Capítulo 1
Los copos de nieve reaparecieron cuando dejó atrás la interestatal y se internó en el desvío hacia Ruxton; eran tan livianos que el viento los hacía danzar a su voluntad, trazando movimientos sinuosos en el aire hasta que quedaban atrapados en la luna delantera del coche, antes de que el limpiaparabrisas los barriera. Se fijó en que ningún vehículo había circulado por allí desde que comenzó a nevar la noche anterior, porque no se veían marcas de neumáticos en el hielo acumulado en la calzada. Sin embargo, debía de haber pasado una máquina quitanieves en algún momento del día porque el terreno era transitable y había montículos almacenados a ambos lados del camino.
Aunque los habitantes del condado de Baltimore estaban acostumbrados a que las nevadas azotaran la ciudad con bastante frecuencia en los meses más fríos, siempre era bonito salir a dar un paseo por el campo, aprovechando que estaba precioso vestido de blanco. El manto níveo cubría el terreno llano que quedaba a la derecha, dándole la apariencia de un mar de algodón, coronaba las crestas de los montes de Piedmont al fondo y descansaba sobre las copas de los árboles de la izquierda, hasta que las ramas se inclinaban bajo su peso como si la saludaran a su paso.
Al contemplar vistas tan espectaculares, sintió que el engranaje de la inspiración se había puesto en funcionamiento.
Amy subió un punto la calefacción al notar frío y luego recorrió algo más de un kilómetro por el angosto camino rural, hasta que se adentró en los extensos pinares del Robert E. Lee Park, también conocido como «Shepters», paraje natural donde se hallaba el lago Roland. Sus aguas grisáceas pronto se dejaron ver a la derecha, a través de los troncos de los árboles y de la espesa vegetación que lo bordeaba.
Acababa de llegar a su destino.
Amy estacionó el jeep a un lado del camino, apagó el motor y se frotó las manos enguantadas frente a la boca mientras les echaba el aliento. A continuación, cogió el bolso, se lo colgó en estilo bandolera, se pasó la correa de la cámara de fotos por el cuello y salió a la intemperie. Hacía mucho frío. Durante el trayecto, había escuchado en las noticias de la radio que se encontraban a doce grados bajo cero y que las temperaturas mínimas durante la madrugada habían descendido a dieciséis grados. Esa era la razón por la que el lago parecía congelado, según pudo apreciar desde la distancia a la que se hallaba.
—No he podido escoger un día mejor para hacer turismo-murmuró de pie junto al coche, mientras echaba una mirada a los alrededores.
Observó que, para llegar al lago, primero tenía que cruzar el pinar y luego bajar por una pendiente; pero, antes de iniciar la marcha, se ajustó el gorro de lana para protegerse las orejas, se abrochó el último botón del plumífero y se subió la bufanda para cubrirse la boca. Tan pronto como se puso en movimiento, las piernas se le hundieron en la nieve hasta la mitad de la pantorrilla. Torció el gesto al percatarse de que las botas de ante se le habían empapado antes incluso de llegar a los árboles, por lo que los pies empezaron a congelársele. La noche anterior, Terry le había sugerido que se colocara bolsas de plástico sobre el calzado para aislarlo de la humedad pero, como le pareció una ridiculez, no le hizo el menor caso.
Ahora se arrepintió de no haber aceptado su consejo.
Una corriente de aire ululó al colarse entre los troncos de los pinos y arrancó la nieve de las copas para formar una preciosa cortina blanca a su alrededor. Sí, el paisaje era bonito, pero los copos de nieve engrosaban por segundos y el aire se convirtió en ventisca en cuanto dejó el pinar atrás para descender trabajosamente por la pendiente que desembocaba en el terreno llano que circundaba el lago. Se dijo que no estaba el clima como para demorarse en el trabajo, así que haría unas cuantas fotografías y regresaría a casa. El meteorólogo había hablado de nevadas insignificantes en Baltimore y Towson, pero todo el mundo sabía que la meteorología no era una ciencia exacta.
Cuando llegó a la orilla, le dolían las piernas y tenía los pies tan entumecidos que ni los sentía, pero se olvidó de las molestias físicas porque las maravillosas vistas que se desplegaban ante ella captaron toda su atención. Le pareció estar viendo a los protagonistas de su novela paseando delante de sus ojos después de una larga caminata por la nieve, buscando el refugio de la cabaña en la que se encerrarían durante días para resarcirse de todos los obstáculos que les habían impedido amarse con libertad frente al calor de la hoguera. Amy sonrió ante ese final feliz que ya vislumbraba, al tiempo que desenfundaba la Nikon y comenzaba a tomar fotografías. También se colocó la grabadora frente a los labios para ir almacenando todas sus impresiones.
Siempre que el dinero o la distancia se lo permitían, viajaba a los lugares en los que se desarrollaban los argumentos de sus novelas con el fin de dar a las descripciones un enfoque lo más realista posible.
Al cabo de un rato, cuando ya se disponía a marcharse, una nueva ventisca que surgió del bosque corrió ladera abajo y la envolvió en un furioso remolino. La fuerza del viento hizo que las puntas de su cabello ondearan sin control sobre los hombros, que los extremos de la bufanda se agitaran enloquecidos y que el gorro de lana saliera disparado de su cabeza para volar por los aires como si le hubieran colocado un motor.
—¡Mierda!
Dio tres rápidas zancadas que la situaron junto a la orilla del lago pero, como no podía seguir avanzando, se estiró en toda su longitud para intentar atraparlo. Logró tocar la suave lana con la punta de los dedos antes de que la corriente de aire se lo arrebatara y lo alejara más de ella. Finalmente, el maldito gorro cayó sobre la superficie congelada, a unos seis metros de distancia.
Amy se quedó mirándolo con cara de tonta.
¿Y ahora qué?
No podía dejar el gorro allí porque tenía un gran valor sentimental para ella. Junto con la bufanda y los guantes, era el regalo que le había hecho Jerry en su último cumpleaños, así que debía recuperarlo como fuera. Amy elevó la mirada hacia las copas de los pinos en busca de una rama con la que atraerlo, pero las que estaban a su alcance no debían de medir más de dos metros. Entonces volvió la cabeza hacia el lago y se agachó para examinar la capa de hielo en que se había convertido la superficie. Aparentaba ser de buen grosor, aunque ¿lo suficiente como para aguantar su peso? Dio unos golpecitos con los nudillos a fin de verificar su consistencia y llegó a una conclusión afirmativa. Ella no era muy grande. Medía un metro sesenta y cinco y pesaba cincuenta kilos. Por lo tanto, o se marchaba sin el gorro o no le quedaba más remedio que arriesgarse a comprobarlo.
Amy se alzó para colocar un pie en el hielo, sobre el que ejerció gran parte de su peso. Resistía. Estaba claro que no soportaría una sesión de patinaje artístico, pero sí a una mujer desesperada que solo pretendía adentrarse unos pocos metros para recuperar el regalo de su esposo.
Intentó no pensar en lo que sucedería si el hielo se rompía y caía al agua.
Amy plantó los dos pies y se mantuvo quieta como una estatua hasta cerciorarse de que podía seguir adelante. Con mucho cuidado, fue arrastrando la suela de las botas centímetro a centímetro, sin darse cuenta de que contenía la respiración. ¿Se podía sudar bajo aquellas temperaturas glaciales? Creía que no, pero ella tenía la espalda cubierta de sudor.
Había conseguido acortar la distancia casi cuatro metros cuando una voz admonitoria, inequívocamente masculina, rasgó el silencio a sus espaldas.
—¡Estese quieta! ¡Ni se le ocurra moverse!
Amy se quedó inmóvil, tanto por la sorpresa de saberse en compañía como por la sensación de hallarse en peligro si no acataba las órdenes que le llegaron desde atrás. Tan solo se atrevió a echar una temerosa mirada por encima del hombro para comprobar que un hombre alto, ataviado con recias ropas oscuras, descendía a toda prisa por la ladera. Pudo apreciar la severidad de su semblante, pero no entendió su reacción hasta que llegó a sus oídos un extraño crujido desde alguna parte. Buscó el origen a su alrededor y entonces lo vio: a escasos dos metros a su derecha había empezado a formarse una gran grieta que avanzaba en el hielo peligrosamente.
—¡Ay, Dios!
Amy hizo ademán de regresar a la orilla pero la voz del hombre volvió a exigirle que no realizara ningún movimiento brusco. Ella le obedeció sin saber muy bien por qué.
—¿Quién es usted?
—Alguien a quien no se le ocurriría caminar sobre una capa de hielo de tres centímetros —contestó con sequedad, al tiempo que llegaba a la planicie—. ¡¿Es que está loca?! —La miró fijamente a los ojos atemorizados.
Un nuevo crujido advirtió que la placa seguía resquebrajándose, así que el corazón comenzó a latirle más deprisa.
—Escúcheme con atención —agregó el intruso de manera más amable, tras percibir su miedo—. Dé media vuelta y camine despacio hacia aquí, deslizando los pies con suavidad. No los levante.
Amy asintió repetidamente con la cabeza al comprender que no le quedaba más remedio que ponerse en manos de un desconocido que parecía saber de lo que hablaba. Con cuidado, giró sobre los talones y siguió sus instrucciones. Escuchó más chirridos detrás de ella, hasta sentir que el suelo comenzaba a ceder bajo su peso.
—¡Dios mío! —Amy cerró los ojos con fuerza, notando cómo crecía su temor.
—Lánceme la cámara de fotos, el bolso y ese chisme que lleva en la mano. —El hombre alargó los brazos hacia ella—. ¡Vamos!
—Dice eso porque piensa que me voy a caer al agua, ¿no es cierto?
—Digo eso porque la cámara parece pesar una tonelada y le conviene despojarse de algo de peso. Así que no haga tantas preguntas y obedezca.
Amy siguió sus indicaciones y le lanzó los tres objetos; él fue dejándolos a un lado. Pensó que si caía al agua, al menos pondría a salvo su material de trabajo.
—Ahora continúe avanzando. Despacio.
Así lo hizo, pese a que temblaba como si un terremoto de gran escala asolara su cuerpo de los pies a la cabeza. Le bailaban hasta las pestañas. Entonces algo empezó a ir muy mal. Los surcos se hicieron más grandes, la placa que la sostenía se desprendió por completo de la principal y, durante unos alarmantes segundos, se quedó flotando sobre un islote oscilante que no tardó en venirse abajo.
—¡Salte! —gritó el hombre.
Amy abrió los ojos como platos y quiso hacer aquello que le pidió a gritos, pero la orilla estaba todavía demasiado lejos de su alcance y, aunque saltara, jamás conseguiría llegar hasta allí. Chilló al sentir que se hundía. Miró al hombre con auténtico pavor, desesperada por que le ofreciera una solución diferente mientras el agua le alcanzaba las rodillas y ascendía con rapidez hacia la cintura. Pero él la observaba sin despegar los labios, que mantenía ahora apretados en una expresión tensa. Desencajada. Parecía haberse rendido al inevitable curso de los hechos, y ese detalle la asustó más. Después todo sucedió demasiado rápido. Amy cayó en picado a las profundas y gélidas aguas, desapareciendo por completo de la vista. Casi al instante, experimentó una intensa presión en la cabeza, como si el cerebro se le volviera de hielo y estuviera a punto de reventarle. Las extremidades le pesaban tanto que apenas podía moverlas para alcanzar la superficie.
—¡Joder! —exclamó él.
Durante unos preocupantes segundos solo se veían burbujas y trocitos de hielo que ascendían desde el fondo. Luego emergieron la cabeza y los brazos, con los que la joven se puso a chapotear sin ningún orden ni concierto, a la vez que profería apurados chillidos de auxilio.
—¡Nade hacia la orilla, solo son cuatro metros!
—¡No sé nadar! — ella le devolvió los gritos.
—¿Que no sabe...? Joder... ¡¿Y cómo diablos se mete en el lago si ni siquiera sabe nadar?! —Comenzó a quitarse apresuradamente su abrigo negro—. No puedo creer que exista alguien tan descerebrado.
Dejó el abrigo y las botas sobre la nieve, junto a los objetos de la joven y, sin pensarlo dos veces, saltó al agua. El entumecimiento fue inmediato. Si no salían de allí con rapidez, corrían el riesgo de sufrir hipotermia.
Ella seguía chapoteando y lanzando grandes salpicaduras a su alrededor, batallando en su afán por seguir a flote. Cuando él llegó a su altura le exigió que se tranquilizara, petición que por fortuna ella siguió a rajatabla y, a continuación, la agarró fuertemente para situarla de espaldas. Para que abandonara la posición vertical, la empujó con firmeza hasta que se mantuvo a flote, y luego él también se puso de espaldas. Sujetándola por debajo de la barbilla, colocó su cabeza sobre el estómago y nadó los pocos metros que les separaban de tierra firme.
La ayudó a salir del agua empujándola desde abajo. Amy tenía tanto frío y las ropas de su abrigo pesaban tanto que apenas si podía moverse, pero logró rodar sobre la nieve al tiempo que tosía espasmódicamente para expulsar el agua que había tragado.
Él se irguió con los brazos y salió del lago con mucho esfuerzo; sus músculos ateridos apenas le obedecían. Se agachó un momento, colocando las manos sobre las piernas para recuperar el aliento. Después centró la atención en la mujer que continuaba en la misma postura: tumbada de espaldas y con los ojos fijos en el cielo encapotado. Los copos de nieve le caían en la cara, posándose sobre las pestañas, tan blancos como su propia piel.
—Vamos, tenemos que ponernos en marcha si no queremos quedarnos congelados.
Viendo que no respondía, la agarró por los brazos y tiró de ella hasta que logró que se pusiera en pie. Estaba pálida como el papel, sin apenas color en los labios, y le temblaba tanto la barbilla que sus dientes chocaban entre sí. Su aspecto era preocupante.
Con rápidos movimientos, le bajó la cremallera del plumífero y se lo quitó sin dilación. Después agarró el suyo, urgiéndola a que metiera los brazos en la mangas.
—No puede... no puede darme su abrigo o... —La mandíbula inferior le temblaba en violentas sacudidas, dificultándole el habla. Él le subió la cremallera hasta arriba-...o cogerá una pulmonía.
—La cabaña está a solo dos minutos de aquí. Aguantaré. —Recogió del suelo el abrigo empapado de la joven y el resto de sus pertenencias—. Vamos.
Amy se dejó llevar; de todas formas, no podría haber hecho otra cosa. El cerebro debía de haber perdido alguna de sus funciones principales porque sentía una densa confusión y los músculos no coordinaban adecuadamente. Su rescatador, al que también sintió tiritar a su lado, la arrastró a través de los campos de nieve, en dirección a la cabaña que había mencionado. Los dos minutos se alargaron una eternidad. La mente parecía apagársele, y tenía la sensación de que iba a desfallecer de un momento a otro.
A un lado del sendero apareció una bonita construcción de madera con una chimenea que expelía bocanadas de humo blanco. Amy soñó con el calor de una hoguera al tiempo que él la ayudaba a subir los escalones del porche. Dejaron atrás las inclemencias del tiempo, y la atmósfera calurosa que les acogió al entrar en la casa la invitó a cerrar los ojos para abandonarse a ese cálido sopor. Su acompañante le dio un par de palmaditas en las mejillas que la sacaron momentáneamente de su aturdimiento.
—Ni se le ocurra dormirse, ¿me oye? —La condujo hasta la chimenea y luego desapareció hacia el interior de la casa—. ¡Quítese la ropa! —le ordenó desde algún lugar, logrando que su timbre ronco y exigente se abriera paso a través de la neblina que le espesaba el cerebro.
Amy se llevó las manos a la cremallera del abrigo y con dedos torpes trató de bajarla. Tenía tanto frío que, al cabo de unos segundos, se olvidó de lo que estaba haciendo. Cuando él regresó lo hizo cargado de mantas que extendió sobre el suelo, frente a la hoguera anaranjada que crepitaba en la chimenea.
—¿Aún está así? —la reprendió.
Él se deshizo de su empapado jersey de lana y de la camiseta interior. Después se dispuso a despojarla de sus ropas. Le quitó el abrigo e hizo lo propio con el suéter, pero ella opuso resistencia cuando intentó hacer lo mismo con la camiseta interior de tirantes.
—¿Qué hace? —Cruzó los brazos entumecidos sobre el pecho, para imposibilitarle la tarea que pretendía llevar a cabo—. No voy a desnudarme delante de usted.
—Claro que va a hacerlo. —Le cogió la cara helada entre las manos y efectuó un rápido examen de los síntomas. Pupilas dilatadas, labios amoratados, temblor incontrolable... Le tomó el pulso colocando la yema de los dedos en el cuello y comprobó que había una disminución en la frecuencia cardiaca y en el ritmo respiratorio. No necesitó un termómetro para cerciorarse de que su temperatura corporal había descendido por debajo de los treinta y seis grados centígrados—. Tenemos indicios de hipotermia, así que va a meterse desnuda conmigo debajo de esas mantas si no quiere que muramos de un paro cardiaco. —Le sacó la camiseta por encima de los hombros, ignorando más protestas sin sentido. En un alarde de pudor, la joven se cubrió los pechos retenidos por un sujetador blanco mientras él se desprendía de sus pantalones. Luego se los quitó a ella, aunque conservó la ropa interior de ambos para respetar el tonto recato que manifestaba, aun cuando se encontraba en una situación de emergencia—. Ahora agáchese junto al fuego.
Ella parpadeó aturdida, temblando, con la piel de gallina y los labios tan azules como un cielo de verano. No estaba seguro de si su indecisión obedecía a una falta de comprensión causada por su estado físico o a un absurdo decoro que les estaba retrasando. Esperaba que fuera lo segundo, pues lo primero era mucho más grave que ser una remilgada, aunque no perdió tiempo en preguntárselo. La tomó por las muñecas y la obligó a que se tumbara a su lado, sobre las mantas previamente extendidas. Después la rodeó con los brazos, la estrechó contra su cuerpo desnudo y cubrió a ambos con un par de mantas más. Hasta la cabeza.
En la cálida lana encontraron un agradable refugio que, sin embargo, no detuvo los enérgicos estremecimientos de los dos. Estaban congelados. Tardarían un buen rato en entrar en calor. A pesar de que yacían fuertemente abrazados, la joven no volvió a quejarse.
Los minutos se sucedieron en silencio mientras las mentes iban recobrando poco a poco la lucidez. Los cuerpos todavía estaban fríos pero, al cotejar las pulsaciones de ambos, constató que ya estaban recobrando el ritmo usual. Unos minutos más y estarían fuera de peligro por completo. Esperó a que transcurriera ese margen de tiempo y luego retiró las mantas de las cabezas para respirar mejor. El fuego de la chimenea teñía de naranja la atmósfera, proyectando sombras que danzaban imparables contra las paredes. El sonido que emitía la leña al arder era el más reconfortante que había escuchado en su vida.
Con los rostros al fin expuestos, una vez perdido el anonimato que les proporcionaba la oscuridad, Amy empezó a sentirse mucho más incómoda. Comprendía que todavía necesitaba a ese hombre como fuente de calor, pues todo empezó a funcionar en cuanto él la envolvió entre sus fuertes brazos, pero conforme su estado físico mejoraba y su cabeza se despejaba, era más consciente de lo inapropiado de aquella postura, con sus extremidades enlazadas a las de un desconocido. Una posición en la que sus caderas estaban acopladas a las de él como lo estarían dos piezas de un puzzle. En la que sus senos estaban apretados contra un pecho consistente. En la que sus labios rozaban la oreja masculina, y su mejilla permanecía adherida a la rasposa del hombre.
Intentó apartarse pero él la sostuvo para impedírselo, advirtiéndole que aún era pronto. Al menos, Amy pudo retirar la cara del cobijo de la suya para mirar en otra dirección.
—¿Cómo se encuentra? ¿Mejor? —le preguntó él, observando su perfil.
—Todavía tengo mucho frío.
—Lo sé. Es lo que sucede cuando uno se da un baño al aire libre en el mes de diciembre.
Amy tragó saliva e ignoró su tono, entre reprobatorio e irónico.
—Quizás una ducha con agua caliente sería más efectiva que estar aquí... abrazados. —La voz surgió renuente.
—Los músculos se calentarían demasiado deprisa y podríamos sufrir un shock.
—¿Un shock? ¿Tan grave es lo que nos pasa? —Volvió la cabeza y le miró un segundo antes de retirarla otra vez para clavar los ojos en el techo.
—Ya se lo he dicho. Los síntomas que presentamos indican que padecemos una ligera hipotermia. Estas medidas son las más adecuadas.
Un súbito estremecimiento convulsionó el cuerpo de Amy de la cabeza a los pies. El hombre estrechó el abrazo que la mantenía pegada a él como si fuera una tirita, y el escalofrío pasó.
—Míreme un momento.
Ella lo hizo para que los ojos masculinos, de un atrayente color ámbar, examinaran los suyos como había hecho hacía un rato, cuando le cogió la cara entre las manos. Su manera de proceder parecía la de un profesional, aunque no le preguntó al respecto.
Verificó que las pupilas de la joven ya se habían contraído. La piel continuaba luciendo el tono níveo que la palidecía en extremo, pero sus labios ya no estaban tan azulados, habían recuperado algo de color. Los sucesivos escalofríos también iban menguando en intensidad y regularidad. Aunque no pudiera verse, él debía de presentar los mismos síntomas de mejoría.
No se había fijado mucho en ella, no había tenido tiempo de hacerlo porque había estado demasiado centrado en salvarle la vida; pero, ahora que el peligro había cesado, la observó en su conjunto, con mayor detenimiento. Tenía los ojos grandes y rasgados, de color verde, la nariz un poco respingona, los pómulos altos y los labios carnosos. Sobre el puente de la nariz y las mejillas, la piel estaba teñida por un fino manto de pecas doradas. Era una mujer atractiva, con el cuerpo delgado aunque no carente de curvas donde debía tenerlas. También pudo apreciar que su piel era muy suave y tersa.
Ella apartó la cara cuando intuyó que ya había obtenido toda la información que necesitaba.
—¿Tan importante era para usted? —preguntó él.
—¿A qué se refiere?
—Al gorro. ¿Tanto valor tenía como para cometer una estupidez así?
—El hielo parecía resistente.
—Y creyó que se trataba de una pista de patinaje, ¿no?
—No se ría de mí, cuando lo golpeé con los nudillos me dio la sensación de que aguantaría mi peso —protestó con el ceño fruncido—. Y por supuesto que tenía valor: me lo regaló mi esposo en mi último cumpleaños.
Su respuesta fue contundente pero solo consiguió que a él se le formara la mueca más incrédula que Amy había visto en su vida.
—Supongo que podría entender que se jugara la vida para rescatar los pendientes de oro de su tatarabuela, pero ¿hacerlo por un gorro de lana?
—Fue un regalo especial. No espero que lo entienda.
—Y que lo diga.
Amy intentó moverse para cambiar de postura, ya que también tenía las piernas atrapadas entre las suyas. Él aflojó la presión para cederle un poco de espacio. Continuaban teniendo frío pero no tanto como antes, así que ya no era necesario que estuvieran tan pegados el uno al otro.
Se puso a pensar que a Jerry le daría un infarto si pudiera verla en aquella situación: desnuda bajo las mantas y en los brazos de un desconocido que además —se había fijado hacía escasos minutos, cuando el cerebro le volvió a funcionar— era un hombre muy atractivo.
—¿Qué hacía en el lago, aparte de recuperar el gorro? —continuó él la conversación.
—Exploraba exteriores. Soy escritora y el lago Roland es el escenario en el que tengo pensado emplazar los dos últimos capítulos de la novela que estoy escribiendo.
—¿Y qué tipo de novelas escribe?
—Románticas. Me gustan los finales felices —se anticipó, antes de que él tuviera la oportunidad de preguntarle la razón por la que escribía sobre ese género. Eran muchas las personas que lo hacían—. ¿Y usted?
—El romanticismo y yo tenemos una relación un tanto distante.
—No me refería a eso, sino a su profesión.
Sus labios se arquearon un poco, haciéndole ver que solo había bromeado.
—Soy neurocirujano.
¿Neurocirujano?