Capítulo 3

Un fuerte golpe de viento lanzó los copos contra el cristal de la ventana, produciendo un sonido tan estruendoso que les hizo girar las cabezas. Durante un breve instante, Amy creyó que el cristal se había agrietado y que el aire huracanado se encargaría de partirlo en mil pedazos para entrar y arrasar la cocina. Se puso tan tensa que el poco apetito que tenía se extinguió por completo.

—Tranquila, las ventanas son de vidrio laminado. Las más resistentes contra todo tipo de impactos.

—Ah... gracias por la información. —Soltó el tenedor, sintiéndose llena aunque no había conseguido comerse todo lo que se había servido.

Él apuró su plato, incluso rebañó la salsa con un trozo de pan mientras ella saboreaba los gajos agridulces de una naranja que él le invitó a tomar del frutero. Cuando finalizó, Zack volvió a darle las gracias por la «apetitosa cena», haciéndola sentir halagada tanto por las palabras de reconocimiento a su labor culinaria como por la avidez y buen apetito con los que él comió.

Amy fue a levantarse para recoger la mesa pero, al hacerlo, todos los objetos que había en la cocina oscilaron a su alrededor como si giraran en un remolino. Se apoyó en el respaldo de la silla y cerró los ojos un momento, para deshacer la desagradable sensación de inestabilidad.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, no es nada.

Él no se conformó con la vaga contestación, así que se levantó para acudir a su lado. Le tomó la cabeza entre las manos y la alzó para examinarle los ojos. Con los pulgares, tiró de los párpados inferiores hacia abajo al tiempo que ella intentaba rehusar el contacto echándose hacia atrás y removiendo la cabeza.

—Estoy perfectamente. Me he mareado un poco pero ha sido por el vino.

Zack ignoró su respuesta y no se dio por satisfecho hasta que comprobó que tanto el movimiento como el grosor de sus pupilas eran normales. La soltó y ella dio un paso atrás, chocando contra la encimera.

—En ocasiones, la hipotermia provoca efectos secundarios a largo plazo, como mareos o pérdidas de conocimiento —le explicó—. Es mejor asegurarse.

—Ha sido a consecuencia del vino —insistió.

—Eso parece. De todas formas, ve al salón a descansar. Yo me encargaré de recoger esto. —En la cabaña no había muchas comodidades, pero la cocina sí que disponía de lavavajillas. Zack fue depositando en el interior los cubiertos sucios—. He dejado las mantas sobre el sofá y puedes utilizar un cojín como almohada. Son bastante cómodos.

Amy aceptó su sugerencia y, de vuelta al salón, se acercó a la chimenea para ver si la ropa que reposaba sobre los respaldos de las sillas ya se había secado. El jersey de lana y el pantalón vaquero estarían listos en un par de horas, pero no tenía muy claro que el plumífero estuviera completamente seco por la mañana.

Las cálidas mantas polares que habían utilizado hacía unas horas estaban amontonadas sobre el que sería su lecho aquella noche. Amy cruzó la estancia y las extendió sobre el sofá, haciéndolas ondear en el aire antes de dejarlas caer sobre la superficie de los cojines. Los papeles que había en la mesa volaron en una de esas bruscas sacudidas y se desparramaron por el suelo de madera en todas direcciones.

Contempló con horror el desastre al tiempo que emitía una palabra malsonante que no estaba acostumbrada a pronunciar. Con suma rapidez, soltó las mantas sobre el sofá, se movió de puntillas para no hacer ruido y rodeó la mesa hasta llegar a la otra parte del salón. Se arrodilló frente a los documentos esparcidos como confeti, fijándose en los números que había a pie de página para ordenarlos a toda pastilla. Tenía el corazón acelerado por los nervios. Como a él se le ocurriera aparecer en ese preciso instante, era posible que volviera a acabar en las profundidades del lago.

Sin poder evitarlo, la curiosidad que había sentido hacía un rato, cuando vio al cirujano sentado en la mesa con la mirada clavada en los documentos, reapareció ahora que los tenía entre las manos. Los sonidos seguían llegándole desde la cocina y los ojos se desviaron de manera inevitable hacia las letras mecanografiadas en el encabezado de la primera página, donde rezaba: «Demanda de divorcio». Un poco más abajo se topó con los nombres de las personas a quienes afectaba el documento: Zack Parker y Elizabeth Elliot.

Amy redirigió su atención a la labor de reorganizar el caos que había a su alrededor, y entonces lo vio. El anillo también había caído al suelo, estaba en un rincón, a los pies del armario. Lo cogió entre los dedos y prosiguió rescatando papeles hasta que los tuvo todos ordenados. Pensaba que ya había reparado el desaguisado cuando se dio cuenta de que bajo el armario que había a su derecha asomaba la esquina de lo que parecía una funda de plástico, de esas con troqueles en el lateral que se utilizaban para guardar documentos. Se inclinó, apoyó el dedo índice sobre el vértice y tiró hacia afuera para recuperarla. Dentro había fotografías impresas en tamaño DIN A4 y, por el grosor de la funda que las contenía, calculó que bastantes.

Tampoco pudo remediar que su vista se clavara en la imagen que aparecía en primer plano, y que mostraba un trasero masculino desnudo hundido entre las piernas abiertas de una mujer. Abrió los ojos como platos, se olvidó del riesgo que corría y se fijó un poco más en los detalles. Los amantes estaban en la cama, rodeados de oscuras sábanas revueltas. Ella tenía las piernas largas y llevaba puestos unos zapatos rojos de altísimos tacones, del mismo color que las uñas kilométricas que se clavaban en el trasero del hombre. Eso era lo único que se veía de la mujer. El tipo, por el contrario, mostraba toda la parte trasera, desde la cabeza a los pies, y estaba completamente desnudo. De no ser porque tenía el cabello rubio y largo, además de un tatuaje en la espalda de una balanza con dos pesas, Amy habría pensado que se trataba de Zack Parker.

Dispuesta a echarle un vistazo al resto de las fotografías, el corazón dejó de latirle cuando la voz de su anfitrión rugió desde el otro extremo del salón.

—¡¿Qué demonios te crees que estás haciendo?!

Amy se enderezó con tanta prisa que se golpeó la coronilla contra la esquina de la mesa. Durante algunos segundos, la vista se le nubló y vio estrellitas danzando a su alrededor, pero apretó los dientes y se hizo la dura mientras devolvía los documentos a la superficie de la mesa. Se sintió tan insignificante como un microbio cuando depositó el anillo en el mismo lugar. No le habría importado que el suelo se abriera y se la tragara, para así no tener que soportar la vergüenza que le ardió en las mejillas.

—No es lo que parece, yo...

Amy no consiguió pronunciar una frase completa. Las palabras de disculpa se le agolparon en la garganta por los efectos de su mirada demoledora.

Por su parte, Zack intentó no recordar cuándo fue la última vez que escuchó esa puñetera frase.

—¿Y qué es entonces? ¿Los documentos han salido volando y han aterrizado en tus manos por arte de magia?

—Estaba sacudiendo las mantas y cayeron al suelo —se defendió, aun a sabiendas de que cualquier cosa que dijera sonaría a excusa barata.

—Cuéntame otro rollo —la acusó, señalándola con el dedo índice—. Ya te he sorprendido dos veces metiendo las narices donde no te llaman.

Caminó con andares furiosos los metros que le separaban de ella. Al llegar a su altura, agarró los documentos y el anillo con un movimiento brusco, y los depositó en el interior de un cajón que cerró de un violento golpetazo. Los músculos de su espalda estaban tensos, todo su cuerpo lo estaba, incluso el aire que le envolvía parecía más denso que el que flotaba en el resto de la habitación.

—Sé que parece lo contrario pero prometo que te estoy contando la verdad —le dijo con la voz templada—. De todos modos, no deberías dejar a la vista de cualquiera unos documentos tan importantes.

—Vaya, esto sí que tiene gracia. Ahora resulta que soy yo el culpable de que la señora sea una fisgona. —Se cruzó de brazos, mostrándole lo fuertes que eran bajo la lana del jersey negro. La sombra de una barba de varios días le daba ahora un aspecto mucho más fiero y, al entornar los ojos, su mirada se volvió hostigadora—. ¿Y cómo sabes que son tan importantes si, según tú, solo los recogías para dejarlos en la mesa?

—Las letras del encabezado eran grandes y llamaban la atención.

Zack Parker esbozó algo parecido a una sonrisa que heló el aire.

—En las horas que te quedan por estar aquí, intenta mantener tu curiosidad controlada si no quieres pasar la noche debajo de un pino.

Él cortó el aire en dirección al mueble bar. De allí sacó una botella que contenía un líquido ámbar y se sirvió un par de dedos en un vaso. Se lo bebió de golpe mientras Amy pensaba en algo apropiado que decir para que los ánimos se atemperaran. Él volvió a verter una buena dosis de lo que parecía bourbon, guardó la botella y luego caminó hacia la chimenea, frente a la que se detuvo para clavar los ojos en las llamas anaranjadas.

—Siento mucho no haber podido controlar el impulso de leer el encabezado. —Se disculpó ella.

Amy bordeó la mesa y regresó al sofá, desde donde pudo observar el perfil granítico del hombre mientras se toqueteaba el anillo de bodas que le decoraba el dedo anular. Lo hacía siempre que se ponía nerviosa.

Zack movió la cabeza en sentido negativo. Por varias razones, en especial por la ingenuidad que irradiaba la joven, se le fue aplacando el mal humor poco a poco.

—Da igual —contestó con la voz más serena—. Tienes razón. No debí dejarlos encima de la mesa. Olvida el tema.

Amy soltó el anillo que hacía girar inconscientemente, se pasó algunos mechones rizados por detrás de las orejas e intentó seguir sus instrucciones. Las mantas todavía estaban revueltas sobre el sofá, así que cogió la de color granate para extenderla como había hecho con la anterior. Lo mejor que podía hacer era cerrar el pico hasta que se largara de la cabaña, pero las palabras se le escaparon de los labios antes de tener la posibilidad de retenerlas.

—Lo lamento.

A su espalda, él tardó unos incómodos segundos en contestar. Amy alisó las arrugas, acoplando la manta a los extremos de los asientos, hasta que presintió que tenía su mirada incrustada en ella.

—¿Qué es lo que lamentas?

—Lo del divorcio.

—No tienes por qué hacerlo, no me conoces de nada.

—Me has salvado la vida.

—No tenía otra alternativa —repuso cortante.

Amy decidió callar. Mientras terminaba de prepararse la cama, trató de encontrar la relación que podía existir entre la fotografía que había visto y los documentos junto a los que estaba guardada. ¿Sería su esposa la mujer que yacía en la cama y su amante el hombre que la... que había sobre ella? ¿Sería una infidelidad el motivo del divorcio? ¿Les habría pillado él infraganti en pleno acto sexual?

De ser así, y todo parecía indicar que sí, no le extrañaba que estuviera tan exaltado.

Un inesperado comentario, pronunciado de forma tan fría como la noche que les engullía, la sorprendió mientras ahuecaba el cojín esponjoso que pensaba utilizar como almohada.

—Has visto las fotografías.

—Solo la primera. La carpetilla se metió debajo del armario y al sacarla de allí... bueno, llamaba bastante la atención —terminó con la voz avergonzada. Amy dejó caer el cojín sobre un extremo del sofá—. Supongo que prefieres que guarde silencio y que me preocupe de mis asuntos, pero si deseas hablar de ello yo... no tengo inconveniente en escucharte.

Las palabras capturaron la atención de su mirada imperturbable, que volvió a evaluarla como si fuera un objeto de examen interesante. Apuró el bourbon, depositó el vaso sobre la repisa de la chimenea y agregó más leña al fuego. La virulencia de la tormenta había hecho descender las temperaturas algunos grados más de lo que era habitual cuando el tiempo estaba en calma, y la casa se estaba quedando helada.

—¿Tienes frío? —le preguntó.

—Estoy bien.

Amy se sentó en el sofá y echó mano de su móvil, al tiempo que Zack se acercaba al termostato que había en la pared, al lado de la puerta. Dio unos golpecitos con los dedos en el plástico transparente para comprobar que funcionaba correctamente.

—El fuego se apagará de aquí a dos horas. Puedo dejarte más mantas por si sientes frío durante la noche.

—Creo que tendré suficiente con estas. Gracias.

Amy abrió la galería fotográfica de su teléfono para matar el tiempo ojeando las instantáneas de sus últimas vacaciones con Jerry en Hawaii. Las había visto cientos de veces, pero no tenía nada mejor que hacer.

Esperaba que él se retirara a su dormitorio porque le apetecía quedarse a solas, pero entonces le vio dirigirse hacia la mesa; arrastró una de las sillas que la rodeaban para llevársela al centro del salón. La hizo girar sobre las patas traseras y después se sentó. Amy alzó la vista del móvil para mirarlo. Zack había apoyado los brazos sobre el respaldo y la observaba con fijeza.

Su físico no tenía nada que ver con el de Elizabeth. La escritora era menos voluptuosa, menos agresiva sexualmente y menos consciente de sus armas femeninas, pero en absoluto menos atractiva. Su cara era preciosa, y los ojos verdes tenían una mirada muy limpia e inocente. No la conocía pero le parecía una mujer peculiar, de las de antes, de las que tenían valores, de las que no les ponían los cuernos a sus esposos, de las que siempre iban de frente. Pero esa era su opinión personal, claro, y estaba basada en conjeturas.

La confianza que transmitía, unida al estado neutro al que le había conducido la bebida, animaron a Zack a introducirse en un tema del que no hablaba con nadie a excepción de sus abogados. Total, qué más daba si lo hacía, no volvería a verla después de esa noche.

—He firmado los papeles de mi divorcio hace un momento, mientras preparabas la cena. Pensé que al hacerlo y al quitarme el anillo me sentiría algo mejor, pero no ha sido así. No resulta fácil asumir que tu mujer ha estado acostándose con otro tío. Y lo más triste es que me duele más que me haya sido infiel que el haberla perdido. —Se pasó una mano por la mandíbula sin afeitar y su mirada se movió en torno a Amy hasta que las pupilas volvieron a encontrarse—. No sé por qué te estoy contando esto. Supongo que intento justificar el hecho de no ser el mejor anfitrión del mundo. —Esbozó una sonrisa desganada mientras se revolvía el cabello ya seco.

—Así que he llegado en el peor momento.

—No exactamente. Todavía puedo ser mucho más desagradable —ironizó para desdramatizar el contenido de la conversación.

A Amy no le pareció muy normal que le doliera más la infidelidad que la pérdida, por lo que aprovechó su empatía para preguntarle al respecto.

—¿Ya no la amabas? —Zack arqueó las cejas—. Te lo pregunto porque no entiendo muy bien que te haya dolido más una cosa que la otra.

—Elizabeth tenía una relación seria con el tal Jerry desde hacía varios meses. Se veían en nuestra casa cada vez que yo salía de viaje. Se sentaba en mi sillón, se duchaba en mi baño, se bebía mis cervezas y se tiraba a mi esposa en mi propia cama. ¿Lo entiendes ahora? —La opinión de Amy había levantado algunas ampollas en Zack—. Yo mismo hice las fotografías.

Amy acertó a extender el brazo en dirección al cajón del armario en el que acababa de guardar los documentos.

—¿Te refieres a las fotos que...? —él asintió—. ¿Y fue así como te enteraste? ¿Les pillaste en la cama?

—Yo estaba de viaje en Nueva York, asistiendo a un congreso de medicina. La última de las conferencias se canceló porque el ponente se había puesto enfermo, así que regresé a casa ese mismo día en lugar de esperar al siguiente. Cuando abrí la puerta del dormitorio me encontré con el culo de ese tío metido entre las piernas de mi mujer.

Amy puso una mueca agria.

—Tuvo que ser terrible. —De repente, se sintió incómoda vistiendo las ropas de aquella mujer—. Me llama la atención que reaccionaras de una manera tan cerebral. Yo en tu lugar me habría puesto como una energúmena y les habría echado a patadas a los dos.

—No te imagino haciéndolo. —Su fervor le hizo gracia.

—Porque no me conoces.

Eso era verdad. Las evidencias apuntaban a que el carácter de Amy Dawson debía de ser tan dulce como su rostro o como el sonido de su voz, pero a veces las apariencias engañan. Sin embargo, tenía la sensación de que no era su caso.

—Ese fue mi primer impulso, pero mi profesión me ha enseñado a mantener la calma en los momentos de crisis; por ese motivo y para velar por mi futuro, saqué el móvil y los fotografié. No pienso darle a Elizabeth ni un solo centavo.

Ella admiró su sangre fría en silencio.

Llamaba la atención que una mujer casada con un hombre que aparentemente lo poseía todo —atractivo, éxito profesional e inteligencia— tuviera la necesidad de liarse con otro. Aunque claro, ella no conocía los pormenores de la relación.

—¿Y quién era él? —preguntó, por mera curiosidad.

—Jerry no sé qué. Un visitador médico que frecuentaba la farmacia de Elizabeth. Pero eso no importa. —Se levantó de la silla para devolverla a su lugar. Ya le había contado demasiado, mucho más de lo que había previsto cuando comenzó a hablar—. Es tarde y pareces muy cansada. Deberías dormir unas horas.

Amy no escuchó la última parte porque el cerebro se le quedó anclado en las primeras palabras de la frase. Una aterradora idea, nacida de la imagen que había visto hacía un rato así como de lo que Zack acababa de decirle, comenzó a tomar forma en su cabeza, haciéndose más y más grande hasta el punto de que el estómago se le revolvió.

—¿Puedo ver el resto de las fotografías?