Capítulo 4

Zack se detuvo en medio del salón. Colocó las manos en las caderas y clavó en ella una mirada inquisitiva.

—¿Es una broma?

—¡Ojalá! —Tragó saliva, sentía como si se le estuviera cerrando la garganta—. Necesito comprobar una cosa.

—¿Qué demonios tienes que comprobar?

—No puedo decírtelo hasta que no lo vea con mis propios ojos. Te lo pido por favor —le suplicó.

Amy se puso en pie, aunque los nervios hicieron que las piernas le temblaran. Una molesta pátina de sudor frío comenzó a cubrirle la espalda.

«Jerry. Visitador médico. El tatuaje de una balanza de dos pesas en la espalda».

—Estás chalada. No pienso enseñarte las fotos de mi esposa follando con su amante —habló con sequedad, ofendido porque le estuviera haciendo una petición tan insólita y morbosa—. Acuéstate y descansa. Si la tormenta escampa, saldremos temprano.

En un arranque de valor, Amy hizo caso omiso a sus indicaciones y cruzó el comedor hacia el cajón en que le había visto guardarlas hacía un rato. Zack corrió detrás y se interpuso entre ella y el armario.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Creo que... creo que él podría... ¡Tengo que verlas, Zack, no te lo pediría si no fuera esencial!

Los nervios la hacían temblar y respirar a toda velocidad. ¿Habría sufrido algún daño cerebral? ¿Una falta de riego sanguíneo justo después de caerse al agua? Era poco probable. Además, ya estaba mal de la cabeza antes de darse el chapuzón porque, de lo contrario, jamás se habría metido en el lago congelado.

Supo que le sucedía algo grave cuando apreció signos evidentes de un inminente ataque de ansiedad, así que no esperó más tiempo a entenderlo, ni a que ella se lo explicara. Antes de que se pusiera a hiperventilar, se dio la vuelta, abrió el cajón del mueble y sacó la carpetilla plastificada que contenía las ampliaciones de las fotografías.

—Aquí tienes —masculló, cogiendo la mano fría de la joven para depositar el material sobre la palma—. Espero una explicación que me satisfaga.

Amy se alejó unos metros del campo de presión que ejercía sobre ella y, con las manos temblorosas e impacientes, extrajo el material de la funda. El corazón le martilleaba contra el esternón mientras buscaba la segunda fotografía, aquella en la que el tipo rubio aparecía arrodillado y erguido sobre el colchón. Había sido captada en el acto de retirarse de encima de la mujer, una vez percatados de la presencia del esposo. Pasó precipitadamente a la tercera, y ese fue el instante en el que su mundo se resquebrajó para romperse en millones de minúsculos fragmentos.

El hombre ya mostraba la cara, que estaba desencajada. Tenía los ojos azules desmesuradamente abiertos, al igual que los labios, y se veía una mano borrosa que había sido capturada en movimiento, con la que intentaba taparse la cara para que no pudieran fotografiarlo. Ella estaba tumbada en la cama, cerraba las piernas y se cubría los pechos con las palmas de las manos. Su rostro también estaba desencajado.

Amy tragó saliva para contener las náuseas que le ascendían por la garganta. No necesitaba revisar el resto de las imágenes. Las que había visto se le iban a quedar grabadas en la retina para siempre. La vista se le nubló, pero acertó a dar un par de pasos para apoyarse en el respaldo de una silla.

—No puede ser... —musitó.

—¿Qué es lo que no puede ser? —Zack reapareció a su lado y la observó de cerca. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos y la barbilla le temblaba. Toda ella lo hacía. Su respuesta emocional a la visualización de las imágenes estaba siendo tan extrema, que la única explicación que se le ocurrió fue que el Jerry de las fotos fuera el mismo Jerry con el que estaba casada. Era una auténtica locura, pero ¿qué otra cosa podía provocarle tanta angustia?—. Cuéntame lo que sucede.

Ella no respondió, sus pensamientos estaban a kilómetros de allí.

Zack intentó el contacto físico para hacerse escuchar y sacarla del trance en el que se hallaba sumida, pero en cuanto le puso la mano en el hombro, ella se revolvió como una serpiente y su carácter explotó en miles de direcciones.

—¿Dónde está la trampa? —Arrojó el puñado de fotografías sobre la mesa, y algunas se deslizaron por la superficie hasta caer al suelo—. ¿Y quién eres tú? Se trata de un montaje, ¿verdad? ¡Todo esto es falso! —Miró a su alrededor con ojos desorbitados—. La nieve es falsa, la cabaña es falsa y tú no eres quien dices ser. ¿Jerry está detrás de todo esto? —Dio un paso atrás y se tambaleó, su pecho ascendía y descendía a una velocidad imposible—. ¿Ha querido gastarme una broma y por eso ha montado este tinglado? ¿Se trata de eso? ¡Pues es una broma de muy mal gusto! —A continuación, cruzó el salón en estampida para detenerse justo en el centro —. ¿Dónde está la cámara oculta?

—Amy...

—¡Cállate! —le espetó.

Las lágrimas saltaron la barrera de los párpados y descendieron raudas por las mejillas enrojecidas. Amy se dirigió hacia la puerta de la entrada pero, antes de que Zack tuviera tiempo de frenar sus irracionales acciones, ella apartó el madero que la atrancaba y descorrió el cerrojo. La puerta se abrió de par en par y la fuerza de la ventisca penetró en el interior, vapuleando sus cabellos, haciendo titilar el fuego que todavía ardía en la chimenea hasta casi hacerlo desaparecer.

Zack la asió por el brazo antes de que cruzara el umbral hacia la tormenta blanca. La atrajo hacia su pecho, contra el que se removió oponiendo toda la resistencia que pudo, y luego él empleó la fuerza para devolver la puerta a su lugar.

Los aullidos del viento se amortiguaron y el fuego volvió a crecer, pero los gemidos de la joven se acentuaron, confirmando que hiperventilaba.

—Amy. —La tomó suavemente por los hombros y acercó el rostro al suyo. Tenía que escucharle aunque no quisiera hacerlo—. Esto no es ningún montaje, nadie te ha tendido una trampa. Yo soy real, la cabaña es real y las fotos son de verdad. —Ella negaba obstinadamente con la cabeza mientras las lágrimas le arrasaban la cara—. ¿Él es tu esposo? —La joven asintió entre desgarrados sollozos. Zack no daba crédito a que se estuviera produciendo una situación tan descabellada—. Joder, no puedo creer que... Siento que hayas tenido que enterarte de esta forma. —Le frotó los brazos suavemente, sintiendo bajo las palmas cómo su cuerpo vibraba por los espasmos del llanto. La respiración era superficial y atropellada—. Ahora tienes que prestarme atención. —Como rehuía su mirada, Zack le tomó la cabeza entre las manos—. Debes tranquilizarte si no quieres ponerte mucho peor. Intenta respirar hondo y soltar el aire lentamente.

Amy se deshizo de las manos que le sujetaban la cabeza dándole un contundente manotazo. Entonces dio una serie de vacilantes pasos en dirección al sofá, en el que tomó asiento. Inclinó el tronco hacia delante, refugió la cara entre las palmas de las manos y se balanceó con los pies. Zack se marchó con rapidez a la cocina para buscar una de esas bolsas de papel cartón que guardaba en un cajón de la mesa central. Una mezcla de sollozos y jadeos ansiosos le urgieron a darse prisa.

Se sentó a su lado y retiró las manos con las que se tapaba el rostro congestionado para cubrirle con la bolsa tanto la nariz como la boca.

—Respira en el interior.

Ella obedeció a sus indicaciones y la bolsa comenzó a hincharse y deshincharse rítmicamente, atemperando la violencia con la que respiraba. Al principio, pareció atragantarse por la falta de aire e hizo ademán de apartarla, pero Zack se lo impidió sujetándola con sus propias manos y serenándola como hacía con sus pacientes.

—Eso es, lo estás haciendo muy bien. Inspira y espira, lentamente. —Le apartó el cabello de la cara, acumulando los largos mechones rizados detrás de los hombros. Zack dejó apoyada la mano en su espalda y se la acarició suavemente, al tiempo que sentía cómo aminoraban los rotundos latidos de su corazón—. Dentro de unos minutos te encontrarás mejor.

Poco a poco, fue recomponiéndose del ataque de ansiedad, aunque las lágrimas todavía formaban dolorosos regueros en las mejillas. A su debido tiempo, cuando se sintió aliviada, se retiró la bolsa de la cara y el aire entró con normalidad en sus pulmones.

—¿Cómo te sientes?

Amy negó con la cabeza. Su estado hablaba por sí mismo. Tenía el alma desgarrada.

Zack le acercó unos pañuelos de papel que encontró sobre la repisa inferior de la mesa auxiliar.

—Supongo que no tenías ni la más mínima sospecha de que tu marido estaba... —intentó hacer uso de las palabras menos hirientes —, viéndose con otra mujer.

—¡Claro que no! —Se secó la nariz y el labio superior con el pañuelo pero, al cabo de unos segundos, las lágrimas volvían a empaparlos—. ¿Crees que habría ido a buscar el gorro que me regaló, poniendo mi vida en peligro, si hubiera desconfiado de él? Esto no puede estar ocurriéndome —negó —. Tengo que volver a asegurarme.

Se levantó del sofá y acudió a la mesa, donde las fotografías estaban esparcidas. Zack la vio coger una al alzar que debía de ser sumamente explícita, a juzgar por cómo volvió a derrumbarse. La joven apoyó la espalda contra la pared y se dejó caer hasta que las nalgas tocaron el suelo. Luego se recogió las piernas con los brazos, enterró el rostro en los muslos y lloró con desconsuelo.

Zack se frotó la cara mientras trataba de encontrarle la lógica a aquel desafortunado cúmulo de coincidencias. No la tenía. Todo era un sinsentido. Decidió que ella necesitaba quedarse a solas con su dolor, él no podía hacer nada para ayudarla a que se sintiera mejor. Se marchó a la cocina. El programa del lavavajillas había finalizado el ciclo de lavado, así que ocupó los siguientes minutos en colocar los cacharros en sus respectivos lugares.

Cuando finalizó, ella ya no lloraba con la violencia de antes.

Zack empapó un paño limpio en agua y regresó al salón. Amy estaba en la misma posición, salvo que ahora tenía la cabeza alzada hacia el techo, apoyada contra la pared. El llanto era silencioso pero sacudía su cuerpo en un débil aunque continuo temblor que la hacía parecer muy pequeña e indefensa.

Se aproximó a ella y se sentó a su lado, arriesgándose a que rechazara cualquier gesto de apoyo. Ya la había dejado demasiado tiempo a solas con su duelo. La observó de perfil: tenía los labios y la nariz enrojecidos, los párpados hinchados, el rostro encharcado.

—Ponte esto en la cara, te aliviará.

Le entregó el paño mojado, que se pasó por los lugares que sentía arder. Se humedeció las mejillas, la frente, los ojos y la punta de la nariz. El agua fresca atenuó la hinchazón, por eso repitió la operación.

—¿Desde cuándo? —preguntó, con la voz entrecortada.

—Desde hace varios meses. No sé la fecha concreta, ni me interesa saberla.

—A mí sí que me interesa. Necesito saber cuál fue el día en el que mi matrimonio se convirtió en una farsa. Quiero conocer los detalles, todos y cada uno de ellos. —Apretó el paño con la mano y los dedos perdieron el color—. ¡Hijo de puta! ¡Miserable! ¡Cabrón! ¡Malnacido! —Sollozó. Zack flexionó las piernas y se acomodó a su lado. Los hombros quedaron pegados, las cabezas apoyadas contra la pared—. ¿Por qué? ¿Por qué está teniendo una aventura? Él me quiere, me lo dice a diario. —Agitó la cabeza, cada vez que hablaba los ojos volvían a anegársele—. ¿Todo era una farsa? No puedo entender nada de esto.

—No te molestes en comprenderlo, no lo harás hasta que pase algún tiempo —comentó, con la voz ensimismada en su propia experiencia—. Quizás no lo hagas nunca.

Amy se removió a su lado hasta que las piernas también quedaron pegadas. Se hallaba inmersa en la siguiente fase, esa en la que se busca un poco de consuelo y entendimiento. ¿Y quién mejor para ofrecérselo que la otra parte engañada?

—¿Cuánto tiempo hace que les descubriste? —preguntó, como en una letanía.

—Hace un par de semanas.

—¿Y ya tienes los papeles del divorcio?

—Tengo un íntimo amigo que es abogado y ha acelerado el proceso.

A continuación, Amy hizo la pregunta cuya respuesta más temía.

—Y... ¿están enamorados?

—Después de descubrirlos, en la primera conversación normal que tuve con Elizabeth, ella me pidió que me olvidara de todo y que volviéramos a intentarlo. Como si fuera tan fácil hacer borrón y cuenta nueva después de lo que había visto con mis propios ojos —contestó con mordacidad—. Hasta donde yo sé, ninguno de los dos había planeado dejarnos para irse a vivir juntos.

Ella no se sintió demasiado aliviada.

—¿Continúan viéndose?

Zack estuvo a punto de mentirle para evitarle un poco de sufrimiento, aunque de nada serviría porque no tardaría mucho en descubrir por sí misma todo el pastel.

—Me consta que sí.

Amy gimió y Zack se aventuró a cogerle la mano que reposaba sobre la rodilla. No rehusó el contacto; al contrario, pareció reconfortarla. Hasta hacía un rato, la joven escritora había estado acumulando un montón de méritos para sacarle de sus casillas, pero ahora sentía una especie de conexión mental con ella. Saltaba a la vista que estaba muy enamorada de su esposo, así que, salvando las distancias, podía entender su amargura.

—¿Qué es lo que he hecho mal?

—¿Por qué asumes la responsabilidad? —le reprochó.

—Solo intento entenderlo. ¡Nos casamos hace dos años! Tengo derecho a saber qué es lo que ha podido fallar en nuestra relación. Qué es lo que ha buscado en los brazos de esa mujer que no ha podido encontrar en los míos. Necesito entender por qué todos los días me decía que me quería si luego era mentira.

—No puedo contestar a ninguna de tus preguntas. Pero hay una cosa que tengo muy clara —los ojos se encontraron en la tibia luz anaranjada que iluminaba ese extremo del salón—: los problemas de pareja nunca se resuelven en la cama de otras personas, así que jamás busques una justificación a lo que tu esposo ha hecho. Nunca te sientas responsable de sus actos.

Amy quiso aferrarse a la contundencia de sus palabras, pero el dolor era demasiado paralizante. Movió la cabeza, que sentía como una olla a presión. Se llevó la mano libre a la frente y se la frotó. Se le estaba despertando dolor de cabeza.

—Ahora mismo no puedo pensar, no quiero pensar. Tan solo deseo dormirme y que, cuando despierte, todo esto no haya sido más que un sueño horrible.

—Creo que te vendría bien una copa y una aspirina.

—Yo no suelo beber.

—Mejor, así te hará efecto antes.

Un rato después, Zack había conseguido arrancarla del suelo para llevársela al sofá. Amy no le hizo ascos a los dos dedos de whisky con hielo que le sirvió, y fue bebiéndolo a pequeños sorbos que le hicieron arrugar la nariz. El tormento seguía siendo el mismo pero, al menos, los nervios se fueron templando y el pecho dejó de ser una bomba de relojería a punto de estallar.

No hablaron mucho, pero ella agradeció su compañía. Ya no era el hombre huraño que le hablaba con sequedad o se mofaba de sus acciones con humor ácido; sino un hombre sensible, capaz de conectar con sus sentimientos y de emplear las palabras precisas que le servían de tibio consuelo.

Amy se sentía tan hundida, tan a la deriva, y él parecía tan seguro de sí mismo, tan resistente a pesar de sus propias circunstancias personales, que hubo varios momentos en los que deseó que la abrazara. No se atrevió a insinuárselo, se conformó con las eventuales caricias de ánimo que le prodigó en la mano asida entre las suyas cada vez que se precipitaba en aquel abismo oscuro que acababa de abrirse para ella.

Zack permaneció a su lado hasta que ella apuró el vaso y los ojos todavía hinchados acusaron señales de somnolencia. Advirtió que no deseaba quedarse sola cuando se levantó del sofá y ella le miró con ansiedad.

—Descansa un poco. La tormenta está aminorando y es posible que podamos salir al amanecer. —Señaló la ventana con la cabeza. En el exterior, el sonido del viento agonizaba, al igual que la fuerza con la que los copos de nieve golpeaban los cristales—. ¿Estarás bien? Todavía estás a tiempo de dormir en la cama —le ofreció.

Amy declinó su ofrecimiento.

—El sofá es bastante cómodo.

—Si necesitas cualquier cosa estoy en la habitación de al lado.

—Gracias —musitó, con un hilillo de voz.

Zack deslizó los dedos por su mejilla, apartando los largos rizos que la cubrían. El pulgar le acarició la piel mortecina y sin brillo. Ojalá pudiera hacer algo para borrar todo el sufrimiento que se le escapaba a borbotones por los ojos.

—Llora esta noche todo lo que quieras, desahógate, grita si te apetece y tómate la licencia de sentirte la persona más desgraciada del planeta. Pero mañana eso tiene que cambiar. Debes mantenerte firme y afrontar la situación con valentía porque ¿sabes una cosa? Ese tío no vale la pena.

Zack no agregó nada más, apartó la mano de su rostro compungido y abandonó el salón en dirección a su habitación.

El sueño fue intermitente. Estuvo repleto de un bombardeo de imágenes y mensajes agobiantes que la obligaron a despertar una y otra vez. Cada vez que los ojos se abrían a la oscuridad, cada vez que la mente abotagada se aclaraba para recordar los hechos acaecidos después de la cena, sentía un agudo pinchazo que le traspasaba el corazón o, mejor dicho, lo que quedaba de él. Lloró casi toda la noche. Ahogaba los sollozos contra el cojín que hacía de almohada hasta que el brote de dolor se apaciguaba y el cansancio volvía a sumirla en un estado de continuo duermevela.

El alba despuntó y la luz matinal penetró a través de la ventana, aclarando la oscuridad que se alojaba en la casa. En el exterior todo estaba en silencio y Amy se incorporó sobre el sofá para comprobar si la tormenta había cesado. Apartó la fina cortina y vio que el cielo estaba despejado. Por detrás de las copas de los altos pinos, ahora en calma, la franja anaranjada indicaba que amanecía y que sería un día soleado.

Le llegaron sonidos desde el interior de la casa acompañados por un penetrante olor a café. Su anfitrión apareció en el salón con dos tazas humeantes y un saludo de «buenos días» al que ella respondió con una leve inclinación de cabeza. Se sentó a su lado y la observó detenidamente mientras ella tomaba la taza entre las manos.

Aunque Amy sentía que todo había dejado de importarle, en su interior despuntó un resquicio de vanidad femenina. No le resultó agradable que Zack Parker la viera con ese aspecto tan lamentable, que seguro había ido a peor con el transcurso de las horas. Tenía el pelo hecho un desastre, la boca pastosa, los ojos hinchados como balones... Se sentía la mujer más horrorosa e insignificante del mundo.

Los ojos de su acompañante tenían esa mirada con la que seguía manifestándole su entera comprensión y apoyo. Pero no hubo muchas más palabras mientras bebían el café, como tampoco las hubo mientras, minutos después, recogían las ropas dobladas sobre los respaldos de las sillas que todavía estaban expuestas a un fuego ya inexistente.

Abandonaron la cabaña poco antes de las ocho de la mañana. Las temperaturas glaciales del día anterior habían ascendido ligeramente y, aunque la tormenta fue apoteósica, en realidad no había excesiva nieve en el suelo. La fuerza del viento la había barrido para acumularla en las zonas más elevadas. El sendero todavía podía distinguirse serpenteando entre las lomas nevadas en las que se asentaban los pinos. Zack verificó que era apto para circular por él y, a continuación, indicó a Amy que ya podían ponerse en camino.

Anduvieron no sin cierta dificultad hacia el lugar en el que ella había aparcado su coche, que apareció enterrado bajo el grueso manto blanco al lado de una curva. Zack le preguntó si tenía cadenas para los neumáticos; ella se encogió de hombros porque el jeep solía utilizarlo Jerry, así que él buscó en el maletero hasta encontrarlas. Mientras ella retiraba la nieve acumulada en los cristales, en el techo y en el capó, él se ocupó de calzar el coche para facilitarle el tránsito. Por indicación suya, Amy se sentó tras el volante y él se situó en la parte trasera. Apoyando las manos en la carrocería, empujó con todas sus fuerzas para sacarlo de la loma y devolverlo al camino principal.

Zack jadeaba por el esfuerzo físico cuando abrió la puerta del conductor para despedirse de la pálida y demacrada joven. Ella hizo ademán de apearse del coche pero él le indicó que no era necesario. Las manos delgadas volvieron a aferrar el volante y los labios carnosos se pusieron rígidos. Ahora era cuando verdaderamente comenzaba su calvario.

—Te enviaré las fotografías en cuanto regrese a casa. Si necesitas cualquier cosa, puedes ponerte en contacto conmigo en ese correo electrónico.

A petición de Amy, se habían intercambiado e-mails con la intención de que Zack le adjuntara las fotografías de Jerry con su exesposa. Quería tener las pruebas físicas por si se daba el caso de que su marido negara que tenía una aventura con otra mujer.

—Gracias por... todo.

Él aceptó su gratitud inclinando la cabeza.

—Cuídate. —Zack hizo ademán de cerrar la puerta pero entonces recordó algo y detuvo el movimiento—. Keswick es un buen centro para la tercera edad.

Ella le miró intrigada.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi abuela paterna también está internada allí. Yo mismo me ocupé de buscarle la mejor residencia de Baltimore.