Capítulo 2

Los chasquidos que emitía la leña al arder se habían adueñado de la densa paz que imperaba en la cabaña. Llegó el momento en que ninguno necesitó el abrigo del otro y, poco a poco, fueron rompiendo el contacto. Las mullidas mantas, así como el portentoso fuego que caldeaba la estancia, fueron suficientes para mantener el calor. Al rato, él irguió el tronco y se pasó los dedos por el corto cabello oscuro.

—Voy a buscar algo con lo que pueda vestirse mientras su ropa se seca.

Amy quiso mirar para otro lado cuando él se puso en pie, pues solo unos bóxers de color blanco le cubrían de la total desnudez, pero no se esforzó lo suficiente. Una no veía todos los días a un tipo de metro noventa que decía ser cirujano, pero que bien podría haberse dedicado a hacer anuncios publicitarios de calzoncillos. Era atlético, de músculos largos y fibrosos, de caderas estrechas y hombros anchos. No era la clase de cuerpo artificial que se conseguía machacándose en el gimnasio, sino que su complexión era más natural, genética.

En cuanto desapareció de su vista, Amy se levantó para situarse de cara a la lumbre. Se cubrió los hombros con la manta con la que se habían tapado, la cerró por delante y luego sacó una mano por la abertura para revolverse el cabello y que así terminara de secársele.

Oyó que él regresaba al salón. Por encima del hombro le observó depositar una buena cantidad de ropa de abrigo sobre la tosca mesa de madera.

—Creo que le estará un poco grande, pero servirá. —Él ya se había vestido con un grueso jersey oscuro y unos vaqueros del mismo color—. Puede ir a mi cuarto si le da vergüenza vestirse delante de mí. Está a la derecha. Si necesita usar el baño, lo encontrará a la izquierda.

—Gracias.

Amy recogió la ropa que le ofrecía y siguió sus indicaciones.

No se percató de que las prendas que llevaba consigo eran femeninas hasta que se encerró en la habitación y comenzó a vestirse con ellas. Quien fuera la propietaria —suponía que su esposa— utilizaba una talla más grande, pues la cinturilla de los vaqueros le venía holgada, al igual que el suéter rojo de lana. Aquella mujer debía de tener una buena delantera.

Cuando estuvo vestida, echó un rápido vistazo al dormitorio. Los muebles escogidos seguían la línea rústica de los del salón. Eran pesados, de formas rectas y tonos oscuros. Solo el detalle de las cortinas blancas, ribeteadas con flores azules, indicaba que por allí había pasado la mano de una mujer. La cabaña era perfecta para describirla en su novela y por eso, con la excusa de ir al baño, aprovechó para echar un rápido vistazo al resto de las dependencias.

Abandonó el dormitorio principal y tomó la dirección inversa. Al fondo había otras tres puertas, de las cuales solo una estaba abierta. Asomó la cabeza por esta para toparse con la cocina, también amueblada con el mismo estilo rústico que el resto de la casa, aunque los electrodomésticos eran nuevos y modernos.

Tiró de la manivela que abría el baño y entró. Mostraba un aspecto horrible, según pudo comprobar en el espejo que había sobre el lavabo. Aquella mañana, cuando salió de casa, se había puesto rímel y ahora lo tenía todo corrido bajo los ojos, lo que hacía que pareciese una muerta viviente. Tomó un trozo de papel higiénico para reparar el desastre, se peinó el cabello todavía húmedo con los dedos y, por último, se alivió la vejiga.

Al salir escuchó ruidos que procedían del salón, así que continuó inspeccionando el resto del territorio. El picaporte de la última puerta chirrió y Amy se quedó quieta, temiendo que él la hubiera escuchado. Sin embargo, como los ruidos del salón no cesaron, empujó hacia dentro con sigilo y asomó la cabeza. Vio una mesa de escritorio presidiendo la habitación, un armario en un rincón cuyas estanterías estaban repletas de carpetas archivadoras y un sillón orejero con la tapicería desgastada.

—¿Qué está haciendo aquí? ¿Es que no encuentra el camino de vuelta? —preguntó una voz a su espalda, con tono árido.

Amy se sobresaltó de tal manera que las ropas mojadas que cargaba en los brazos estuvieron a punto de caérsele al suelo. Entonces se dio la vuelta y sonrió con gesto nervioso, como al que pillan con las manos en la masa.

—Lo siento, no pretendía... —Se retiró de la puerta de inmediato.

—Claro que no —dijo él de manera incisiva.

—Estaba... tomando ideas. En mi novela aparece una casa como esta y...

—Se familiarizaba con el diseño.

—Eso es.

Los ojos del cirujano se entornaron con desconfianza y Amy lo dejó ahí para no empeorarlo. A continuación, le rodeó y huyó hacia el salón, donde él había colocado las sillas alrededor de la chimenea formando un semicírculo. Los respaldos se habían convertido en improvisados tendederos. Amy comenzó a distribuir su ropa en los huecos que él había dejado libres, aproximando las sillas un poco más a la hoguera para acelerar el secado.

La luz del exterior había disminuido considerablemente y la cabaña se estaba quedando en penumbra. Echó un vistazo a su reloj de pulsera y entonces reparó en que las agujas se habían detenido a las cinco y cuarto de la tarde, hora en la que se había zambullido en el lago Roland. Murmuró un taco a la vez que hacía cálculos sobre el tiempo que habría transcurrido desde el desafortunado incidente.

—Son las seis y media —le informó él de regreso al salón.

Se dirigió hacia un pequeño depósito de leña que había en un rincón junto a la chimenea y avivó el fuego con un par de troncos de madera. Amy se acercó a las llamas brillantes y se frotó las palmas de las manos hasta que entraron en calor.

—Por casualidad no tendrá una secadora en la casa, ¿verdad?

—Esta es una cabaña de campo, no dispone de tantas comodidades.

Amy ignoró la ironía que volvía a subyacer en sus palabras. ¡Menudo gilipollas era! Vale que le hubiera salvado la vida, pero estaba empezando a cansarle que la tomara por una idiota.

—Me gustaría marcharme antes de que oscurezca.

—Eso no va a ser posible. —Removió las ascuas con un atizador y el fuego se elevó—. Estamos en medio de una tormenta de nieve.

—¿Tormenta de nieve? El meteorólogo de la radio no ha dicho nada sobre una tormenta de nieve —protestó, como si él tuviera la culpa.

—Los meteorólogos se equivocan. Si quiere comprobarlo por sí misma...

Señaló la ventana con la cabeza y los pies de Amy volaron raudos hacia allí. Pegó la nariz al cristal a tiempo de ver cómo una furiosa ventisca fustigaba inclemente las copas de los pinos y arrancaba la nieve del suelo, haciéndola volar por los aires. El sendero que conducía a la casa estaba desapareciendo, al igual que el camino por el que circulaban los vehículos.

—¡Maldita sea! —Se mordió los labios con fuerza, hasta que se hizo daño—. ¿Cuánto tiempo suele durar una tormenta de estas características?

—Hágase a la idea de que tendrá que pasar la noche aquí. Aunque cesara en unos minutos, dentro de media hora será completamente de noche. No puede volver a su casa en estas condiciones. Jamás encontraría el camino de regreso.

El blanco cegador de la tormenta iluminaba el perfil desencajado de la joven. Ráfagas de viento lanzaban partículas de nieve que chocaban contra el cristal de la ventana como si fueran pequeños proyectiles, mientras ella movía lentamente la cabeza, reticente a creerle. Volvió a cruzar el salón con paso enérgico hacia su bolso, que él había dejado sobre la mesa junto a la cámara de fotos. Sacó el móvil y se dispuso a teclear con dedos impacientes.

—No tengo cobertura. —Dirigió una mirada desesperada hacia él—. ¿Es que no hay cobertura en este lugar?

—Así es —asintió impávido, devolviendo el atizador a su sitio—. Estamos un poco alejados de la civilización. Por aquí no hay antenas de telefonía. ¿Ve ese televisor de ahí? Funciona a base de golpes porque tampoco hay un repetidor por aquí cerca. —Sus labios esbozaron una tenue sonrisa, como si disfrutara poniéndola en conocimiento de aquella información—. Por eso compré esta casa. De vez en cuando, sienta bien desconectar de los lujos a los que estamos acostumbrados.

—Necesito hablar con Jerry. Él está fuera de la ciudad, en un viaje de negocios, y va a preocuparse muchísimo si cae la noche y no me localiza ni en el móvil ni en el teléfono fijo. —Se frotó la frente mientras caminaba de un lado a otro—. Llamará a la policía, a los bomberos, a los hospitales... No puedo creer que esto me esté pasando a mí.

—No puede hacer gran cosa hasta por la mañana, así que no le queda más alternativa que relajarse y esperar. Voy a preparar café. ¿Quiere una taza?

Estuvo a punto de contestarle que no quería nada excepto marcharse de allí, pero su lado más sensato tomó el dominio de la situación y contestó por ella. El café le vendría de maravilla para que se le calentara el estómago.

—Gracias —asintió muy seria.

Con los ánimos crispados, Amy regresó a la ventana mientras él se marchaba a la cocina. La tormenta arreciaba por instantes. El viento había sesgado a ras de tronco las ramas más endebles de los pinos, y ahora volaban enloquecidas en todas direcciones. El aire rugía entre las juntas de las ventanas y trataba de penetrar por debajo de las tejas. Tuvo la sensación de que la tormenta tenía la suficiente fuerza como para arrancar la casa de sus cimientos y transportarla en el aire.

Mientras observaba los estragos de una naturaleza desatada, fue asimilando una situación que no podía manejar. El aroma a café recién hecho le anegó las fosas nasales, tentándola a que hiciera lo que le había sugerido él: tratar de relajarse y esperar a que amainara el temporal.

Cuando regresó al salón, Amy ya estaba un poco más tranquila. Se detuvo a su lado y le tendió una taza humeante que sostuvo de buena gana entre las manos, que habían vuelto a enfriarse en cuanto se alejó del fuego.

—Gracias —repitió, esta vez de manera más amable.

Él hizo un gesto de asentimiento al tiempo que clavaba los ojos en el exterior.

—¿Esto sucede muy a menudo? —inquirió ella.

—He visto unas cuantas de estas.

—¿Y no le da miedo quedarse incomunicado?

Él bebió un sorbo de café y Amy se fijó por primera vez en la alianza que decoraba el dedo anular de una mano grande y fuerte, de dedos largos que debían de ser muy hábiles. ¿Dónde estaría su esposa? Seguro que se había quedado en su casa de la ciudad. Solo a un loco se le ocurriría pasar unos días en un lugar donde se desencadenaban unas tormentas tan espectaculares como aquella.

—Hay muy pocas cosas en la vida que me produzcan miedo —contestó meditabundo, sin apartar los ojos del paisaje. Luego hizo un gesto con el que rompió su burbuja reflexiva y la miró por encima de la taza, mientras daba otro sorbo—. Espero que le guste la pizza o la lasaña congelada para cenar, es lo único que sé preparar.

—La verdad es que no tengo demasiado apetito —declinó.

Él se fijó en su constitución, aunque ya había tenido ocasión de tantearla mientras estuvieron abrazados. Demasiado delgada, las ropas que le había dejado le quedaban un poco grandes, y eso que Elizabeth era una mujer esbelta.

—Tiene que comer. Su cuerpo ha sufrido un trauma del que debe recuperarse.

—¿Y cree que va a hacerlo con un poco de comida descongelada? —Las cejas finas formaron un arco escéptico a la vez que las de él descendían y se fruncían levemente—. ¿Guarda otro tipo de alimentos en el frigorífico?

—Hay carne en el congelador y condimentos en la despensa. ¿Piensa ponerse a cocinar?

—Si no tiene ninguna objeción... —Los ojos de color miel se entornaron demostrándole su agrado, a lo que ella reaccionó poniéndose más seria—. Pero no piense que lo hago para ser amable. Cocinar me ayuda a liberarme del estrés.

—Pues debería. Le he salvado la vida.

Los carnosos labios de la escritora no consiguieron reprimir una efímera sonrisa que dio un poco de brillo a su tez todavía macilenta.

—Veré lo que tiene y prepararé un asado.

—Estupendo.

Amy se llevó la taza a los labios, experimentando un extraño azoramiento mientras el café recorría su garganta. Se mantuvieron en silencio durante el tiempo que tardaron en apurar las bebidas, mientras las miradas vagaban absortas en el escenario apoteósico que tenía lugar al otro lado de la ventana. La noche caía lentamente y todo fue adquiriendo una tonalidad grisácea.

—Buscaré sábanas limpias para preparar la cama. —Él recogió las tazas vacías para llevarlas a la cocina.

—¿Y dónde dormirá usted?

—A menos que quiera compartir la cama conmigo, lo haré en el sofá —señaló con la cabeza el enorme armatoste, forrado en un tapiz de color marrón oscuro, que había en la pared contigua.

—No me parece correcto que abandone su propia cama. Yo dormiré en él.

—Como quiera. —No insistió, y ella pensó que el inicial gesto caballeroso había sido fingido—. Le enseñaré la cocina, aunque me parece que ya le ha echado un vistazo.

Aludió con perspicacia al momento en que la sorprendió fisgoneando por la casa, pero ella se limitó a encoger ligeramente los hombros mientras le seguía.

Le mostró los compartimentos donde guardaba los utensilios, así como los alimentos que almacenaba en el frigorífico y en el congelador. Ella le transmitió su deseo de empezar a preparar la cena en aquel momento. Las horas pasarían más rápidas si se mantenía ocupada y distraída con algo que le gustara hacer, así que fue sacando todo lo que necesitaba para ir agrupándolo sobre la mesa, bajo la atenta mirada del dueño de la casa.

—¿Quiere que la ayude?

Amy negó con énfasis.

—No es necesario. Prefiero cocinar en soledad.

—Usted manda.

Antes de que atravesara la puerta, Amy le hizo una pregunta que le obligó a detenerse.

—Por cierto, ¿cómo se llama? Creo que no nos hemos presentado formalmente.

—Zack. Zack Parker.

Extendió el brazo desde el otro extremo de la mesa y Amy dejó el cuchillo que empuñaba a un lado para responder al saludo. Las manos se estrecharon durante unos segundos. La de él ya estaba caliente pero la suya continuaba helada.

—Amy Dawson. —Tras decir su nombre, soltó la mano para volver a agarrar el cuchillo con el que se disponía a cortar en trocitos una zanahoria.

—Si necesitas cualquier cosa, estoy en el comedor.

Se marchó, llevándose consigo las corrientes de aire espeso que Amy respiraba cuando estaba a su lado. Sacudió la cabeza, como para despejar el cerebro de telarañas, y sujetó la zanahoria sobre la tabla de cortar para empezar a trocearla de manera vehemente.

Zack encendió la lamparilla de pie que había en un rincón del salón, junto a la mesa, y tomó asiento frente a los folios que aguardaban en la superficie. Los sacó de la carpetilla de plástico y pasó las hojas hasta llegar a la última. Observó aprensivo el recuadro donde debía estampar la firma, aunque asió el bolígrafo con determinación mientras dirigía la punta a la superficie del papel. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de hacerlo, las líneas del recuadro parecieron difuminarse bajo el peso de los recuerdos que empezaron a desfilarle por la cabeza. Algunos eran buenos, pero solo pudo retener aquellos que le habían asqueado, esos que le hicieron revivir todo el dolor y el odio que cargaba a cuestas desde hacía tantos años.

Zack apretó la mandíbula y se dispuso a trazar su rúbrica sin más dilación. Entonces, la joven a la que había dado refugio asomó la cabeza por la puerta y le interrumpió por segunda vez consecutiva. La primera había sido hacía unas horas, cuando escuchó el potente ruido del motor de un vehículo que, en lugar de seguir su camino a través del bosque, paró en seco muy cerca de la cabaña. El silencio que sucedió a continuación le llevó a suponer que alguien podría haberse quedado atrapado en la nieve, por eso apartó los papeles y salió a la intemperie.

Esperaba que lo que tuviera que decirle ahora fuera igual de importante.

—¿Guardas por ahí alguna botella de vino blanco? Puedo utilizar agua, pero la salsa estará más sabrosa con el vino.

Zack expelió el aire lentamente y soltó el bolígrafo. Amy le observó con los ojos agrandados, intuyendo que acababa de interrumpir algo relevante.

—Creo que sí.

Él se levantó para acudir al enorme mueble que presidía la pared norte, frente al que pasó un par de minutos abriendo y cerrando portezuelas. Sus líneas gestuales eran severas y sus movimientos bruscos indicaban que estaba de mal humor. Amy imaginó que tenía que ver con los folios que había extendidos sobre la mesa.

Zack encontró la botella y se la entregó, quitándole previamente la fina capa de polvo que cubría el cristal.

—Tiene que ser rosado. No tengo vino blanco.

—Este servirá. La cena estará lista dentro de veinte minutos.

—Estupendo —dijo con parquedad.

Sus ojos le dijeron que se largara y le dejara solo, así que eso fue lo que hizo. De regreso a la cocina, Amy consultó la hora en la esfera redonda que había colgada encima del frigorífico y suspiró. Cuantas más ganas tenía de marcharse de allí, más lentos parecían transcurrir los minutos. Vertió la medida de un vaso de vino sobre la salsa que ya tenía preparada, para rociarla después sobre la carne y las patatas. Por último, metió la fuente en el horno y se sentó a la mesa a esperar que se cocinara.

Para matar el tiempo, se sirvió medio vaso de vino para ella. No era una gran bebedora pero necesitaba un trago de lo que fuera para aguantar las horas que restaban hasta que llegara el día siguiente. Eso, en el mejor de los casos, porque ¿y si por la mañana todavía no había amainado el temporal?

Miró hacia la única ventana de la cocina, que ya mostraba la noche cerrada. Al otro lado continuaban danzando millares de furiosos copos de nieve. El ruido de la ventisca no amortiguaba, incluso se había elevado en los últimos minutos. Todavía tenía la sensación de que la fuerza del vendaval arrancaría la casa de cuajo.

Maldijo el momento en el que se le ocurrió hacer aquel viaje, y renegó también contra el meteorólogo que dio las noticias por la radio. Se bebió un par de tragos de golpe e hizo un gesto agrio mientras sacaba el móvil del bolso, que había llevado con ella a la cocina. No esperaba que hubiera cobertura, él ya le había dejado bien claro que no existían antenas de telefonía, pero la esperanza era lo último que se perdía.

—Menuda mierda —susurró entre dientes.

El horno emitió un pitido para avisar de que el asado estaba listo. Esperaba que él también lo hubiera escuchado porque no se atrevía a interrumpirlo de nuevo. Sacó la fuente y tomó dos platos llanos en los que comenzó a servir la cena. Zack Parker debía de estar hambriento porque no tardó ni dos minutos en abandonar sus tareas para personarse en la cocina.

—Huele muy bien.

—Espero que sepa todavía mejor. —Amy vertió un poco de salsa en los platos con una cuchara sopera y luego los depositó sobre la mesa—. Ya podemos sentarnos. Me gustaría acostarme temprano para irme en cuanto amanezca.

Como si fuera a pegar ojo.

—Te acompañaré si el tiempo nos permite salir de la casa. Seguramente tu coche estará enterrado en la nieve y necesitarás una mano para ponerlo en marcha.

Zack tomó asiento después de coger un par de copas de la alacena, en las que sirvió el vino que había sobrado. Ella también se sentó y se dispuso a trocear la carne tierna en pequeños pedacitos. Por el rabillo del ojo, mientras cogía la cesta con el pan que había cortado en rebanadas, vio a Zack hacer un gesto de asentimiento tras degustar la carne.

—Está delicioso. Eres una buena cocinera.

—Gracias —aceptó el cumplido—. ¿Dónde está tu esposa, si no es mucha indiscreción?

Cuando él alzó la copa de vino para beber un trago, Amy se dio cuenta de que ya no llevaba el anillo en el dedo. La expresión volvió a endurecérsele de manera perceptible. Ella era intuitiva interpretando emociones, y las que a él se le despertaron tras la pregunta no fueron muy gratas.

—En Nueva York, en un viaje de... negocios -contestó con manifiesto sarcasmo. Zack dejó el vaso sobre la mesa y evaluó a su invitada con la mirada. Ella bajó la suya hacia el plato, mostrándole lo largas y espesas que eran las pestañas que enmarcaban aquellos bonitos ojos verdes. Por alguna razón que a Zack se le escapaba, la ponía nerviosa—. ¿Quién te enseñó a cocinar? —Cambió de tema.

—Mi abuela materna, Eloisa Dawson. Era cocinera. Trabajó casi toda su vida en el Hilton de Baltimore hasta que se jubiló. —Partió la patata en varios trozos, pinchó uno de ellos y lo rebozó en la salsa antes de llevárselo a la boca. Pensó que un poco de conversación no iría mal durante la cena y por eso le dio más detalles—. De pequeña pasábamos muchas horas juntas en la cocina de casa, preparando comidas caseras y todo tipo de postres. Yo quería ser como ella. Pero luego se cruzó en mi camino la pasión por la literatura y la cocina se convirtió en una mera afición. Cuando estoy estresada me pongo a preparar platos y más platos que luego ni siquiera me puedo comer.

Zack se dio cuenta de que al nombrar a su abuela, la mirada se le había llenado de luz. Cogió un trozo de pan para acompañar la comida.

—¿Dónde está ella ahora?

—En una residencia de ancianos. —El brillo desapareció de golpe, y el silencio que sucedió a continuación dio a entender que no deseaba ampliar la respuesta. Sin embargo, cambió de opinión mientras masticaba abstraída—. Mi abuela tiene artritis reumatoide. Le diagnosticaron la enfermedad hace diez años, pero ha ido degenerando hasta el punto de que ya no puede valerse por sí misma. Necesita cuidados especiales y alguien que esté pendiente de ella en todo momento. —Él le pasó el pan que ella buscaba con la mirada y cogió un trozo—. Está muy a gusto en la residencia. Ha hecho un montón de amigos y el personal la cuida de maravilla. Creo que si intentara sacarla de allí, se negaría rotundamente. —Sonrió con aire triste.

—¿Cómo se llama el centro?

—Residencia Keswick —respondió.

Aunque él afirmó como si conociera el lugar, no llegó a confirmárselo con palabras. Se preguntó para qué querría saberlo, pues estaba segura de que no la interrogó por simple curiosidad. Amy no hizo ninguna indagación, sino que bebió un trago de vino para bajar el bocado y buscó un nuevo tema.

—¿De dónde eres?

—De Baltimore, aunque resido en Towson desde hace unos cuantos años.

Después de Baltimore, Towson era la segunda ciudad más importante del condado de Baltimore.

—Yo soy de un pequeño pueblecito de Georgia, aunque vivo en Baltimore desde que era una niña. A mi abuela le ofrecieron el puesto de chef en el Hilton y nos trasladamos aquí.

Esperó que él continuara la conversación para que los minutos pasaran más rápido, pero esta volvió a agonizar. Él no hizo ningún esfuerzo por prolongar la comunicación entre los dos, dando la inequívoca impresión de que lo que más le apetecía era quedarse en silencio. En el transcurso de la tarde, Amy se había dado cuenta de que parecía un tipo bastante serio, aunque bien era cierto que ese rasgo de su carácter se había agravado justo después de que lo encontrara sentado en la mesa, revisando los documentos.

Mientras terminaban de cenar, volvió a fijarse en la marca más pálida que el uso del anillo le había dejado en el dedo anular. Nunca había conocido a nadie que se desprendiera de su anillo de bodas cuando se sentaba a comer.