Capítulo 1

A las seis y media de la mañana, una densa bruma se extendía a lo largo y ancho del cañón de Santiago hasta casi hacer desaparecer el campamento de caravanas que albergaba al equipo de rodaje. La noche ya se retiraba y, aunque el sol asomaba tímidamente por el este, sus rayos dorados todavía no tenían la fuerza suficiente para traspasar la capa de niebla.

Como cada mañana al amanecer, cuando el equipo de rodaje todavía dormía y el silencio reinaba en la llanura, Jodie Graham abandonó su caravana vestida con ropas y zapatillas de deporte. Antes de comenzar con los ejercicios de calentamiento, se ajustó la coleta rubia en lo alto de la cabeza y se subió la cremallera de la sudadera azul oscuro. Pronto tendría calor, pero ahora el viento húmedo se filtraba a través de las prendas haciéndola tiritar de frío. Utilizó la escalerilla de acceso a la caravana para estirar las piernas y tonificar los músculos. Después preparó el tronco y movió el cuello y los hombros en círculos.

Cuando estuvo lista, activó el pulsímetro que llevaba en la muñeca y se lanzó al trote hacia el sendero que atravesaba el frondoso bosque de secuoyas en dirección al lago Irvine. La niebla espesa envolvía los árboles y descendía hasta el suelo alfombrado de hierba y hojas secas.

Jodie pegó los brazos a los costados y empezó a un ritmo tranquilo aunque constante. La coleta se balanceaba hacia un lado y otro a medida que avanzaba por el terreno desigual, donde zonas llanas se combinaban con otras más escarpadas. Su recorrido habitual constaba de cuarenta minutos de carrera intensiva. Primero atravesaba el bosque, luego recorría el contorno del lago Irvine y después regresaba al campamento por el mismo sendero que tomaba a la ida.

Inspiró y espiró, llenando sus pulmones de aquel aire tan oxigenado.

La absurda conversación que había mantenido con Glenn la noche anterior acudió a su cabeza mientras descendía por una pendiente inclinada. Si fuera una mujer asustadiza habría evitado el bosque esa mañana, pensó. Pero las historietas de su compañero no le arrancaban nada más que una sonrisa burlesca y mucha incredulidad. Tenía una mente muy fantasiosa. Glenn había acudido a su caravana con un par de Coca-Colas y muchas ganas de charlar un rato hasta que se hiciera la hora de irse a la cama. Tomaron asiento en los escalones de acceso y charlaron de temas triviales hasta que él sacó a colación esa tonta leyenda del hombre de la guadaña.

- ¿De dónde sacas las agallas para internarte sola en el bosque? -le preguntó.

- ¿Agallas? El bosque es un lugar muy tranquilo y seguro.

- ¿Estás convencida de eso? ¿Acaso nadie te ha contado la leyenda del hombre de la guadaña?

Jodie arqueó las cejas y escudriñó los ojos verdes de Glenn en busca de signos de ironía. Él era actor, se suponía que sabía mentir, pero se le daba mucho mejor hacerlo delante de las cámaras que detrás de ellas.

- Me estás tomando el pelo.

- Claro que no. Es cierto que el hombre de la guadaña se pasea por el bosque en busca de chicas guapas e imprudentes para llevárselas a su cabaña. Lo que hace con ellas allí es un misterio.

- Eres un imbécil, Glenn. -Su compañero se echó a reír-. Qué historia tan ridícula. Ya que quieres asustarme podrías hacerlo con algo más consistente y original.

- Me fastidia estar incapacitado. Echo de menos nuestros paseos vespertinos hacia el lago.

Glenn se había torcido un tobillo hacía un par de semanas mientras rodaba una escena y, aunque ya estaba mucho mejor, todavía se resentía si caminaba largos trayectos.

- Así que, como tú no puedes salir a caminar, pretendes boicotear mis paseos por el bosque. ¿Es eso?

- Más o menos -admitió encogiéndose de hombros y poniendo cara de niño bueno-. Y porque me gusta pasar todo el tiempo posible a tu lado -le confesó una vez más, con el tono más íntimo.

Llegados a ese punto Jodie pestañeó, retiró la vista de sus ojos verdes y bebió un sorbo de Coca-Cola. Después se aclaró la garganta al tiempo que consultaba su reloj de pulsera.

- Es tardísimo y mañana tengo que madrugar. Ya sabes.

- Claro, mujer resbaladiza -bromeó, aunque con tintes de resignación en la mirada.

Jodie apoyó la mano en su muñeca, la apretó suavemente y luego entró en la caravana.

El interés que Glenn sentía por ella iba más allá de la simple amistad, pero no era recíproco. Al poco tiempo de conocerse, Jodie se lo tuvo que aclarar para no dar pie a malentendidos. Pero él era un hombre perseverante, de los que no se resignaba a tirar la toalla, y por eso de vez en cuando le dejaba caer que su interés seguía intacto. Como sus insinuaciones no eran molestas, el trato entre los dos continuó siendo cercano y amistoso.

Jodie salió de los lindes del bosque y llegó al terreno desnudo del cañón. Las azuladas aguas del lago Irvine despertaban perezosamente a la mañana, y el sol pálido del amanecer se encargaba de despejar la bruma que había descendido hacia las profundidades del valle. Más abajo, donde finalizaba la pendiente de la ladera, se encontraba el camino rural que siempre tomaba para bordear el lago, y paralelo a él transcurría el tramo de la carretera estatal que unía Irvine con Costa Mesa y con otras ciudades limítrofes.

Descendió un par de metros por la ladera de la montaña y prosiguió su carrera una vez alcanzado el camino de tierra. No había ni un alma por los alrededores. Incluso era demasiado temprano para la mayoría de los pescadores, que casi todas las mañanas surcaban las aguas del lago en sus pequeñas barquichuelas.

Envuelta en aquella infinita tranquilidad, Jodie hizo el recorrido a buen ritmo y llegó a la ladera de la montaña quince minutos después. Jadeante, con mechones de cabello pegados a la frente y a las mejillas, volvió a trepar por la falda irregular de la montaña para regresar al bosque, donde la niebla era ahora incluso más densa que antes. El bosque de los horrores, como Glenn lo había denominado, sí que tenía en ese momento una apariencia fantasmagórica; bien podría haberse aprovechado para rodar alguna escena de las múltiples películas de terror que se grababan en Hollywood. Sonrió mientras volvía a tomar el sendero angosto y brumoso, y emprendió el trote. Con semejantes circunstancias atmosféricas, una podía perderse por aquellas latitudes si no se andaba con tiento. La distancia que tenía que recorrer no era muy amplia pero ante su visión mermada se le antojaba inmensa.

Se entretuvo en repasar el diálogo de la escena que iban a rodar esa mañana. El silencio y sus pensamientos fueron sus fieles compañeros durante un buen trecho hasta que, bajo el sonido amortiguado de sus zancadas sobre el mantillo, se filtró un ruido procedente de algún lugar indeterminado. No logró detectar su origen, pero conforme corría y avanzaba se hacía más evidente. Supuso que sus pasos la llevaban directamente hacia él.

Zas, zas, zas.

El eco transportaba el sonido a través de los árboles y ahora parecía provenir de todos los sitios y ángulos posibles. ¿Se trataría de un pájaro revoloteando entre las frondosas ramas de las secuoyas? Jodie alzó la vista pero no pudo ver nada, la niebla se lo impedía.

De repente, una súbita sensación de peligro emergió desde las oscuras profundidades de su subconsciente y la obligó a detenerse de golpe. Se sintió ridícula al hacerlo, allí no había nada amenazador que justificara su cautela, pero no pudo desprenderse de esa sensación. No volvería a escuchar las historias de Glenn por muy absurdas que fueran, seguro que estaba sugestionada por el hombre de la guadaña.

Entornó los ojos para enfocar la visión y miró a su alrededor. Solo alcanzaba a ver las estilizadas siluetas de los árboles más próximos, pero por debajo de su respiración agitada continuó escuchando aquel sonido tan peculiar. Se secó el sudor de la frente con la manga de la sudadera y dio unos pasos vacilantes, con los cinco sentidos afilados. La bruma comenzó a disolverse delante de ella para mostrarle un bulto oscuro que fue definiéndose gradualmente ante sus ojos atónitos. Su aguzada intuición, esa que la había hecho detenerse, la había salvado de darse de bruces contra el hombre que se hallaba de espaldas y que vestía completamente de negro. Tenía las piernas separadas y estaba inclinado hacia delante. Con una pala cavaba un hoyo.

Zas, zas, zas.

El sonido de la pala contra el suelo terregoso era enérgico ahora, tan enérgico como la forma con que maniobraba con la herramienta. El ímpetu de aquel trabajo le arrancaba ahogados jadeos. Jodie se detuvo a unos cinco metros de distancia y la sangre se le heló en las venas cuando hizo un posterior descubrimiento: había un cuerpo inerte tendido junto a él. El cuerpo estaba enrollado en lo que parecía una alfombra de color oscuro, y de ella escapaban dos pies desnudos y sucios, y un brazo pálido y delgado. Jodie no estaba segura de si pertenecía a un hombre o a una mujer.

La visión la dejó sin respiración y Jodie interpretó la escena con rapidez. El hoyo que tan apresuradamente cavaba estaba destinado a enterrar el cuerpo que había a su lado.

Jodie ahogó el grito que sintió ascender por su garganta, tapándose la boca con la palma de la mano. Aquello tenía que ser una maldita pesadilla. Sí, seguro que era eso. De un momento a otro despertaría para encontrarse tumbada sobre la estrecha cama de su caravana. Sin embargo, el sonido que escuchaba era demasiado real, así como el miedo que sentía. Los sueños, ni siquiera las pesadillas, podían ser tan vívidos como la imagen que estaba contemplando.

Intentó moverse pero los pies no la obedecieron y continuaron estáticos sobre el terreno. No supo el tiempo que permaneció en esa postura, con los ojos muy abiertos y fijos en la escalofriante escena. Tal vez fueron solo segundos pero le parecieron siglos. Cuando al fin reaccionó lo hizo con celeridad. Con el corazón desbocado, se refugió tras el tronco de una secuoya y se retiró la mano de la boca cuando estuvo segura de que no iba a ponerse a gritar.

Zas, zas, zas.

Gracias a que estaba de espaldas y al ruido constante de su trabajo, el hombre no la había visto y tampoco la había escuchado llegar; de lo contrario, Jodie estaba convencida de que él habría abandonado su afanosa tarea para perseguirla con la pala. Cuando le hubiera dado alcance, habría cavado un hoyo más grande para enterrar los dos cuerpos. Un escalofrío le recorrió la espalda desde las lumbares hasta la nuca. El peligro que corría todavía no había pasado.

Tenía que largarse de allí cuanto antes y llamar a la policía.

Jodie escudriñó el sendero por el que había llegado hasta allí y supo que debía superar el miedo paralizante y ponerse en movimiento antes de que la descubriera. Él estaba de espaldas y no la vería alejarse. La tupida niebla la arroparía y las secuoyas harían de refugio. Solo tenía que caminar cinco metros para ponerse a salvo y hacerse del todo invisible.

Zas, zas, zas.

El hombre continuaba cavando a sus espaldas, sin resuello. Por el contrario, el cuerpo tendido en el suelo no emitía sonido alguno. Saltaba a la vista que quienquiera que fuese estaba muerto.

El sudor que le cubría la espalda se volvió gélido y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. «No pienses y actúa», se dijo, infundiéndose un poco de valor. Asomó la cabeza para asegurarse de que seguía en la misma posición. Tomó aire y lo soltó con lentitud antes de atreverse a abandonar su improvisado escondite. De regreso en el sendero, caminó los primeros pasos con muchísimo tiento, preocupada por los suaves crujidos que emitían las hojas secas bajo la suela de sus zapatillas de deporte. El hombre proseguía cavando, ajeno a su presencia y a sus sutiles ruidos de huida. Jodie aprovechó esa ventaja para recorrer los últimos metros apresuradamente, sin detenerse.

Hasta que pisó una rama seca que estaba oculta bajo la tupida capa de hierba silvestre.

La rama emitió un crujido sordo que se expandió y reverberó entre los árboles como si el sonido lo hubieran reproducido unos altavoces. Jodie se mordió los labios con fuerza y se quedó quieta como una estatua, rezando para que no lo hubiera escuchado. El corazón le martilleó contra el esternón en cuanto constató que el ruido de la pala había cesado. Jodie retuvo el aire en el pecho y se tensó como un arco. Los jadeos ocasionados por el esfuerzo físico, todavía resonaban detrás de ella y tuvo la terrorífica sensación de que tenía su mirada clavada en la espalda. El ruido de unos pasos pesados, que indicaban que el dueño de los mismos era grande y corpulento, le confirmó que la había descubierto.

Aunque el miedo la paralizaba, consiguió mirar por encima del hombro y lo que vio a su espalda le arrancó un chillido de pánico. El hombre se aproximaba a ella, blandiendo la pala entre las manos cubiertas por guantes negros. Ahora que estaba erguido, su estatura y su tamaño le parecieron descomunales, pero fueron sus facciones fieras y toscas, casi sanguinarias, las que la aterrorizaron.

Glenn se había equivocado de leyenda. No era un hombre con una guadaña el que se paseaba por el bosque buscando víctimas, sino uno con una pala. Ambas herramientas le parecían igual de espeluznantes.

El miedo lanzó una invasiva descarga de adrenalina a sus venas y Jodie echó a correr como alma que lleva el diablo. Los pesados pasos se convirtieron en rápidas zancadas que cortaban el aire a sus espaldas. Un alarido salvaje brotó de su pecho al tiempo que la pala colisionaba fuertemente contra el tronco de una secuoya. El impacto produjo un sonido atronador y ella chilló con todas sus fuerzas al imaginar lo que habría pasado de haber recibido ese golpe en la cabeza. Aquel animal tenía toda la intención de matarla.

Apretó los brazos contra los costados, aceleró las zancadas hasta el límite de sus fuerzas y zigzagueó entre los árboles para sortear los continuos golpes de la pala. Las astillas de un tronco saltaron por los aires muy cerca de su cara.

No entendía cómo, de repente, estaba envuelta en una situación tan surrealista. No había explicación posible; sencillamente, se hallaba en el lugar menos indicado a la hora menos indicada. Su cerebro se había quedado en punto muerto y no iba a servirle de ninguna ayuda para salir indemne de aquel brutal ataque. El instinto parecía ileso, y fue él quien la guio a través del laberíntico conglomerado de árboles.

Corrió con la intención de trazar una semicircunferencia que la devolviera al campamento, donde encontraría ayuda, pero no estaba segura de hacerlo en la dirección adecuada. Corría por allí muy a menudo, pero la niebla la tenía completamente desorientada. Pidió auxilio a pleno pulmón, hasta que las cuerdas vocales amenazaron con rompérsele. Esperaba que alguien pudiera escucharla y acudiera en su ayuda. Aunque todavía era temprano, quizás algún pescador madrugador oyera sus gritos. El campamento tampoco quedaba lejos, aunque aún faltaba una hora para que todo el mundo se pusiera en marcha.

El canto afilado de la pala rozó la capucha de la sudadera y emitió un silbido que cortó en dos el viento. Jodie saltó el tronco de un árbol tendido en el suelo y que de improviso apareció en su camino, pero con el impulso no tuvo tiempo de esquivar una secuoya que la niebla no le había dejado ver. El golpe hizo que sus dientes chocaran y que trastabillara hacia atrás perdiendo el equilibrio. Su agresor aprovechó aquella ventaja para agarrarla por la capucha y arrojarla al suelo, donde ella se arrastró con los pies y las manos con desesperación, luchando por recuperar la ventaja que había perdido.

A dos metros escasos de ella, el gigante que quería aplastarla como a un insecto estaba erguido en toda su estatura, observándola con sus facciones feroces. Sus ojos oscuros expresaban una emoción inexplicable, un brillo demente de auténtico deleite. Las aletas de su nariz se habían ensanchado y su boca estaba torcida en una mueca que dejaba ver sus dientes manchados de nicotina. Lentamente, para alargar su disfrute, fue alzando la pala por encima de su cabeza con el propósito de propinarle un golpe de gracia.

Jodie percibió que la muerte la rondaba, se sintió como si estuviera a punto de caer en las oscuras profundidades de un abismo sin fin; pero lejos de aceptar ese fatal desenlace, luchó con uñas y dientes por seguir con vida.

Se puso en pie de un salto antes de que la pala iniciara el mortífero descenso hacia su cabeza y echó a correr en sentido inverso. Sentía unas irrefrenables ganas de vomitar pero prefería tragarse su propio vómito antes que dejarse vencer por aquel ser que parecía provenir del mismísimo averno.

Recibió un golpe sólido en el muslo derecho y, por un momento, pensó que le había fracturado el hueso. Cojeó y dio trompicones hasta conseguir asirse al tronco de un árbol. Miró por encima de su hombro y los ojos se le abrieron desorbitados al comprobar que la pala volvía a dirigirse a su cabeza. Se retiró a tiempo y el filo de la herramienta quedó incrustado en la corteza del árbol. El hombre dio un brusco tirón de ella y volvió a la carga. Jodie ya había conseguido una ventaja de unos seis o siete metros aunque su pierna dolorida no iba a permitirle llegar demasiado lejos. La distancia interpuesta pronto se vería reducida.

Quiso decirle que si la dejaba tranquila no le diría a nadie lo que había visto, pero esa súplica sonaría tan patética que solo conseguiría que el hombre la persiguiera con mayor vehemencia.

Jodie volvió a saltar el tronco derribado en medio del sendero y los calambres le recorrieron la pierna derecha de arriba abajo al asentarla de nuevo sobre el suelo. Los pulmones le ardían y lágrimas de dolor asomaron a sus ojos. El ronco jadeo de aquella bestia sonó justo detrás de su nuca y entonces supo que estaba totalmente perdida.

Cayó al suelo de rodillas, después de que la pala la golpeara de lleno en la espalda. El suelo rocoso de aquel trecho le rasgó la tela de las mallas y el roce le erosionó la piel de las rodillas y las manos. Los pulmones se le quedaron sin aire y la vista se le nubló durante un instante, pero estaba decidida a luchar hasta el final.

Rodó hasta quedar tendida de espaldas, y volvió a rodar y girar para esquivar los continuos golpes frenéticos que machacaban la tierra y que iban destinados a pulverizarla. Si no actuaba pronto, uno de esos golpes la mataría. Y Jodie no quería morir. Desesperada por ponerse a salvo, aunó las pocas fuerzas que le quedaban y alzó la pierna sana, que salió propulsada hacia el gigante. Su pie golpeó las pelotas de aquel cabrón, que la miró con asombro nada más recibir la patada. No se lo esperaba, creía que la victoria era suya pero, en cambio, aulló de dolor, soltó la pala y se agarró los genitales con ambas manos. El cuerpo se le dobló e incluso Jodie vio que lagrimeaba.

Envalentonada, con el corazón latiendo a mil por hora y una rabia atroz que se convirtió en el motor que movía su cuerpo, Jodie se levantó del suelo y agarró la pala por el mango con las manos ensangrentadas. La alzó hacia el cielo y le golpeó la cabeza con todas sus fuerzas. Su agresor soltó un bramido ronco y gutural, dio un traspié y se tambaleó, pero no consiguió tumbarle. Su mirada sanguinaria se enfatizó, pero con los instintos mermados por el dolor perdió parte de su capacidad de reacción. Jodie jadeaba con violencia, sentía un intenso deseo de golpear a aquel hijo de perra hasta matarlo. El hombre dio unos pasos hacia atrás y la miró con los ojos brillantes de euforia, provocándola en silencio a que peleara con él. Ya se había repuesto del dolor o, al menos, ya no le impedía continuar con la lucha encarnizada. Separó las piernas robustas como troncos de robles y sus manos grandes como palas la invitaron a decidirse.

- Vamos…

Su voz cavernosa, que Jodie escuchaba por primera vez, le produjo escalofríos en todo el cuerpo. La de una criatura del infierno habría sonado exactamente igual.

Pero ya no tenía miedo. Este se había esfumado para ser reemplazado por una extraña mezcla de emociones que tiraba de ella hacia el mismo sentido: «Machácale, Jodie». Con ambas manos, volvió a levantar la pala por el mango y lanzó un alarido teñido de ciega ira al tiempo que empotraba la pala contra su cuerpo. Él paró el golpe con el antebrazo, pero fue lo suficientemente contundente como para hacerle retroceder y danzar sobre el suelo como un borracho. Tropezó contra la raíz de un árbol que sobresalía en el terreno y cayó hacia atrás en toda su colosal magnitud. El suelo pareció retumbar bajo los pies de Jodie cuando acogió el peso de aquel gigante embravecido.

El hombre no se movió. Quedó tendido boca arriba cuan largo era y en posición relajada, aunque la cabeza lucía una postura forzada. De no ser porque le parecía demasiado milagroso para ser cierto, Jodie juraría que se había golpeado la cabeza en la caída y que había perdido el sentido. A lo mejor solo era un truco para obligarla a acercarse a él.

Apretó los labios y aguardó inmóvil con los ojos fijos en la escena. Su respiración se fue normalizando y la tensión que la oprimía fue cediendo ante la falta de respuesta. Temía parpadear por si se perdía algún movimiento involuntario que le delatara, pero los segundos avanzaron sin cambios. Jodie se fijó en su amplio pecho que no subía ni bajaba. No parecía respirar. ¿Y si estaba muerto?

La ansiedad volvió a oprimirle el pecho.

Se acercó lentamente con pasos cautelosos, asiendo con firmeza el mango de la pala en postura defensiva y dispuesta a usarlo contra aquel violento gorila al mínimo movimiento. Pero la quietud de aquel cuerpo enorme era absoluta. Lo rodeó y se fijó en la postura forzada de su cabeza. Bajo la misma, había una piedra enorme contra la que se había golpeado al caer y que estaba cubierta de sangre oscura.

Jodie dio un respingo y la pala se le cayó al suelo. Durante incontables segundos, ni su mente ni su cuerpo fueron capaces de reaccionar. Se quedó muda y contempló la escena con ojos desorbitados. El estómago se le revolvió y las arcadas ascendieron por su garganta irritada. Tragó saliva para intentar deshacerlas. Estuvo tentada de alargar la mano para tomarle el pulso pero no fue capaz de hacerlo.

«Piensa», se dijo.

Estaba bloqueada y muerta de miedo, y las náuseas reaparecieron con tanta violencia que ya no pudo reprimirlas. Corrió al abrigo de un árbol para vomitar. No tenía nada en el estómago porque nunca desayunaba antes de correr, por lo que los espasmos fueron especialmente dolorosos.

Al darse la vuelta, comprobó que el hombre continuaba en la misma posición pero el cerco de sangre se había extendido por el suelo, formando un charco granate y espeso sobre la brillante hierba. Tenía que regresar al campamento y llamar a la policía para dar constancia de las dos muertes.

Deambuló por los alrededores en busca del camino de regreso al campamento. La pierna maltrecha le dolía un poco más con cada paso que daba aunque ese era el menor de sus problemas. Estaba completamente desorientada y confundida, y no estaba segura de haber tomado la dirección correcta. De ser así, pronto se encontraría con el cadáver envuelto en la alfombra. La niebla todavía flotaba entre los árboles aunque los primeros rayos de sol acariciaban las copas de las secuoyas, mejorando la visibilidad.

De todos modos, todos los árboles le parecían iguales y no sabía si caminaba hacia el lago Irvine o hacia el campamento.

Le pareció escuchar pasos a sus espaldas y su ritmo cardiaco volvió a incrementarse.

«Otra vez no, por favor», pensó angustiada ante la idea de que su agresor todavía siguiera con vida y volviera a la carga aun cuando una herida abría en canal su cabeza.

No le quedaban fuerzas para librar otra cruenta batalla. Estaba física y moralmente exhausta, y solo tenía ganas de tenderse en el suelo y cerrar los ojos. Un sordo chasquido le confirmó que alguien se acercaba. Al darse la vuelta, vio perfectamente que una figura humana surgía entre la niebla, una sombra oscura e imponente que no portaba una pala ni una guadaña.

Su nuevo atacante llevaba un hacha.