Capítulo 9
Detuvo el coche bajo la sombra de un sicomoro, en el lado opuesto a la casa residencial con jardín descuidado, y apagó el motor. Un hermoso sol primaveral que teñía de miel la superficie del angosto riachuelo que discurría a su derecha, detrás de la hilera de árboles, reinaba en el cielo despejado esa mañana. Después de un largo y lluvioso viaje, que Towson la recibiera con tanta luz fue como un indicio de que todo iba a salir bien.
Al menos, Arlene necesitaba creer en ello. Toda la suerte del mundo sería poca para vencer los innumerables obstáculos que atisbaba en el horizonte. Eran tantos que, a ratos, una insoportable desesperanza la empujaba al borde del precipicio, tentándola a arrojar la toalla y regresar a casa con su cobardía cargada a la espalda. Luego se recomponía, se imbuía de arrojo y se repetía una y otra vez que nada podía ser tan malo como esperar en casa de brazos cruzados a que la enfermedad devorara a su madre.
Una madre a la que quería con toda su alma. A la que seguiría queriendo mientras viviera, a pesar de que le había ocultado secretos que, una vez confesados, le habían cambiado la vida para siempre. También se había visto resentido el concepto que siempre había tenido de ella como madre ejemplar, pues en el pasado había hecho cosas que Arlene no podía entender de ninguna de las maneras. Daba igual cuántas veces Margot hubiera defendido las razones por la que, según ella, se había visto obligada a actuar como lo había hecho. Todo era irrelevante a ojos de Arlene. Todo era ajeno a su comprensión. Desde que se lo había contado, el corazón se le había encogido como si se lo estrujara una mano invisible.
Sin embargo, el resentimiento que sentía hacia su madre no interfirió en sus planes, sino que estos se habían robustecido ahora que estaba al tanto de los antecedentes.
Margot se había quedado en Nueva York al cuidado de su tía Sheyla. Cada vez la agotaban más los viajes y además era lo más prudente, dadas las circunstancias. Así que había hecho ese viaje ella sola desde Nueva York, en su viejo Chevy de segunda mano. Había salido al amanecer, cuando el cielo todavía estaba oscuro y solo una franja blanquecina se atisbaba en la lejanía. Ni siquiera había parado para desayunar o tomar un café, tenía el estómago completamente cerrado por los nervios.
Observó con fijeza la casa, tratando de detectar si se producía algún movimiento detrás de las ventanas. Dadas las horas que eran, las doce de la mañana, lo más probable es que él no se encontrara allí, sino en su lugar de trabajo: el Joseph Medical Center.
Mientras viajaba bajo el manto de lluvia primaveral, reflexionando sobre el modo en el que iba a actuar una vez estuviera enfrente de él, llegó a la conclusión de que era mejor abordarle en su casa que en el hospital. Cuanto más tranquilo fuera el entorno del primer encuentro, mucho mejor. Así que iba a quedarse allí, vigilando los alrededores hasta que abandonara la vivienda o bien regresara a ella.
Al cabo de una hora, en la que mató el tiempo enfrascándose en la lectura de una novela romántica que la tenía muy enganchada, Arrastrados por la corriente, escuchó ruido en el exterior. La puerta automática del garaje de Zack Parker se elevaba, y un Dodge Ram de color negro surgía del interior para detenerse justo en medio del jardín, muy cerca de la puerta principal de la casa.
Sin apartar la mirada del coche, del que se apeó Zack Parker, Arlene colocó el marcapáginas en el centro del libro y lo depositó sobre el asiento de al lado. Lo había reconocido al instante. Alto, atractivo, imponente, con el pelo corto y vestido con ropas informales. Como si hubiera olvidado algo, cruzó el jardín hacia la entrada, penetró en la vivienda y salió minutos después con una bolsa de equipaje que trató de meter en el maletero, junto a una enorme maleta que hubo de recolocar para ganar espacio. Después se puso al volante, abandonó el jardín y enfiló la calle residencial en dirección hacia el centro de la ciudad.
Arlene se colocó el cinturón de seguridad a toda prisa, encendió el motor e invadió la calzada con la intención de seguirle. Fue entonces, al mirar hacia el jardín ya vacío, cuando se dio cuenta de un detalle que desde la lejanía le había pasado desapercibido. Junto al buzón, había un cartel blanco en el que con gruesas letras negras alguien había escrito «SE VENDE».
¿Vendía su casa? ¿Significaba eso que se mudaba a una vivienda diferente o que se marchaba a otra ciudad?
El nudo de ansiedad que le oprimía el estómago se intensificó mientras pisaba el acelerador para ponerse a su alcance.
Zack recorrió los asépticos pasillos verdes del Joseph Medical Center por última vez, saludando a los rostros conocidos que iba encontrándose a su paso mientras se dirigía al despacho del jefe Truman. Se sorprendió al sentirse de buen humor, pues ese era un estado de ánimo del que no había gozado mucho en los últimos meses. Debía de ser la consecuencia directa del inminente cambio de aires pues, desde el momento en que supo que por fin se trasladaba a Baltimore, empezó a embargarle esa agradable emoción. Y eso que Baltimore no le traía buenos recuerdos precisamente.
Cruzó unas palabras con la doctora Simmons sin llegar a detenerse. Ya se había despedido de sus compañeros el día anterior, en la fiesta que le habían organizado en el salón de un hotel que el hospital alquiló para tales efectos. Fue una buena despedida, en la que no faltó música, alcohol, conversación interesante y algunas mujeres dispuestas a que nunca olvidara esa noche.
La fiesta se prolongó hasta pasadas las cuatro de la mañana, y luego continuó en una habitación de ese mismo hotel hasta más allá del alba, en compañía de la nueva enfermera de Neurocirugía que le habían asignado en sus últimas operaciones. Nunca se le pasó por la cabeza acostarse con ella porque tenía una regla que nunca se saltaba: jamás tenía sexo con mujeres que trabajaban codo a codo con él. Con Melinda hizo una excepción ya que no volvería a trabajar con ella, al menos bajo el techo de aquel hospital.
No se arrepentía de haber quebrantado la regla, pues la joven resultó ser una auténtica maga de las artes sexuales. ¿Quién lo iba a decir? Con esa carita de niña buena, el carácter tímido y el cuerpecito delgado que apenas se advertía bajo la bata blanca de hospital.
Al cabo de un rato, cuando ya abandonaba las instalaciones hospitalarias tras la breve charla de despedida con Truman, le sorprendió que el viejo Chevy que había visto esa mañana aparcado frente a su casa y que después le había seguido hasta el hospital continuara estacionado frente a la verja gris del colegio, junto al aparcamiento hacia el que Zack se dirigía. Era un coche viejo y destartalado, de color verde musgo, cuyo motor emitía un ruido ahogado que reclamaba urgentemente una revisión. La antigualla renqueante no pasaba desapercibida; además, quien fuera que estuviese detrás del volante, no tenía ningún problema en que Zack notara que le estaba siguiendo.
Mantuvo la vista clavada en el parabrisas delantero, y a través de él volvió a vislumbrar la silueta de una mujer con el cabello largo y rubio que se cubría los ojos con gafas de sol. Podía ser cualquiera, aunque todos los indicios apuntaban a que debía de tratarse de alguna amante despechada que esperaba la oportunidad de atropellarlo por no haber vuelto a llamarla.
Decidido a ignorarla, entró en el aparcamiento al aire libre, se subió al coche y buscó la salida que quedaba más cerca de la interestatal 695 hacia Baltimore. En el primer semáforo ante el que se detuvo, aprovechó para quitarse la chaqueta y sintonizar una emisora en la que siempre sonaba música rock. Justo después, a través del espejo retrovisor interior, vio el Chevy verde pegado al guardabarros trasero de su vehículo. Las ramas de los árboles que flanqueaban la calle se reflejaban en la luna delantera, desenfocando la imagen de la mujer aunque, aun así, pudo apreciar que era joven, de unos veintitantos, y que tensaba la mandíbula porque sus labios se vislumbraban rígidos.
En cuanto el semáforo se puso en verde, Zack giró hacia una calle perpendicular que le alejaba de su camino, con la única intención de asegurarse al cien por cien de que le estaba persiguiendo. El Chevy tomó la misma calle y continuó pegado al Dodge a través de las innumerables callejuelas por las que Zack circuló hasta que regresó de nuevo a la calle York.
—¿Qué diablos quieres? —murmuró, con la vista clavada en el espejo retrovisor.
La curiosidad crecía a cada metro que recorría, e ignorar a la mujer ya no fue posible. Un poco antes de llegar a la interestatal, salió al arcén junto a las inmediaciones de un Taco Bell y paró el motor. El Chevy verde musgo se detuvo detrás de él, a una distancia prudencial de unos quince metros.
Arlene supo que la había descubierto hacía un rato, cuando él se desvió de su camino principal y estuvo dando vueltas por la ciudad. Fue entonces cuando reparó en que Zack abandonaba la ciudad en dirección Baltimore. A falta de un plan mejor, estaba dispuesta a seguirlo hasta donde hiciera falta.
Agarró el volante con fuerza cuando lo vio apearse de su coche. Los nervios se le habían calmado un poco en los últimos minutos, pero ahora que el careo era inminente, volvió a sentirlos oprimiéndole el pecho. Arlene hizo unas inspiraciones profundas mientras mantenía la vista clavada en los andares decididos del cirujano, que se aproximaba sin ningún tipo de titubeo, con los ojos clavados en los suyos. Un poco antes de que llegara a su altura, ella se quitó las gafas de sol, tiró de la manecilla de la puerta y también salió al exterior, donde la brisa más húmeda anunciaba un posible descenso de las temperaturas.
Zack observó detenidamente a la joven rubia que con gesto inseguro le sostenía la mirada. A veces se había acostado con mujeres a las que había conocido a altas horas de la madrugada, cuando las copas que había tomado le mermaban los sentidos e imposibilitaban que recordara a algunas de ellas al despertar por la mañana. Sin embargo, estaba completamente seguro de que a la guapa rubia de ojos color miel no la había visto en su vida.
—¿Quién es usted y por qué me está siguiendo?
—Yo... Dicho así suena fatal.
—¿Acaso no es lo que hace? Vi su coche aparcado enfrente de mi casa hace unas horas, y lleva siguiéndome toda la mañana por la ciudad. ¿También tiene pensado venirse de viaje conmigo?
Arlene tragó saliva porque la garganta se le había quedado seca. Sentía tantas emociones a la vez que le costaba ordenar las ideas.
—Usted es Zack Parker, ¿verdad? —Él asintió con un decidido gesto de cabeza—. Permítame presentarme antes de aclararle la razón por la que estoy siguiéndolo: soy Arlene Sanders.
Ella le tendió la mano, pero él dudó antes de alargar el brazo para estrechársela.
—Necesito hablar con usted sobre un asunto médico. Hace unos días estuve visitando el Medical Center de Los Ángeles, y allí me dieron su nombre. Tenía previsto abordarlo en el hospital, pero entonces vi que hacía las maletas, que ponía su casa en venta y que abandonaba la ciudad. No me quedó otra alternativa.
—¿Quién le dio mi nombre? —Se interesó.
—Henry Preston. Me dijo que hace unos años trabajó a su servicio.
Zack apreció un matiz desesperado y urgente en el tono de su voz, que era tan dulce como el color miel de sus ojos. Así que Preston la había enviado directamente. ¿Por qué lo habría hecho? Hacía un par de años que no lo veía, la última vez fue en un congreso de medicina en Seattle. Siempre depositó una gran confianza en sus habilidades, así que solo se le ocurría que le hubiera remitido a la joven por un asunto que no se atreviera a resolver él mismo. Preston estaba a punto de jubilarse y ya hacía tiempo que dejó de correr riesgos.
—Señorita Sanders, por si no se ha dado cuenta me dispongo a dejar la ciudad. No creo que este sea el mejor momento para tener una conversación, y menos todavía si es médica.
—Lo entiendo pero... —Sacó las manos de los bolsillos de su chaqueta de lana y cruzó los dedos con gesto nervioso—. Mi madre tiene un tumor cerebral y los médicos a los que hemos consultado hasta la fecha coinciden en que no es operable. Preston nos dijo que usted podría hacerlo y...
Zack alzó una mano para frenar el torrente de información que ya había imaginado que saldría de sus labios en cuanto mencionó a Preston.
—Escuche, acabo de dejar mi plaza en el hospital de Towson y todavía no he tomado posesión de mi nuevo cargo en el Johns Hopkins. Me temo que no puedo ayudarla. Si los cirujanos con los que ha hablado le han dicho que convienen en sus posturas, lo más probable es que yo también comparta sus puntos de vista.
—Eso no puede saberlo con seguridad hasta que... le eche un vistazo a los escáneres que traigo conmigo o le haga usted mismo las oportunas pruebas médicas.
Sin saberlo, aquella mujer le estaba tocando el punto sensible. La medicina era un desafío constante para él y jamás le decía que no a un reto antes de estudiarlo concienzudamente. Aquel asunto parecía serlo, ya que ningún cirujano había querido hacerse cargo de él. Sin embargo... Joder, estaba en medio de la carretera, charlando sobre tumores cerebrales con una mujer que había salido de la nada. Cuanto menos, era una situación extraña que no le dejaba más salida que actuar con coherencia.
—Señorita Sanders, tengo un largo camino por delante y me temo que me espera mucho trabajo allá donde voy. —Los ojos miel se ensombrecieron, como si perdieran toda la esperanza. Zack expelió el aire—. Vaya a verme dentro de unos días, cuando ya esté instalado y me haya adaptado a mi nuevo puesto. ¿Le parece bien así?
—Sí, claro que me parece bien —contestó ansiosa, recuperando la luz en la mirada—. Muchísimas... muchísimas gracias.
Zack percibió que solo le faltaba ponerse a saltar.
—No me las dé de momento. Aún no sé si puedo ayudarla.
Arlene se mordió los labios con fuerza para contener la emoción. Tenía más cosas que decirle, muchas más, pero, desde luego, no era el momento ni el lugar.
Lo vio alejarse mientras la silueta imponente se emborronaba por las lágrimas que le anegaron los ojos. Parpadeó para librarse de ellas y suspiró hondamente. No se movió de allí hasta que el Dodge Ram solo fue un punto en movimiento al final de la carretera. Luego se subió a su coche y siguió por la interestatal, buscando la primera salida hacia Nueva York.
Se la mirara por donde se la mirara, y ya la había ojeado un montón de veces, Magia en el aire era una pésima novela. Muchos escritores habían creado sus mejores obras mientras se hallaban bajo los efectos de una depresión, pero era evidente que Amy no era de esos. Nunca debió escribirla, pero pensó que mantener la cabeza ocupada en lo que mejor sabía hacer la ayudaría a salir del bache emocional que sucedió a la infidelidad de Jerry.
No cayó en la cuenta de que, junto a su exesposo, también perdió por completo la ilusión en el amor.
No era capaz de escribir sobre algo que ya no sentía y, por esa razón, el resultado fue estrepitosamente malo. Terry la llamó un par de días después de enviarle por correo electrónico el manuscrito para decirle lo que en su fuero más interno Amy ya sabía: «No puedo publicar esta novela: tus seguidores se te echarán encima y tus detractores se frotarán las manos».
Aún no entendía cómo había logrado terminar los dos últimos capítulos de Arrastrados por la corriente —una novela que había sido todo un éxito-, pues el dolor de aquellas primeras semanas había sido tan intenso que apenas si pudo salir de la cama. Por fortuna todo estaba narrado en su grabadora digital, la que la acompañó durante su accidental periplo por Shepters. Lo único que tuvo que hacer fue ponerla en marcha y transcribir en el procesador de textos todas las ideas y las sensaciones que había grabado en ella.
Ya había pasado más de un año de aquello pero continuaba bloqueada. La fructífera inspiración de la que siempre había gozado había dado un portazo y se había largado a saber dónde. Y por más que aguardaba su regreso con paciencia, parecía que había emprendido un viaje muy largo. Por ese motivo, Terry acordó que lo más prudente era que se tomara un año sabático. Sin presiones ni plazos. Su amiga tenía una fe ciega en ella, y estaba convencida de que recuperaría a sus musas mucho antes de lo que imaginaba.
Más le valía que fuera así, pensó mientras cerraba el documento de texto de Magia en el aire y se disponía a apagar el portátil. Le hacía falta el dinero. Los ingresos que obtenía con las ventas de sus novelas eran suficientes para vivir aunque sin excesivas comodidades, pero un año sin publicar nada... Los ahorros no tardarían en resentirse. Su otra fuente de ingresos —el dinero que obtenía por el alquiler del apartamento de Eloisa— acababa de agotarse, ya que los últimos inquilinos no habían renovado el contrato porque se mudaban a una casa que habían adquirido recientemente.
Guardó el portátil en el interior del maletín y reclinó la espalda sobre el banco en el que se había sentado. Cuando se sentía sobrepasada, como si perdiera el rumbo de su vida, acudía a Inner Harbor, el puerto interior de Baltimore, y pasaba largos ratos contemplando las pequeñas embarcaciones que navegaban por sus aguas oscuras. Las vistas la relajaban, tenían un efecto sedante en ella, y solían paliar su desesperanza para infundirle la energía que a veces se le escapaba.
Entonces se ponía a recordar las historias que Eloisa le contaba de pequeña, cuando la llevaba al paseo marítimo para contemplar las embarcaciones pesqueras y turísticas. Sabía por su abuela que, antiguamente, Inner Harbor había sido el segundo puerto de los Estados Unidos, pero con la aparición de los buques portacontenedores, la actividad portuaria empezó a desarrollarse un poco más abajo, en las zonas más amplias de Fells Point y Canton. Así fue como pasó a convertirse en un puerto turístico, con un maravilloso paseo marítimo rodeado de parques, edificios de oficinas, hoteles y un número ilimitado de lugares de ocio.
Amy adoraba Baltimore, no se imaginaba viviendo en ningún otro lugar del mundo. Siempre agradecería a sus padres el que no la hubieran obligado a ir con ellos tantos años atrás.
Cuando el viento que soplaba desde la bahía Chesapeake se volvió más frío, y el sol descendió hasta que se ocultó detrás de los perfiles de los edificios más altos del Downtown —el distrito más céntrico de la ciudad—, Amy se puso en pie, se abrochó la chaqueta de lana y depositó el maletín con el portátil sobre la cesta que llevaba acoplada al manillar de su bicicleta.
Era viernes por la tarde y la calle Lancaster gozaba de un gran bullicio. El tráfico era denso, y las aceras estaban colapsadas por los que salían a hacer sus compras, o bien a tomar algo en las innumerables cafeterías y bares de copas. El aire olía a flores primaverales y a comida.
Circulaba por el carril bici en dirección Fells Point, cuando una extraña emoción se instaló en sus entrañas al dejar atrás la algarabía de las calles colindantes a Inner Harbor e internarse en las más tranquilas de Little Italy.
Hacía días que quería pasarse por allí, tantos como habían transcurrido desde su conversación con Zack Parker, pero siempre había retenido ese deseo, como si no tuviera ningún derecho a verlo cumplido.
Gracias a la enfermera Ryan, que la informó amablemente hacía un par de días cuando fue a pasar la tarde con Eloisa, tenía más datos sobre la escuela de baile de Ava Parker. Se encontraba a unas cuantas manzanas de la torre Shot, concretamente en la calle Fawn, una de las más concurridas debido a que estaba plagada de un gran número de restaurantes. En la calle Fawn estaban representadas las principales cocinas de muchísimos países: española, italiana, china, griega, francesa, india y un largo etcétera. Además, congregaba a una amplia diversidad de etnias, aunque la más numerosa era la italiana. Precisamente de ella recibía el nombre el distrito.
Llegó al local que una vez fue la base de un negocio fecundo y dirigido con esmero cuando la ciudad adquiría ya un tono azul acerado y las sombras comenzaban a aglutinarse en las áreas más sombrías de la calle. Amy se bajó de la bicicleta, que apoyó en una farola, y se dispuso a echar una ojeada a la fachada gris granito, en la que había una puerta de dos hojas así como un gran ventanal con la persiana echada. Se apreciaba el abandono en la pintura desconchada de la pared y en la propaganda que se acumulaba por debajo de la puerta. En la parte superior, donde supuestamente habría estado colgado el letrero con el nombre del negocio, la pintura lucía más clara y aún permanecían los clavos incrustados en la pared.
Mientras imaginaba cómo habría sido en sus años de gloria, la extraña emoción que la guio hasta allí se intensificó, y su cabeza se puso a fantasear sin orden ni concierto, llenándosele de ideas cargadas de una sensación que hacía tiempo que no manifestaba: ilusión.
Frenó el rumbo desbocado de su imaginación y suspiró con profundidad, consciente de que lo que estaba rumiando era difícilmente realizable.
Un poco cabizbaja, regresó a la bicicleta y echó una última mirada hacia atrás antes de tomar la calle para regresar a casa.
—Lo siento, Ava —musitó.