Capítulo 6

Los jardines de Keswick, encharcados por la incesante lluvia que había caído durante la noche, desprendían un oloroso aroma a musgo y a humedad que flotaba en la mañana de domingo. Ese día el mal tiempo había dado una tregua a Baltimore. El cielo amaneció despejado, la corriente de aire que normalmente soplaba desde Inner Harbor y que era empujada por los vientos más fuertes procedentes de la bahía Chesapeake se había aquietado y no agitaba con brusquedad las copas de los árboles, como en días anteriores. Los primeros rayos de un sol de la tonalidad de la miel hacían brillar perezosamente las gotas de lluvia adheridas a los setos y las aguas estancadas de los pequeños charcos que se habían formado en las partes más cóncavas de los jardines.

Pero el ambiente era fresco, por eso había pedido una manta a una auxiliar de enfermería, para cubrir las piernas y el pecho de Eloisa mientras daban un paseo después del desayuno.

Empujaba la silla de ruedas por los caminos serpenteantes de la residencia, a la vez que su abuela la ponía al corriente de las últimas novedades acaecidas al resto de ancianos internados en el centro. Amy siempre le pedía que se las contara. Le gustaba oír hablar a Eloisa del tema que fuera, porque así se aseguraba de que estaba de buen humor. Su abuela era una mujer muy dicharachera, así que cuando se mostraba taciturna o silenciosa, aquello indicaba que algo no marchaba bien.

Por regla general, Amy la visitaba dos o tres veces por semana, y aunque a simple vista cualquiera podría tener la opinión de que la vida en un centro geriátrico era monótona, aburrida y demasiado tranquila, los inagotables chismes de Eloisa indicaban todo lo contrario. Mientras se cruzaban con otros ancianos que iban acompañados de los familiares que habían ido a visitarles en domingo, su abuela iba destapando divertidos cotilleos.

—Como Tom Clark —mencionó, aludiendo al abuelo octogenario al que acababan de adelantar, y que iba del brazo de su nieta—. Está obsesionado con Pamela Lee y por las noches le insiste en que le acompañe a su habitación cuando las enfermeras duermen.

—¿En serio? ¿Y desde cuándo hace eso? No me lo habías contado.

—Desde que el otro día me cambiaron la medicación y me duermo un poco más tarde —respondió, sonriendo con ligereza, mostrándose de acuerdo con la medida que había tomado su médico. A Eloisa no le gustaba tomar esas pastillas que la hacían dormir tantas horas por las noches.

—¿Y Pamela accede a ir a su habitación?

—No, claro que no. Pobre mujer, si ni siquiera tiene fuerzas para mantenerse en pie. Imagínatela trotando en la cama con ese viejo verde.

La abuela siempre la hacía reír. Tanto sus consejos como su afilado sentido del humor fueron un gran apoyo para salir del hoyo en el que cayó tras el divorcio.

—En ese caso, imagino que habrá intentado echarle el lazo a otra presa.

—Claro que sí, pero ninguna está por la labor de crearse un trauma innecesario.

Hubo más risas por parte de Amy mientras tomaban la curva que llevaba al estanque de los patos. A lo lejos sacudían las alas blancas y se zambullían en las limpias aguas. Eloisa sacó de debajo de la manta una bolsa con galletitas para echarles de comer.

La voz de Amy se tornó picarona cuando le preguntó:

—¿Te ha tirado los tejos a ti, abuela?

Eloisa alzó la cabeza y la miró de manera incrédula. Luego volvió a bajarla al tiempo que soltaba una carcajada áspera.

—El viejo pervertido es muy astuto y sabe perfectamente a quién puede hacerle proposiciones deshonestas y a quién no. También sabe que yo sería capaz de darle un puñetazo en los huevos si me viniera con esas pamplinas. En realidad, querría darle una patada, pero no puedo levantar las piernas.

—Abuela, mira que eres burra —rio, a la vez que le peinaba con los dedos el corto cabello gris—. A lo mejor ese hombre se siente un poco solo y lo único que desea es algo de compañía.

—Y tú eres un poco ingenua. ¿Acaso no sabes que todos los hombres son iguales y buscan lo mismo? —Eloisa alzó la mano y la apoyó sobre la de Amy, dándole unos pequeños golpecitos—. Se masturba.

—¡¿Qué?!

—Algunas noches salgo al corredor a dar un paseo y, al pasar junto a su puerta, le escucho hacer ruiditos. Ya sabes.

Amy inclinó las comisuras de los labios hacia abajo. Con una imaginación tan prolífica como la suya —aunque en los últimos meses estaba sufriendo de una alarmante sequía—, no pudo evitar imaginar al anciano Clark escenificando las palabras de Eloisa. Cambió de tercio para desterrar de allí aquellas imágenes tan grotescas.

—Ah, se me olvidaba. —Detuvo un momento el avance para echar mano a su bolso, del que sacó un pequeño envase de papel cartón decorado con algunas manchas de aceite—. Rollos de canela, tus favoritos. Me pasé toda la tarde de ayer cocinándolos y creo que ya he conseguido detectar dónde estaba el fallo. Demasiada ralladura de limón —dijo, convencida de que esta vez había resuelto el problema.

Los había cocinado en varias ocasiones, siempre con la receta de su abuela delante de las narices para no saltarse ni un solo paso. Pero nunca le salían tan apetitosos como los que antaño preparaba Eloisa. Ahora se los entregó y la animó a que probara uno. Ella ya lo había hecho, y le parecieron deliciosos.

La abuela tomó un pellizco y se excuso por no coger uno entero ya que acababa de desayunar; lo degustó con detenimiento ante la mirada expectante de su nieta, que se había situado justo delante de ella. Después empezó a cabecear en sentido afirmativo.

—Esta vez has dado en el clavo —asintió, cada vez más convencida de que estaban tan ricos como los rollos que cocinaba ella—. Tienes razón, el error estaba en la ralladura de limón. Ahora el sabor es más suave, más dulce... y están más esponjosos. —Tragó a la vez que continuaba cabeceando—. Cariño, estoy muy orgullosa de ti y de tus dotes culinarias. Sabía que las llevabas en los genes. Ven y dame un beso.

Eloisa abrió los brazos para acoger a su nieta y la besó repetidamente en las mejillas. Luego cogió otro pedacito del rollo, que saboreó con fruición, y guardó la bolsa de papel cartón a un lado de la silla.

—Me vienen de maravilla para la merienda. Las galletas que nos dan son insípidas —se quejó la anciana—. Les he pedido colaborar en la cocina del centro, aunque sea para supervisar la labor de las cocineras, pero se piensan que soy una vieja chocha y refunfuñona, así que no me hacen el menor caso.

Reanudaron el camino hacia el estanque, conversando sobre el manuscrito recién acabado de Amy que Terry había rechazado enviar a la editorial. La decisión de su agente no la pilló de improviso porque, en su fuero más interno, sabía que Magia en el aire era un bodrio.

Buscó con la mirada a la mujer que solía sentarse en las inmediaciones del estanque cada mañana de domingo, mientras Eloisa se entretenía en lanzar trocitos de galleta a los patos que se acercaban nadando hacia la orilla. La encontró en el banco habitual, con las manos entrelazadas sobre el regazo y los tobillos cruzados sobre el suelo. La saludó alzando la mano desde la valla verdosa que flanqueaba el estanque, esperando que la mujer gozara de uno de sus momentos lúcidos y la reconociera. Así fue, Ava Parker correspondió a su saludo desde la lejanía, y después dio unos golpecitos con la palma de la mano sobre el asiento libre para invitarlas a que se acercaran.

Conoció a Ava Parker casi cinco meses después de su encuentro con el hombre que, de manera casual y accidentada, le había desmontado la vida durante las horas que permaneció refugiada en su cabaña. Era bastante contradictorio que guardara hacia él un sentimiento de gratitud cuando fue el causante —aunque indirecto— de su traumático divorcio.

Sucedió una tarde primaveral de viernes. Amy había ido a visitar a Eloisa cuando le vio de refilón, caminando con Ava entre los setos floridos del jardín. Se quedó paralizada en el sendero por el que paseaban, con el corazón golpeándole el pecho absurdamente mientras recordaba las últimas palabras que él le había dicho nada más despedirse en los alrededores del lago Roland: «Mi abuela paterna también está internada en Keswick. Yo mismo me ocupé de buscarle la mejor residencia de Baltimore».

Tal fue el estado de zozobra emocional en el que Amy se sumió con posterioridad a ese aciago momento, que nunca volvió a pensar en ello hasta el instante en que lo vio de nuevo. Y tal fue el desconcierto que sufrió ante el encuentro inesperado, que reaccionó con una imprevista cobardía que la retuvo anclada al suelo mientras esperaba a que él desapareciera en el interior de la residencia.

Justo después de aquel día, Amy empezó a interesarse por Ava Parker. Primero le preguntó a su abuela, quien le dijo que sufría Alzheimer y que la mayor parte del tiempo no recordaba ni su propio nombre. Las enfermeras le ampliaron gustosamente la información. Le comentaron que la anciana no tenía más familia que su nieto, un cirujano que vivía en Towson y que venía a verla siempre que podía. Aprovechando la alusión al nieto, Julia Phillips, una de las enfermeras más antiguas del centro, comentó que el hombre era tan encantador en el trato formal —sobre todo con las más guapas— como insoportable en el profesional. Siempre estaba dando órdenes y entrometiéndose, tanto en la medicación como en los cuidados que le proporcionaban a su abuela.

—Pero es tan sexy, atractivo e inteligente que se lo perdonamos todo —había sonreído Tessa Ryan con coquetería, una de las enfermeras más guapas y jóvenes de la residencia.

Le dijeron que el estado de la enfermedad de Ava avanzaba a pasos agigantados desde que ingresara dos años atrás, confirmando así las palabras de Eloisa. Seguía gozando de momentos de discernimiento pero, por desgracia, gran parte del día permanecía atrapada en un lugar muy lejano, al que no viajaba acompañada de sus recuerdos.

Tras la conversación con las enfermeras, se despertó en Amy una extraña y atrayente necesidad por acercarse a la mujer, aunque solo fuera para hacerle compañía. Estaba siempre muy sola, normalmente sentada en un banco que había frente al estanque, donde las enfermeras la acompañaban para que le diera un poco el aire en los días en los que no hacía demasiado frío. Pequeña y delgada, su aspecto era tan frágil como el de una niña desamparada. Ava Parker le despertaba compasión y ternura a raudales. Por eso, tanto Eloisa como ella empezaron a frecuentar ese banco en los días cálidos, o las salas de recreo en los más sombríos, aquellos en los que Ava permanecía largas horas sentada frente al televisor.

La anciana se mostraba apocada y confundida, muy poco dicharachera, la mayor parte del tiempo que pasaban juntas; pero en los momentos en los que recobraba la memoria se obraba un milagro en ella, y su carácter se transformaba para mostrar a una Ava pizpireta y alegre, que gozaba relatando episodios de su vida a la vez que se interesaba en conocer detalles de las de Amy y Eloisa. Por fortuna, la evolución de la enfermedad todavía no había destruido la capacidad de generar nuevos recuerdos; por eso, cuando recuperaba sus facultades recordaba tanto a las dos mujeres como las conversaciones que había mantenido con ellas.

Así fue como Amy se enteró de que Ava había sido bailarina profesional y que durante casi tres décadas que calificó de «gloriosas» fue integrante de uno de los grupos de danza más reconocidos a nivel nacional, primero como bailarina y luego como directora. Les contó que a los sesenta y un años tuvo que dejarlo para ocuparse de su nieto de once, pues ambos perdieron a su hijo y a su padre, respectivamente, en un desafortunado accidente. Al hablar de aquello los recuerdos le ensombrecieron el rostro con las marcas de un dolor imperecedero, por eso nunca ahondó en detalles y Amy jamás le preguntó al respecto.

Sin embargo, y aunque estaba cerca de la edad de jubilación cuando abandonó la compañía, su espíritu emprendedor la llevó a montar una escuela de baile en Little Italy, en la que trabajó incansablemente durante quince años, hasta que hacía dos le diagnosticaron la enfermedad y tuvo que cerrarla.

También le gustaba mencionar a los hombres con los que había tenido aventuras amorosas en las diferentes ciudades que visitaba. Nunca llegó a casarse con ninguno pero tuvo un hijo varón al que crio ella sola entre bambalinas. No obstante, de todas las apasionantes historias que contaba, la que más interesaba a Amy era la concerniente a Zack Parker. Siempre que hablaba de su nieto lo hacía para elogiarlo, para decirles que él era el auténtico gran amor de su vida, pero nunca mencionaba detalles privados excepto para resaltar los logros que había cosechado en el terreno profesional.

Desde que empezó a tener contacto con Ava, se preguntaba cómo le habría ido a Zack Parker tras el accidental encuentro en su cabaña. Pero aunque le intrigaba conocer más datos de los que ella le facilitaba, nunca hizo preguntas que pudieran delatarla. Creyó que lo más indicado era guardar silencio sobre el hecho de que conocía a Zack personalmente pues, de admitirlo, se habría visto obligada a contar la historia completa, y no parecía que Ava deseara sacar a relucir los problemas conyugales de su nieto. Una única vez insinuó que se había divorciado de su esposa, sin entrar en los motivos que les habían llevado a tomar aquella decisión.

Parecía que Ava escondía mucho dolor. Se apreciaba en algunos momentos en los que la mirada se le perdía y los labios quedaban en silencio.

—Tú harías buena pareja con mi Zack —le dijo esa mañana, después de que Eloisa le ofreciera un rollo de canela que comió con glotonería.

—¿Por qué dice eso? —Amy extendió las piernas sobre el suelo cubierto de césped y la miró con sorpresa.

—Porque os conozco a ambos y veo que sois muy compatibles —razonó, con los sagaces ojos castaños moviéndose sobre el rostro de Amy—. Tendrías que conocer a mi Zack. Es un hombre muy apuesto y encantador, además de un eminente cirujano.

A Amy le habría gustado poder decirle que ya lo conocía y que no pensaba que hubiera muchas compatibilidades entre ambos. Además, dudaba que resultara encantador, a no ser, claro está, que utilizara esos encantos cuando pretendía seducir a una mujer guapa, tal y como habían insinuado las enfermeras.

—Ava tiene razón, ya hace más de un año que te separaste de esa sabandija de Jerry —la pinchó su abuela desde su silla de ruedas—. Deberías empezar a pensar en salir con otros hombres, ¿no te parece?

—Abuela —la amonestó Amy.

—¿Un año has dicho? Yo jamás pude estar más de tres meses seguidos sin la compañía de un señor. Siempre fui una mujer muy fogosa —sonrió con picardía—. ¿Te gusta bailar, Amy?

—Me encanta, aunque reconozco que soy un pelín patosa.

—Un pelín, dice.

Amy lanzó una mirada fulminante a Eloisa antes de continuar hablando.

—Siempre he querido aprender a bailar. Me da mucha envidia cuando veo a las parejas moviéndose en la pista con tanta sincronización y elegancia. Es una asignatura pendiente.

—¿En serio? ¿Y cuál es tu baile favorito? —inquirió emocionada.

—Me gusta mucho el tango.

—Oh, el tango... Era uno de los bailes más populares de la escuela. La clase se llenaba los jueves por la tarde, que era cuando lo enseñábamos a los alumnos. —Con una mueca feliz se evadió en los recuerdos hasta que, al cabo de unos pocos segundos, la tristeza fue invadiéndole los ojos—. Es una pena que tuviera que cerrarla y que nunca más se vuelva a abrir para el público. Zack venderá el local y ahí habrá acabado todo por lo que tanto luché, a no ser qué... —Se detuvo.

—¿Qué? —preguntó Eloisa.

—Nada, nada, cosas mías. —De repente, pareció más animada—. Querida, ¿y eso de la escritura te quita mucho tiempo? —preguntó, dándoles la sensación de que había cambiado de tema.

—Menos del que quisiera. Ahora estoy tomándome un descanso.

Terry se lo había exigido después de leer Magia en el aire.

Ava depositó una mano arrugada sobre la de Amy y le dio unos golpecitos.

—Cariño, ¿puedes avisar a las enfermeras para que vengan? Acabo de recordar que tengo que hablar con mi abogado.

Unos cuantos días después, Amy encontró a la enfermera Ryan empujando un carrito médico por el corredor y aprovechó para preguntarle sobre Ava Parker, pues le extrañaba no haberla visto en todo ese tiempo, ni en los jardines ni en la sala de ocio mirando el televisor.

—Me temo que no tengo buenas noticias. Ha sufrido una recaída y ya no sale de su habitación —dijo la enfermera con la voz apenada. Saltaba a la vista que Ava también se había ganado el cariño de todo el personal del centro.

—¿Se recuperará? —inquirió con preocupación.

—Los médicos no le dan muchas esperanzas. ¿Quieres verla?

—Me gustaría mucho, gracias.

Ava yacía tumbada en la cama, consciente a pesar de los medicamentos que le inyectaban. En los últimos días había perdido peso. Tessa Ryan le dijo que se había negado a comer y que le tenían que suministrar vía intravenosa tanto el suero como las medicinas. Si ya de por sí era una anciana muy menuda, que transmitía una gran indefensión, verla postrada en la cama con los pómulos afilados y la boca hundida acentuaba todos aquellos signos de debilidad. A Amy se le encogió el corazón y se le llenó de desconsuelo mientras se acercaba a la cama.

Buscó su mano huesuda entre las sábanas y se la apretó calurosamente.

—¿Ava?

Los ojos de la anciana se movieron en su dirección para mirarla. De inmediato, Amy se dio cuenta de que estaba lúcida.

—Hola, preciosa. —Los labios exangües esbozaron una frágil sonrisa.

—¿Cómo estás?

—Bien. Soñaba que bailaba en un teatro con el aforo a reventar. Llevaba un vestido de seda rojo y mi pareja era un hombre muy apuesto. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. El público se rompía las manos aplaudiendo.

—Entonces no ha sido un sueño. Esa escena forma parte de tu vida real. —Le sonrió con ternura.

—Acércate, cariño —le pidió.

Amy se inclinó sobre la cama y la observó de cerca. Pensaba que quería darle un beso en la mejilla, pero lo que hizo fue hablarle en susurros.

—Sé que no me queda mucho tiempo y...

—Por favor, no digas eso —la interrumpió.

—No pasa nada, ya estoy preparada para marcharme, aunque antes de partir hay una cosa que necesito pedirte.

—Lo que quieras. —Con la mano libre le acarició el cabello cano.

—No dejes que la venda.

Sus palabras no tuvieron ningún significado para Amy.

—¿Vender el qué, Ava?

—La escuela de baile. No permitas que mi nieto se deshaga de ella.

—Pero... allí ya no hay ninguna escuela de baile, solo es un local vacío —le dijo, creyendo que volvía a confundir la realidad con la ficción.

—Ahora lo es, pero no tiene por qué serlo siempre. Prométeme que se lo impedirás, por favor —le rogó, a la vez que le apretaba la mano.

El corazón se le encogió un poco más y notó el saborcillo de las lágrimas en el fondo de la garganta. No podía prometerle una cosa así. Zack Parker era el heredero de sus bienes y Amy no tenía ningún poder en sus decisiones. Probablemente, Ava estaba delirando como consecuencia del progreso de su enfermedad y de los ansiolíticos que le daban para que estuviera relajada.

Siguió acariciándole el pelo mientras decidía si debía actuar de forma compasiva, comprometiéndose a algo que después no podría cumplir o si, por el contrario, debía ser sincera y romperle el corazón.

Amy suspiró hondamente, enfrentándose a su mirada suplicante.

—Haré todo lo que esté en mi mano.

Cuando los ojos se abrieron a la claridad de la mañana que inundaba el dormitorio, le costó un buen rato reconocer quién era la mujer que yacía desnuda a su lado y, aun así, no consiguió recordar su nombre. Un brazo delgado de piel marfileña le rodeaba la cintura. Tenía la cabeza apoyada sobre su hombro, con los labios sedosos rozándole la piel y el cabello pelirrojo con olor a lavanda desparramado sobre su pecho.

Era abogada de oficio, compartía piso con una amiga en Mount Vernon y se estaba sacando el carné profesional de piloto de aeronaves ligeras. La había conocido en un bar de copas la noche anterior, entrada la madrugada, y habían hablado un poco antes de que se hiciera evidente lo que los dos andaban buscando.

No recordaba mucho más, probablemente debido a la resaca, aunque eso sí, el sexo había estado bastante bien, tanto como para repetir si se daba el caso.

Buscó la manera de deshacerse de su abrazo sin despertarla. Primero apartó el brazo con el que le envolvía la cintura, luego retiró la pierna esbelta que yacía entre las suyas y, por último, le tomó el rostro con cuidado para devolver la pelirroja cabeza a su lugar en la almohada. Ella murmuró algo entre sueños pero se dio la vuelta para seguir durmiendo, ofreciéndole una visión estupenda de su espalda desnuda, así como de las redondas y firmes nalgas.

A la luz del día parecía más joven de lo que había dicho. No creía que sobrepasara los veinticinco aunque, si la memoria no le fallaba, mencionó que tenía treinta.

¿Cómo había dicho que se llamaba? ¿Twania, Tonya, Tara, Tina? Empezaba por la letra «T», de eso estaba casi seguro. Iba a mandarlo a la mierda si no recordaba su nombre aunque, francamente, le traía sin cuidado.

Abandonó la cama para ir al baño, topándose en el camino con las ropas que vestían la noche anterior y que habían quedado tiradas por el suelo. Recogió la suyas para depositarlas en el cesto de la ropa sucia que había en el baño y luego se dio una ducha que activó algunas de las funciones cerebrales que le había mermado la resaca. De las otras ya se ocuparía el café.

Mientras se afeitaba ante el trocito de espejo del que había retirado el vapor con la palma de la mano, le pareció escuchar el estridente ring de su móvil, que había dejado sobre la mesita de noche. El ring sonó por segunda vez, al tiempo que la voz adormilada de la joven pelirroja le llamaba desde la cama.

—¿Zack?

Se preguntó quién diablos le llamaba un domingo a las nueve de la mañana. No podía provenir del hospital, había dos neurocirujanos disponibles para atender las urgencias de ese día.

Soltó la maquinilla de afeitar y salió al dormitorio, ajustándose la toalla blanca en la cintura mientras percibía, en los ojos verdes de ella, una llamarada del deseo recuperado. Tenía unos bonitos pechos que en ese momento exponía sin reparo, haciendo cambiar el orden de las prioridades que Zack se había marcado. El café tendría que esperar.

Él le regaló una sonrisa ladeada y ella cambió de postura sobre las sábanas, dejando que resbalaran intencionadamente para poner a la vista el resto de su anatomía. Llevaba el pubis rasurado y, alrededor del ombligo, tenía tatuada una espiral de estrellitas que él había repasado con la lengua antes de internarse más abajo. Sintió un tirón en la entrepierna y ella sonrió de forma ladina, mostrándole unos dientes tan blancos como una cadena de perlas.

—Ahora vuelvo, ni se te ocurra moverte de tu sitio —dijo él, antes de salir del dormitorio con el móvil pegado a la oreja.

—¿Zack Parker? —preguntó una voz femenina al otro lado de la línea.

—Soy yo —contestó, mientras recorría el pasillo hacia la cocina.

—Buenos días, señor Parker. Soy Julia Phillips, de la residencia Keswick. —Escuchó un suspiro entrecortado. Cuando la enfermera volvió a hablar, la voz le tembló—. Me temo que no tengo buenas noticias que darle.

La conversación apenas duró unos segundos, pero el contenido le dejó incapacitado durante largos minutos. Se quedó paralizado en medio de la cocina, con la mandíbula tensa, los ojos húmedos y un remolino de desolación retorciéndole el alma.

Olvidó que había una mujer en su casa hasta que, un buen rato después, volvió a escuchar su voz reclamándole desde la cama. Zack abrió el grifo del fregadero, ahuecó las manos debajo del chorro de agua y enterró la cara en ellas. Repitió la operación dos veces más aunque no consiguió atemperar la desolación que le invadía ni el nudo que le estrangulaba la garganta. Se apoyó sobre la mesa con las manos fuertemente apretadas, las gotas de agua resbalaban hasta quedar suspendidas en la barbilla, para luego caer al suelo. Hizo unas cuantas inspiraciones profundas que le estabilizaron un poco, al menos lo suficiente para enfrentarse a la mujer que volvía a llamarle desde el final del pasillo.

—Recoge tus ropas y lárgate —le dijo Zack, una vez regresó al dormitorio.

Ella le miró interrogante, al tiempo que él se dirigía al armario empotrado y sacaba del interior unos vaqueros, un suéter oscuro y unos bóxers limpios.

—¿Qué ha sucedido? —Quiso saber la joven.

—No hagas preguntas. Levanta tu bonito trasero de la cama y márchate a tu casa.

—Pero... no tienes ningún derecho a hablarme así. ¿Quién te has creído que eres?

La joven saltó de la cama, cabreada y desnuda, se acercó a Zack, que había dejado caer la toalla al suelo para vestirse precipitadamente. Ella debió de reconocer alguna de las lacerantes emociones que se le escapaban sin control por los ojos y por eso mudó el semblante, obviando las groseras palabras que acababa de dedicarle. Luego decidió posar una mano sobre su hombro desnudo, que él rechazó con un brusco movimiento.

—No me toques, Twania —masculló con aspereza—.Te vuelvo a pedir que cojas tus cosas y te marches.

—Me llamo Alexandra.

—Me importa una... un pimiento cómo te llames.

Zack agarró una maleta de fin de semana y la arrojó sobre la cama con gesto crispado.

La joven pelirroja, al tiempo que se vestía a toda velocidad con sus ropas sexys, aprovechó para decirle que era un gilipollas, un amargado y que se arrepentía de haberse acostado con él. Sus insultos no tuvieron ningún efecto en Zack, pues le entraron por un oído y le salieron por el otro mientras buscaba un traje oscuro, una camisa, una corbata y unos zapatos.

Sin embargo, cuando la escuchó cruzar la puerta a su espalda, le abordó un amago de arrepentimiento por haber perdido las formas con ella.

—Siento haberte hablado así. Ahora mismo no soy una buena compañía —se justificó sin girarse.

—Tus disculpas llegan demasiado tarde.

Alexandra recorrió el pasillo taconeando con furia sobre las baldosas de mármol, y luego dio un estruendoso portazo que reverberó por la casa tras su marcha. Entonces y solo entonces, sabiéndose en soledad, Zack se permitió abrir unos centímetros las compuertas del dolor.

Se sentó sobre la cama, con los labios apretados y la barbilla temblorosa, con el nudo de la tráquea apretándose hasta obligarle a despegar los labios para coger una abrupta bocanada de aire.

Era una noticia que esperaba, aunque nunca se estaba lo suficientemente preparado para recibirla y encajarla. La imagen del armario que tenía enfrente se emborronó, y Zack se concedió un par de minutos de debilidad.