Capítulo 13
La noche era fresca, sobre todo en la zona de Inner Harbor por su proximidad a la bahía Chesapeake, aunque con ropas de abrigo, el frío y la humedad no resultaron un inconveniente. Los bares circundantes al paseo siempre gozaban de una actividad frenética cuando caía la noche y cerraban las tiendas, pero Amy y Zack prefirieron pedir una ración de pizza para llevar, en lugar de encerrarse en cualquiera de los múltiples restaurantes de comida rápida en los que no habría sido posible mantener una conversación tranquila.
El puerto parecía un manto de terciopelo negro engalanado con millares de lucecitas. A los destellos de luz brillante que derramaban las farolas que lo bordeaban se unían las de los comercios próximos, así como las más lejanas de los distritos vecinos, haciendo que las oscuras aguas de la orilla se tiñeran de ráfagas de oro, plata y rojo. El escenario era adecuado para tocar temas más personales mientras comían la pizza y emprendían un lento paseo por el muelle hacia el imponente edificio acristalado que albergaba el acuario nacional. La conversación pronto se centró en los primeros recuerdos que tenían sobre la ciudad, y Amy le contó que, cuando era niña, obligaba a su abuela a que la llevara todos los domingos al acuario.
—Mi primer relato romántico lo escribí cuando tenía doce años, y el argumento trataba sobre un delfín hembra que se enamoraba de un tiburón macho.
—Menuda imaginación.
—Lo presenté a un concurso en el colegio y gané un premio. Fue mi profesora de Literatura la que me alentó a que siguiera escribiendo.
—¿En qué consistió el premio?
—En un bono para acudir al acuario gratis durante un año entero. Imagínate la cara de horror que se le quedó a Eloisa. —Soltó una carcajada—. A la pobre no le quedó más remedio que acompañarme tres veces por semana. Ese fue el trato al que llegamos.
—¿Y de dónde te viene la afición por el mundo marino? —preguntó Zack, antes de darle un bocado a la jugosa prosciutto.
—Una vez leí un cuento sobre una sirena a la que desterraban de su grupo porque no era tan hermosa ni cantaba tan bien como las demás. Así que se marchó lejos, surcó los mares y conoció a un príncipe guapísimo que se enamoró de ella. De adolescente no fui muy popular en el colegio, era la típica empollona a la que jamás invitaban a las fiestas. Además tenía voz de pito, usaba gafas para corregir mi hipermetropía y estaba más plana que una tabla de planchar, tardé mucho tiempo en desarrollarme. —Movió la cabeza, ahora todo eso que contaba le parecía divertido—. Por eso quería ser como Ariel, la sirena, para que apareciera en mi vida un príncipe azul que me hiciera sentir especial.
—Viéndote ahora, resulta increíble imaginar que algún día te sentiste acomplejada.
Amy aceptó el halago con agrado, el cuál le provocó un placentero cosquilleo en la piel.
—¿Por qué te hiciste cirujano? —Cambió ella de tema.
Zack esperó a tragar un trozo de pizza para contestarle.
—Cuando era adolescente le salvé la vida a una persona y eso hizo que me replanteara mi futuro. Es una historia muy larga, estoy seguro de que te aburriría.
—Me encantaría escucharla —le contradijo—. Yo te he hablado de sirenas y príncipes azules, no existe nada que pueda ser más aburrido que eso.
Zack la miró a los ojos, ávidos por conocer más detalles de su vida, y decidió contárselo. Volvió la cabeza hacia la derecha y observó el muelle como si buscara un punto concreto. Cuando pareció encontrarlo, lo señaló con la cabeza.
—¿Ves esa zona de allí? —Ella asintió—. Tenía dieciséis años recién cumplidos cuando Frank y yo nos convertimos en unos delincuentes de pacotilla. Comenzamos por saltarnos las clases del instituto y falsificar la firma de nuestros padres en los justificantes por faltas de asistencia. Luego empezamos con la marihuana, con la bebida y a meternos en peleas, pero como todo eso era insuficiente, un día a Frank se le ocurrió que robaríamos el coche de su vecino porque queríamos ir hasta Garrison y no teníamos dinero para comprar el billete del autobús. Todo nos lo gastábamos en alcohol y en porros —matizó, dejando entrever que no se sentía muy orgulloso de aquello—. Esperamos a que fuera de noche, forzamos las puertas del coche y Frank le hizo un puente. Como éramos unos novatos, no nos dimos cuenta de que justo al otro lado de la calle, la hija del vecino de Frank estaba en el interior de un coche estacionado en compañía de su novio, así que esta avisó a su padre y antes de que nos diera tiempo a salir de Canton, teníamos a un coche patrulla pisándonos los talones. Conducía Frank, yo ni siquiera sabía hacerlo, pero en lugar de detenerse pisó a fondo el acelerador y puso rumbo hacia Inner Harbor, para tomar la salida 83 hacia Garrison. Frank perdió el control del vehículo y caímos a las aguas del puerto justo en aquella zona. —Volvió a señalar el mismo lugar de antes—. Fueron los peores minutos de mi vida. Todo estaba oscuro, el coche se sumergía, Frank parecía inconsciente porque, al parecer, se había dado un golpe con el volante en la cabeza y yo... las manos me temblaban y no conseguía quitarme el cinturón de seguridad para salir de allí. —A Amy se le escapó un gemido ahogado, pues estaba muy concentrada en la historia—. El interior del coche se llenó de agua y empezó a caer en picado hacia las profundidades. Conseguí liberarme, abrí la portezuela para salir y luego rodeé el Mustang para intentar sacar a Frank. —La voz se le agravó, quedando claro que revivir la experiencia todavía lo afectaba—. No sé cómo diablos lo hice porque me ardían los pulmones y me faltaba el aire, pero lo saqué de allí, lo agarré fuertemente por debajo de los brazos y braceé con todas mis fuerzas hacia la superficie. En el muelle había un grupo de personas que se habían acercado cuando vieron saltar el coche, así que nos ayudaron a salir. Frank seguía inconsciente, por un momento pensé que estaba muerto hasta que logré encontrarle las pulsaciones. Las sirenas de la policía empezaron a aproximarse y la gente hizo un círculo a nuestro alrededor mientras le practicaba los primeros auxilios. Le salvé la vida. Y esa fue mi primera y última actividad delictiva.
Amy emitió un suspiro, suave y prolongado, pues la experiencia de Zack era tan tremenda que la había escuchado con el corazón encogido.
—¿Y qué sucedió cuando llegó la policía?
—Nos llevaron al hospital, nos examinó un médico y luego pasamos la noche en el calabozo. El vecino de Frank era muy amigo de su padre, así que no quiso presentar cargos contra nosotros. Como éramos menores de edad y no teníamos antecedentes penales, nos dejaron ir. Lo peor vino después, cuando me tuve que enfrentar a Ava. —Soltó una risa espontánea—. Ella desconocía por completo que me saltaba las clases y que coqueteaba con el alcohol y las drogas blandas, así que puedes imaginarte el gran disgusto que se llevó. Al día siguiente se encerró conmigo en la cocina y estuvimos metidos allí todo el día. En su funeral dije que si no hubiera sido por ella, habría terminado vendiendo perritos calientes en un puesto ambulante, y era cierto. Con una única charla, ella me enmendó, no hizo falta más. Abandoné todos mis vicios, regresé al instituto, fui un alumno aplicado y la experiencia con Frank me sirvió para encontrar mi verdadera vocación.
Zack la miró, topándose con algo que no hubiera esperado ver tras lo que acababa de narrarle: una innegable admiración.
—Después de escucharte, no me puedo creer que te haya contado la ridícula historia de la sirena. —Amy jamás habría esperado de alguien como Zack, que reflejaba una imagen de fortaleza, de seguridad y de control, que hubiera tenido esa clase de problemas en la adolescencia; aunque, precisamente porque reunía todas esas cualidades, había sabido encauzarse para convertirse en el hombre que era hoy en día. Ella se lo hizo saber—. Creo que no todo fue trabajo de Ava. Estoy convencida de que aunque ella no hubiera estado a tu lado para aleccionarte, tú mismo habrías encontrado el camino correcto.
—Tienes una opinión demasiado elevada sobre mí —le dijo con la voz templada, las comisuras de los labios arqueándose hasta esbozar una perezosa sonrisa.
Amy bajó la vista hacia la mitad de la pizza a la vez que se encogía de hombros, como queriendo restarle importancia.
—Es lo que me transmites.
Mordió un nuevo trozo de su prosciutto y se quedó mirando hacia las puertas del edificio del acuario nacional, que en esos instantes era abandonado por un grupo de trabajadores. Zack deslizó la mirada por su perfil, por los largos rizos que se le formaban en el cabello, por la suave línea de la mandíbula, por el arco ligeramente respingón de su nariz y por la forma carnosa de los labios, llegando a la conclusión de que lo que ella le transmitía a él, al margen de la incuestionable atracción física, era una dulzura arrebatadora.
Dejaron atrás el resplandeciente edificio del acuario y caminaron en dirección a Federal Hill. El paseo estaba más bullicioso en esa parte del muelle, tal vez porque los barcos turísticos atracaban en aquella zona, y eran muchas las personas a las que les gustaba dar un paseo nocturno por el puerto y por la bahía Chesapeake.
—Siempre te refieres a tu abuela como la persona que te acompañaba a todos los sitios. ¿Dónde estaban tus padres? —le preguntó Zack con interés.
—Mi padre es cónsul. Cuando tenía nueve años, se marchó con mi madre a la embajada de Estados Unidos en Yemen. Cuando le ofrecerieron el puesto, le dijeron que sería temporal y, por motivos de seguridad, me dejaron a cargo de mi abuela. Mi madre no quería que me criara allí. —Amy hizo una pelotita con la servilleta de papel—. Después se complicaron algunas cosas de su anterior empleo y optaron por quedarse en Yemen de manera permanente. Les veo un par de meses al año, cuando regresan a Baltimore en las vacaciones de verano y por Navidad. —Amy habló con la voz más apagada, pues la ausencia física de sus padres había marcado su vida más de lo que deseaba admitir. Pronto se recompuso y recuperó la energía—. Eloisa lo ha sido todo para mí y ha hecho un buen trabajo. Ha sido mi padre, mi madre, mi amiga e incluso le ha sobrado tiempo para comportarse como mi abuela. Mi vida habría sido muy distinta de haber ido a Yemen con mis padres, así que les agradezco profundamente que me dejaran aquí con ella.
Tenían más cosas en común de lo que a simple vista podía parecer por lo diferentes que eran sus caracteres. Eran cosas importantes, de las que dejaban huella. Sin embargo, Zack prefirió no ahondar más en aquel tema porque no quería que lo suyo saliera a relucir. Así que se limitó a escuchar y a decirle que estaba de acuerdo en que su abuela había hecho un buen trabajo.
Encontraron una papelera en el camino, en la que depositaron los envases de cartón y las latas de refresco ya vacías.
—Me dijiste que eras del sur, aunque no recuerdo de dónde —comentó Zack.
—De un pequeño pueblo de Georgia, aunque solo vivimos allí durante mis primeros nueve años. La marcha de mis padres coincidió con el empleo que a mi abuela le ofrecieron como chef en el Hilton, así que nos mudamos a Baltimore.
—¿Y cómo es que residiendo aquí durante casi toda tu vida, aún no te has librado de tu acento sureño?
Amy agrandó los ojos.
—¿Todavía se me nota?
A Zack le divirtió provocar en ella tanta sorpresa.
—Sobre todo cuando te aceleras, te acaloras y discutes.
—Eres la primera persona que me lo dice —sonrió.
—¿En serio? Pues espero no ser la primera persona que te ha sacado de tus casillas.
La sonrisa se le ensanchó.
—Tú todavía no me has visto enfadada de verdad. Si alguna vez tienes la mala suerte de presenciarlo, entonces escucharás lo que es un acento sureño en todo su esplendor.
—No tengo ninguna curiosidad por volver a verte cabreada. Estás mucho más guapa cuando sonríes.
Cuando Zack decía esa clase de cosas, tanto su mirada como la inflexión de su voz se volvían más íntimas, haciendo que ella se sintiera atrapada en una nueva burbuja de placidez de la que cada vez le costaba más escapar. Había ratos en los que se sentía como una torpe quinceañera. Dos años de matrimonio con Jerry más los cinco años de noviazgo hacían que ya ni se acordara de cómo debía comportarse cuando tenía una cita con un hombre. Porque aquello tenía toda la pinta de serlo. Al principio había dudado de cuáles podrían ser las intenciones de Zack cuando se prestó a enseñarla a bailar o cuando la invitó a cenar un rato después pero, por muy desentrenada que estuviera en sus relaciones con el sexo opuesto, todavía recordaba algunas cosas básicas. Y estaba segura de que le gustaba a Zack casi tanto como él le gustaba a ella.
Parecía mentira que escribiera novelas románticas con una carga tan emotiva, cuando luego era tan patosa para desenvolverse en el mundo real.
Una pareja que vestía ropas caras y elegantes atravesó el paseo por el que caminaban para adentrarse en el embarcadero. Con una tarjeta magnética abrieron las puertas metálicas y luego se subieron a una pequeña embarcación a motor. Al cabo de unos segundos, surcaron las aguas para dar un paseo por el puerto.
Amy se subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos, pero cuando Zack le preguntó si tenía frío ella negó con la cabeza. No quería regresar todavía.
—Hace un rato dijiste que a pesar de que naciste y te criaste en Baltimore, no te une nada especial a esta ciudad salvo Inner Harbor. Supongo que no te estabas refiriendo a la experiencia que tuviste en el muelle.
Él lo había comentado de pasada hacía un rato, mientras escogían la pizza y pagaba al camarero. Después, había cambiado de tema y Amy se olvidó de que ese comentario le había llamado la atención. Hasta ahora, que lo había vuelto a recordar.
—No, desde luego que no me estaba refiriendo a eso —imprimió fuerza a sus palabras—. Me marché de Baltimore muy joven, y he residido en tantas ciudades que no he tenido tiempo de echar raíces en ninguna. El puerto es diferente, guardo muy buenos recuerdos de un verano en particular, cuando tenía catorce años. Solía venir todas las tardes y me sentaba por aquella zona de allí. —Extendió el brazo y señaló al fondo, hacia la zona donde atracaban los grandes buques venidos de lejos—. Me encantaba pasarme las horas muertas observando las idas y venidas de los barcos, soñando con colarme en uno de ellos y largarme lejos de aquí. Conocí a Jennifer una de esas tardes. Era una preciosa adolescente de trece años, que a veces venía al puerto acompañando a su padre, un empresario naviero. Nos hicimos inseparables. —Esbozó una sonrisa evocadora—. En una ocasión la convencí para que nos coláramos en la bodega de un buque, nos escondimos entre la mercancía que llevaba a bordo y estuvimos a punto de zarpar. Un tripulante decidió echar un último vistazo a la mercancía y nos encontró allí camuflados.
—¿Y qué pasó?
—Que el padre de Jennifer la castigó por su travesura y la familia entera se mudó lejos de Canton para alejarla de mí, porque decían que era una mala influencia para ella. No sé dónde fueron, así que le perdí la pista. —Dejó la vista fija en la zona portuaria que antes había señalado con el brazo—. Jennifer fue el gran amor de mi vida.
Amy lo miró contrariada.
—Creía que el gran amor de tu vida habría sido la mujer con la que te casaste.
—¿Elizabeth? No —negó con convencimiento—. La quise, pero lo que sentí por Jennifer, aunque solo tuviera catorce años, no he vuelto a sentirlo por ninguna otra mujer.
Pasaron por debajo de una farola y la luz ámbar arrancó destellos de curiosidad a los ojos verdes de Amy. A veces, Zack apreciaba en ellos la inocencia que jamás había vuelto a ver en los ojos de ninguna otra mujer, excepto en los de Jenny.
—¿Por qué soñabas con colarte en el interior de un barco y largarte lejos? —Aprovechó que se mostraba accesible para continuar indagando.
Zack reflexionó su respuesta en silencio antes de contestarle de manera sucinta.
—Las cosas se habían torcido un poco por casa.
—¿Te refieres al accidente? —Él frunció levemente las cejas—. Ava me contó que tu padre murió en un accidente.
El rostro se le ensombreció de tal manera que ni siquiera le llegó la luz de las farolas. Zack miró al frente, con la mandíbula tensa.
—¿Qué más te contó?
—Que tuvo que abandonar el grupo de danza para ocuparse de ti. No me dijo nada más y tampoco entró en detalles. Yo tampoco le pregunté.
Zack asintió. A Ava le gustaba mucho hablar pero jamás aireaba las intimidades familiares con los extraños. Le alivió que tampoco lo hubiera hecho en el caso de Amy. Ciertas experiencias estaban encerradas con llave en el lugar más recóndito y apartado de su cerebro, y allí debían continuar estando.
—Mi padre lo era todo para mí así que, cuando murió, lo que quise hacer fue desaparecer yo también. Sobre todo en los años conflictivos de la adolescencia. —Relajó la expresión para restarle un poco de peso emocional a sus palabras—. Solo era un crío, nadie debería perder a sus padres a una edad tan temprana.
Suponía que Amy lo entendería bien pues, aunque los suyos no habían muerto, tampoco habían estado a su lado desempeñando el papel que les correspondía.
—¿Qué le pasó a tu madre? ¿Estaba demasiado deprimida para cuidar de ti?
—Cayó enferma y falleció pocos meses después. —El aire apremiante con el que formuló su respuesta indicó que Zack acababa de zanjar esa conversación. Ella se limitó a murmurar un «lo siento» mientras él asentía y fijaba la vista en un puesto ambulante que vendía gofres—. ¿Te apetece un poco de chocolate?
—Por supuesto.
Zack compró dos gofres y los comieron de pie junto a la orilla mientras observaban las maniobras que realizaba un gran buque para atracar en el puerto de Fells Point. Zack quiso saber si sabía cocinar gofres, y luego hizo alguna broma a su costa, recordándole que incluyera en las cenas que estaba obligada a prepararle una buena ración de las galletas que había estado cocinando por la tarde.
—Aunque si sabes hacer otro tipo de repostería, también me sirve.
—El postre no estaba dentro del trato —objetó ella.
—El postre siempre está dentro de todo trato, cariño. Es el mejor plato.
En lugar de bloquearse y mirar hacia otro lado, Amy asumió la indirecta con humor y le siguió el juego durante un buen rato, mientras emprendían el camino de regreso a Fells Point. Fueron de un tema a otro, como si el tiempo se les agotara y los dos quisieran contarse el mayor número posible de cosas.
Antes de abandonar el puerto para internarse en el distrito, Amy ya tenía un adjetivo con el que calificar las horas que había pasado en compañía de Zack. Fueron «mágicas», pues solo esa palabra podía explicar el emocionante burbujeo que sentía por dentro. ¿Tendría él la misma percepción? Le hubiera gustado poder leérselo en los ojos cuando cruzaron el jardín y se detuvieron uno frente al otro, junto a la puerta de entrada al edificio.
Amy intentó recordar si el hormigueo que sentía en el estómago era el mismo que le provocaba Jerry durante sus primeras salidas, pero no podía recuperar recuerdos en ese momento, mientras él la miraba con una seductora insistencia. Sí advertía, por el contrario, las diferencias. Las facciones de Zack no eran tan harmónicas y suaves como las de Jerry. Su atractivo era más agresivo, más descarado y los rasgos más viriles. Cuando él alzó una mano para retirarle el cabello de los hombros, a ella todo le pareció novedoso, como si lo viviera por primera vez en su vida.
—Lo he pasado muy bien —dijo él.
—Yo también.
Zack internó la mano bajo su cabello para apoyarla en la sedosa nuca, y luego la miró a los labios con tanta persistencia que se abrieron como los pétalos de una flor.
Amy sintió la presión de su mano, atrayéndola hacia él, al tiempo que se inclinaba para buscarle la boca. La besó suavemente, acomodándose a sus labios que le recibieron receptivos. El beso fue fugaz, Zack lo terminó antes de que empezara, solo para volver a mirarla y encontrarse con que sus ojos verdes le pedían un poco más.
Durante el transcurso de la tarde, al menos en un par de ocasiones, Zack se preguntó si habría hecho bien en buscar un acercamiento con Amy, pues era innegable que entre los dos existía una conexión especial que tenía el poder de engancharlos. Más tarde, dejó de hacerse ese tipo de reflexiones porque prefirió pensar que la atracción solo era física. Ahora, tras el chispazo que había sentido al contactar con sus labios, volvió a tener dudas, pero ya era demasiado tarde para pararse a despejarlas.
Le tomó la cabeza entre las manos, le levantó el rostro y la besó con intensidad, haciendo que a Amy se le encogieran hasta los dedos de los pies.
Zack le abrasó la lengua con el delicioso e imparable roce de la suya, le mordisqueó los labios hasta hacerlos arder y sintió que se le calcinaba el cuerpo entero cuando le rodeó la cintura para estrecharla un poco más a él. Su olor, su calor y su sabor la subyugaron, haciéndola vibrar, deseando cada delicioso beso, buscándole cuando Zack se separaba apenas unos milímetros, e incitándole con sus breves retiradas para que también él regresara a por más. A Amy se le desbocó el pulso y su garganta dejó aflorar un ligero gemido que no hizo otra cosa más que enfatizar la avidez con la que él le comía la boca. Ella subió una mano hasta su mejilla, le acarició con la yema de los dedos la áspera barba incipiente y la dejó allí hasta que sintió que la piel estaba húmeda y que algo fresco les caía sobre la cara.
Había comenzado a llover.
La sorpresa les hizo separarse y los labios, que habían perdido el color por la presión de los besos, esbozaron sendas sonrisas mientras se ponían a refugio bajo la marquesina de la entrada.
—Muy propio de esta ciudad —comentó Zack, al tiempo que retiraba de las mejillas de Amy algunas gotas de lluvia.
—Por eso casi nunca salgo sin paraguas.
Reanudaron el beso, pero Zack la sintió más contenida que antes. La observó a través de las sombras que se aglutinaban a su alrededor y, sin necesidad de que se lo dijera, supo que no iba a invitarlo a subir a su casa. Él ya la conocía lo suficiente como para no esperar que lo hiciera. Le cogió las manos que ella había colocado sobre sus antebrazos y enlazó los dedos.
—Mañana el despertador sonará a las seis. Va siendo hora de que me marche a dormir unas horas.
Ella no sabía si podría dormir ni dos seguidas. Había tantas emociones revoloteando a su alrededor que le iba a resultar difícil desconectarse de ellas.
—Gracias por el baile, por la cena y por el gofre.
—Me quedo con el beso —aseguró él.
Zack le soltó las manos y salió de debajo de la marquesina. En cuestión de segundos la lluvia había arreciado, y los hombros de su chaqueta de piel comenzaron a mojarse. Alzó una mano a modo de despedida, al que ella correspondió de igual modo, y luego atravesó el jardín a paso rápido hacia el coche que había estacionado al otro lado de la calle.
A lo largo de los días siguientes, Amy fue testigo a través de la ventana del salón de la gran actividad que reinó en la casa de Eloisa, ahora la vivienda de Zack Parker. Aprovechando los ratos libres en el hospital, él coordinó la mudanza con la tienda de muebles en la que había adquirido el mobiliario, así como con un camión de mudanzas venido de Towson. Primero fue una furgoneta blanca la que estacionó frente al edificio, de la cual se apearon dos trabajadores uniformados con el logotipo de una tienda de muebles. De la parte trasera del vehículo sacaron la nueva cama de Zack, así como un sillón de cuero negro, una mesa de escritorio y unos armarios archivadores. Unas horas más tarde, el camión procedente de Towson trajo a Baltimore todas sus pertenencias.
No tuvo contacto con él a lo largo de esos tres días, ni personal ni telefónico, pero Amy entendía que debía de estar muy ocupado entre el trabajo y la mudanza, y que ambas cosas le robaban todo el tiempo. Las veces en las que le había visto atravesar el jardín, o moviéndose de un lado para otro en el salón de su casa, lucía aspecto de estar agobiado, así que confiaba en que la llamaría en cuanto estuviera totalmente instalado.
Mientras tanto, se contentó con observarlo a hurtadillas por la ventana del salón pues, desde el domingo por la tarde, Amy no hacía otra cosa más que recrear en la mente cada minuto de las horas que habían pasado juntos.
A ratos se sentía como la anciana señora Thompson, que se pasaba las horas muertas espiando a sus vecinos para tener algo con lo que entretenerse. Además, como se daba la coincidencia de que su mesa de trabajo estaba pegada a la ventana, no podía evitar que la vista se le fuera constantemente hacia la de enfrente.
Sonaba bien volver a referirse como «mesa de trabajo» al mueble de madera que desde hacía meses solo era un objeto decorativo.
Sucedió el lunes por la noche, mientras yacía tumbada en el sofá viendo la televisión. Fue como si una bombillita, que había permanecido apagada durante mucho tiempo, se encendiera de repente para comenzar a poblar su cerebro de una sucesión de renovadas ideas que se fueron perfilando con lentitud, como un fino hilo del que debía tirar con sumo cuidado para que la sensación no desapareciese. Entonces se levantó para acudir a su mesa, cogió el bloc de notas que guardaba en un cajón y empezó a tomar anotaciones. Al día siguiente las revisó, con escasas expectativas de que sirvieran para algo, pero las ideas un tanto etéreas que había apuntado por la noche se volvieron tan sólidas por la mañana que creyó haber recuperado el ingenio para crear bonitas historias románticas.
Estuvo a punto de coger su bicicleta para personarse en el despacho de Terry. Quería decirle en persona que había encontrado la fórmula para convertir Magia en el aire en una buena novela, pero luego se lo pensó dos veces y decidió esperar hasta estar segura de que sus ideas eran consistentes y no el producto del estado bullicioso al que le habían conducido los emocionantes besos de Zack Parker.
Mientras él seguía enfrascado en las tareas de la mudanza, Amy programó una mañana de compras con Terry y Eloisa. Al menos una vez al mes, acudía a la residencia Keswick en uno de esos taxis especiales para transportar a personas discapacitadas, sacaba a la abuela de las instalaciones y se la llevaba al Downtown, donde recorrían algunas tiendas de ropa, librerías —a ambas les encantaba leer y siempre cargaban con unos cuantos libros —y comercios donde se vendían productos de consumo importados de otros países, que Amy utilizaba para experimentar con nuevas recetas.
A la reunión también se unió Terry, que hizo un alto en el trabajo porque Amy la llamó por la noche para decirle que tenía algo que contarle. Lo único que Terry consiguió sonsacarle fue que estaba relacionado con un hombre, así que no necesitó saber mucho más para acudir a la cita con una puntualidad extraordinaria, pues casi siempre se retrasaba de cinco a diez minutos.
Si bien prefirió ser cauta en lo que atañía a su posible desbloqueo profesional, no pudo morderse la lengua en lo referente a Zack, así que les contó a ambas el encuentro del domingo mientras se comían unas tortitas y un café para desayunar en el Dunkin’ Donuts de la calle Light. Cuando llegó el momento de narrarles las lecciones de baile que había recibido de él, la cara de la abuela se dulcificó tanto que Amy pensó que se habría echado más azúcar de la cuenta en el café. La expresión de Terry, por el contrario, era más pícara y parecía impaciente porque avanzara, pues estaría pensando —y no se equivocaba —que habría pasado algo entre los dos o no le habría dicho que tenía algo interesante que contarle.
Sabía que cuando concluyera, las reacciones de la una y de la otra serían un tanto exageradas. La abuela, a pesar de que solía decir que todos los hombres eran iguales e iban a por lo mismo, era una romántica empedernida que mostraría ilusión al pensar que su nieta se estaba enamorando de nuevo; mientras que Terry se centraría más en el aspecto sexual, ya que había perdido el romanticismo hacía mucho tiempo.
No erró ni un milímetro, así que se apresuró a aclarar su postura.
—Ni estoy enamorada de Zack Parker —dijo, mirando directamente a Eloisa—, ni voy a acostarme con él —concluyó, refiriéndose a Terry.
—De momento, querrás decir —puntualizó su amiga.
—Bueno, evidentemente, no sé lo que va a suceder dentro de un mes.
—¿Un mes? Joder, Amy, que ya no tienes quince años —la reprendió Terry.
—¿Desde cuándo hay que tener esa edad para retrasar el momento de tener relaciones sexuales? —opinó Eloisa, mientras rebañaba el chocolate de su plato con el tenedor—. Tú sigue tu instinto, cariño, deja que los sentimientos fluyan con naturalidad y se vayan consolidando poco a poco. ¿Cuándo me lo vas a presentar formalmente? Cuando lo vi en el funeral, me pareció un hombre muy atractivo y con mucha personalidad.
Amy estuvo a punto de darse un coscorrón contra la mesa.
—Abuela, solo he tenido una cita con él. ¿No te parece demasiado pronto para hablar de sentimientos y de presentaciones formales?
—Cariño, pero si nunca había visto tanta luz junta hasta que esta mañana te he mirado a los ojos. Eso sí, por mucho que Ava Parker insistiera en que vosotros dos formaríais poco menos que la pareja perfecta, ándate con ojo y no despegues mucho los pies del suelo, al menos hasta que no estés segura de que camináis en el mismo sentido.
Su amiga esbozó una sonrisita que ahogó mordiéndose los labios. Lo de «la luz en la mirada» y «la presentación formal» debía de haberle hecho mucha gracia.
—Tranquila, abuela, sé lo que me hago.
Amy le dio unos cariñosos golpecitos en el dorso de la mano con la idea de finalizar ahí la conversación. Discutir con Eloisa sobre determinados asuntos era agotador. Como casi le triplicaba la edad, se consideraba más sabia y siempre quería tener razón.
—¿Y qué más ha pasado desde el domingo? —Terry chupó el tenedor hasta dejarlo brillante—. Ya que ahora vivís uno enfrente del otro, supongo que os habréis vuelto a ver. ¿Cómo está la situación?
Los sagaces ojos de Eloisa se movieron rápidamente de Terry a Amy, y esperaron con expectación la respuesta de su nieta.
—No he vuelto a verlo, pero sé que está muy liado con la mudanza.
—¿Y por qué no le has llamado tú? —inquirió su amiga.
Antes de que Amy tuviera ocasión de contestar, Eloisa lo hizo por ella.
—¿Pero qué dices, chiquilla? Una mujer nunca debe dar el primer paso. Si en verdad ese hombre está interesado en mi niña, entonces que sea él quien lo dé.
Terry arqueó las cejas e hizo un gesto de conformidad. No acababa de descubrir nada nuevo en las palabras de Eloisa, la verdad, pues ya hacía tiempo que sabía de dónde le venían a Amy algunas ideas tan arcaicas sobre el amor y las relaciones personales. Menos mal que en sus novelas plasmaba una visión algo más moderna de las cosas.
Amy no añadió nada más a la rotunda contestación de su abuela, dejando entrever dos posibles cosas: o que estaba cien por cien de acuerdo con ella, o que no le apetecía entrar en más polémicas. Quizás se tratara de lo segundo, porque empezaba a mostrarse un poco agobiada con el tema.
—¿Qué os parece si pagamos la cuenta y damos un paseo? —sugirió Amy, a la vez que alzaba el brazo para llamar la atención de un camarero que pasaba cerca.