Capítulo 7

-Todos los que habéis conocido a Ava estaréis de acuerdo conmigo en que era una mujer con un carácter indomable. Siempre había que hacer lo que ella decía, y pobre de aquel que no lo hiciera porque, en cuanto metías la pata, luego se pasaba todo el tiempo recordándote que habías tomado la decisión incorrecta. Sí, era cabezota, aunque también coincidiréis conmigo en que ofrecía buenos consejos y casi nunca se equivocaba en sus opiniones. Si no hubiera sido por ella, hoy sería un vendedor ambulante de perritos calientes en lugar de neurocirujano —recordó con un amago de humor. A su alrededor, se escucharon unos murmullos risueños de todos los congregados alrededor de la fosa del cementerio de Mount Winans, en la zona sur de la bahía Chesapeake—. En aquellas decisiones en las que no le hice el menor caso no me fue tan bien, aunque reconozco que yo también soy bastante cabezota. Creo que lo heredé de ella.

Levantó un momento la vista hacia el conglomerado de paraguas que protegían las decenas de rostros que le escuchaban con suma atención. En el recorrido que trazaron sus ojos, topó por primera vez con la mirada verdosa de una cara conocida que le observaba con gesto pesaroso a través del fino velo de la llovizna. Durante un breve instante, perdió el hilo de su improvisado discurso, pero lo recobró en cuanto bajó la vista hacia la madera brillante del ataúd de su abuela.

Se puso serio, con la mano apretando firmemente el mango del paraguas negro. En cuanto reanudó las palabras, estas sonaron impregnadas de matices emotivos que borraron las sonrisas que había provocado segundos antes.

—Sin embargo, si tuviera que definir a Ava Parker en unas pocas palabras, diría que fue una gran mujer con un corazón enorme. Disfrutó de una vida plagada de éxitos profesionales, pero solía decir que el verdadero éxito le llegó cuando encontró la manera de ayudar a los demás. Esa era Ava Parker, una mujer que decidió vivir en la austeridad para emplear su dinero en obras y fines sociales. Voy a echarla muchísimo de menos. Se me hace muy extraño que la vida continúe sin ella. —Se quedó suspendido en una marabunta de recuerdos felices que bailotearon alrededor de su corazón. Se aclaró la garganta y prosiguió—: Quiero rescatar una frase que ella siempre decía de mi padre. «Por muy lejos que te marches, Ava Parker, siempre seguirás viviendo dentro de mí».

Concluido su discurso, Zack retrocedió un paso y dejó que el padre Carlton continuara oficiando la misa.

Ella ya no le miraba. Refugiada bajo la tela de un gran paraguas de color azul cielo, sus ojos observaban con tristeza cómo los sepultureros hacían descender el féretro al interior de la fosa. Lloraba en silencio, al igual que la anciana que la acompañaba y que estaba sentada en una silla de ruedas, con la mano enlazada a la de su nieta. Seguro que el año transcurrido desde que la conociera, aquel tormentoso mes de diciembre, la habían vuelto una mujer fuerte y decidida, pero esa mañana tenía el mismo aspecto mustio que lucía en el momento en el que se despidió de ella.

Ava se la mencionó alguna que otra vez, cuando su enfermedad le daba una tregua. Decía de ella que era una chica dulce, cariñosa, trabajadora y muy decente, no como las mujeres de hoy en día que solo buscaban el sexo fácil con el primero que se pusiera a tiro, algo que a Zack le parecía bastante gracioso, ya que su abuela tenía un currículo amoroso a sus espaldas de lo más extenso y variopinto.

En su afán de que volviera a rehacer su vida al lado de una mujer, en una ocasión le dijo que debería conocer a Amy ya que, según palabras textuales: «estoy convencida de que te gustaría tanto como me gusta a mí, aunque en otro sentido de la palabra, claro está». Él se limitaba a seguirle la corriente. No pensaba decirle que no deseaba relacionarse con ninguna mujer fuera del colchón de una cama. Por supuesto, tampoco iba a contarle que ya conocía a la escritora, y que ni por un solo instante se le había pasado por la cabeza que ella pudiera encandilarle en todas y cada una de las acepciones de la palabra.

Zack jamás llegó a plantearse el grado de amistad al que habían llegado ambas mujeres aunque, con los impedimentos psíquicos de Ava, no creía que hubiera traspasado los límites de un trato formal, como el que tenía con las enfermeras que la cuidaban. Sin embargo, ahora que ella se encontraba a escasos metros de él, con las lágrimas surcándole las pálidas mejillas, llegó a la conclusión de que la relación había sido más estrecha de lo que nunca había pensado.

Finalizado el sepelio, la gran afluencia de asistentes —en su mayoría antiguos compañeros de trabajo de su abuela, empleados de diversas asociaciones tanto públicas como privadas a las que Ava transfería fondos monetarios, así como muchos miembros de la residencia— fueron acercándose a Zack para ofrecerle sus condolencias. Por encima de los hombros de aquellos que le abrazaban, le apretaban la mano o le besaban en la mejilla, no perdió de vista el paraguas azul cielo que emprendió el camino de retirada. Su abuela lo sostuvo alzando un brazo escuálido hacia el cielo encapotado, mientras la nieta empujaba la silla de ruedas en dirección al sendero asfaltado que conducía al aparcamiento público donde las esperaba un taxi.

—Era una mujer maravillosa... Todos vamos a echarla muchísimo de menos... Era un ángel caído del cielo...

Los halagos bien merecidos se sucedieron sin cesar hasta que se quedó prácticamente solo frente a la tumba recién cubierta de tierra. Julia Phillips, la enfermera que le había dado la noticia del fallecimiento, se quedó hasta el final para colocar un gran ramo de lirios blancos —las flores favoritas de Ava— a los pies de la lápida.

—¿Tenían una buena relación? —preguntó Zack a la mujer que ya se incorporaba.

—¿A quién se refiere?

—A Amy... —Reparó en que no recordaba el apellido—. A la joven que iba acompañada de una anciana en silla de ruedas.

—Oh, sí, la tenían —aseguró la enfermera, que aferró el paraguas con las dos manos al levantarse una repentina corriente de aire que amenazó con doblarlo—. Charlaban un rato con Ava cada vez que la señorita Dawson venía a visitar a su abuela. Es una joven muy simpática y atenta.

Dos rasgos de su personalidad que Zack todavía recordaba.

Se pusieron en movimiento para tomar el camino hacia los aparcamientos, donde los coches de los asistentes formaban una cola para abandonar el cementerio.

—¿Ha venido sola?

—Me ha traído un taxi —respondió la mujer—. La enfermera Ryan quería que viniéramos juntas en su coche, pero ha sido necesario que se quede en Keswick para ayudar a las demás chicas a que todo esté preparado.

Debido a que Ava Parker destinaba casi todo su dinero a ayudar a los demás, nunca tuvo ninguna vivienda de su propiedad, por lo que la residencia en la que había pasado los dos últimos años de su vida se prestó para que el funeral conmemorativo se celebrara en sus instalaciones.

La sala en la que los ancianos realizaban tareas recreativas fue la escogida para tal fin. A los numerosos asistentes que acudieron a la capilla, así como al cementerio, se les unió casi todo el personal de Keswick, de tal modo que cuando llegó a la residencia acompañado de la enfermera Phillips, la sala estaba atestada de gente que se comunicaba entre susurros.

Como si fuera un hombre desvalido al que hubiera que cuidar y mimar, muchas mujeres se acercaron a él para ofrecerle la comida que se había preparado en pequeños platos de plástico, pero Zack rechazó tanto los canapés de atún como los sándwiches de jamón y queso. Tenía más que suficiente con la potente mezcla de olores de comidas que flotaba en el ambiente. Sí aceptó, por el contrario, un botellín de agua mineral que se bebió casi de un solo trago mientras la buscaba a ella con la mirada, pero no había ni rastro de la escritora en la sala.

El personal de Keswick que no había podido ir al funeral aprovechó la ocasión para transmitirle sus condolencias y para hablarle de la maravillosa persona que había sido su abuela. Él se limitó a asentir y a seguir los formalismos, aunque lo único que deseaba era que todo pasara pronto para poder regresar a la solitaria y silenciosa habitación de su hotel. Ni siquiera mostró el habitual interés en charlar con la enfermera Tessa Ryan, que lo secuestró de las garras de una señora mayor con la cara hipermaquillada y un pesado perfume con aroma a jazmín para llevárselo junto al ventanal orientado al jardín.

—Te agradezco que hayas interrumpido la conversación. El olor de esa mujer es una bomba atómica. Estaba a punto de desmayarme.

Tessa sonrió apenas y bajó la mirada hacia su copa de vino blanco para ordenar las palabras que quería decirle.

—Quería mucho a Ava. A pesar de su enfermedad era una mujer formidable que se colaba en el corazón de todos los que tratábamos con ella, y por eso lamento que se haya ido tan pronto. Pero también siento que ya no tengas ninguna razón para seguir viniendo por aquí.

Elevó la vista hacia Zack, esperando encontrarse con la típica mirada seductora con la que siempre la correspondía en cada una de sus visitas, pero solo vio a un hombre agobiado que se limitó a esbozar un conato de sonrisa. Tessa supo que no era el lugar ni el momento para expresarle sus deseos pero, como no había otro, aprovechó el que tenía.

Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones negros, sacó un papelito doblado y se lo entregó.

—Es mi número de teléfono. Si alguna vez vienes por Baltimore, me gustaría que... me llamaras.

La enfermera Ryan le gustaba, era una rubia preciosa de grandes ojos azules, con un cuerpo esbelto y femenino que atraía las miradas de todos los ancianos de la residencia. Zack había estado a punto de pedirle su teléfono en varias ocasiones, pero le frenaba el hecho de relacionarse con una de las enfermeras de su abuela fuera de las instalaciones. No quería convertirse en la comidilla de Keswick, pues Tessa parecía la típica mujer con incontinencia verbal que no dudaba en contarle a todo el mundo sus intimidades.

Ahora ya no existía ese problema, no les unía ninguna relación, así que se guardó la nota en el bolsillo interior de su chaqueta y se esforzó por parecer interesado. En esos momentos, solo quería desaparecer de allí.

—Lo haré.

La enfermera Phillips interrumpió la deliciosa sonrisa que esbozó Tessa Ryan al llamarla desde la otra punta de la sala. Phillips tenía las cejas fruncidas en una expresión de disgusto. Por lo visto, había contemplado la escena y no le parecía nada adecuado que Tessa hubiera aprovechado ese momento tan delicado para coquetear con Zack. Philips era una mujer muy religiosa, y seguro que consideraba que su aprendiza le estaba faltando el respeto a la difunta Ava Parker al coquetear con su nieto en su mismísimo funeral. Se la llevó a un rincón de la sala y le echó una reprimenda que la joven soportó sin rechistar.

Zack observó los floridos jardines de Keswick al otro lado de la ventana. El cielo plomizo enfatizaba el verde brillante de los setos, así como los colores vivos de las flores recién plantadas por los jardineros. Se fijó en los charcos que se habían formado en las zonas terregosas y comprobó que había dejado de llover. Se aflojó el nudo de la corbata que le apretaba la garganta y aprovechó un momento de soledad para escabullirse entre la gente que formaba pequeños grupos a su alrededor.

Salió al jardín trasero para evitar las miradas de los que se congregaban en la sala de recreo. Llevaba todo el día rodeado de gente que apenas conocía, gente empeñada en hacerle ver la tristeza tan enorme que sentían por la muerte de Ava, pero que luego comían, bebían y charlaban ajenos al sabor amargo del verdadero dolor.

Por fin estaba solo.

Zack metió las manos en los bolsillos de los pantalones, alzó la cara hacia el cielo y cerró los ojos para respirar el intenso olor a musgo que la lluvia había acentuado.

Caminó en dirección opuesta al sentido de la brisa húmeda y se dirigió hacia el estanque de los patos. Al vislumbrar el banco en el que siempre solía descansar su abuela, tuvo la sensación de que la vería allí sentada, de que al escuchar sus pasos sobre la gravilla, ella alzaría el rostro y le obsequiaría con una de esas sonrisas amables que le expandirían el pecho encogido. Tomó asiento en el lado en el que siempre lo hacía ella, suspiró hondamente y estiró las piernas a la vez que cruzaba los tobillos.

Observó la danza cadenciosa que trazaban los patos sobre las aguas verdosas del estanque durante largos minutos hasta que, a su izquierda, escuchó unos pasos lentos que parecían acercarse en su dirección.

Amy Dawson paseaba sola por el sendero principal, entre los setos radiantes de flores.

Iba vestida con un elegante traje de color gris marengo que resaltaba su delgadez, un pañuelo blanco de seda anudado al cuello que hacía juego con la blusa y la larga melena oscura suelta sobre los hombros. Se detuvo un momento para acariciar los petalos de unas rosas rojas recién plantadas, como si hubiera salido a dar un paseo de manera casual, pero Zack sabía perfectamente que andaba buscándole a él.

Las miradas se encontraron cuando les separaban unos cinco metros de distancia. Las mantuvieron hasta que ella llegó a su altura.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Amy.

—Por supuesto —la invitó él.

El delicioso aroma a cítricos que desprendía su cabello ondulado exterminó el pesado olor a jazmín que Zack todavía tenía agarrado a la nariz. Observó las líneas suaves de su perfil y buscó el lugar en el que ella había clavado la mirada nada más sentarse. Los patos aleteaban en el agua en la que a su vez se zambullían, lanzando agradables graznidos al aire.

—No te he visto en la sala de recepción —dijo él.

—He subido directamente a la habitación de Eloisa. Estaba cansada y le he hecho compañía hasta que se ha quedado dormida. —Amy dejó de contemplar a los patos para mirarlo a él—. ¿Cómo te encuentras?

Desde que le dieran la noticia de que Ava había fallecido, era la primera vez que le preguntaban al respecto. La gente estaba más interesada en expresarle su propia aflicción que en interesarse por la suya. Tampoco se lo echaba en cara, en realidad lo prefería así. No le gustaba hablar de sus sentimientos con nadie, ni siquiera con él mismo.

—Estoy bien. La enfermedad progresaba rápidamente y la vida se le apagaba día a día. Estaba preparado. —No mentía, pero eso no lo hacía menos doloroso—. Me han dicho que pasabas mucho tiempo con ella.

—Siempre que podía —asintió, al tiempo que apartaba un hilo invisible de su pantalón—. Ava no tenía ni idea de quién era yo ni por qué le contaba cosas que ni siquiera podía entender, pero había días en los que tenía la suerte de encontrarme a su lado cuando se producía uno de esos momentos en los que reaparecían sus recuerdos. Y entonces... —La nostalgia se le adhirió al rostro, mucho más hermoso que la imagen que a Zack se le había quedado grabada en el recuerdo. Se mordió el carnoso labio inferior antes de proseguir—, entonces los ojos se le iluminaban y ya no podía parar de hablar. Nos contaba a Eloisa y a mí un montón de anécdotas de su vida, me daba cientos de consejos...

—¿También a ti?

—Sí, también a mí —sonrió.

—¿Y los tomabas?

—Todos los que podía, salvo cuando pedía cosas imposibles.

Zack sonrió abiertamente.

—Eso era muy propio de Ava, para ella no existía nada que no se pudiera lograr.

—Y gracias a su obstinación consiguió en la vida casi todo cuanto deseó. Era digna de admiración. —Amy apoyó la espalda en el respaldo del banco y cruzó las piernas—. Te vi una vez aquí mismo, a los pocos meses de conocernos en Shepters. —Él alzó una ceja oscura y, antes de darle tiempo a que le preguntara sobre la razón por la que no se acercó a saludarle, ella se la explicó—: Atravesaba el peor momento de mi vida y evitaba cualquier situación que pudiera recordármelo.

Zack se fijó en las manos delgadas que tenía enlazadas sobre los muslos, donde ya no había alianzas matrimoniales, solo un sencillo anillo de plata decorando su dedo corazón.

—¿Te puso las cosas difíciles?

—Estaba enamorada de él, esa fue la mayor dificultad a la que me enfrenté. —Se colocó dos mechones rizados detrás de las orejas y cambió de tema, reacia a hablar de un pasado que le había costado dejar atrás—. ¿Hasta cuándo te quedas en Baltimore?

—No estoy seguro. Tengo que arreglar todo el papeleo de Ava antes de regresar a Towson. Supongo que no me llevará más de dos o tres días. —Terminó de deshacerse el nudo de la corbata azul marino, cuyos extremos quedaron colgando a ambos lados de su cuello—. Por cierto, en el Hilton de Baltimore se come de maravilla. La anciana señora Dawson creó muy buena escuela.

—Eloisa estaría encantada de escucharte decir eso. —Él cambió de postura sobre el asiento, de tal manera que pudo mirarla sin necesidad de girar la cabeza. Amy le recordaba como un hombre muy atractivo, pero los recuerdos no eran del todo fieles a la realidad. Estaba imponente con el traje azul marino y la camisa blanca de seda. Llamaban la atención sus facciones angulosas, muy masculinas, la sonrisa sexy y esa mirada que podía pasar de la ternura a la dureza en apenas un segundo—. ¿Has probado el salmón con eneldo y jarabe de arce?

—Delicioso. ¿Es un plato de tu abuela?

—Entre otros muchos —contestó con orgullo—. La clientela del Hilton no ha permitido que los retiren de la carta, y eso que algunos de los platos tienen más de treinta años.

—¿Me sugieres alguno para la cena?

—El rosbif a la mostaza. Nunca habrás probado nada igual.

—Queda anotado.

Oscurecía lentamente. Los radiantes colores de marzo se fueron apagando a su alrededor y los jardines fueron pasto de las sombras de un atardecer precoz. El aire era más frío, lo que obligó a Amy a cruzar los brazos sobre el pecho para retener el calor.

—¿Sabes que tenemos a un conocido en común? —preguntó Amy.

—¿Continúan las coincidencias entre los dos? —Ella asintió de buen humor—. Qué cierto es eso de que el mundo es un pañuelo. Sorpréndeme.

—Kevin Dayne.

—Kevin Dayne... —murmuró con aire reflexivo. Pronto acudió a su memoria un rostro asociado a aquel nombre, pero lo descartó de inmediato porque no era posible que Amy Dawson conociera a ese Kevin. Aunque él no recordaba haber conocido a otro tío con un nombre similar en toda su vida—. Necesito más pistas.

—Cirujano del aparato digestivo. Trabaja en el Johns Hopkins. Tiene treinta y siete años. Pelo rubio y ojos azules...

—Joder... ¿Cómo es posible? ¿En serio? —Amy asintió, complacida de que la noticia le alegrara y diera algo de color a su rostro sombrío—. Kevin Dayne hizo conmigo los cinco años de residencia en el Presbiteriano de Nueva York. Éramos inseparables. ¿De qué lo conoces?

—Es el esposo de mi agente, que además es mi mejor amiga y confidente. Hace un par de semanas estuve cenando en su casa, el tema de Ava surgió de manera casual y tu nombre salió en la conversación. Terry ya conocía la historia completa de lo que me sucedió en el lago Roland, pero Kevin no estaba al tanto de la mayoría de los detalles, así que los dos nos sorprendimos mucho cuando descubrimos que eras el mismo Zack Parker que los dos conocíamos. —Él la escuchaba con atención y Amy comenzó a balancear un pie sobre el suelo cubierto de césped—. Le alegró mucho saber de ti después de tantos años.

—Fuimos grandes amigos. Hicimos juntos la residencia y compartimos un piso destartalado en Brooklyn. Trabajábamos un montón de horas pero nos lo pasábamos de miedo —rio por lo bajo ante algún recuerdo que decidió no compartir con ella—. Luego él escogió el Carney de Boston y yo me decanté por el Medical Center de Los Ángeles. Después no volvimos a saber el uno del otro pero fueron los mejores cinco años de mi vida. Dayne era un gran tío. —La mirada abstraída vagó por los perfiles recién podados de los setos—. ¿Dices que ahora trabaja aquí? —Amy asintió—. Entonces es muy probable que pronto volvamos a vernos.

—¿Te trasladas a Baltimore?

—Estoy esperando a que se haga efectiva la jubilación del Jefe de Neurocirugía del Hopkins. Hace unos meses me hablaron de la vacante, así que solicité la plaza y me la han concedido.

A pesar de que eran buenas noticias, sus palabras perdieron fuerza, por lo que Amy imaginó que había solicitado el traslado para estar más cerca de su abuela durante el tiempo que le quedara de vida. Por desgracia, no había sido posible cumplir ese deseo.

Con la paulatina caída de la noche, los patos comenzaron a buscar refugio en la caseta de piedra construida en el centro del estanque. Alguien encendió las farolas del parque, aunque la luz que irradiaban era tan pálida que apenas iluminaban los setos serpenteantes.

Amy alzó la manga de su chaqueta para consultar el reloj de pulsera.

—Se está haciendo tarde y aún tengo un asunto que atender antes de regresar a casa.

—Yo esperaré unos minutos y luego entraré. Supongo que nadie va a largarse hasta que no sea yo el que anuncie la retirada.

Ella se puso en pie y él la secundó, ocultando el estanque tras su alta estatura y la anchura de sus hombros.

Amy se marchaba con una sensación de vacío, de una inexplicable insatisfacción que solo podía estar justificada por la apetencia de prolongar la charla. Pero eso era del todo imposible ya que tenía una reunión de vecinos en menos de media hora y aún tenía que cruzar un buen trecho de la ciudad. No le pasó desapercibido que por la cabeza de Zack parecía estar rondando el mismo pensamiento.

—Alguna que otra vez me he preguntado cómo te habrían ido las cosas, sobre todo este último invierno, cuando estuve por Shepters y las fuertes nevadas volvieron a congelar el lago Roland.

Amy se echó a reír, moviendo la cabeza de un lado para otro.

—Fue lo más estúpido que he hecho en toda mi vida. Por poco morimos los dos congelados.

—Bueno, es la típica situación que con el paso del tiempo se recuerda con humor. —Ella se mostró de acuerdo—. Tienes un aspecto fantástico. Me ha alegrado mucho volver a verte.

—El tuyo también es estupendo. —Si la voz le sonó a medio gas no fue porque mintiera, sino porque le costó dedicarle un cumplido a un hombre que, por la razón que fuera, seguía azorándola—. Y también me ha agradado volver a verte.

Amy alargó el brazo para tenderle la mano, que él acogió calurosamente en la suya. Después, bordeó el banco para tomar el camino de regreso a la residencia.

—Míralo, ¿no te parece el tío más irresistible que hayas visto en tu vida? —preguntó Terry, con la vista clavada en el atractivo nadador que cruzaba la piscina de punta a punta en un santiamén.

Amy desvió la atención hacia el tipo que se deslizaba por el agua como una rápida anguila y negó mientras se despojaba de su albornoz para dejarlo a un lado, sobre el banco. No podía negar que era un chico bastante atractivo al que la naturaleza había dotado con un buen cuerpo, pero su misión era sacárselo a Terry de la cabeza, no fuera a ser que en algún momento se lanzara a traspasar los límites de las simples miraditas que se obsequiaban cada vez que coincidían en la piscina.

—Kevin es mucho más atractivo —apuntó Amy.

—¿Pero qué dices? Kevin no tiene esos abdominales y ese culo tan prieto ni de coña.

—¿Desde cuándo te gustan los universitarios? Seguro que si te acercas más a él podrás verle los granos que todavía tiene en la cara.

—No es la cara lo que me interesa —sonrió con aire pícaro.

El tipo aprovechó ese momento para salir del agua, a escasos metros del banquillo de descanso en el que se hallaban sentadas para colocarse los gorros de baño. No utilizó la escalerilla como casi todo el mundo hacía, sino que se impulsó con los fuertes brazos haciendo gala de una agilidad que hizo entreabrir los labios de Terry. A continuación, ya en pie y sin moverse del borde de la piscina, el joven nadador se quitó tanto el gorro como las gafas acuáticas, y luego se pasó los dedos por el largo cabello rubio, peinándoselo hacia atrás hasta que cayó más abajo de los robustos hombros.

Amy alzó la vista hacia su amiga, que contemplaba embobada la escena que el muchacho le ofrecía, seguramente adrede, pues le dedicó una sonrisa taimada un poco antes de ponerse en movimiento en dirección a los vestuarios.

Le dio un codazo para sacarla de su embelesamiento, pero no le hizo el menor caso. Terry continuó deleitándose con las vistas traseras del fibroso cuerpo masculino hasta que el propietario desapareció de su vista.

—Me ha sonreído. ¿Lo has visto? —comentó con el rostro radiante de una quinceañera, salvo que Terry tenía treinta y siete años, estaba casada con Kevin Dayne desde hacía diez y nunca había tenido ojos para ningún otro hombre que no fuera su esposo.

Hasta no hacía mucho tiempo.

—Me ha parecido que utilizaba un aparato para alinearse los dientes. Y, efectivamente, tiene granos en la cara —repuso con desdén, empeñada en machacar al objeto de sus fantasías—. ¿Puedes sujetarme el pelo mientras me pongo el gorro de una vez?

—¿Acaso crees que Kevin no hace lo mismo? —Agarró con el puño el moño que Amy se había hecho en lo alto de la cabeza para que pudiera colocarse el látex de color gris—. ¿Piensas que no tontea con todas las enfermeras sexys y las doctoras atractivas del hospital?

—No estoy allí para saberlo. Pero sí que estoy contigo y te repito que esta no es la forma de solucionar tus problemas con él.

Amy soltó el látex alrededor del contorno de la cara y este se ajustó como una segunda piel. Luego colocó por debajo del gorro un mechón oscuro que se había quedado fuera.

—Solo lo miro, no hay ningún pecado en ello.

Ahora fue Terry la que procedió a peinarse con los dedos la larga melena rubia, que luego fue retorciendo hasta tenerla toda recogida en la coronilla. Amy la sujetó, y el gorro azul celeste entró con facilidad.

—No, mirar no es un pecado, pero si continúas por ese camino, es posible que te guste y que quieras pasar al siguiente nivel.

Terry resopló y dio por zanjada la conversación poniéndose en pie. Jamás encontraría una aliada en Amy en el caso de que, algún día, se diera la hipotética circunstancia de que entrara un nuevo hombre en su vida. Sabía perfectamente la opinión que su amiga tenía sobre la infidelidad: «Si sientes la necesidad de tener una aventura extramatrimonial es porque ya no estás enamorada de tu esposo, en cuyo caso, lo mejor que puedes hacer es divorciarte de él».

No la culpaba por sostener esas ideas tan arcaicas porque había sufrido lo suyo con ese desgraciado de Jerry. Pero la realidad no era siempre de color blanco o negro, sino que había una extensa gama de colores justo en medio.

Terry hizo los cincuenta largos habituales sin ninguna pausa en medio, cambiando de estilo cada cinco vueltas completas. Por su parte, Amy se esforzó al máximo y logró completar seis vueltas, lo que hacía un total de doce largos a estilo braza, el único que no la dejaba sin aliento.

No estaba nada mal, teniendo en cuenta que solo iban a nadar un par de veces por semana y que había aprendido a hacerlo recientemente. En algún momento del último año, se prometió así misma que jamás volvería a necesitar que le salvaran la vida si llegaba a precipitarse en las profundidades de un lago, de un río o de cualquier accidente geográfico que se le pareciera. Por eso, cuando Terry la animó a que la acompañase a nadar a la piscina del nuevo polideportivo que se había construido en la planta baja del edificio donde tenía su oficina, Amy no se lo pensó dos veces.

Cuarenta minutos después, terminaban de vestirse en los vestuarios femeninos cuando el móvil de Amy sonó en el interior de su mochila, interrumpiendo una conversación de lo más interesante sobre la última novela de Sarah Lambert, a la que le habían otorgado el último premio «Rita» a la mejor novela romántica del año. Amy dejó de atarse los cordones de las zapatillas deportivas para abrir el bolsillo exterior, en el que rebuscó entre todos los utensilios que normalmente llevaba hasta encontrar lo que buscaba. En la pantallita azul aparecía un número de teléfono que no tenía agregado en la agenda.

A su lado, Terry comenzó a peinarse el cabello para hacerse una coleta alta.

—¿Sí? —contestó a la llamada, pegándose el teléfono a la oreja.

—¿Amy Dawson? —preguntó una voz masculina a la que ella contestó con una afirmación—. Soy Zack Parker. La enfermera Julia Phillips me ha facilitado amablemente tu número de teléfono. Hay un tema importante que necesito hablar contigo. ¿Te pillo en mal momento?

—Pues... No, en realidad no. ¿De qué se trata?

—Prefiero que lo hablemos en persona. —Amy escuchó estridentes sirenas de la policía al otro lado de la línea, por lo que supuso que él debía de encontrarse en la calle. Reanudó la conversación cuando aquellas se amortiguaron en la lejanía—. ¿Te parece bien que nos veamos en algún sitio?

Ella arqueó las cejas. Hacía dos días que habían charlado en los jardines de Keswick, y entonces no existía ningún tema importante que debatir entre ambos. ¿Qué había podido cambiar en tan poco margen de tiempo? Terry dejó de masajearse el contorno de los ojos con la crema que utilizaba para hacer desaparecer las incipientes patas de gallo, y la miró con interés.

—Estoy en Canton, en el polideportivo nuevo que hay en la calle Lake Wood, en el cruce con Dillon. —Se levantó del banquillo con los cordones de las zapatillas a medio atar—. Si no lo conoces, podríamos vernos en...

—Sé dónde está. Nací en Canton. —O eran figuraciones suyas, o la voz de Zack Parker sonaba mucho menos amistosa que hacía dos días—. Por allí cerca había una cafetería con un letrero de neón rojo, en la planta baja de un complejo de oficinas. Hace siglos que no voy por esa zona y no tengo ni idea de si todavía continúa en pie.

Debía de referirse al pub Mahaffey’s, que se hallaba en la esquina opuesta del edificio. Terry y ella desayunaban allí algunas veces.

—Sigue en pie —le confirmó.

—Entonces te veo allí en quince minutos.

No dio lugar a despedidas. Zack cortó la llamada y Amy devolvió el móvil al bolsillo de su mochila. Terry volvía a extenderse la crema alrededor de los ojos azules, que tenía fijos en ella.

—¿Tienes una cita? —preguntó con tono picante.

—Yo no lo llamaría exactamente así. —Volvió a sentarse para retomar la tarea de atarse los cordones de las zapatillas—. Era Zack Parker.

Por el rabillo del ojo atisbó que los dedos de Terry detenían los movimientos circulares que trazaba en los párpados inferiores.

—Quiere que nos veamos dentro de unos minutos en Mahaffey’s. No me ha explicado el motivo, dice que prefiere hablarlo en persona. —Se encogió de hombros—. Imagino que será algo relativo a Keswick, aunque no se me ocurre nada que podamos tener en común ahora que Ava ya no está.