91

Condujeron el rebaño río Powder arriba, cuya agua no gustó a ninguno de los vaqueros. Algunos se quejaron de dolores de estómago y otros de vientre. Jasper Fant empezó a estudiar sus defecaciones de cerca. Salían casi blancas, cuando salían. Parecía una señal de mal agüero.

—He conocido a señoras que no eran tan remilgadas como tú, Jasper —observó Augustus, aunque no se burló demasiado de Jasper. Todo el campamento estaba abatido por la muerte de Deets. La mayoría no lo añoraban tanto, pero se preguntaban qué suerte les estaba reservada en el Norte.

Cuando cruzaron el Powder pudieron ver las montañas Bighorn elevándose al Oeste, no demasiado cerca pero sí lo suficiente para que todos pudieran ver la nieve que las coronaba. Las noches empezaron a ser frías y muchos empezaron a lamentarse de no haber comprado mejores prendas de abrigo en Ogallala, cuando tuvieron oportunidad de hacerlo.

Las conversaciones alrededor del fuego se dedicaron sobre todo a las tormentas. Muchos habían soportado vientos del Norte y alguna que otra tormenta de hielo, pero eran vaqueros del sur de Texas y apenas conocían la nieve. Algunos hablaron de galopar a las montañas y ver cómo era de cerca.

A Newt siempre le había interesado la nieve, pero durante las semanas que siguieron a la muerte de Deets no sintió interés por nada, ni siquiera por la nieve. Apenas prestaba atención a las conversaciones sobre tormentas y en realidad le importaba poco que se helaran todos, hombres y ganado a la vez.

En ocasiones recordaba el extraño comentario del señor Gus. No sabía cómo interpretarlo, aunque entendió claramente que el capitán Call era su padre. Para Newt aquello carecía de sentido. Si el capitán hubiera sido su padre, no le cabía duda de que se lo hubiera dicho en un momento u otro de sus diecisiete años.

En otras circunstancias la cuestión le habría intrigado, pero ahora estaba abatido y no le importaba demasiado. En comparación con la muerte de Deets, le tenía sin cuidado.

En todo caso, si Newt hubiera querido preguntar al capitán, le habría sido difícil dar con él. El capitán cubrió el puesto de Deets y se pasaba los días explorando. Generalmente regresaba junto al rebaño al atardecer, para guiarles a un lugar donde dormir. Una vez, durante el día, volvió a galope tendido para informar que había cruzado las huellas de unos cuarenta indios. Los indios viajaban hacia el Noroeste, en la misma dirección que ellos.

Durante los días siguientes todo el mundo estuvo tenso, esperando el ataque indio. Algunos hombres se alarmaron a la vista de lo que resultaron ser matas de salvia o matorrales bajos. Nadie podía dormir por la noche e incluso los que no estaban de guardia pasaban parte de la noche repasando y volviendo a repasar sus municiones. El irlandés tenía miedo a cantar cuando estaba de guardia por temor a atraer a los indios directamente al campamento. En realidad, la guardia nocturna se hizo de lo más desagradable para todos, y en lugar de apostar por dinero se apostaba sobre quién hacía guardia. La guardia de medianoche era la menos popular. Nadie quería apartarse de la hoguera; los que volvían de las guardias lo hacían profundamente aliviados, y los que se iban lo hacían convencidos de que se encaminaban a la muerte. Algunos lloraban. Needle Nelson temblaba tanto que apenas podía poner el pie en el estribo. Jasper Fant incluso llegó a descabalgar y a caminar cuando se encontraba en la punta del rebaño. Pensaba que era más difícil que le vieran los indios si estaba de pie.

Pero pasó una semana y no vieron indios. Los hombres se relajaron un poco. Abundaban los antílopes y en dos ocasiones vieron pequeñas manadas de búfalos. En una ocasión la remuda se asustó por la noche; a la mañana siguiente Call descubrió las huellas de un jaguar.

El territorio empezó a mejorar paulatinamente. La hierba se hizo más abundante y a veces se encontraban grupos de árboles y arbustos a lo largo del cauce. Por las tardes aún hacía calor, pero las mañanas eran frías.

Call decidió finalmente dejar el valle del Powder. Pensó que la amenaza de sequía había terminado. La hierba era espesa y ondulante y había multitud de arroyos. Poco después de dejar el Powder cruzaron el Crazy Woman Creek. Parecía que cada día había más nieve en las montañas. Viajar resultó relativamente fácil y el ganado recuperó la carne perdida durante la dura marcha.

A partir de entonces, Call vio señales de indios casi cada día, pero no a los indios. Le molestaba un poco. Había luchado con ellos lo bastante para no subestimarlos, pero tampoco exageraba su capacidad. En su opinión, hablar de indios no era nunca exacto. Siempre les hacía parecer peores o mejores de lo que eran. Prefería juzgar a los indios del Norte con sus propios ojos, pero en este caso los indios no se prestaron.

—Conducimos tres mil cabezas —dijo Call a Augustus—. Acabarán viéndonos.

—No esperan ganado. Hasta ahora nunca ha habido ganado por aquí. Probablemente se dedican a la caza, tratando de reunir suficiente carne para pasar el invierno.

—Supongo que no tardaremos en verlos —comentó Call.

—Siempre será demasiado pronto. Pueden venir rodando de las montañas y barrernos cualquier día. Entonces tendrán carne más que suficiente para pasar el invierno. Ellos serán indios ricos y nosotros soñadores muertos.

—¿Soñadores, por qué? —preguntó Call—. Esta tierra cada vez es mejor.

—Soñadores locos por vivir la vida que hemos vivido —aclaró Augustus.

—Yo he disfrutado con la mía. ¿Qué ha habido de malo en la tuya?

—Debí volver a casarme. Dos esposas no son muchas. Salomón me lleva varios centenares de ventaja, aunque yo estoy equipado igual que él. Por lo menos pude haber tenido ocho o diez. No sé por qué me quedé en este viejo equipo andrajoso.

—Supongo que porque no tenías que trabajar —dijo Call—. Tú descansabas y nosotros trabajábamos.

—Bueno, yo trabajaba de cabeza. Trataba de estudiar la vida. De haber tenido un par más de mujeres gordas a mi alrededor habría resuelto el rompecabezas.

—Nunca comprendí por qué no te quedaste en Tennessee, si tu familia era rica.

—Porque era aburrido. Por eso no quería ser ni médico ni abogado, y no había otra cosa que hacer por aquellos pagos. Prefería hacerme forajido que médico o abogado.

Al día siguiente, mientras seguían el curso de un arroyo que salía del Crazy Woman Creek, el caballo de Dish Boggett alzó de pronto la cabeza y echó a correr. Dish se quedó sorprendido y avergonzado. Había sido una mañana tranquila y estaba medio dormido cuando se encontró con el caballo desbocado en dirección a la carreta. Tiró de las riendas con todas sus fuerzas pero el bocado no parecía hacer ninguna mella en el caballo.

El ganado también dio la vuelta, salvo el toro de Texas, que lanzó un fuerte mugido.

Call vio la espantada sin darse cuenta al principio de lo que la había causado. Él y Augustus cabalgaban juntos, discutiendo hasta dónde debían adentrarse al Oeste antes de volver a torcer al Norte.

—¿Crees que la Mala Bestia ha comido hierba loca? —preguntó Call clavando las espuelas para ir a ayudar a contener el ganado. Casi pasó por encima de la cabeza de la yegua porque se inclinó hacia delante creyendo que esta iniciaría un galope, pero en cambio la yegua se paró en seco. Fue una sorpresa, porque últimamente se había mostrado muy obediente y no le había hecho ninguna mala pasada.

—Mira, Call —le dijo Augustus.

Había un grupo de árboles bajos a lo largo del arroyo, y un animal enorme, de color pardo anaranjado, acababa de salir del soto.

—¡Dios mío, es un oso! —exclamó Call.

Augustus no tuvo tiempo de contestar porque su caballo se encabritó de pronto. Todos los vaqueros tenían problemas con sus monturas. Los caballos volvían grupas y corrían como si quisieran volver a Texas. Augustus, montado en un caballo que hacía años que no corcoveaba, a punto estuvo de ser derribado.

Pero en lugar de huir, la mayor parte de los animales se volvieron y miraron al oso. El toro tejano se plantó solo, delante del rebaño.

Call sacó el rifle y trató de animar a la Mala Bestia a que se acercara un poco más, pero sin suerte. Se movió, pero se movió de lado, con los ojos siempre fijos en el oso, aunque este se encontraba unos ciento cincuenta metros de distancia. Por más que la espoleó, la yegua solo se movió a un lado, como si hubiera una línea invisible en la pradera que no quisiera traspasar.

—¡Maldición! ¡Allá va a la comida! —observó Augustus. Había conseguido dominar su caballo.

Call vio los mulos desbocados en dirección al Powder, con Lippy tirando desesperadamente de las riendas y saltando en el pescante a un palmo de altura.

—¡Capitán, es un oso! —Vino a decirle Dish Boggett. Había conseguido que el caballo diera un rodeo, pero no podía detenerlo y se lo dijo a gritos al pasar.

Había confusión por todas partes. La remuda se iba corriendo hacia el Sur, llevando consigo a Spettle. Dos o tres jinetes habían sido derribados y sus caballos volaban en dirección Sur. Los vaqueros derribados esperaban morir de un momento a otro, y aunque no tenían idea de lo que les atacaba, se acercaban con las pistolas desenfundadas.

—Supongo que empezarán a matarse ahora mismo —comentó Augustus—. Si no se les contiene pensarán que somos atacados por forajidos.

—Vete a impedírselo —dijo Call. Él no podía hacer otra cosa que vigilar al oso y retener más o menos a la yegua en aquel lugar. Hasta el momento el oso no había hecho otra cosa que erguirse sobre sus pata traseras y olfatear el aire. Pero era un oso enorme; a Call le pareció mayor que un búfalo.

—Mira, a mí no me importa que se líen a tiros —observó Augustus—. Ninguno tiene buena puntería. Dudo que perdamos alguno.

Estudió al oso por un momento. El oso no hacía nada, pero por lo visto tampoco tenía la intención de marcharse.

—Dudo que este oso haya visto un toro zurdo en su vida. Está un poco asombrado, y no hay para menos, desde luego.

—Maldita sea, pero es un oso enorme.

—Sí, y ha desbaratado todo el equipo con solo salir de entre los árboles —dijo Augustus.

En efecto, el equipo de Hat Creek estaba en desbandada, la carreta y la remuda seguían volando hacia el Sur, la mitad de los hombres estaban en el suelo y la otra mitad luchando con sus caballos. El ganado no había huido aún, pero estaba nervioso, Newt había sido lanzado al aire por el alazán que Clara le había regalado y aterrizó dolorosamente sobre la rabadilla. Empezó a cojear en dirección a la carreta pero descubrió que la carreta no estaba. Lo único que quedaba de ella era Po Campo, que parecía estupefacto. Era demasiado bajito para poder mirar por encima del ganado y no tenía la menor idea de que había un oso por allí.

—¿Son los indios? —preguntó Newt. Tampoco había visto el oso.

—No sé lo que es —respondió Po Campo—. Pero es algo que no gusta a los mulos.

Solo los dos cerdos parecían relativamente tranquilos. Un saco de patatas había salido rebotado de la carreta y los cerdos se las iban comiendo plácidamente, gruñendo de vez en cuando de satisfacción.

El toro tejano era el único animal directamente enfrentado con el oso. El toro lanzó un mugido retador y empezó a patear la tierra. Se adelantó unos pasos y volvió a patear el suelo, lanzando nubes de tierra sobre su lomo.

—¿Tú crees que este torito está tan loco como para cargar contra el oso? —preguntó Augustus—. Cargar contra Needle Nelson es una cosa. Pero este oso le volverá del revés.

—Bueno, si quieres echar el lazo a este toro y llevártelo al establo, es cosa tuya —dijo Call—. Yo no puedo hacer nada con esta yegua.

El toro trotó unos pasos más hacia delante y se detuvo. No estaba a más de treinta o cuarenta metros del oso. El oso se puso sobre sus cuatro patas y miró fijamente al toro. Gruñó con un gruñido profundo, de lo más hondo de la garganta, que hizo huir despavoridas a un centenar de reses, que se detuvieron a poca distancia para mirar. El toro mugió y lanzó una nube de polvo y piedras sobre el lomo. Tenía calor y estaba enfadado. Volvió a patear el suelo, luego bajó la cabeza y cargó contra el oso.

Ante el asombro de cuantos lo vieron, el oso echó al toro tejano a un lado, de un manotazo. Volvió a levantarse sobre sus patas traseras, pegó otro manotazo al toro y lo derribó. El toro se levantó al instante y cargó de nuevo. Esta vez el oso casi le arrancó la piel. Golpeó al toro en el lomo y le hizo un enorme desgarrón, como una capa, pero a pesar de ello el toro consiguió clavarle el cuerno en el flanco. El oso hincó los dientes en el cuello del toro, pero el toro seguía moviéndose y pronto oso y toro rodaban por el suelo. Los mugidos del toro y los bramidos del oso eran tan fuertes que el ganado se asustó y echó a correr. La Mala Bestia danzaba y retrocedía y el caballo de Augustus volvió a encabritarse y lo derribó, aunque Augustus retuvo las riendas y consiguió sacar el rifle de la funda antes de que el caballo se soltara y huyera. Call también fue derribado; la Mala Bestia, como un gato, se había escurrido simplemente por debajo de él.

Ocurrió en un momento inoportuno porque el toro y el oso, retorciéndose como gatos, habían dejado la orilla del arroyo y se movían en dirección al rebaño, aunque el polvo que la batalla levantaba era tan espeso que nadie podía ver quién llevaba ventaja. A Call le pareció que el toro estaba siendo desgarrado a tiras por los dientes y las garras del oso, pero el toro derribó al oso por lo menos una vez hacia atrás y volvió a meterle el cuerno.

—¿Crees que deberíamos disparar? —preguntó Augustus—. Como la batalla continúe nos encontraremos de nuevo en Río Rojo.

—Si disparas podrías darle al toro. Entonces tendríamos que luchar nosotros contra el oso y no estoy seguro de que pudiéramos con él. Ese oso está loco.

Po Campo se acercó con su rifle en la mano. Newt venía a unos pasos detrás. La mayoría de los hombres habían sido derribados y contemplaban la batalla, tensos, agarrados a sus rifles.

El ruido que hacían los dos animales era tan espantoso que a los hombres les entraban ganas de echar a correr. Jasper Fant estaba deseoso de huir…, pero no quería huir solo. De vez en cuando se veía la cabeza del oso, enseñando los dientes, desgarrando con sus enormes garras; y de vez en cuando se veía al toro, que se había transformado en una masa de músculo, tratando de hacer retroceder al oso. Ambos sangraban, y el olor de la sangre se hizo tan fuerte que Newt estuvo a punto de vomitar.

De pronto todo cesó. Todo el mundo esperaba ver al toro en el suelo, pero el toro no había caído. Ni el oso tampoco. Se separaron, moviéndose en círculo entre el polvo. Todo el mundo estaba preparado para disparar contra el oso si se le ocurría cargar contra ellos, pero el oso no cargó. Enseñó los dientes al toro y este le contestó con un largo mugido. El toro dio la vuelta en dirección al rebaño y luego se detuvo para mirar al oso. El oso volvió a levantarse sobre las patas traseras, bramando aún; uno de sus costados estaba empapado de sangre. El oso pareció dominarles a todos pese a estar a cincuenta metros de ellos. Al poco rato volvió a ponerse a cuatro patas, gruñó una vez más en dirección al toro y desapareció entre la maleza, junto al río.

—Capitán, ¿podemos perseguirlo? —preguntó Soupy Jones empuñando su rifle.

—¿Perseguirle? —preguntó Augustus—. ¿Te has vuelto loco, Soupy? ¿Quieres perseguir un oso a pie después de lo que acabas de ver? No serías más que medio bocado para este oso.

El oso había vadeado el arroyo y se alejaba despacio a campo abierto.

Pese a las advertencias de Augustus, tan pronto como los hombres pudieron recuperar sus caballos, cinco de ellos —Dish Boggett, Soupy, Bert, el irlandés, y Needle Nelson— se lanzaron tras el oso, todavía visible a más de dos kilómetros. Empezaron a dispararle mucho antes de tenerlo a tiro y el oso galopó en dirección a las montañas. Una hora después, regresaron los hombres con los caballos agotados pero sin el trofeo del oso.

—Le dimos pero fue más rápido de lo que pensábamos —explicó Soupy—. Se metió entre los árboles arriba, en las colinas.

—Cazaremos al próximo —anunció Bert.

—Bueno, si estaba entre los árboles debisteis haber ido y haberle azotado con las culatas de las armas —dijo Augustus—. Probablemente le habríais domado.

—Lo que pasa es que los caballos no quisieron meterse entre los árboles —aclaró Soupy.

—Ni yo tampoco —confesó Allen O’Brien—. De habernos metido entre los árboles a lo mejor no habríamos salido.

Los mulos recorrieron cinco kilómetros antes de pararse, pero como la llanura era bastante lisa la carreta no sufrió daños. No podía decirse lo mismo de Lippy, que dio tantos saltos que casi se partió la lengua en dos. La lengua le sangró durante horas y unos hilillos de sangre le caían sobre el labio flojo. Al final tanto la remuda como el ganado pudieron ser recuperados.

Cuando el toro tejano se hubo calmado lo bastante para poder acercársele, sus heridas parecían tan enormes que al principio Call pensó en matarle. Solo le quedaba un ojo. El otro había sido vaciado y la piel arrancada del cuello le colgaba como una manta sobre un hombro. Había un desgarrón profundo en su flanco y una herida de garra le recorría casi todo el lomo. Le había arrancado de cuajo un cuerno, como si se lo hubiera cortado con un hacha. No obstante, el toro seguía pateando el suelo y mugía si los vaqueros se le acercaban.

—Da lástima matarle —comentó Augustus—. Ha luchado a muerte con un oso. Pocas criaturas pueden presumir de ello.

—Pero no puede andar hasta Montana con la mitad de la piel colgándole por el hombro —objetó Call—. Las moscas se le meterían en la herida y acabaría muriéndose igualmente.

Po Campo se acercó a dieciséis metros del toro y lo contempló.

—Puedo coserlo —dijo—. Quizá viva. Que alguien le eche el lazo.

—Enlázalo, Dish —sugirió Augustus—. Es tu trabajo. Eres el mejor de nuestros hombres.

Dish tenía que hacerlo o se avergonzaría de su fracaso para el resto de sus días. Su caballo no quería acercarse al toro y falló dos lanzamientos por culpa del nerviosismo, temiendo morir si conseguía enlazar al animal. Pero al fin un lazo pasó por encima de la cabeza del toro y le retuvo hasta que se lanzaron otras cuatro cuerdas más.

Incluso entonces casi no podía derribar al toro, y a Po Campo le costó más de dos horas volver a ponerle el desgarrón en su sitio. Cuando hubo que girar al toro hacía el otro lado, fue virtualmente necesario todo el equipo, más cinco caballos y cuerdas, para impedir que volviera a levantarse. Al girar casi aplastó a Needle Nelson, que le odiaba y no estaba de acuerdo con los remiendos. Cuando el toro casi se le cayó encima, Needle se refugió en la carreta y se negó a acercarse de nuevo.

—Yo apostaba por el oso —dijo—. Un toro como este tarde o temprano alcanzará a alguien, y a lo mejor seré yo.

Al día siguiente el toro estaba tan dolorido que apenas podía moverse y Call temió que los cuidados hubieran sido en vano. El toro se fue quedando tan rezagado del rebaño que decidieron dejarlo. Call iba mirando atrás esperando ver buitres en el cielo; si el toro se desplomaba se darían un buen banquete.

Pero no vio buitres, y una semana después de la pelea el toro volvía a estar en el rebaño. Nadie le había visto volver, pero una mañana se lo encontraron allí. Solo tenía un cuerno y un ojo. Las costuras de Po Campo eran algo irregulares y los pliegues de la piel se habían separado en dos o tres lugares, pero el toro estaba tan agresivo como siempre, mugiendo a los vaqueros cuando se le acercaban demasiado. Reanudó su costumbre de mantenerse en cabeza del rebaño. Sus heridas solo le habían hecho más irascible; los hombres se mantenían tan alejados como podían de él.

Como resultado de la batalla, la vigilancia del ganado durante la noche se hizo aún más impopular. Donde había un oso pardo, podía haber otros. Los hombres, que constantemente se habían preocupado por los indios, empezaron a pensar en los osos. Los que habían perseguido al oso a caballo no dejaban de hablar de lo rápidamente que se movía. Aunque solo parecía trotar, les había dejado plantados.

—No hay ni un caballo en este equipo que este oso no pueda alcanzar si se lo propone —observó Dish.

La observación le quitó el apetito y el sueño a Jasper Fant. Permaneció despierto, envuelto en su manta por espacio de tres noches, agarrado a su rifle, y cuando no podía zafarse de la vigilancia nocturna sentía tal ansiedad que solía vomitar cuanto comía. Pensó en abandonar el equipo pero esto significaba recorrer centenares de kilómetros de pradera infestadas de osos, solo, y esta era una perspectiva con la que no se atrevía a enfrentarse. Pensó que si alguna vez llegaba a una ciudad con ferrocarril, cogería el tren fuera a donde fuera.

Pea Eye también encontró desagradable la perspectiva de los osos.

—Si encontramos alguno más, disparemos todos a la vez —sugirió repetidamente a los hombres—. Si somos muchos a disparar, supongo que lo derribaremos. —Pero nadie pareció convencido ni se molestó en responderle.

Paloma solitaria
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