12
Wilbarger no pareció impresionado al ver a tantos caballos, o por lo menos no lo demostró. La pequeña manada ya había sido encerrada, y él, Deets y el hombre llamado Chick iban separando silenciosamente los caballos que llevaban la marca HIC. Dish Boggett se ocupaba de la barrera entre los dos corrales, dejando pasar a los caballos de Wilbarger y agitando la cuerda ante aquellos que no llevaban la marca. A Jake Spoon no se le veía por ninguna parte, ni tampoco había señales de Augustus ni de los irlandeses.
La nueva manada era demasiado grande para el corral. Call siempre había querido vallar terreno de pasto para semejante eventualidad, pero nunca había llegado a hacerlo. En aquel momento no importaba demasiado porque los caballos venían agotados de su larga marcha y podía dejárseles pastar y descansar. Después del desayuno mandaría al muchacho a vigilarlos.
Wilbarger dejó un momento lo que estaba haciendo para contemplar aquel desfile de caballos y luego se dedicó de nuevo a la selección, que estaba casi terminada. Como había hombres suficientes en el cercado, Newt no podía hacer otra cosa que apoyarse en la valla y mirar. Pea estaba sentado en lo que llamaban «asiento preferente», es decir, en la parte más alta de la valla, contemplando las operaciones. Su caballo bayo y el Mouse de Newt, después de desensillados, dieron unos pasos, y se tumbaron y se revolcaron en el polvo.
Call aún no quiso dejar descansar a la yegua. Cuando Wilbarger acabó de seleccionar y se acercó a la valla, se fijó en la yegua y no en el capitán.
—Buenos días —dijo—. Hagamos un trato. Usted se queda con los treinta y ocho espléndidos caballos que he elegido y yo me llevo a este bicho que está montando. Treinta y ocho por uno, creo que es un trato generoso.
—No me interesa el trato —respondió Call, sin sorprenderse por la oferta.
Pea Eye estaba tan asombrado por lo que oía que casi se cayó de la valla.
—¿Quiere decir que daría todos estos caballos por la oportunidad de que le arrancaran un pedazo de carne de un bocado? —preguntó. Sabía que a muchos hombres les gustaba la yegua del capitán, pero nunca pudo imaginarse que a alguien le gustara hasta tal extremo.
Dish Boggett se acercó, sacudiéndose el polvo de sus zahones con un rollo de cuerda.
—¿Es esta su última palabra? Ofrezco treinta y ocho por uno. No se le presentará una oportunidad como esta en la vida.
Dish carraspeó. También a él le gustaba la yegua.
—Es como cambiar una moneda de oro de cincuenta dólares por treinta y ocho monedas de níquel —murmuró. Además estaba de un humor pésimo. Tan pronto tuvieron los caballos en el corral, Jake Spoon desensilló y marchó directamente al «Dry Bean», como si viviera allí.
Wilbarger tampoco le hizo caso.
—Este equipo está lleno de opiniones. Si las opiniones fueran dinero, seríais ricos —masculló, y miró a Call.
—No pienso deshacerme de la yegua. Y esto no es una opinión.
—No, es más bien una maldita realidad. Yo vivo a caballo, y, sin embargo, solo he tenido dos buenos caballos en toda mi vida.
—Este es mi tercero —dijo Call.
Wilbarger asintió.
—Bueno, le agradezco que haya llegado a tiempo. Es evidente que el hombre con el que trata sabe dónde hay una guarida de ladrones.
—Una inmensa guarida.
—Bueno, vámonos, Chick. No llegaremos a casa a menos que nos vayamos ahora mismo.
—También podrían quedarse a desayunar —ofreció Call—. Hay otro par de caballos suyos en camino.
—¿Cómo vienen, andando sobre tres patas? —preguntó Wilbarger.
—Vienen con el señor McCrae. Él viaja a su aire.
—Y también habla. No creo que podamos esperar. Quédese los dos caballos por las molestias.
—Hemos traído una manada magnífica. Puede verlos, si todavía le falta alguno.
—No me interesan. Ni alquilan cerdos ni quiere cederme la yegua, así que será mejor que me marche.
Entonces se volvió a Dish Boggett:
—¿Quieres trabajo, muchacho? Me gustas.
—Ya tengo trabajo —respondió Dish.
—Traerse caballos mejicanos no es un trabajo. Es más bien una especulación. Tienes toda la pinta de un vaquero y yo voy a emprender la marcha con tres mil cabezas.
—Nosotros también —dijo Call, divertido porque aquel hombre trataba de birlarle un mozo en sus propias narices, con él sentado allí.
—¿Hacia dónde? —preguntó Wilbarger.
—Vamos a Montana.
—Yo no iría —dijo Wilbarger. Cabalgó hasta la puerta de entrada y se inclinó para abrirla, dejando que Chick la cerrara al salir. Cuando Chick se inclinó para cerrarla se le cayó el sombrero. Nadie se acercó a recogerlo. Se vio obligado a desmontar, y esto le puso de mal humor. Wilbarger le esperó, pero aparentemente impaciente.
—Bueno, tal vez nos encontremos por el camino —dijo a Call—. Pero yo no iría a Montana. Demasiado lejos y demasiado frío. Además está lleno de osos y de indios. Puede que estén dominados, pero yo no me fiaría de ello. Podrían hacerles un buen regalo de carne.
—Intentaremos no hacerlo —comentó Call.
Wilbarger se alejó, con Chick detrás de la pequeña manada. Al salir Chick, Dish estuvo tentado de enlazar su caballo y darle un tirón de orejas para aliviar sus sentimientos sobre Lorie y Jake Spoon, pero el capitán estaba sentado allí, así que se conformó con lanzarle una mala mirada y dejarle pasar.
—¡Tengo un hambre! —exclamó Pea Eye—. Ojalá Gus no se haya perdido… Y si se ha perdido, no sé qué va a pasar con los bollos —añadió al ver que nadie tomaba en cuenta su observación.
—Te queda el recurso de casarte —observó Dish tajante—. Hay muchas mujeres que saben hacer bollos.
No era la primera vez que Pea Eye tenía que oír este comentario.
—Ya sé que las hay. Pero esto no quiere decir que una de ellas me quisiera.
Dish lanzó una risotada.
—Hombre, la viuda Cole te aceptaría —le dijo—. Le encantaría tenerte.
Pero al darse cuenta de que la viuda Cole era una espina clavada en Pea, se alejó hacia la casa.
La mención de Mary Cole ponía muy nervioso a Pea Eye. De tanto en tanto, a lo largo de su vida, se le había insinuado que debía casarse…, y a Gus McCrae le encantaba recordárselo.
Pero también de tanto en tanto, aunque nadie lo mencionara, la idea de mujeres entraba en su cabeza, como un enjambre de abejorros. Claro que un enjambre de abejorros no era nada en comparación con un enjambre de mosquitos de la costa del Golfo, así que la idea de las mujeres no era tan molesta, aunque Pea prefería no tenerla en la cabeza.
Nunca había sabido qué pensar de las mujeres, y seguía sin saberlo. Se comportaba con ellas de acuerdo con la pauta del capitán, una pauta clarísima. El capitán las había ignorado durante todos los años que Pea había estado con él, con una sola y desconcertante excepción ocurrida muchos años atrás, y que Pea recordaba solo una o dos veces al año, generalmente cuando soñaba. Había pasado por el saloon para recoger un hacha que alguien le había pedido prestada y no había devuelto, y mientras la recuperaba oyó a una joven llorando y quejándose a alguien que estaba con ella en su habitación.
La mujer que lloraba era una puta llamada Maggie, la madre de Newt, a la que Jake Spoon se aficionaría mucho después. Solo cuando hubo recuperado el hacha y estuvo a mitad de camino de casa se puso a pensar que Maggie estaba hablando con el capitán y que incluso le había llamado por su nombre, que Pea jamás había pronunciado en todos los años que llevaba a su servicio.
Saber que el capitán estaba en la habitación con una puta le causó tanto impacto como la bala que le dio en la espalda durante la gran escaramuza india arriba de Fort Phantom Hill. Cuando le alcanzó la bala sintió un fuerte choque y después una especie de adormecimiento del cerebro. Sintió una impresión parecida mientras llevaba el hacha desde el «Dry Bean» a casa: Maggie estaba hablando con el capitán en la intimidad de su habitación, y por lo que él sabía, nadie había oído decir jamás del capitán que hiciera otra cosa que sacarse el sombrero si se encontraba con una señora por la calle.
Aquel fragmento de conversación que había oído fue un accidente que Pea tardó en olvidar. Durante uno o dos meses se sintió muy inquieto, temiendo siempre que la vida cambiara bruscamente. Pero, nada cambió. Muy pronto todos fueron río arriba tratando de agarrar unos bandidos que venían de Chihuahua, y el capitán seguía siendo el mismo de siempre. Cuando regresaron, Maggie ya había tenido el niño, y poco después Jake Spoon se fue a vivir un tiempo con ella. Luego se marchó Jake y Maggie murió, y Gus se fue un buen día a buscar a Newt, del que se había hecho cargo una familia mejicana a la muerte de Maggie.
Los años habían ido pasando, en general muy lentos, sobre todo cuando dejaron de ser rangers y se metieron en el negocio de reses y caballos. El único resultado real de haber oído aquella conversación fue que Pea desde entonces se mostró muy prudente cuando alguien le pedía el hacha prestada. Le gustaba vivir despacio y no quería más misterios ni sobresaltos.
Aunque estaba satisfecho de seguir junto al capitán y Gus, y del trabajo cotidiano que hacía, encontraba que el problema de las mujeres era algo que no acababa de resolverse del todo. La cuestión del matrimonio, sobre la que Deets hacía bromas, era algo persistente. Gus, que había estado dos veces casado y que iba con una puta siempre que le salía la oportunidad, era la principal razón de su persistencia. El matrimonio no era uno de los temas favoritos de Gus. Cuando se lanzaba a hablar del tema, el capitán cogía el rifle y se iba a dar una vuelta, pero para entonces Pea se sentía generalmente cómodo en el porche y un poco adormilado por el alcohol, así que era el único que disfrutaba por completo de las opiniones de Gus, una de las cuales era que Pea se desecaba por no casarse con la viuda Cole.
El hecho de que Pea solo hubiera hablado cinco o seis veces en su vida con Mary Cole cuando aún estaba casada con Josh Cole, no significaba nada para un espectador como Gus, e incluso un espectador como Deets; ambos parecían dar por sentado que Mary consideraba a Pea como un digno sucesor de Josh. Lo que parecía confirmarlo, desde su punto de vista, era que Mary era una mujer inusitadamente alta, aunque no tanto como Pea. Había sido un palmo más alta que Josh Cole, un hombre tranquilo que había ido a Pickles Gap para comprar una vaca lechera cuando estalló una tormenta. Un rayo dejó fritos a Josh y a su caballo; la vaca solo quedó chamuscada, pero aún tenía la leche afectada. Mary Cole no volvió a casarse, pero en opinión de Gus solo porque Pea Eye no se había atrevido a ir calle abajo y pedírselo.
—Verás —decía Gus con frecuencia—. Josh era como medio litro, y esa mujer necesita un litro entero. Para ella sería una bendición tener a un hombre que llegara al estante superior.
Pea nunca había creído que la altura pudiera ser un factor determinante en algo como el matrimonio. Después de meditarlo durante varios meses, se le ocurrió que Gus también era alto y además instruido.
—Bueno, usted también es alto —le dijo una noche—. Debería casarse con ella. Ustedes dos también saben leer.
Estaba enterado de que Mary sabía leer porque había ido a la iglesia una o dos veces y el predicador le había pedido que leyera los Salmos. Tenía una voz baja y ronca, inusual en una mujer; una o dos veces, al oírla, Pea se había sentido raro, como si alguien jugara con los pelillos de su nuca.
Gus negó con vehemencia que pudiera ser una pareja adecuada para Mary Cole:
—Oh, no, Pea. No funcionaría. He pasado dos veces por el exprimidor del matrimonio. Lo que una viuda desea es algo nuevo. Bueno, es lo que desean todas las mujeres, viudas o no. Si un hombre tiene experiencia se supone que la ha adquirido con otra mujer, y esto no sienta bien. Una mujer de una pieza como Mary, probablemente considera que puede inculcarte toda la experiencia que puedas necesitar.
Para Pea, todo aquello era un desconcertante rompecabezas. No podía recordar cómo había surgido el tema porque nunca había dicho una palabra de que quisiera casarse. Y además el matrimonio significaba abandonar al capitán, y eso no quería hacerlo. Naturalmente, Mary no vivía lejos, pero al capitán siempre le gustaba tener a sus hombres a mano, por si surgía algo. Era imposible saber lo que pensaría el capitán si intentara casarse. Un día hizo notar a Gus que él no era el único hombre disponible en Lonesome Dove. Xavier Wanz también lo estaba, por no hablar de Lippy. Parte de los viajeros que cruzaban el pueblo seguramente eran solteros. Pero cuando planteó la cuestión, Gus no le hizo caso.
Algunas noches, echado en el porche, se consideraba tonto por pensar en semejantes cosas, pero las pensaba. Había vivido toda su vida entre hombres, con los rangers o trabajando; no recordaba haber pasado más de diez minutos a solas con una mujer. Había tenido más relación con los cerdos de Gus que con Mary Cole, y además se sentía más cómodo con ellos. Lo sensato sería no hacer caso a Gus ni a Deets y pensar en cosas que estuvieran relacionadas con su trabajo de todos los días; cómo evitar, por ejemplo, que su vieja bota rozara con el callo del dedo gordo del pie izquierdo. Un mulo del Ejército le había machacado el dedo diez años atrás, y desde entonces lo tenía un poco torcido, y el roce de la bota le había producido un callo. La única solución era hacer un agujero en la bota, que estaba muy bien en tiempo seco, pero que tenía sus desventajas cuando había humedad y hacía frío. Gus se había ofrecido a romperle el dedo y dejárselo bien, pero a Pea el callo no le molestaba tanto como para todo eso. Era de puro sentido común que un dedo dolorido tuviera más importancia en su vida que una mujer con la que apenas había hablado; pero, mentalmente no lo veía así. Algunas noches, echado en el porche, tenía demasiado sueño para entretenerse en cortarse el callo o incluso preocuparse por el problema, y de repente la viuda Cole surgía a la superficie de su consciencia como una tortuga a la de un charco. En tales ocasiones simulaba estar dormido porque Gus era tan ladino que prácticamente podía leer la mente y le pincharía si descubría que estaba pensando en Mary y en su voz ronca.
Tenía un recuerdo mucho más persistente que la lectura de los Salmos. Un día en que pasaba por delante de su casa después de que una tormenta hubiera barrido el pueblo, asustando a perros y gatos y haciendo rodar matas secas por el centro de la calle, Mary intentaba entrar la colada que tenía tendida en el patio. Pero de pronto empezaron a caer grandes goterones sobre el polvo y el viento agitó con tal fuerza las sábanas tendidas en las cuerdas que hacían un ruido como de disparos. A Pea le habían educado para ser servicial, y como era obvio que Mary iba a pasarlo muy mal con las sábanas, cruzó para ofrecerle su ayuda.
Pero antes de que llegara empezó a caer un chaparrón, transformando el polvo blanco en marrón. Muchas mujeres habrían considerado la colada una causa perdida y se habrían refugiado en casa, pero Mary era de las que no corrían. Su falda estaba tan empapada que se le pegaba a las piernas, pero seguía luchando con una de las sábanas. En el curso de la lucha, dos o tres prendas pequeñas que ya había recogido se le escaparon de las manos y cayeron al suelo del patio, que ya se había transformado en una pequeña laguna. Pea se lanzó a recuperar las prendas y luego ayudó a Mary a descolgar la sábana mojada. Evidentemente lo estaba haciendo por pura testarudez, puesto que el sol ya brillaba vivamente al oeste de la tormenta y era evidente que no tardaría en secar la sábana en pocos minutos.
Era el contacto más íntimo de Pea con una faceta femenina de la que Gus hablaba constantemente: su tendencia a lanzarse directamente en contra de lo razonable. Mary estaba tan empapada por encima como por debajo, y la sábana restallante le había arrancando una de las peinetas, soltándosele el cabello. La colada estaba tan mojada como cuando la había tendido por primera vez, pero no abandonaba. Descolgaba ropas de las cuerdas que tendría que volver a colgar a los pocos minutos, y Pea la ayudaba como si todo aquello tuviera sentido. Mientras volvía a tensar las cuerdas se fijó en algo que le produjo un sobresalto tan fuerte como el rayo que mató a Josh Cole; las prendas que había recuperado eran ropa interior…, unos pantalones blancos que Mary debía llevar bajo la falda que tanto se le pegaba a las piernas. Pea se sintió tan sobresaltado que casi dejó caer los pantalones en el barro. Mary pensaría que era un atrevido sosteniendo así su ropa interior, pero ella estaba decidida a descolgar las sábanas de la cuerda y lo único que podía hacer él era esperar allí, mudo de vergüenza. Fue un alivio que el agua empezara a caer por el ala de su sombrero, como una cortina, frente a su cara, permitiéndole ocultarse detrás de aquella cascada hasta que terminara la pesadilla. Con el agua chorreando desde su sombrero solo veía vagamente lo que estaba ocurriendo; no podía juzgar hasta qué punto Mary estaba disgustada por su ayuda irreflexiva.
Pero curiosamente, no ocurrió nada terrible. Cuando al fin Mary pudo dominar la sábana, le quitó los pantalones de las manos con la misma indiferencia que si se tratara de pañuelos, de servilletas o de cualquier otra cosa. Parecía divertida al verle allí con un chorro de agua cayéndole del sombrero y bajándole por la nariz.
—Pea, es estupendo que sepas mantener la boca cerrada —le dijo—. Si la abrieras, seguro que te ahogabas. Muchas gracias por tu ayuda.
Era el tipo de mujer que llamaba a los hombres por su nombre y que sabía sazonar la conversación con críticas deliberadas.
—Debiéramos dar gracias al Señor por este baño. Yo personalmente no lo necesitaba, pero sin duda mejora tu aspecto. Ahora que te veo casi limpio, no me pareces tan feo como pensaba.
Cuando llegó a la entrada trasera, la lluvia estaba cediendo y el sol formaba pequeños arcos iris en el agua que aún seguía cayendo. Pea se había ido a casa, cayéndole el agua del sombrero aunque más despacio. Nunca contó a nadie el incidente, convencido de que si se enteraban las bromas serían interminables. Pero lo recordaba. Cuando yacía medio borracho en el porche y la imagen flotaba en su recuerdo, las cosas se mezclaban en su memoria, cosas que ni sabía que hubiera notado, como el perfume de la piel mojada de Mary. No se había propuesto olerla, ni había hecho el menor esfuerzo por hacerlo, pero la primera noche después de que ocurriera, la primera cosa que recordó fue que Mary olía diferente de cualquier otra cosa mojada que hubiera olido. No encontraba palabras para explicar la razón. Quizás era solo que al ser mujer olía más limpio que las criaturas mojadas que él había conocido o con las que había estado en contacto. Había transcurrido más de un año desde el chaparrón, pero el olor de Mary seguía formando parte de su recuerdo. También se acordaba de sus abultamientos por arriba y por abajo del corsé.
Pero no todas las noches se acordaba de Mary. La mayor parte del tiempo le obsesionaban las generalidades del matrimonio. El aspecto que más le preocupaba era que el matrimonio requería que hombres y mujeres vivieran juntos. Infinidad de veces había intentado imaginar lo que sería estar solo, con una mujer, de noche, bajo un mismo techo, o a la hora del desayuno o de la cena. ¿Qué clase de conversación y de comportamiento esperaría una mujer? Ni siquiera podía imaginarlo. De vez en cuando se le ocurría que podía decir a Mary que le gustaría casarse con ella, pero que no se consideraba digno de vivir bajo el mismo techo. Si se lo planteaba bien, ella podría adoptar una actitud liberal y permitirle que siguiera viviendo con los muchachos al otro extremo de la calle, que es a lo que estaba acostumbrado. Por supuesto, estaría disponible para trabajos domésticos cuando ella los necesitara, y la vida podría seguir su curso acostumbrado.
Incluso se sintió tentado de tantear a Gus sobre su plan. Gus sabía más que nadie del matrimonio, pero siempre que se proponía plantearlo o se quedaba dormido o en el último momento decidía que era mejor no decir nada. Si el plan era ridículo a los ojos de un experto, Pea no sabría qué pensar, y además Gus nunca dejaría de reírse de él.
Estaban sentados alrededor de la mesa terminando con uno de los grasientos desayunos de Bol, cuando oyeron pisadas de caballos en el patio. Augustus llegó trotando y desmontó seguido a pocos metros por los dos irlandeses. En lugar de montar a pelo, los irlandeses cabalgaban sobre grandes sillas mejicanas incrustadas de plata, conduciendo ocho o diez caballos flacos. Al llegar al porche se quedaron sentados en sus caballos con expresión de desdicha.
Dish Boggett no había querido creer que hubiera irlandeses en México, y cuando se asomó al porche trasero y les vio se echó a reír.
A Newt le dieron pena los dos hombres, pero había que admitir que resultaban cómicos. Las sillas mejicanas estaban claramente previstas para hombres con las piernas más largas. Los pies no les llegaban a los estribos, aunque, los irlandeses no parecían decididos a desmontar.
Augustus quitó la silla a su agotado caballo y lo soltó para que pastara.
—Bajad, muchachos —dijo a los irlandeses—. Por ahora estáis a salvo, siempre que no comáis lo que se cocina. Esto es lo que llamamos nuestra casa.
Allen O’Brien tenía las manos agarradas al pomo de la gran silla mejicana. Había ido agarrado con tal fuerza en las dos últimas horas que temía no poder desprenderse. Miró al suelo con aprensión.
—No me había dado cuenta de que un caballo es mucho más alto que un mulo —dijo—. Me parece mucho camino hasta abajo.
Dish consideró el comentario como lo más cómico que había oído en mucho tiempo. Nunca se le hubiera ocurrido que un hombre hecho y derecho no supiera cómo bajarse de un caballo. El espectáculo de los dos irlandeses con sus piernas cortas colgando a los lados del caballo le parecía tan cómica que se desternillaba de risa.
—Vamos a tener que hacerles una escalera —dijo cuando hubo recobrado el aliento.
A Augustus también le divertía la ignorancia de los irlandeses.
—Bueno, muchachos, no tenéis más que dejaros caer —les dijo.
Allen O’Brien ejecutó la maniobra sin demasiados problemas, pero Sean no parecía dispuesto a dejarse caer. Se colgó del pomo de la silla durante unos segundos, lo cual desconcertó al caballo, que intentó tirar al muchacho. Era demasiado flaco y estaba demasiado cansado para conseguirlo, aunque logró sacudir algo a Sean. La escena era tan divertida que incluso Call se echó a reír. Allen O’Brien, una vez a salvo en el suelo, se unió inmediatamente a las risas. Sean saltó al fin y lanzó una mirada furiosa a su hermano.
—Vaya, no veo a Jake…, era de esperar —observó Augustus; cogió un cucharón de agua, se enjuagó la boca y la escupió, para quitarse el polvo de la garganta. Luego ofreció el cazo a Allen O’Brien, que imitó lo que acababa de hacer Augustus pensando que era una costumbre del país donde se encontraba.
—Veo que te lo has tomado a tu aire —comentó Call—. Ya me disponía a organizar un entierro.
—Tonterías. Traer a estos muchachos era una tarea tan fácil que pasé por Sabinas y me detuve en la casa de putas.
—Esto explica las sillas.
—Sí y también los caballos. Todos los bandidos estaban borrachos perdidos cuando llegamos. Estos muchachos irlandeses no pueden mantener una buena marcha montando a pelo, así que recogimos algunas sillas y los mejores caballos.
—Pero estos caballos no harían un buen jabón —observó Dish mirando los caballos que había traído Augustus.
—Si no tuviera tanta hambre te lo discutiría —cortó Augustus—. Dales bien de comer un par de semanas y verás qué buen jabón les sacas.
El joven Sean O’Brien no podía disimular su desencanto con América.
—Si esto es América, ¿dónde está la nieve? —preguntó ante la sorpresa de todos. Su imagen del nuevo país estaba fuertemente influida por una escena de Boston Harbor en invierno, que había visto en una vieja revista. Había mucha nieve, y este patio ardiente donde se encontraba no era nada parecido a lo que había esperado. En lugar de barcos con altos mástiles había solo una casa de adobe, baja, con montones de sillas viejas y trozos podridos de viejos arneses amontonados en un pequeño cobertizo, en un rincón. Y lo que aún era mucho peor, no veía ni una brizna de hierba por ninguna parte. Los matorrales eran grises y espinosos, y no había ni un solo árbol.
—No, hijo, te pasaste de la nieve —dijo Augustus—. Aquí lo que tenemos es solo arena.
Call se sentía cada vez más impaciente. La noche había sido mucho más fructífera de lo que había imaginado. Podían quedarse con los mejores caballos y vender el resto. Los beneficios les permitirían sobradamente contratar un equipo y preparar una carreta para el viaje al Norte. Lo único que les quedaría por hacer sería recoger el ganado y marcarlo. Si todo el mundo trabajaba como debía, todo podía quedar listo en tres semanas y podrían emprender la marcha el primero de abril, no excesivamente pronto, teniendo en cuenta la distancia que tenían que recorrer. El problema sería hacer que todo el mundo trabajara como era debido. Jake ya se había ido con su puta, y Augustus aún no había desayunado.
—Muchachos, iros a comer —dijo Call a los irlandeses; después de salvarlos, lo menos que podía hacer era darles de comer.
Allen O’Brien miraba deprimido los pocos edificios de que se componía Lonesome Dove.
—¿Esto es todo el pueblo? —preguntó.
—Sí, y es mucho peor de lo que parece —respondió Augustus.
Con gran desconcierto por parte de todos, Sean O’Brien se echó a llorar. Había pasado una noche extremadamente tensa y no había esperado sobrevivir. Todo el camino fue pensando que iba a caerse del caballo y que quedaría paralítico. Asociaba la parálisis a las caídas, porque un primo suyo se había caído de una casita que estaba techando y desde entonces estaba paralítico. El caballo que se le había asignado era tan alto como una casa, y creyó tener buenas razones para preocuparse. Había pasado un largo viaje en barco y cada vez añoraba más la tierra verde que había abandonado. Cuando desembarcaron en Veracruz no se sintió demasiado deprimido; estaban en México y nadie le había dicho que México fuera verde.
Pero ahora estaban en América y lo único que podía ver era polvo y matas bajas con espinas, sin casi nada de hierba. Había esperado frescor, rocío y verde hierba sobre la que tenderse a dormitar. El patio caliente y desnudo era una estafa cruel, y además Sean era un llorón fácil. Las lágrimas caían de sus ojos tan pronto pensaba en algo triste.
Su hermano Allen se sintió tan avergonzado a la vista de las lágrimas de Sean que entró de golpe en la casa y se sentó a la mesa. Se les había dicho que comieran…, si Sean prefería quedarse a llorar en el patio, ese era su problema.
Dish llegó a la conclusión de que el joven irlandés estaba probablemente loco. Solo un loco se echaría a llorar delante de varios hombres hechos y derechos.
Augustus salvó la situación acercándose a Sean. Le cogió del brazo, y se lo llevó hacia el interior de la casa mientras le hablaba afectuosamente.
—Vamos a comer, hijo. Todo te parecerá menos feo con el estómago lleno.
—¿Pero dónde está la hierba? —preguntó sorbiéndose las lágrimas.
Dish Boggett levantó la voz:
—A lo mejor quiere pastar.
—Oh, no, Dish —dijo Augustus—. Se ha criado en un lugar donde la hierba cubre la tierra, no en el desierto como tú.
—Yo me he criado en Matagorda —protestó Dish— y allí la hierba llega a la altura de la rodilla.
—Gus, tenemos que hablar un momento —advirtió Call.
Pero Augustus ya había hecho entrar al muchacho y Call tuvo que seguirle.
Bolívar contempló sorprendido a los irlandeses que tragaban las judías con carne de cerdo. Estaba tan sorprendido por su aspecto que fue a buscar un viejo rifle que guardaba junto a los fogones y se lo colocó en sus rodillas. Era un oxidado rifle del calibre 10 que utilizaba para matar cabras y que le gustaba tener a mano por si ocurría algo inesperado.
—Espero que no se te ocurra disparar esta cosa aquí —dijo Augustus—. Derribarías la pared y hasta es posible que a nosotros.
—Todavía no disparo —protestó Bol, sin dar el brazo a torcer.
Call esperó a que Augustus se llenara el plato, pues sabía que no le prestaría la menor atención hasta que tuviera la comida delante. El joven irlandés había dejado de llorar y tragaba las judías con mayor rapidez que Augustus. Probablemente lo que tenía era hambre.
—Voy a ver si contrato algunos mozos —dijo Call—. Será mejor que traslades los caballos esta tarde.
—Trasladarlos, ¿dónde? —preguntó Augustus.
—Río arriba, tan lejos como quieras.
—Estos irlandeses tienen voces preciosas —observó Augustus—. Es una lástima que no tengamos dos más. Podríamos formar un buen cuarteto.
—También sería una lástima que perdieras los caballos mientras estoy contratando a los mozos —advirtió Call.
—¿Qué quieres, que duerma varias noches en el suelo para evitar que Pedro vuelva a robarnos los caballos? —preguntó Gus—. He perdido la costumbre de dormir en el suelo.
—¿Y dónde creías que ibas a dormir camino de Montana? —preguntó Call a su vez—. No podemos llevarnos la casa a cuestas y no hay muchos hoteles desde aquí hasta allí.
—Yo no me había propuesto ir a Montana —dijo Augustus—. Ese es tu plan. Puede que vaya si me apetece. O a lo mejor cambias de idea. Ya sé que nunca has cambiado de idea en nada, pero siempre hay una primera vez para todo.
—Eres capaz de discutir con una piedra. Tú vigila a los caballos. Puede que no volvamos a tener tanta suerte.
Call comprendió que era inútil perder más tiempo. Si Augustus no estaba dispuesto a tomarse la cosa en serio, nada le haría cambiar.
—Jake regresó contigo, ¿verdad? —preguntó Augustus.
—Su caballo está aquí. Me imagino que ya ha llegado. ¿Crees que se pondrá a trabajar cuando empecemos?
—No, ni yo tampoco —le aseguró Augustus—. Será mejor que aproveches la oportunidad y contrates a los irlandeses.
—Estamos buscando trabajo —terció Allen—. Y lo que no sabemos, estamos dispuestos a aprenderlo.
Call no quiso hacer ningún comentario. Los hombres que no sabían subir ni bajar de un caballo no servirían de gran cosa en un equipo que condujera vacas.
—¿Adónde vas a buscarlos? —preguntó Augustus.
—Pensaba ir a casa de los Rainey. Con tantos chicos como tienen a lo mejor les sobran algunos.
—Hace unos años salí con Maude Rainey —explicó Augustus, recostándose en la silla—. Si no nos hubieran preocupado tanto los comanches, quizá me habría casado con ella. Su apellido de soltera era Grove. Pare como las conejas, ¿no crees?
Call se marchó para no tener que seguir hablando durante todo el día. Deets dormitaba en el porche de atrás, pero se incorporó al salir Call. Dish Boggett y el muchacho practicaban el lazo con los matorrales. Dish enseñaba al muchacho un par de cosas sobre el arte de enlazar. Era buena cosa porque nadie del equipo de Hat Creek lo hacía suficientemente bien como para enseñarle. El mismo Call podía servirse del lazo en caso de necesidad, lo mismo que Pea, pero ninguno de los dos, eran lazadores de primera.
—Ya podéis practicar, muchachos —les dijo—. En cuanto reunamos algo más de ganado, habrá que utilizar mucho el lazo.
Después ensilló su segundo buen caballo, un alazán capado al que llamaba Sunup, y se dirigió al Noreste, hacia el monte bajo.