré el cuerpo de Michelle Knight en el bosque.
Se inclinó hacia ella para exigirle el contacto visual que se empeñaba en esquivar.
- Señorita Graham, de verdad que entiendo su inquietud, pero es descabellado achacarle al verdugo la supuesta desaparición de su compañera.
- ¿Supuesta dice?
- ¿De verdad la conoce tan bien como para asegurar que no se trata de una escapada voluntaria? ¿No ha barajado la posibilidad de que se haya ido de fiesta, haya conocido a algún tío y haya perdido la noción del tiempo?
- Jamás lo había hecho antes, Kim se toma su trabajo muy en serio -contestó irascible-. Si esta es toda la ayuda que puede brindarme, entonces será mejor que vuelva más tarde.
Jodie hizo ademán de levantarse pero Max atrapó su mano bajo la suya, la sujetó contra la mesa y la obligó a permanecer en su sitio.
- Dice que ayer sobre las siete de la tarde la vio por última vez.
Jodie liberó su mano apresada bajo la de él y se esforzó por sosegarse.
- Ella tenía que ir a Los Ángeles para presentarse a un casting. Cogió el autobús en la intersección de la calle 18 con Center Street porque tenía su coche averiado en el taller.
- ¿Le dijo si tenía planes para después?
- No, aunque dudo que los tuviera. Ella nunca pasa la noche fuera si tiene que madrugar para ir a trabajar. A pesar de su apariencia, es una chica muy responsable.
- Voy a hacer unas cuantas llamadas para intentar averiguar si subió al autobús y en qué parada de Los Ángeles se bajó. ¿Sabe si dispone de una tarjeta para utilizar en el transporte público?
- Su viejo Chevy pasa más tiempo en el taller que en el garaje de casa. Se vio obligada a hacerse con una tarjeta hasta que pueda comprarse otro coche.
- Eso facilitará el trabajo. Las bandas magnéticas de las tarjetas que se utilizan en los autobuses dejan constancia a través de un número de referencia de quién es el propietario y de la hora en que se ha utilizado. Si cogió un autobús de regreso a Costa Mesa también podremos constatarlo, aunque hacerlo nos llevará horas de trabajo. -Percibió que el pecho de la joven se ensanchaba y luego dejaba escapar el aire con lentitud-. Ahora márchese a casa y relájese, yo la llamaré con lo que descubra. Si a las siete de la tarde Kim continúa sin aparecer, abriremos la investigación.
Con el estado de ánimo más aplacado, Jodie musitó un escueto «gracias» y procedió a levantarse de la silla. Él la secundó, advirtiendo arrepentimiento en su mirada, que volvía a esquivar la suya.
A continuación, abrió su bolso, tomó una libreta y un bolígrafo y apuntó el número de su teléfono móvil. Se lo entregó al detective.
- Llámeme con lo que sea.
- Descuide.
- Y disculpe otra vez por haber perdido los estribos.
- No se lo tengo en cuenta.
Él sonrió un poco, lo suficiente para que se le alteraran las pulsaciones, lo cual hizo que se sintiera molesta consigo misma. No era el momento ni el lugar para que aparecieran signos de atracción entre los dos, pero poco podía hacer ante algo tan inevitable.
- Procure ser optimista -le dijo él de camino hacia la puerta-. Le sorprendería saber la cantidad de gente que desaparece durante días y luego regresa a casa como si no hubiera sucedido nada.
- Intento serlo. Pero no me resulta sencillo después de… ya sabe.
Max asintió. La comprendía.
Apoyó la mano en el tirador de la puerta pero, antes de abrirla, comentó algo que nada tenía que ver con el tema que debatían.
- Fue una buena inversión.
- ¿Cómo dice?
- La barbacoa.
- Oh… claro. Pues… me alegro mucho.
- Quizás cuando se sienta más tranquila quiera comprobarlo por sí misma.
Teniendo en cuenta que había utilizado un momento muy delicado para proponérselo, Max estaba preparado para escuchar una respuesta negativa; sin embargo, apreció una tenue sonrisa y una inapreciable distensión en los músculos de su rostro.
No contestó con palabras pero sus ojos lo hicieron por ella. Y estos decían que le apetecía.
Regresó a su solitario hogar pasadas las cinco y media de la tarde. Con gesto decidido fue directa a la habitación de Kim, se detuvo a los pies de la cama e inspeccionó a su alrededor. Su compañera era una joven muy organizada y su cuarto presentaba un aspecto inmaculado. No le gustaba rodearse de cosas materiales y por eso las estanterías estaban casi desnudas, a excepción de una extensa colección de CD y algunos manuales con consejos para mantenerse en forma.
Se acercó a la mesa de su escritorio, donde tenía el ordenador portátil y abrió los cajones, pero solo encontró bolígrafos, libretas garabateadas y un álbum de fotografías. Sabía que Kim poseía una agenda donde apuntaba todos los movimientos que hacía durante el día, pero siempre la llevaba consigo. Tal vez también los anotaba en su ordenador, pero de nada serviría intentarlo porque estaba protegido con contraseña.
- Maldita sea. ¿Dónde estás, Kim? -preguntó con angustia.
Se marchó a la cocina y se preparó una tila. No podía hacer nada salvo esperar a que el detective Craven la llamara, hecho que no sucedió hasta una hora después, cuando ya iba por su tercera infusión y tenía las uñas de los pulgares destrozadas.
- ¿Detective Craven? -contestó al número desconocido que brillaba en la pantalla de su móvil.
- Soy yo.
Escuchar su voz ronca e intensa la tranquilizó un poco más que todo el líquido que había bebido. Jodie hundió los dedos en su cabello y preguntó con temor.
- ¿Ha averiguado algo?
- He realizado las llamadas que le prometí. La señorita Phillips tomó la línea número cinco en el cruce con Center Street. El conductor del autobús la reconoció porque la había visto en alguna de sus películas. Recuerda perfectamente que se bajó en Bunker Hill y que la vio acceder al edificio que hay contiguo al California Plaza.
- En la planta octava se realizan muchas audiciones.
- Así es. La secretaria que verifica los documentos de identidad y registra los nombres y apellidos de las aspirantes me ha confirmado que Kim Phillips se presentó a la prueba y que se marchó una hora después en compañía de otra joven -escuchó un suspiro al otro lado de la línea.
- ¿Conoce el nombre de esa chica? -se anticipó.
- Sarah Howard, he hablado con ella hace unos minutos. Cuenta que tomaron juntas un café y que luego se separaron en la puerta de la cafetería. Según Howard, su compañera se marchó hacia la parada de autobús para regresar a Costa Mesa. Van a enviarme los listados en los que figuran los registros que le dije, en ellos comprobaremos si tomó o no un autobús de vuelta. Pero ese trabajo va a llevarnos muchas horas.
Jodie lanzó una mirada impaciente a su reloj de pulsera. En apenas unos minutos se cumpliría el plazo de las veinticuatro horas y ya podría cursar la denuncia.
- Estaré allí en un cuarto de hora.
Se quitó las lentes de contacto de color negro frente al espejo del baño y las guardó en su estuche. Después hizo lo propio con el espeso bigote que decoraba su labio superior y con la lograda peluca oscura que ocultaba su cabello. Por último, se deshizo del pegamento especial con el que se embadurnaba la cara para pronunciar las arrugas naturales y, con todo ello, se dirigió al armario empotrado de su dormitorio donde guardaba sus disfraces.
Abrió la puerta, dio un suave tirón de la cuerdecilla que encendía la bombilla y tomó una caja grande del estante superior, que depositó sobre la cama. Dentro había todo tipo de pelucas, dentaduras postizas, gafas, lentillas de colores y otros artículos que le servían para enmascarar su aspecto y parecer una persona totalmente distinta. Cogió un tarjetero de piel marrón donde guardaba todas sus identificaciones y guardó la última que había utilizado. Tenía alrededor de diez carnés falsos y siempre procuraba no utilizar el mismo más de dos veces seguidas. Solo hacía uso de ellos cuando acudía a las audiciones en busca de material fresco. De esta manera, cuando la policía hallara la conexión e investigara a cada uno de los participantes de los castings -hecho que no tardaría en suceder por culpa de Roy Crumley y de las malditas copias de las grabaciones- la policía se toparía con un callejón sin salida. Las identificaciones que utilizaba pertenecían a personas fallecidas.
Guardó todo en la caja porque, de momento, no iba a necesitarlo. Cuando acudía a su guarida para reencontrarse con su nuevo trofeo no utilizaba disfraces. Le gustaba que lo vieran al natural y siempre se presentaba con su nombre real. De todas formas, ellas no iban a vivir para contarlo.
La sed por poseer a la señorita Phillips le rugió en la sangre.
Tenía ganas de verla, apenas había tenido tiempo de contemplarla mientras la dejaba en su escondrijo y él regresaba a casa. Silbó una melodía mientras devolvía la caja al armario y luego se dirigió hacia el garaje. En unos minutos comenzaría a diluirse el efecto de la droga que le había suministrado y quería estar allí cuando despertara.