53

Mucho antes de que atracara el barco del whisky, Elmira se dio cuenta de que iba a tener problemas con Big Zwey. El hombre nunca se le acercaba, ni siquiera le hablaba, pero todas las veces que ella salía de su chamizo para sentarse a contemplar el agua sentía sus ojos puestos en ella. Y cuando cargaron el whisky en carretas y empezaron a cruzar el llano en dirección a Bent’s Fort, sus ojos la siguieron, cualquiera que fuera la carreta en que viajara.

Pensó que quizá le interesaba más a Big Zwey por ser tan menuda. Era un problema que ya había tenido antes. Al ser tan chiquita parecía atraer a los hombres corpulentos. Big Zwey aún era más grande que el cazador de búfalos que la había obligado a refugiarse en July.

A veces, por la noche, Fowler se sentaba un rato a hablar con ella cuando le llevaba la comida. Tenía una cicatriz que bajaba de la nariz, le cruzaba los labios y se perdía en la barba. Su aspecto era rudo, pero tenía unos ojos soñadores.

—Este negocio del transporte de whisky se ha acabado —le dijo una noche—. Los indios mantenían el negocio en auge. Ahora por esta región los han encerrado a casi todos. A lo mejor iré hacia el Norte.

—¿Hay muchas ciudades por el Norte? —le preguntó recordando que Dee había mencionado ir al Norte. A Dee le gustaba la comodidad…, hoteles, barberos y demás. Una vez ella se ofreció para cortarle el pelo y fue un desastre. Dee no se lo había tomado a mal, pero le comentó que salía más barato tratar con profesionales. Era extraordinariamente presumido.

—Está Ogallala —contestó Fowler—. Junto al Platte. También hay ciudades en Montana, pero esto queda muy lejos.

Big Zwey tenía la voz profunda. A veces le oía hablar a los hombres, incluso por encima del ruido de las ruedas de la carreta. Llevaba un abrigo largo de piel de búfalo y casi nunca se lo quitaba, ni siquiera cuando hacía calor.

Una mañana se produjo un gran alboroto. Cuando las brumas mañaneras empezaron a disiparse, el hombre que estaba de guardia le pareció haber visto a seis indios sobre una loma. Era un hombre joven, muy nervioso. En todo caso, no reaparecieron. Durante el día los hombres descubrieron tres búfalos y mataron a uno de ellos. Aquella noche Fowler le trajo a Elmira algo de hígado y de lengua, lo mejor del animal, según dijo.

Los hombres habían hablado tanto del Fort que Elmira supuso que se trataba de una verdadera ciudad, pero no era sino unos edificios desperdigados, ninguno de ellos en buen estado. Solo había una mujer, la mujer de un herrero, y se había vuelto loca a consecuencia de la muerte de sus cinco hijos. Se pasaba todo el día sentada en una silla, sin hablar con nadie.

Fowler hizo cuanto pudo por Elmira. Consiguió de los traficantes que le cedieran una habitación, aunque en realidad era una alacena pequeña y sucia. Estaba junto a un almacén donde se guardaban montones de pieles de búfalo. El hedor de las pieles era peor que cualquiera de las cosas que habían ocurrido en el río. El cuartucho estaba lleno de pulgas que habían escapado de las pieles. Se pasó buena parte del tiempo rascándose.

Aunque en el Fort no había gran cosa que ver, había mucho movimiento, con hombres a caballo que llegaban o se iban constantemente. Al contemplarles, Elmira deseaba haber sido un hombre para poderse comprar un caballo y largarse. Los hombres la dejaban tranquila, pero se la comían con los ojos cada vez que salía de su cuarto. Había muchos mejicanos de aspecto salvaje que le daban más miedo que los cazadores de búfalos.

Después de una semana de rascarse empezó a darse cuenta de que había hecho una locura cogiendo el barco. En Fort Smith, lo único que sintió fue un deseo irresistible de marcharse. El día que se fue le pareció que su vida dependía de que pudiera abandonar Fort Smith aquel mismo día, porque temía que July reapareciera de pronto.

No lamentaba haberse ido, pero tampoco había imaginado que iría a parar a un lugar como Bent’s Fort. Por lo menos en las ciudades vaqueras las diligencias iban y venían, y si a uno no le gustaba Dodge siempre podía ir a Abilene. Pero a Bent’s Fort no llegaba ninguna diligencia; solo había un camino de carretas que pronto se perdía en el inmenso vacío de las llanuras.

Aunque ninguno la había molestado, los hombres del Fort parecían muy toscos. «Piensan que no merece la pena raptarte», le había dicho Fowler, pero no estaba segura de que tuviera razón. Alguno de los mejicanos daban la impresión de que podían hacer algo mucho peor que raptarla si les daba por ello. Una vez, sentada bajo el pequeño saliente de su habitación, presenció una lucha entre dos mejicanos. Oyó un grito y vio que cada hombre sacaba un cuchillo. Se lanzaron uno contra otro como carniceros. Sus ropas no tardaron en quedar ensangrentadas, pero era obvio que los cortes no eran graves porque al poco rato dejaron de luchar y se fueron juntos a jugar.

Fowler dijo que quizás hubiera una partida de cazadores que se dirigían al Norte y que tal vez querrían llevarla, pero transcurrió una semana y no se organizó ninguna partida. Y un buen día Fowler le trajo un plato de comida, bajo el cobertizo. La miró confuso como si tuviera algo importante que decirle y no quisiera hacerlo.

—Big Zwey quiere casarse contigo —dijo por fin, en tono de disculpa.

—Pues ya estoy casada.

—¿Y si solo quiere casarse temporalmente? —preguntó Fowler.

—Eso siempre es temporal. ¿Por qué no me lo pide él?

—Porque Zwey es hombre de pocas palabras.

—Le he oído hablar. Habla con los hombres.

Fowler se echó a reír y no dijo más. Elmira se puso de mal humor. Estaría en apuros si algún hombre quería casarse con ella. Alguien había echado una piel de búfalo nueva y desde donde estaba sentía rebullir a las pulgas.

—Si le aceptas te llevará a Ogallala —continuó Fowler—. Piénsalo. No es tan malo como otros.

—¿Cómo puedes saberlo? No has estado casado con él.

Fowler se encogió de hombros.

—Puede ser tu mejor oportunidad. Yo vuelvo río abajo la próxima semana. Hay un par de traficantes de pieles que se llevan un cargamento a Kansas y que podrían llevarte, pero será un viaje duro. Olerás las apestosas pieles todo el tiempo. Además los traficantes son brutos. Creo que Big Zwey te trataría bien.

—No quiero ir a Kansas. Ya he estado en Kansas.

Lo que lo estropeaba todo era que estaba embarazada, y que se veía. Algunos saloons no tenían manías, pero siempre resultaba más difícil conseguir trabajo si se estaba embarazada. Además no quería trabajar, quería a Dee, y a Dee no le importaría que estuviera embarazada.

Big Zwey empezó a pasarse las horas contemplándola. No jugaba ni hacía ninguna otra cosa; solo la miraba. Estaba sentada bajo su cobertizo, a la sombra, y él se sentaba bajo otra sombra a treinta metros, solo mirando.

Una vez, mientras la contemplaba, unos jinetes descubrieron una manada de búfalos. Los cazadores estaban locos por ir tras ellos, pero Zwey no quiso ir. Le gritaron, discutieron con él, pero siguió sentado. Al fin se marcharon sin él. Un cazador intentó que le prestara su rifle, pero Zwey no quiso. Permaneció allí sentado, con el rifle sobre las piernas, mirando a Elmira.

Le pareció curioso su poder sobre aquel hombre. Nunca le había hablado ni una palabra, y no obstante se quedaba horas sentado, a treinta metros de distancia. Era algo extraño. ¿Qué puede pasar por la mente de los hombres para comportarse de un modo tan extraño con las mujeres?

Una mañana salió de su cuarto antes de lo habitual. Estaba un poco mareada y quería respirar aire fresco. Cuando abrió la puerta casi topó con Big Zwey, que había estado apoyado en ella. Su inesperada aparición le avergonzó tanto que le dirigió una mirada angustiada, dio la vuelta y se fue casi corriendo. Era un hombre pesado y su aspecto al huir corriendo le hizo soltar una carcajada, cosa que hacía tiempo que no había hecho. No se volvió a mirarla hasta que estuvo de nuevo en su lugar habitual, y lo hizo asustado, como si temiera que le disparara por haber estado apoyado en su puerta.

—Dile que iré con él —comunicó aquella noche a Fowler—. Creo que no es tan malo.

—Díselo tú —le aconsejó Fowler.

A la mañana siguiente se acercó donde estaba sentado Big Zwey. Cuando la vio llegar pareció como que fuera a salir huyendo, pero ella ya estaba demasiado cerca. Se quedó como paralizado, con el miedo reflejado en sus ojos.

—Iré contigo si crees que puedes llevarme a Ogallala —le dijo—. Te pagaré lo que creas justo.

Zwey no dijo nada.

—¿Cómo viajaremos? —preguntó—. Yo no sé montar a caballo.

Big Zwey tardó un minuto en contestar. Cuando Elmira estaba a punto de perder la paciencia, él se pasó la mano por la boca como para limpiarla.

—Puedo conseguir aquel carro —dijo señalando una cosa destartalada a pocos metros de distancia. A Elmira no le pareció que el carro pudiera viajar diez yardas y menos todo el camino hasta Nebraska.

—Le diré al herrero que lo arregle —añadió Big Zwey. Ahora que había hablado con ella sin que el rayo le fulminara, se sintió más cómodo.

—¿Quieres decir que iremos los dos solos? —preguntó Elmira.

La pregunta le dio mucho que pensar, tanto que ella casi deseó no haberla formulado. Él volvió a guardar silencio, preocupado.

—Podría llevar a Luke —dijo.

Luke era un pequeño cazador de búfalos con cara de comadreja y con solo el pulgar y un dedo en la mano izquierda. Llevaba dados y jugaba siempre que encontrara a alguien dispuesto a jugar con él. En una ocasión le había preguntado a Fowler sobre él. Fowler le dijo que un carnicero le había cortado los dedos por alguna razón.

—¿Cuándo podremos irnos? —preguntó Elmira. Pero era una decisión que Big Zwey no podía tomar inmediatamente. Reflexionó sobre el particular un buen rato sin llegar a ninguna conclusión.

—Quiero salir de aquí. Estoy harta de oler pieles de búfalo.

—Le diré al herrero que arregle el carro —respondió Zwey. Se puso en pie, cogió la vara del carro y empezó a tirar de él hacia la casa del herrero, a unos cien metros. A la mañana siguiente, el carro, más o menos reparado, estaba esperando frente a su cuarto. Cuando salió para inspeccionarlo vio que Luke ya estaba dentro, durmiendo su borrachera. Dormía con la boca abierta, mostrando sus dientes negros, y no muchos por cierto.

Luke la había ignorado durante el viaje río arriba, pero cuando despertó saltó del carro y se le acercó con su sonrisa de comadreja.

—Big Zwey y yo nos hemos asociado —explicó—. ¿Sabe conducir un carro?

—Si vamos despacio creo que sí.

Luke tenía el pelo rojo y tieso, disparado en todas direcciones. Un gran cuchillo para desollar metido en una funda colgaba de un hombro. Sonreía siempre, mostrando sus dientes negros, y al contrario de Zwey, no tenía miedo a mirarla a los ojos. Su aspecto era insolente y escupía tabaco continuamente mientras hablaba.

—Zwey ha ido a comprar unos mulos. Tenemos dos caballos, pero no sirven para el carro. En todo caso, podemos conseguir algunas pieles mientras viajemos.

—No me gusta el olor a las pieles —le hizo notar, pero sin poner el suficiente énfasis para que Luke captara el mensaje.

—Después de cierto tiempo uno se acostumbra. Yo casi ni lo noto, de tanto que las he olido.

Luke tenía un pequeño látigo y con él se golpeaba nerviosamente la pierna sin cesar.

—¿Tiene miedo a los indios?

—No lo sé. Pero no creo que me gusten mucho —respondió Elmira.

—Yo ya he matado a cinco —afirmó Luke.

Big Zwey llegó por fin con dos mulos flacos y unos arreos que había conseguido. Estaban en mal estado, pero había mucho cuero por allí y no tardaron en tenerlos a punto. Luke era muy hábil con el pulgar y el meñique. Trabajaba mejor que Zwey, cuyas manos eran demasiado grandes para arreglar arneses.

No tardó en aprender a conducir mulos. No había que hacer gran cosa porque los mulos se limitaban a seguir a los dos hombres a caballo. Solo resultaban difíciles de manejar cuando los hombres se lanzaban al galope para cazar. Al segundo día, con los hombres lejos, cruzó un río cuyos ribazos eran tan altos y empinados que pensó que el carro volcaría. Cuando ya se disponía a saltar, el carro se mantuvo milagrosamente derecho.

Aquel día los hombres mataron veinte búfalos. Elmira tuvo que esperar al sol todo el día mientras ellos les arrancaban la piel. Al fin bajó y se sentó debajo del carro, que le proporcionó una pequeña sombra. Los hombres amontonaron las ensangrentadas y malolientes pieles en el carro, lo que no sentó nada bien a los mulos. Odiaban tanto como ella el olor de las pieles.

Big Zwey se había vuelto a sumir en el silencio, dejando la conversación para Luke, que charlaba por los codos le escucharan o no.

Con frecuencia a Elmira se le ponían los nervios en el estómago. Las sacudidas del carro eran algo a lo que había que acostumbrarse. Los llanos parecían lisos a distancia, pero resultaban sorprendentemente irregulares para sortear. Big Zwey le había dado una manta para que la pusiera sobre el duro asiento. Evitaba que las astillas la pincharan, pero no le amortiguaban las sacudidas.

Sola, con los dos hombres en medio de la inmensa y vacía pradera, sentía cierta aprensión. En los pueblos vaqueros había montones de mujeres. Si un hombre se ponía bestia, podía gritar. A bordo del barco no le había parecido tan peligroso, porque los hombres estaban siempre peleando o jugando entre ellos. Pero de noche, en la pradera, solo estaban los tres y poca cosa para entretenerles. Big Zwey se sentaba a mirarla por encima del fuego, y Luke también la miraba mientras iba hablando. Ignoraba si Big Zwey se consideraba casado, de un modo u otro, con ella. Le preocupaba que pudiera acercarse de pronto y querer poner en práctica el matrimonio, aunque hasta el momento estaba incluso intimidado para hablarle. Pero a lo mejor también consideraba que estaba casada con Luke, y de esto no quería saber nada. La idea la ponía tan nerviosa que no podía comer la carne de búfalo que le ofrecían. De todas formas era mucho más dura que cualquier carne que hubiera masticado alguna vez. Masticaba un pedacito hasta que las mandíbulas se le cansaban, y entonces la escupía.

Pero cuando iba al carro y transformaba la manta en una especie de camastro, ninguno de los dos la seguía. Permanecía despierta mucho rato, asustada, pero los hombres continuaban sentados junto al fuego, mirando de vez en cuando en su dirección, pero sin hacer nada que pudiera molestarla. Elmira consiguió dormirse, pero despertó unas horas después, al retumbar un trueno. Los hombres estaban dormidos junto a las brasas. A través de la pradera empezó a ver los rayos que caían de las nubes y a los pocos minutos grandes goterones empezaron a caerle encima. En un instante estuvo calada. Se cobijó debajo del carro. No era una gran protección, pero al menos era algo. Los rayos no tardaron en caer a su alrededor y los truenos producían unos ruidos enormes y secos, como si se cayera un edificio. Se asustó tanto que se agarró las rodillas y se echó a temblar. Cuando caía el rayo toda la pradera quedaba bañada durante unos segundos de una luz blanca.

La tormenta pasó pronto, pero permaneció despierta el resto de la noche, escuchando cómo caía el agua encima del carro. La oscuridad era grande; ni siquiera sabía lo que podía haberles ocurrido a los hombres.

Pero por la mañana seguían donde se habían echado a dormir, mojados como pollos, pero dispuestos a tomarse el café. Ni siquiera comentaron la tormenta. Elmira pensó que estaban acostumbrados a viajar duro, y que sería bueno que ella se acostumbrara también.

Pronto empezó a hablar a los mulos mientras caminaban. No les decía gran cosa, ni los mulos contestaban, pero hacía que los días largos y calurosos pasaran más deprisa.

Paloma solitaria
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