28

A la mañana siguiente, una hora antes del amanecer, July y Joe abandonaron la cabaña y recogieron sus caballos. Joe estaba lleno de excitación por poder ir con July. Su amigo Roscoe Brown pareció impresionado cuando July pasó por la cárcel y le dijo que se marchaban.

—Matarán al chico antes de que pueda enseñarle mis trucos de dominó —protestó Roscoe. Le asombraba que July hiciera semejante cosa.

Joe no pensaba siquiera en cuestionar el milagro. Lo más importante, y que le molestaba, era que no tenía silla, pero July pidió prestada una vieja a Peach Johnson, que estaba tan contenta de que July por fin se decidiera a ir tras el asesino de su marido, que les hubiera regalado la silla, que de todos modos estaba casi comida por los ratones.

Elmira había preparado el desayuno, pero esto no alivió el peso que July sentía en el corazón. Toda la noche esperó que se volviera hacia él, dado que era su última noche en casa, por cierto tiempo, pero no lo hizo. Una vez que accidentalmente la rozó, al darse la vuelta en el camastro donde dormían, se puso rígida. Para July estaba claro que no iba a echarle en falta, aunque él sí iba a añorarla. Era más que curioso que tampoco sintiera ver marchar a Joe. Joe era su hijo, y él era su marido…, si no quería ni a su marido ni a su hijo, ¿a quién quería? Podía imaginar que estarían fuera durante meses y, no obstante, les trataba como un día cualquiera. Pidió a Joe que entrara otro cubo de agua antes de marcharse y luego increpó a July porque casi se había olvidado de tomar la medicina.

Pero a pesar de su mal humor, marcharse no era un alivio. En un momento dado July sintió una aprensión tan grande que se le agarrotó la garganta y se atragantó con un pedazo de pan. Sentía que la vida le llevaba como el río lleva un madero. Le pareció que nada podía parar lo que estaba sucediendo, aunque todo parecía ir mal.

Lo único que le consolaba era saber que estaba cumpliendo con su deber y que se ganaba los treinta dólares que el pueblo le pagaba. Había algunos ciudadanos agarrados que no creían que hubiera treinta dólares de trabajo para un sheriff de Fort Smith, en ciertos meses. Ir tras de un hombre que había dado muerte al alcalde era el tipo de trabajo que la gente esperaba que hiciera, aunque probablemente era mucho menos peligroso que separar a dos fluviales que trataban de matarse a navajazos.

Dejaron a Elmira de pie, en la puerta de la cabaña, y cabalgaron a través del pueblo, a oscuras, hacia la cárcel. Pero antes de que llegaran, Red, el caballo de Joe, se agachó de pronto, levantó las patas y lo derribó. Joe no se hizo daño, pero se quedó muy avergonzado de que lo tirara al iniciar tan importante viaje.

—Cosas de Red —le tranquilizó July—. Tiene que hacer su gracia. A mí me ha tirado un par de veces del mismo modo.

Roscoe dormía en un jergón de la cárcel, pero cuando llegaron ya estaba levantado, andando por allí descalzo. July cogió un rifle, dos cajas de balas y una escopeta.

—Es mi escopeta —protestó Roscoe. No estaba de buen humor. Le molestaba que invadieran el lugar donde dormía, antes de que fuera de día.

—Necesitaremos comer —explicó July—. Joe puede matar un conejo de vez en cuando, si no encontramos ningún venado.

—Lo que vais a encontrar será un comanche que se os comerá a los dos como si fuerais conejos —dijo Roscoe.

—Bah, he oído decir que casi no quedan.

—Casi —remedó Roscoe—. El año pasado casi destruí un nido de avispas, pero las dos que se salvaron por poco me matan. Casi no es suficiente cuando se trata de comanches. Si sales tan temprano, deberías llegar en un día a San Antonio —añadió todavía de mal humor porque le habían sacado de la cama.

July dejó que siguiera refunfuñando y sacó una funda de otro de los rifles para guardar la escopeta.

Cuando el día empezó a levantarse sobre el río, ya estaban listos para emprender la marcha. Roscoe estaba lo suficientemente despierto para empezar a sentir aprensión. Ser ayudante era un trabajo fácil mientras July estaba por allí, pero en cuanto se fuera la responsabilidad iba a ser toda suya. Podía ocurrir cualquier cosa y él sería quien tendría que actuar.

—Bueno, confío en que los malditos comanches no intenten apoderarse de Fort Smith —masculló. Muchas veces había soñado en una tropa de indios salvajes que bajaban a galope por la calle y le llenaban de flechas mientras él cortaba una madera sentado delante de la cárcel.

—No vendrán —le aseguró July, deseoso de alejarse antes de que a Roscoe se le ocurrieran más cosas terribles que pudieran ocurrir.

Roscoe observó que Joe llevaba la cabeza descubierta, otra muestra de la insensatez de July. Recordó que tenía un viejo sombrero de fieltro negro. Estaba colgado en un gancho y Roscoe entró a buscarlo para el muchacho.

—Toma, llévate esto —le dijo, sorprendido de su propia generosidad.

Cuando Joe se lo puso, su cabeza quedó cubierta casi hasta la boca, que se reía.

—Si lleva esto a lo mejor va y se despeña —comentó July, aunque era verdad que el muchacho necesitaba un sombrero.

—Podríamos sujetárselo con un cordel —dijo Roscoe—. Le mantendrá el sol fuera de los ojos.

Ahora que estaban listos, July tuvo la terrible sensación de que algo no marchaba bien. La luz era buena; al final de la calle se veía brillar el río y más allá un leve resplandor rojizo iluminaba el horizonte. En aquella hora del amanecer el pueblo parecía plácido, precioso, tranquilo. Un gallo empezó a cantar.

Pero July tenía la sensación de que algo iba terriblemente mal. Más de una vez se le ocurrió pensar que Elmira tal vez sufría alguna extraña enfermedad que la hacía comportarse como lo hacía. En primer lugar tenía menos apetito que lo normal; se limitaba a picotear la comida. Ahora no tenía a quien confiarla salvo a Roscoe Brown, que la tenía un poco menos de miedo que a un comanche.

—Cuida de Ellie —le dijo en tono severo—. Si necesita que le lleven la compra, llévasela tú.

—Está bien, July.

July montó a caballo, arregló el rollo de mantas y se quedó mirando al río. Llevaban poca ropa de cama porque se acercaba el buen tiempo.

—Llévale un pescado de vez en cuando, si lo pescas.

A Roscoe Brown, aquello le pareció una extraña recomendación. Elmira había dejado bien sentado que no le gustaba el pescado.

—Está bien, July —repitió, aunque no estaba dispuesto a perder el tiempo ofreciendo pescado a una mujer a la que no le gustaba.

A July no se le ocurrían más instrucciones. Roscoe conocía el pueblo tan bien como él.

—Joe, ten cuidado —le dijo Roscoe. Por alguna razón se sentía afectado al ver marchar al muchacho. Además tenía una silla mala. Pero el chico seguía sonriendo por debajo del sombrero.

—Le atraparemos —exclamó Joe orgullosamente.

—Bueno, procuraré que nadie mate a más dentistas —dijo Roscoe.

July pensó que el comentario no venía al caso, porque Roscoe sabía de sobra que no había habido ningún otro dentista en el pueblo desde la muerte de Benny.

—Preocúpate del viejo Darton. No nos interesa que se caiga del transbordador.

El viejo vivía en un cobertizo en la orilla norte y solo cruzaba el río para conseguir alcohol. Alguna que otra vez había dado esquinazo a Roscoe y por dos veces se había caído al río. No gustaba a los hombres del transbordador y si volvía a ocurrir era posible que le dejaran que se ahogara.

—Ya me ocuparé yo de ese viejo sinvergüenza —le aseguró Roscoe, seguro de sí. El viejo Darton era una de las responsabilidades que se veía capaz de asumir.

—Bueno, supongo que nos veremos cuando nos veamos, Roscoe —se despidió July. Después volvió su caballo de espaldas al río y al iluminado horizonte, y él y el pequeño Joe no tardaron en estar fuera del pueblo.

Paloma solitaria
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