83

A medida que el rebaño serpenteaba a través del oscuro llano en dirección al Platte, las putas fue el único tema de conversación, porque era de lo único que los hombres sabían hablar. Siempre preferían este tema, aunque, naturalmente, durante el camino también se mencionaron ocasionalmente otras cosas: el tiempo, las cartas, la personalidad de los caballos, juicios y tribulaciones del pasado. Después de la muerte de Jake se había hablado mucho de los caprichos de la justicia, y de lo que hacía que un buen hombre se volviera malo. Alguna que otra vez hablaban de sus familias, y generalmente todo el mundo acababa sintiéndose nostálgico. Era un tema muy popular aunque de complicado manejo.

Cuando llegaron a una semana de Ogallala, todos los temas que no se refirieran a putas se consideraron superfluos. Newt y los Rainey estaban asombrados. También se interesaban por las putas, de un modo vago, pero al escuchar a los hombres mayores hablar de ello por la noche, o en cualquier momento que pararan, llegaron a la conclusión de que el puteo era bastante más de lo que habían imaginado. Visitar rápidamente una puta llegó a ser para ellos la más excitante perspectiva que la vida podía ofrecerles.

—¿Y si el capitán no quiere ni siquiera pararse en Ogallala? —preguntó Lippy una noche. No es hombre que le gusten las paradas.

—Nadie va a pedirle que se pare —comentó Needle—. Puede seguir adelante si le apetece. Nosotros somos los que necesitamos parar.

—Me parece que no le gustan las putas —observó Lippy—. Creo recordar que casi nunca venía por el saloon.

A Jasper le impacientaba el pesimismo de Lippy. Cualquier sugerencia de que no iban a visitar Ogallala era motivo de trastorno para él.

—¿No podrías callarte? —le gritó—. No nos importa lo que haga o deje de hacer el capitán. Solo queremos que nos deje libres.

Po Campo era también capaz de desbaratar la discusión cuando terminaba su trabajo de cocinero.

—Creo que deberíais ir todos al barbero y olvidaros de las putas. Os sacarán el dinero, ¿y qué conseguiréis con ello?

—Algo bueno —afirmó Needle.

—Un corte de pelo os durará un mes, pero lo que obtengáis de las putas solo os durará un instante —insistió Po—. A menos que os den algo que no queráis.

De la acalorada discusión que siguió, Newt dedujo que las putas no solo proporcionaban placer. Por lo visto a veces aparecían enfermedades, aunque nadie se mostraba muy específico sobre ellas.

Po Campo se mantenía en sus trece. Seguía apostando por el barbero contra el puterío.

—Si te imaginas que prefiero un barbero a una puta, estás más loco que una cabra en junio —comentó Jasper.

Newt y los Rainey dejaron las cuestiones más abstrusas a los otros y pasaron la mayor parte del tiempo analizando la parte económica de una visita a la ciudad. Los días del verano son largos y lentos, el rebaño plácido y el calor intenso. El mero hecho de pensar en Ogallala hacía que el tiempo corriera más deprisa.

Ocasionalmente, uno de los Rainey cabalgaba junto a Newt para ofrecerle una nueva información.

—Soupy dice que se quitan la ropa —le contó Ben Rainey un día.

Newt, una vez, había visto a una chica mejicana levantarse la falda para vadear el Río Grande. Debajo de la falda no llevaba nada. Cuando ella vio que él la miraba se echó reír. Después de aquello llegó con frecuencia hasta el río cuando no ocurría nada esperando verla cruzar de nuevo. Pero no volvió a verla; aquella visión era lo único en que apoyarse cuando se hablaba de mujeres desnudas. La había repasado mentalmente tantas veces que ya no le servía.

—Supongo que costará un montón —dijo.

—Aproximadamente el sueldo de un mes —especuló Jimmy Rainey.

Un atardecer llegó Deets cabalgando para informar que el Platte estaba tan solo a quince kilómetros. Todos en el campamento le ovacionaron.

—Realmente me gustaría saber por dónde cae la ciudad —comentó Soupy—. Estoy dispuesto para ir.

Call sabía que los hombres bullían por llegar a la ciudad. El propio Deets, pese a que era el que trajo la noticia, parecía abatido. No había vuelto a ser el mismo desde que ahorcaron a Jake.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Call.

—No me gusta este Norte —respondió Deets.

—Es una buena tierra de pastos —observó Call.

—No me gusta —repitió Deets—. La luz es demasiado fina.

Deets tenía una expresión lejana en los ojos. Desconcertaba a Call. El hombre se había mostrado alegre en peores ocasiones. Ahora Call solía verle sentado en su caballo, mirando hacia el Sur, por encima de los incontables kilómetros que habían recorrido. A veces, cuando desayunaba, Call le descubría mirando el fuego como los viejos animales antes de morir, como si a través de él viera otro lugar. La mirada de los ojos de Deets dejó a Call tan perplejo que lo mencionó a Augustus. Una noche cabalgó hasta su tienda. Gus estaba sentado sobre su manta, descalzo, cortándose los callos con una navaja afilada. Lorena no estaba a la vista, pero Call se detuvo a buena distancia de la tienda para no molestarla.

—Si vienes a hablar conmigo tendrás que acercarte más —dijo Augustus—. No voy a caminar descalzo hasta tan lejos.

Call echó pie a tierra y se acercó.

—No sé lo que le pasa a Deets —comentó.

—Verás, Deets es muy sensible. Probablemente habrás herido sus sentimientos con tu forma de hablar.

—No he herido sus sentimientos. Siempre he tratado de ser especialmente bondadoso con él. Deets es el mejor hombre que tenemos.

—El mejor que nunca hayamos tenido —puntualizó Augustus—. Quizás está enfermo.

—No —aseguró Call.

—Espero que no esté pensando en dejarnos. Dudo que nadie pueda encontrar los puntos de agua.

—Dice que no le gusta el Norte —comentó Call—. Es lo único que dice.

—He oído decir que llegamos al Platte mañana. Todos los muchachos están dispuestos a ir en busca de enfermedades sociales.

—Ya lo sé —asintió Call—. Ojalá pudiera evitar esta ciudad, pero necesitamos provisiones.

—Deja que los muchachos vayan y se diviertan un poco. A lo mejor es su última oportunidad.

—¿Por qué iba a ser su última oportunidad?

—Puede que el viejo Deets sepa algo. Recuerda lo sensible que es. Quizá los indios nos matarán a todos en las dos próximas semanas.

—Lo dudo —dijo Call—. No me pareces más animado que él.

—No —contestó Augustus. Sabía que estaban cerca de la casa de Clara, un hecho que ponía muy nerviosa a Lorena.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —le había preguntado la joven—. ¿Dejarme en la tienda cuando vayas a verla?

—No, señora —le respondió—. Te llevaré conmigo y te presentaré como es debido. No eres un trasto, ¿sabes? Clara probablemente tardará meses en ver a otra mujer. Se sentiría feliz en compañía femenina.

—Pero puede adivinar lo que soy —objetó Lorena.

—Sí, sabrá que eres un ser humano. No tienes que agachar la cabeza ante nadie. La mitad de las mujeres de este país probablemente empezaron como tú, trabajando en saloons.

—Pero ella no —le contradijo Lorena—. Seguro que siempre ha sido una señora. Por eso querías casarte con ella.

Augustus rio entre dientes.

—Una señora puede rebanarte el cuello lo mismo que un comanche. Clara tiene una lengua muy afilada. Me ha atacado con ella muchas veces.

—Entonces me dará miedo conocerla. Me asustará lo que vaya a decirme.

—No, será muy educada contigo. Yo soy el que tiene que vigilar por dónde ando.

Pero dijera lo que dijera, la muchacha no podía calmar su inquietud. Sentía que iba a perderle, y era terrible. Ofrecía su cuerpo… era lo único que sabía hacer. Algo de cómo se ofrecía entristecía a Augustus, pero lo aceptaba. En sus brazos creía percibir momentáneamente que la amaba; pero poco después volvía a estar triste.

—Te estás martirizando por nada —le decía—. El marido de Clara vivirá probablemente hasta los noventa y seis años, y en todo caso ni ella ni yo nos soportaríamos ahora. No tengo suficiente energía para Clara. Dudo que alguna vez la tuviera.

Por la noche, cuando al fin se dormía, él se sentaba en la tienda, y consideraba la cuestión. Veía el fuego del campamento. Los muchachos que aquella noche no cuidaran del rebaño estarían sentados alrededor de la hoguera, intercambiando bromas. Probablemente todos le envidiaban porque él tenía una mujer y ellos no. Y él les envidiaba a su vez porque estaban libres de preocupaciones y él no. Una vez puesto en marcha, el amor no podía pararse fácilmente. Él lo había empezado con Lorie, y nunca podría pararlo. Sería afortunado si volvía a lograr los placeres fáciles que los hombres disfrutaban, sentados alrededor de una hoguera, intercambiando bromas. Aunque amaba profundamente a Lorena, todavía sentía el ansia de volver a ser libre y no tener otra cosa que hacer que ganar a las cartas.

A la mañana siguiente dejó un momento a Lorena y fue a encontrarse con Deets.

—Deets, ¿has pasado mucho tiempo deseando aquello que sabes que no vas a tener? —le preguntó para empezar la conversación.

—Creo que mi vida ha sido buena —respondió Deets—. El capitán me paga un buen sueldo. Solo he estado enfermo dos veces, y una de las veces fue cuando me dispararon junto al río.

—Esto no es la respuesta a mi pregunta.

—Desear lleva mucho tiempo —comentó Deets—. Prefiero trabajar.

—Sí, pero ahora mismo qué querrías si realmente pudieras tener lo que deseas.

Deets tardó un poco en contestar:

—Volver al río.

—Pero hombre, el Río Grande no es el único río —comentó Augustus, pero antes de que pudieran seguir conversando vieron acercarse un grupo de jinetes por una loma, lejos, al Norte. Augustus se dio cuenta enseguida de que eran soldados.

—Bueno, al fin hemos encontrado la Caballería —dijo.

Había cerca de cuarenta soldados. Los caballos de la remuda empezaron a agitarse al ver tantos caballos desconocidos. Call y Augustus se adelantaron galopando y les interceptaron a medio kilómetro de distancia porque el rebaño se estaba poniendo nervioso ante tantos jinetes. El que iba en cabeza de la tropa era un hombre bajito con un gran bigote gris; lucía galones de capitán. Parecía irritado a la vista del ganado. Pronto se dieron cuenta de que estaba bebido.

A su lado cabalgaba un hombre fuerte con calzones de piel grasientos, obviamente un explorador. Era barbudo y masticaba una pastilla de tabaco.

—Soy el capitán Weaver y este es Dixon, nuestro explorador —se presentó el capitán—. ¿Adónde diablos creen que van a llevar este ganado?

—Creíamos que íbamos hacia Montana. ¿Dónde estamos entonces, en Illinois? —preguntó Augustus zumbón.

Call se molestó con Gus. No era momento de bromas.

—No, pero les gustaría estar allí si les encuentra Red Cloud —explicó el capitán Weaver—. Se encuentran en medio de una guerra de indios, ahí es donde están ustedes.

—¿Cómo puede alguien querer llevar ganado a Montana? —dijo Dixon. Su expresión era insolente.

—Pensamos que sería un buen lugar para sentarnos y verles cagar —dijo Augustus. La insolencia siempre provocaba a Gus, como Call sabía de sobra.

—Nos han dicho que hay magníficos pastos en Montana —explicó Call con la intención de borrar la mala impresión que había dejado Gus.

—Puede que sí, pero ustedes, vaqueros, no vivirán para verlos —continuó Dixon.

—No siempre fuimos vaqueros —le corrigió Augustus—. Estuvimos veinte años luchando contra los comanches en el Estado de Texas. ¿Acaso los indios de aquí no se caen del caballo cuando se les mete una bala en el cuerpo?

—Algunos sí y otros siguen atacando —intervino el capitán Weaver—. No he venido para estar hablando toda la mañana. ¿Han visto alguna señal de indios?

—Nuestro explorador no nos ha indicado nada —dijo Call haciendo un gesto hacia Deets.

—Oh, ¿tienen un negro de explorador? —se burló Dixon—. No me extraña que estén perdidos.

—No estamos perdidos —replicó Call indignado—. Y este negro podría guiarles a través de los rescoldos del infierno.

—Y traerles pinchados en una horquilla si se lo pedimos —añadió Augustus.

—¿Cómo se atreven? —preguntó el capitán Weaver enrojeciendo de ira.

—Este sigue siendo un país, libre, ¿no? —Saltó Augustus—. ¿Quién les pidió que vinieran a insultar a nuestro explorador?

Deets llegó a galope y Call le preguntó si había encontrado señales de indios.

—Ninguna entre aquí y el río —contestó Deets.

Un joven y pálido teniente habló inesperadamente.

—Creo que se fueron hacia el Este.

—Nosotros fuimos hacia el Este —dijo Weaver—. ¿Dónde cree que hemos estado la última semana?

—Quizás ellos iban más deprisa y les adelantaron —observó Augustus—. Los indios suelen hacerlo así. Por el aspecto de los jamelgos que montan les adelantarían a pie.

—Es usted un maldito impertinente —le increpó Weaver—. Esos indios mataron a un cazador de búfalos y a una mujer hace dos días. Y hace tres semanas se cargaron a toda una familia al sudeste de aquí. Si los ven desearán haberse quedado con su ganado en Texas.

—Vámonos —dijo Call bruscamente volviendo grupas.

—Necesitamos caballos —anunció el capitán Weaver—. Los nuestros están agotados.

—¿No fue esto lo que dije y usted lo consideró impertinente? —preguntó Augustus.

—Veo que llevan de sobra —observó Weaver—. Nos los quedaremos. Hay un hombre que vende caballos al oeste de Ogallala. Pueden comprar los que necesiten allí y mandar la factura al Ejército.

—No, gracias —respondió Call—. Nos gustan los que tenemos.

—No les preguntaba. Estoy requisando sus caballos —declaró el capitán Weaver.

Augustus se echó a reír. Call no. Se dio cuenta de que el hombre hablaba en serio.

—Los necesitamos —dijo Dixon—. Tenemos que proteger esta frontera.

Augustus volvió a reírse.

—¿Qué habéis protegido últimamente? —preguntó—. De lo único que habláis es de gente que no habéis protegido.

—Estoy harto de tanto hablar —gritó Weaver—. Coge los caballos, Jim. Llévate un par de hombres y elige los mejores.

—No pueden coger ningún caballo —dijo Call—. No tienen autoridad para requisar nuestro ganado.

—O tendré sus caballos o les arrancaré la piel. Vete a buscarlos, Jim.

El joven teniente parecía muy nervioso pero se volvió como si se dirigiera hacia el rebaño.

—Espera, hijo, la discusión aún no ha terminado —dijo Gus.

—¿Desafía a un oficial del Ejército de los Estados Unidos? —preguntó Weaver.

—Está usted tan cerca de ese tratante de caballos de Ogallala como nosotros —comentó Call.

—Sí, pero nosotros vamos hacia otro lado.

—Iban en la misma dirección que nosotros cuando nos descubrió —le hizo notar Augustus—. ¿Cuándo cambió de idea?

Dixon, el fuerte explorador, escuchaba con expresión despectiva. El desprecio era tanto para Weaver como para ellos. El capitán Weaver volvió a dirigirse al joven teniente:

—Te he dado una orden. Estos hombres son unos fanfarrones. No son más que unos vaqueros. Vete a buscar los caballos.

Al pasar, Augustus alargó la mano y le agarró las riendas.

—Si tanto quiere los caballos, ¿por qué no va usted mismo a buscarlos? Usted es el capitán —le dijo.

—Yo a esto lo llamo traición. Pueden ser ahorcados por traición —dijo Weaver.

Call había estado observando el resto de la compañía. Durante sus años de ranger siempre le había fastidiado la desidia con que se comportaba la Caballería, y la tropa que vio contemplando la escena le pareció más desastrada que ninguna. La mitad de los hombres se habían puesto a dormir en la silla tan pronto como paró la columna, y parecía como si todos los caballos necesitaran un mes de buena hierba.

—¿A qué distancia está Ogallala? —preguntó Call.

—No me interesa Ogallala —contestó Weaver—. Me interesa Red Cloud.

—No conocemos a este Red Cloud —dijo Augustus—. Pero si es tan buen guerrero será mejor que no lo encuentren. Dudo que un indio consintiera en comerse esos caballos que montan. Nunca había visto un grupo de hombres peor montados.

—Hemos estado diez días fuera, y además a ustedes no les importa. —Weaver temblaba de indignación. Aunque Augustus era el que llevaba la voz cantante, era a Call a quien miraba con odio.

—Vámonos —ordenó Call—. Esta conversación no tiene sentido.

Se dio cuenta de que el pequeño capitán estaba a punto de estallar por poco que se le provocara.

—¡Jim, trae los caballos! —Volvió a mandar Weaver.

—No —cortó Call, tajante—. No se llevarán nuestros caballos. Y además voy a darle un consejo. Su tropa está agotada. Si se encontrara con los indios les harán una matanza. No necesitan caballos de repuesto; lo que necesita son hombres de repuesto.

—¡Y lo que no necesito son consejos de un maldito vaquero!

—Hemos luchado con los comanches, los kiowas y los bandidos mejicanos durante veinte años, aún estamos aquí —dijo Call—. Y no le vendría mal prestar atención.

—Si me lo encuentro en la ciudad le arrancaré las malditas orejas —saltó Dixon, dirigiéndose a Call.

Call no hizo caso a sus palabras. Volvió grupas y emprendió el regreso. Augustus soltó la brida del joven teniente.

—Déjenme el negro —pidió Weaver—. He oído decir que pueden oler a los indios, en todo caso son negros rojos.

—No —contestó Call—. Temo que le maltrataría.

Cabalgaron hacia la carreta. Cuando se volvieron para mirar, la tropa seguía en el mismo sitio.

—¿Crees que cargarán? —preguntó Augustus.

—¿Cargar contra un rebaño de vacas? —dijo Call—. Ni pensarlo. Weaver está loco, pero no tanto.

Los soldados siguieron unos minutos en la loma. Después volvieron grupas y se alejaron.

Paloma solitaria
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