Capítulo 14

Una vez en la calle, Terry comentó que debía regresar a la oficina porque tenía una reunión con uno de sus representados en cuarenta minutos. No obstante, cuando Amy le dijo que quería ir a H amp;M para comprar ropa interior, decidió que no pasaba nada si su cliente llegaba primero y tenía que esperarla unos minutos. Hacía mucho tiempo que no compraba lencería bonita y, tal vez, había llegado la ocasión de adquirir un par de conjuntos para lucirla.

Bajaron dando un paseo por la arbolada calle Light hacia la tienda. La mañana era soleada, con intervalos de nubes blancas que avanzaban deprisa en un espléndido cielo de principios de abril. Eloisa amenizó la corta caminata contándoles los últimos chismes de la residencia. De todos ellos, el más sonado fue el que habían protagonizado Tom Clark y Pamela Lee la noche pasada.

—Al final, ese viejo verde se salió con la suya y convenció a Pamela para que le visitara por la noche en su habitación. Por lo visto, cuando estaban haciéndolo, a Tom le dio un fuerte ataque de lumbago que lo dejó doblado por la mitad. La enfermera Ryan estaba de guardia y acudió a su cuarto al escuchar sus quejidos, encontrándoselos medio desnudos encima de la cama. ¿No os parece asqueroso? —les preguntó, girando la cabeza desde su silla de ruedas para poder verles la cara.

Su nieta contrajo el gesto. Por el contrario, Terry se echó a reír.

—Bueno, los ancianos también tienen derecho a practicar sexo —contestó esta última, que caminaba al lado de Amy con las manos metidas en los bolsillos de su elegante abrigo beis.

—Eso lo dices porque no conoces a Tom Clark. Va contándole a todo el mundo que le gusta que las auxiliares le toquen ahí abajo cuando lo bañan, ya sabéis. —El gesto de Eloisa se volvió agrio, como si acabara de lamer un limón.

—Vaya, pues menuda pieza que tuvo que ser de joven el tal Clark.

—¿Pero no dijiste que la anciana señora Lee no tenía fuerzas ni para mantenerse en pie? —preguntó Amy.

—Eso fue antes de que le cambiaran la medicación y le retiraran los ansiolíticos.

—Pues tenga usted cuidado, señora Dawson, no vaya a ser que también le cambien la suya y algún abuelo de la residencia la convenza para que vaya a su habitación —bromeó Terry.

—Oh, pues hay algunos bien parecidos, así que no te digo yo que no, criatura.

—¡Abuela! —exclamó Amy, escandalizada.

—¿Qué sucede? Yo ya soy demasiado vieja para que un señor me rompa el corazón, por lo tanto, no necesito andarme con pies de plomo como tú.

—No puedo creer que estés hablando en serio. —Agitó la cabeza y les pidió que cambiaran de conversación.

Terry y Eloisa rieron, pero a Amy la broma no le hizo ninguna gracia.

Recorrieron la tienda hacia la sección de ropa interior en la que Amy tenía por costumbre realizar sus compras. La dependienta habitual, Kate Benzan, estaba de baja por maternidad y la sustituía una chica pelirroja de grandes ojos castaños que atendía a una clienta en el mostrador. Era una suerte que Amy no la conociera pues, de haber estado Kate, habría escogido otra tienda para pagar los artículos que pensaba llevarse.

—Y bien, ¿cómo de sexy quieres la lencería? Porque imagino que piensas ponértela para Zack, aunque sea dentro de un mes —comentó Terry muy cerca de su oído, para que su abuela no pudiera escucharlas.

—No hace falta que cuchicheéis a mis espaldas. Soy vieja pero no estoy sorda —aseguró Eloisa mientras recorrían el local decorado en tonos rojo y caramelo—. Si me permites un consejo, cariño, el color blanco nunca pasa de moda.

—En realidad, lo que necesito es un par de conjuntos de ropa cómoda e informal.

Empujó la silla de ruedas hacia un cajón grande que había en un rincón, y que contenía un amasijo apretado y revuelto de bragas y sujetadores. Del techo colgaba un cartel blanco con letras rojas que anunciaba que los conjuntos costaban tres dólares.

Amy dejó la silla de la abuela a un lado y metió las manos en la cajonera ante la curiosa mirada de su amiga, que no daba crédito a lo que veía.

—No tenía ni idea de que anduvieras tan mal de dinero. —Terry agravó la expresión.

—No ando mal de dinero.

—¿Entonces por qué tienes la manos enterradas en el cajón de la ropa interior más horrible que he visto en toda mi vida?

—Cariño, Terry tiene razón —apuntó la abuela en cuanto vio las prendas colgando de los dedos de su nieta—. Yo no usaba esas bragas de cuello vuelto ni cuando tenía veinte años. ¿Quieres que te preste un poco de dinero? —inquirió con preocupación, hablando de «prestar» porque sabía que Amy no habría consentido que se la regalara—. En aquella sección tienen conjuntos muy cómodos y bonitos por quince dólares —señaló hacia la pared opuesta.

—Ya os he dicho que no es por el dinero —repitió, como si hablara con un par de niñas testarudas.

—Pues deja de hacerte la misteriosa y explícanos la razón —le pidió Terry.

Amy estaba segura de que si les contaba el motivo por el que acababa de escoger un horroroso conjunto de color carne, la tomarían por loca, sobre todo su amiga. Pero le daba igual lo que pensaran. Ella creía que era la solución más práctica a un pequeño problemilla al que le había estado dando vueltas desde el domingo.

—El otro día, cuando Zack y yo nos despedimos en el jardín del edificio, me entregué tanto a sus besos que fue como si se me apagara el cerebro y solo me funcionaran los instintos más bajos —pronunció con cierto decoro—. Luego nos interrumpió la lluvia y fue la ocasión idónea para forzar la despedida, pero si él hubiera insistido un poco más, es muy posible que le hubiera invitado a subir a mi piso. —Era difícil hablar de aquello cuando los ojos de Eloisa estaban clavados en los suyos, así que se quedó momentáneamente sin palabras, con las manos inmóviles sobre un ramillete de bragas. La abuela la animó a seguir con una mirada de aprobación que hizo disminuir su vergüenza, y Amy reanudó la tarea a la vez que terminaba su explicación—. Jamás me he ido a la cama con un hombre en la primera cita, ni en la segunda, ni siquiera en la tercera. Esa forma de proceder es muy impropia en mí. Por lo tanto, si vuelve a suceder, si se da la circunstancia de que se crea entre los dos otra situación similar y pierdo la cabeza, esto será lo único que me detenga.

Balanceó frente a los atónitos ojos de las dos mujeres unas bragas blancas de algodón, de esas que casi llegan hasta el ombligo, y las apartó junto al conjunto de color carne.

—¿Quieres decir que vas a ponerte eso para impedir acostarte con él? —Las cejas de Terry, que habían formado un arco incrédulo, se elevaron un poco más—. Tienes que estar de coña.

—Pues a mí me parece que habla muy en serio —intervino Eloisa.

—Claro que hablo en serio. ¿Os acordáis de Abie Duncan?

—¿Te refieres a la protagonista de Arrastrados por la corriente? —Amy asintió a la pregunta de Terry—. Abie es un personaje de ficción —apuntó de forma exagerada, como si Amy no lo supiera.

—Ya lo sé, yo la inventé. Pero no porque sea un personaje ficticio significa que sus ideas sean menos útiles.

—Es lo más ridículo que he escuchado en mi vida. —Terry soltó una carcajada, su rostro no abandonaba la mueca de escepticismo—. ¿Qué opina usted, Eloisa?

—Yo ya estoy acostumbrada a las extravagancias de mi nieta, aunque reconozco que esta se sitúa en el primer puesto del ranking.

—Os podrá hacer gracia y pareceros ridículo, pero no me podéis negar que, llegado el caso, ir vestida con esto será muy efectivo.

—¿Sabes qué sería efectivo? Que te dejaras de chorradas y te acostaras con él si surge la ocasión.

—No la presiones, jovencita. No olvides que hace más de un año que no tiene relaciones sexuales, y que viene de un matrimonio fracasado en el que el cerdo de su esposo le fue infiel. Es normal que si ha conocido a un hombre que le gusta, quiera ir despacio con él —defendió Eloisa a su nieta—. Tú haz lo que tengas que hacer, cariño, yo te apoyo. Además, demuestras tener mucho valor si pretendes ir por ahí con el cuerpo metido en esa cosa —sonrió.

Con un movimiento de cabeza, Terry dio a Amy como un caso perdido y luego señaló hacia la sección de lencería fina.

—¿Os importa que eche un vistazo?

Delante de Eloisa, Amy no quiso preguntar a Terry el motivo por el que escogió dos preciosos conjuntos de cincuenta dólares cada uno, pero estaba segura de que no pensaba ponérselos para impresionar a Kevin. A lo largo de la mañana, se había fijado en que hacía poco que se había hecho la manicura, y también se había marcado unas bonitas mechas en el pelo de un tono más rubio que el color natural de su cabello. No solía maquillarse demasiado para acudir al trabajo, pero ese día la sombra oscura de sus párpados era más intensa, haciendo destacar el azul cielo de sus ojos. El perfume también era más penetrante y la ropa que vestía, menos elegante, mucho más atrevida y juvenil.

El universitario que había conocido en la piscina debía de ser el responsable de su cambio de aspecto. No habían vuelto a sacar el tema desde el sábado por la noche porque no se habían vuelto a ver, pero todos los indicios señalaban que Terry seguía dispuesta a tener una aventura. A Amy también le preocupaba que siguiera acariciando la idea de romper su matrimonio.

Intentaría hablar con ella en otro momento, cuando estuvieran solas.

Terry se marchó a la oficina en su coche, y Amy solicitó otro taxi para llevar a Eloisa de regreso a Keswick. A la vuelta, le pidió al taxista que la llevara a la Avenida Eastern de Fells Point para hacerle una consulta al asesor financiero de su banco.

Era jueves por la tarde cuando Zack agarró la caja de cartón en la que había ido metiendo todos los cachivaches inservibles para bajarla al trastero. Con ese último detalle, podía decirse que la mudanza quedaba finalizada. Teniendo en cuenta que solo había gozado de un par de horas libres al día, había terminado mucho antes de lo previsto, y eso que creyó volverse loco cuando empezó a colocar todos sus trastos en el despacho. Era increíble la cantidad de libros que se podían acumular a lo largo de los años.

Tal y como le había pedido Amy, fue confeccionando una lista con todos los objetos que iba a retirar al trastero. En su mayoría eran revistas viejas, recetarios de cocina y algún que otro adorno arrinconado en el antiguo cuarto de planchar.

Zack bajó a la planta sótano del edificio y enfiló el pasillo de la zona de trasteros en forma de «L», con luminosas paredes blancas y puertas azules. Al tomar el recodo y girar a la derecha, la encontró justo al fondo. Estaba en el interior de su trastero, de espaldas a la puerta abierta de par en par, inflando las ruedas de su bicicleta con una bomba manual. Con las manos agarrando las asas y los pies pisando la base de la bomba, realizaba movimientos ascendentes y descendentes que la hacían jadear suavemente.

Ella no le había escuchado aproximarse, por lo tanto Zack recorrió los últimos metros del pasillo sin hacer el menor ruido y se acercó al umbral de la puerta. Antes de revelar su presencia, dedicó algunos segundos a disfrutar del sonido sensual de sus jadeos, así como a embelesarse con el movimiento repetitivo y casi hipnótico de unas perfectas nalgas que ese día iban enfundadas en unas mallas negras. Amy se irguió, se metió un mechón de pelo detrás de la oreja y luego prosiguió durante un minuto más, hasta que el manómetro marcó que la rueda estaba bien inflada.

—¿Preparándote para dar un paseo?

Amy se revolvió rápidamente dando un respingo, de tal manera que la bomba se le escapó de las manos y cayó al suelo. Se había pegado un buen susto, la mano que se llevó al pecho así lo indicó, pero sonrió al ver que se trataba de Zack.

—Hola. No te he escuchado llegar. Estaba... —señaló la bomba y se agachó para recogerla—. Voy al polideportivo de Canton a hacer unos largos en la piscina.

Zack asintió, al tiempo que dejaba la caja que cargaba en el suelo para poder sacar un papel doblado del bolsillo trasero de sus vaqueros. Se lo entregó. Amy alargó el brazo y lo cogió.

—¿Qué es?

—El inventario que me pediste que hiciera. Todo lo que he retirado está en esta caja. —Amy desdobló el papel y leyó por encima—. Creo que en una tienda de segunda mano te pagarían una fortuna por todos esos recetarios de cocina tan antiguos.

—Vaya, había olvidado que estaban ahí. —Alzó los ojos del papel para mirarlo a él. Estaba muy atractivo, tan alto e imponente que casi rozaba el marco superior de la puerta con la cabeza. Su aspecto era desaliñado, como si le faltaran horas de descanso, pero matizaba su sexualidad y le daba un punto casi salvaje que resultaba de lo más irresistible—. ¿Ya has terminado la mudanza?

—Sí, por fin. Aunque ahora no encuentro la mitad de las cosas —bromeó—. Quise llamarte antes para ponerte al corriente de la reunión que tuve el lunes con Alan Freeman y el tasador pero, entre unas cosas y otras, no he tenido la ocasión de hacerlo. Está siendo una semana bastante ajetreada.

—No tiene importancia, me lo he figurado.

—El tasador ha valorado el local en ciento cincuenta mil dólares. Luego te daré una copia del documento, lo tengo en casa. También he enviado un anuncio a todos los periódicos de Baltimore, incluyendo los portales inmobiliarios más visitados de internet. —Ella asentía por inercia, procurando que no se notara demasiado que ese tema la dejaba tan desinflada como las ruedas de su bicicleta antes de que les diera aire—. Sé que este asunto no te hace especialmente feliz, pero me veo en la obligación de mantenerte informada.

—Lo sé. —Amy alzó la bomba de aire, la guardó en su funda de plástico y la dejó sobre una estantería metálica.

¿Ciento cincuenta mil dólares? Ella no había contado con tanto dinero. Por un lado, el pellizco que recibiría sería mayor de lo estimado pero, por otro lado, también sería mayor la cantidad que debería desembolsar si quería comprarlo.

—Esta mañana he ido al banco para hacerle unas consultas a mi asesor financiero. Creo que... tengo entre manos algo muy bueno que podría sanear mis cuentas bancarias cuando se publique. Evidentemente, no obtendré setenta y cinco mil dólares de beneficios con las ventas, pero contando con ese dinero, con mis ahorros y con un préstamo bancario, podría quedarme con él.

Las palabras esperanzadoras de Amy chocaron con la manifiesta incredulidad de Zack.

—¿De cuánto tiempo estás hablando?

—Tres, cuatro meses... cinco como mucho.

—Acabo de decirte que el anuncio ya está puesto. Hoy mismo podría llamarme alguien que estuviera interesado y mañana podríamos estar firmando el contrato de compraventa.

Amy se quitó la goma con la que se recogía el pelo y se recompuso un poco el cabello. Después volvió a colocársela.

—En ese caso, trataría de comprárselo a la persona que se me adelantara.

Zack apretó los labios y se cruzó de brazos. No podía creer que se hubiera obcecado tanto con el dichoso local. Le fastidiaba que estuviera dispuesta a poner en peligro su economía solo porque su abuela le había metido ideas disparatadas en la cabeza.

—Si no recuerdo mal, dijiste que necesitabas nuevos proyectos con los que ilusionarte porque te habías bloqueado en tu trabajo, pero acabas de decir que estás escribiendo de nuevo. Por lo tanto, ¿qué necesidad tienes de endeudarte hasta las cejas?

Aquel tema la ponía un poco nerviosa. Amy estaba cansada de que todos la cuestionaran.

—Siento que ha llegado el momento de hacer algo más con mi vida y estoy segura de que soy capaz de llevarlo a cabo, aunque tú creas que no. —Zack negó con la cabeza pero Amy insistió—. Claro que lo piensas, lo piensa casi todo el mundo, pero os demostraré que estáis equivocados.

Zack expelió lentamente el aire. En cierta forma, admiraba su determinación aunque fuera a conducirla hacia un callejón sin salida. Mucho se temía que acabaría arrepintiéndose, pero comprendió que no era asunto suyo abrirle los ojos. No debía seguir interfiriendo.

Zack relajó la expresión, Amy también relajó la suya, y las miradas volvieron a cargarse de la ya familiar complicidad.

—Así que has recuperado la inspiración —comentó él.

—Me da miedo decirlo demasiado alto por si vuelve a desaparecer pero... creo que sí. Se me han ocurrido algunas ideas interesantes para darle la vuelta a esa caca de novela que escribí justo después de mi divorcio. —Los labios de Zack se arquearon, mostrándole una sonrisa ladeada y arrolladora que hizo brincar su corazón—. Ni siquiera se lo he comentado a Terry o a Eloisa, eres la primera persona que lo sabe.

—¿Ah, sí? Pues me halaga ser el primero con quien compartes tus secretos.

—Solo este, no todos los demás —sonrió ella, consciente de que acababa de emplear un tono muy coqueto.

—¿Y qué más secretos escondes? —Zack apoyó el hombro en el marco de la puerta, adoptando una postura interesante.

—Si te los contara dejarían de serlo. —Pensó en las feísimas bragas que llevaba puestas y experimentó un súbito azoramiento. Ni siquiera fue capaz de mirarse al espejo cuando se las colocó hacía un rato, pues no soportaba pasearse por ahí con esa imagen de sí misma grabada en la cabeza—. Eloisa los denomina «extravagancias».

—¿Como lo de Mr. Pillow?

—Algo así.

Tras la despedida del domingo por la noche, la mente se le quedó impregnada con el sabor de los besos de Amy, como si su carnosa boca contuviera una potente droga con efectos secundarios que se prolongaron a lo largo de la mañana del lunes, mientras hacía su ronda de visitas en el hospital y los recuerdos le asaltaban en los momentos más inesperados. Aunque algo así no le había sucedido con anterioridad, tampoco quiso otorgarle excesiva relevancia y todo volvió a su ser por la tarde, cuando atravesó las puertas del quirófano e hizo lo que mejor sabía hacer, lo que le daba pleno sentido a su vida y relativizaba lo demás. Esa misma noche, la enfermera Ryan le llamó por teléfono y mantuvieron una conversación en la que quedó bastante claro que Tessa era una chica ardiente que no tenía ninguna intención de comenzar una relación. Y el recuerdo de los besos de Amy Dawson ya no volvió a abordarle.

Sin embargo, ahora que la tenía justo enfrente, encantadora, dulce y aparentemente inofensiva, supo que la tentación por probar de nuevo la droga que contenían sus labios era mucho más fuerte de lo que había llegado a imaginar. Por lo tanto, de inofensiva nada; en realidad, encerraba muchos más peligros que ninguna mujer a la que hubiera conocido antes.

El ambiente comenzó a cargarse de algo indescifrable que volvió espeso el aire que respiraban y obligó a Zack a ahondar en los ojos de Amy, porque intuyó que en ellos se hallaba el origen. Descubrió una especie de anhelo que hacía que su mirada verde se intensificara, deseosa de que le ofreciera algo a lo que él, por desgracia, no podía corresponderle. Zack lamentaba tener que arruinar las expectativas que ella se había hecho y, en lo que a él concernía, le fastidiaba tener que abstenerse de explorar un terreno que se adivinaba apasionante. Con el tiempo, Amy entendería que les hacía un favor a ambos.

Zack se agachó para recoger la caja de cartón que había dejado en el suelo. Al incorporarse, dio un paso atrás para anunciar que se marchaba. La desilusión reemplazó al anhelo, aunque ella intentó por todos los medios que no se le notara.

—Por cierto, aunque parezca que me he olvidado de nuestro trato culinario, siento decirte que no es así —le habló con tono desenfadado, para recuperar el ambiente coloquial del principio. Pero ella solo esbozó una sonrisa vacía—. En dos o tres semanas tendré más tiempo libre y un horario más o menos normal. Te avisaré.

—Vale.

Amy no agregó nada más al respecto mientras se cargaba la mochila a la espalda y agarraba la bicicleta por los puños. Luego lo miró y le hizo un gesto, indicándole que necesitaba que se retirara de la puerta para dejarla salir.

Sin cesar de pedalear, Amy agarró el mando a distancia del equipo de música y apretó el botón que volvía a reproducir el DVD que acababa de finalizar. Las atronadoras guitarras de la canción de Creed, My sacrifice, restallaron a su alrededor, cargándola de tanta energía que las piernas se movieron veloces, sin apenas notar el cansancio de la hora precedente. Cuando tenía alguna preocupación rondándole la cabeza, le sentaba de maravilla machacarse en la bicicleta estática a golpe de rock, hasta que sentía el cuerpo exhausto y la mente algo más serena.

Mientras canturreaba por lo bajo, pensó en la conversación que había mantenido con Terry en la piscina, justo después de su agridulce encuentro con Zack en los trasteros del edificio hacía dos días. Aunque su trabajo consistía en inventar historias cargadas de magia y de sentimientos románticos, en lo personal se consideraba una mujer mucho más realista. Desde luego, en ningún momento se le había ocurrido pensar que él se habría quedado prendado de ella después de haber probado sus besos pero, para ser honesta consigo misma, tampoco esperaba que no demostrara interés en volver a repetirlo. Él se marchó sin más, como si el episodio del domingo nunca hubiera sucedido.

Amy se presentó en el polideportivo con la cabeza hecha un lío, esperando que Terry la ayudara a comprender a qué podía deberse la actitud distante de Zack, pero lo que se trajo de vuelta a casa, en lugar de un lío fue un auténtico caos. Terry no consiguió despejar ni una sola de sus dudas.

—Cuando un hombre actúa de forma evasiva suele ser por dos razones —le explicó cuando tomaban asiento en uno de los banquillos libres—:o bien porque después del beso pierde todo el interés, o bien porque ha calado a la chica y sabe que es de las que atan corto.

—Antes de que reapareciera en mi casa para enseñarme a bailar, él ya sabía que yo no soy la clase de mujer que va por ahí buscando aventurillas. Y en cuanto a lo otro, dudo mucho que perdiera el interés después de besarme, ya que lo hizo como si quisiera devorarme —refutó.

Los ojos azules de Terry chispearon.

—Qué bien ha sonado eso.

—¿El qué?

—Que te besó como si quisiera devorarte.

Como siempre hacían antes de meterse en el agua, Amy sujetó el pelo de Terry en lo alto de la cabeza para que se colocara el gorro de baño. Prefirió no contestar a eso, pues su amiga parecía estar a punto de hacer cualquier cosa para que un hombre también la besara a ella de aquella manera. Menos mal que esa tarde no estaba por allí el chico de la piscina.

—Se me ocurre otra opción. —La expresión de Terry se volvió tan chistosa que, antes de que despegara los labios, Amy ya sabía que iba a tomarle el pelo—. Puede ser que tenga rayos X en los ojos, que haya visto tu espeluznante ropa interior y que por eso haya salido corriendo.

—¿Sabes que eres muy graciosa?

—Lo sé. —Ayudó a Amy con el gorro—. Ahora en serio, ¿por qué no te olvidas de los arcaicos consejos de Eloisa, te plantas frente a la puerta de su casa y le invitas a tomar un café?

Pero los consejos de Eloisa no tenían nada que ver. Si no se atrevía a dar ese paso era más bien por indecisión, por falta de confianza en sí misma o por el temor a sufrir de nuevo. Así que estaba entre la espada y la pared. Por un lado, le apetecía averiguar si ese nuevo camino que parecía haberse abierto ante ella conducía a algún lugar al que mereciera la pena llegar o solo se trataba de un callejón sin salida. Por otro lado, le costaba renunciar a la comodidad de su actual vida, que estaba exenta de sobresaltos y de emociones fuertes. Una vida tranquila y lineal.

Mientras sonaba Sweet child of mine, de Guns‘N’Roses, se le fue avinagrando la expresión, porque esa vida cómoda a la que tantas ventajas veía era a veces tan aburrida como tumbarse en el sofá para observar el techo. Como ese día en concreto: un sábado por la tarde y el mejor plan que tenía era la compañía de su televisor, de Mr. Pillow y una fuente de galletas de harina blanca de maíz, recién sacada del horno.

Las galletas le dieron una idea que fue tomando forma en su cabeza a medida que pedaleaba al ritmo de Lay your hands on me, de Bon Jovi. Cuando sonaban las últimas notas ya había tomado una decisión, así que aprovechó la vena impulsiva para saltar de la bicicleta, apagar la música y encaminarse al baño para darse una ducha rápida. Como no quería darle tiempo a su cerebro a que cambiara de opinión, se vistió a toda prisa y fue al salón para echar un vistazo a la ventana de enfrente, la encontró cubierta por la cortina, indicativo de que él había llegado a casa. De un armario de la cocina cogió una fuente más pequeña que rellenó con las deliciosas galletitas que todavía estaban calientes. A la mente le vino un dicho que Eloisa solía pronunciar: «A los hombres siempre se les gana por el estómago». Amy no estaba muy de acuerdo con eso. Pensaba que se les ganaba más rápidamente con el sexo pero, como aquello estaba descartado, solo le quedaban las galletas de maíz.

Observó su aspecto en el espejo de la entrada, se ordenó un poco el cabello y luego enfiló el corredor hacia el apartamento de Zack. Al detenerse frente a la puerta y antes de pulsar el timbre, repitió por lo bajo lo que iba a decirle: «He pensado que si no tienes ningún plan, quizás te apetecería tomar un café conmigo». Si se andaba por las ramas corría el riesgo de vacilar, por lo tanto era mejor ir directa al grano.

El ding dong atrajo el sonido de unos tacones de mujer que se acercaron para abrirle la puerta.

Amy se quedó de piedra cuando la enfermera Tessa, de la residencia Keswick, apareció resplandeciente al otro lado del umbral. Había cambiado la sobria bata blanca, así como la coleta con la que casi siempre se recogía el pelo, por un provocativo vestido rojo de tirantes de escote recto y por un peinado bastante favorecedor que inundaba su cabeza de suaves tirabuzones dorados. Le llamó la atención el hecho de que, aunque iba perfectamente maquillada, no había ni rastro de carmín en sus labios.

Amy intentó decir algo, pero la sorpresa fue tan grande que no le salieron las palabras. Por el contrario, Tessa no demostró mucho asombro.

—Qué alegría verte, Amy. —Se retiró de la puerta para dejarla pasar, pero ella no despegó los pies del felpudo—. Zack me dijo que se había instalado en el mismo edificio en el que vives, en la casa de Eloisa. Tenía pensado acercarme para saludarte. —Los ojos azules descendieron hacia la fuente que Amy sostenía y que deseó dejar caer al suelo—. ¿Has traído galletas?

—Pues... sí. Es la forma que tenemos los vecinos de darnos la bienvenida unos a otros. —Esbozó una sonrisa tan glacial que no le hubiera extrañado que las galletas se hubieran convertido en pedacitos de hielo. Se sintió como una auténtica imbécil pero, como ya era tarde para echar marcha atrás, no le quedó más remedio que aguantar la compostura—. ¿Se las das a Zack de mi parte?

—¿Quieres pasar y entregárselas tú misma? —la invitó.

—Tengo un poco de prisa, estoy esperando una llamada.

Alzó un poco la bandeja y estiró los brazos, para ver si se la arrancaba de una maldita vez de las manos. Quería evitar a toda costa encontrarse con él. Ya se sentía demasiado ridícula en presencia de Tessa como para tener que soportar la de Zack. Pero no tuvo tanta suerte.

Amy escuchó la voz masculina en el interior del apartamento cuando le preguntó a su invitada que con quién hablaba. Ella no llegó a responderle porque él mismo lo descubrió al aparecer por detrás de su espalda. En cuanto las miradas quedaron conectadas a través del hueco libre que dejaba Tessa, la de él se recrudeció como si acabara de recibir una mala noticia.

Como recién salido de la ducha, el cabello oscuro todavía estaba húmedo e iba perfectamente afeitado. Parecía que se estaban preparando para salir a algún lugar donde exigieran etiqueta porque también Zack vestía con ropas formales. Aunque lo más llamativo era la marca de unos labios rojos que decoraba su cuello.

Amy no pudo evitar que aflorara la palpable decepción que había empezado a cocerse a fuego lento en sus entrañas desde que se encontraran en el trastero. Sin embargo, por la simpatía que le profesaba a la joven enfermera, hizo acopio de todo su aplomo y habló como si no tuviera ganas de coger una por una las galletas para arrojárselas a la cabeza.

—Le decía a Tessa que siempre recibo a mis nuevos vecinos con una fuente de galletas caseras. —La joven se retiró de la puerta y Zack ocupó su lugar para aceptarla de sus manos—. Espero que te gusten.

Él no dejaba de mirarla fijamente, con la mandíbula tan apretada que se le marcaba una fina vena en la sien. Tessa cogió una galleta, la probó y dijo que estaba deliciosa, ajena a la tensión que oprimía el aire hasta volverlo casi irrespirable.

—Me parece estar escuchando el teléfono —se disculpó Amy—. A mí también me ha alegrado verte, Tessa.

Deshizo el recorrido, pero los murmullos que escuchó a sus espaldas, así como los pasos de hombre que resonaron por el corredor segundos después, la alertaron de que Zack se había quedado con ganas de decirle algo. Hubiera preferido que la dejara en paz pero, al tomar el recodo, él apoyó la mano sobre su hombro para pedirle que frenara. Ella se detuvo y lo miró de frente, cerciorándose de que su mente parecía barruntar una de esas excusas que no tenían ninguna consistencia.

—Amy, yo...

—No tienes que darme ninguna explicación —lo interrumpió con actitud templada—. Lo que sucedió entre nosotros fue algo anecdótico, así que... no hay por qué buscar justificaciones.

Amy odiaba cuando él hacía eso, cuando la escrutaba para comprobar si el lenguaje de sus ojos era diferente al que emitían sus palabras. Pero sus ojos no le dijeron nada de lo que quisiera saber porque rompió el contacto para buscar las llaves en el bolsillo de sus pantalones.

—¿Estás completamente segura?

—Lo estoy tanto como puedas estarlo tú. Buenas noches.

Amy entró en su apartamento y desapareció de su vista.

No era la primera vez que Zack se veía involucrado en una situación similar, cuando alguna de las mujeres con las que había estado se volvía exigente y le pedía que la relación avanzara un paso más que él no estaba dispuesto a dar. Sin embargo, nunca le importó tanto herir los sentimientos de ninguna. Amy se había esforzado en demostrarle que nada de lo que había pasado la afectaba, pero era obvio que estaba dolida y, lo que era peor, desengañada.

Zack expelió una lenta bocanada de aire antes de acudir a la llamada de Tessa. La guapa enfermera había tomado el recodo y lo esperaba en medio del corredor, brillando como una antorcha que prometía hacerle arder en llamas. Tessa tampoco disolvería el hielo, ni siquiera se aproximaría para templarlo, pero eso era precisamente lo único que necesitaba de ella.