44

Al norte de San Antonio, el terreno empezó a despejarse. Dos semanas de mezquite habían acabado con la paciencia de todos. Gradualmente el terreno se hizo menos boscoso. La hierba era mejor y resultaba más fácil de manejar el ganado. Iban pastando en dirección norte, pero tan despacio que muchos días Newt pensaba que les llevaría una eternidad salir de Texas, y no digamos llegar a Montana.

Seguía marchando en la cola; a medida que mejoraba la hierba el avance resultaba menos polvoriento. Solía cabalgar junto a los Rainey, hablando sobre lo que podían encontrar por el camino. Un tema habitual era el de si los indios habían sido eliminados o no.

Por la noche, junto a la hoguera del campamento, algunos contaban historias de indios, sobre todo el señor Gus. Cuando el equipo se hubo acostumbrado al trabajo de noche, el capitán volvió a hacer lo de siempre: se apartaba de la compañía a cierta distancia. Casi todas las noches ensillaba a la Mala Bestia y sé alejaba, desconcertando a algunos hombres.

—¿Será que no le gusta como olemos? —preguntó Bert Borum.

—Si es eso, no se lo reprocho —dijo Jasper—. Pea necesita lavarse la ropa interior más de dos veces al año.

—Al capitán le gusta quedarse solo —dijo Pea, sin hacer caso al comentario sobre su ropa interior.

Augustus estaba en plena partida con Lippy y el irlandés. Las apuestas eran teóricas, pues ya les había ganado seis meses de sueldo.

—A Woodrow le gusta ir donde pueda oler el viento —comentó—. Le hace sentirse inteligente. Por supuesto sería el primero en morir si quedara algún indio inteligente.

—Espero que no quede ninguno —dijo Lippy.

—No te querrían —le aseguró Augustus—. No les interesan los locos.

—Ojalá encontráramos pronto un cocinero —dijo Jasper—. Estoy harto de comer bazofia.

Era una queja continua. Desde que se fue Bolívar, la comida había sido desigual, porque varios hombres probaron como cocineros. Call había cabalgado a diversos poblados para contratar algún cocinero, pero no había tenido suerte. Augustus solía preparar el desayuno, actuando únicamente de acuerdo con sus propios intereses y provocando infinidad de quejas porque solo le gustaban los huevos revueltos, un estilo que muchos, especialmente Dish Boggett, encontraban repelente.

—Me gustan los huevos un poco fritos —decía Dish, día tras día, contemplando impotente cómo Gus los batía y terminaba echándolos en una sartén—. No haga esto, Gus —suplicaba—. Está mezclando la clara con la yema.

—También se te mezclarán en el estómago —le hacía notar Gus.

Dish no era el único que aborrecía los huevos revueltos.

—Yo no como la clara si puedo evitarlo —observó Jasper—. He oído decir que el blanco provoca la ceguera.

—¿Dónde has oído semejante barbaridad? —preguntó Augustus, pero Jasper no se acordaba.

Sin embargo, a la hora del desayuno todos tenían tal hambre que tragaban lo que se les diera, y se quejaban a cada bocado.

—Este café está tan fuerte que mantendría a flote la tapa de una cocina —dijo Call una mañana. Siempre volvía a tiempo de desayunar.

—Yo tomo el mío a cucharadas —dijo Lippy.

—Vivimos en un país libre —les recordó Augustus—. Al que no le guste este café puede escupirlo y prepararse uno.

Nadie estaba dispuesto a llegar a tal extremo. Como Call no era partidario de parar a mediodía para almorzar, el desayuno era una necesidad, fuera quien fuese el que lo preparara.

Augustus dijo de pronto:

—Hay que conseguir un cocinero, aunque sea malo. Es un trabajo demasiado peligroso para un hombre como yo. Alguien me puede disparar mientras preparo los huevos.

—Bueno, Austin no queda lejos —anunció Call—. Podemos intentarlo allí.

El día era precioso y el rebaño avanzaba tranquilamente, con Dish dirigiendo la cabeza, como si lo hubiera hecho toda la vida. Austin estaba solo a treinta y dos kilómetros al Este. Call estaba preparado para salir, pero Augustus insistió en cambiarse la camisa.

—Podría encontrarme con alguna dama —dijo—. Tú puedes buscar al cocinero.

Cabalgaron en dirección este y no tardaron en encontrar el camino de carretas que llevaba a Austin, pero no llevaban mucho rato en él cuando Augustus dirigió su caballo hacia el Norte.

—Este no es el camino de Austin —dijo Call.

—Es que me he acordado de algo —contestó Augustus.

Y sin decir más salió al galope. Call hizo que la Mala Bestia le siguiera. Pensó que tal vez Gus tenía sed; no estaban lejos de un pequeño arroyo, afluente del Guadalupe.

Y en efecto, encontraron la pequeña laguna alimentada por el arroyo que Augustus había estado buscando. Cruzaba un pequeño grupo de robles y se extendía a lo largo de la pendiente de una colina. Gus y el viejo Malaria se detuvieron en la colina, contemplando el arroyo y la pequeña laguna que se formaba debajo de los árboles. Gus permaneció sentado y mirando, lo que era raro…, pero Gus era un poco raro. Call se acercó preguntándose qué habría llamado la atención de Gus en aquel punto y se quedó perplejo al ver que Gus tenía los ojos llenos de lágrimas. Mojaban sus mejillas y brillaban en las puntas de su bigote.

Call no sabía qué decir porque no tenía la menor idea de lo que ocurría. A veces Gus se reía hasta llorar, pero muy pocas veces lloraba. Además, el día era precioso. Le resultaba desconcertante, pero prefirió no preguntar.

Gus estuvo unos cinco minutos sin decir palabra. Call echó pie a tierra y orinó para pasar el tiempo. Oyó que Gus suspiraba y al mirarle vio que se estaba secando los ojos con un pañuelo de hierbas.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó al fin.

Augustus se quitó el sombrero un momento para que la cabeza se le refrescara, y mirando a los árboles y a la laguna dijo:

—Dudo que lo comprendas, Woodrow.

—Bueno, si no lo entiendo no lo entiendo.

—Yo llamo a esto la huerta de Clara. La descubrimos un día que paseábamos en coche. Muchas veces vinimos aquí de picnic.

—Debería haber adivinado que tenía algo que ver con ella. Dudo de que exista otro ser humano por el que derramaras una lágrima.

Augustus se secó los ojos con los dedos.

—Clara era preciosa. Creo que el mayor error de mi vida fue dejar que se me escapara de las manos. Lo que pasa es que tú no puedes entenderlo porque no aprecias a las mujeres.

—Si ella no quería casarse contigo, tú no podías hacer gran cosa —observó Call con torpeza. El tema del matrimonio era algo que le resultaba incómodo.

—La cosa no es tan sencilla —comentó Augustus mirando el arroyo y el bosquecillo, y recordando toda la felicidad que había experimentado allí.

Hizo volver al viejo Malaria y cabalgaron en dirección a Austin, aunque el recuerdo de Clara estaba tan fresco en su mente como si fuera ella y no Woodrow la que cabalgaba con él. Había tenido sus caprichos, sobre todo por la ropa. Solía bromear con ella asegurándole que nunca la había visto dos veces con el mismo vestido, pero Clara se echaba a reír. Cuando murió su segunda esposa y estuvo libre para declarársele, lo hizo un día de picnic en el lugar que ella llamaba su huerta, y le rechazó al instante, sin perder nada de su alegría.

—¿Por qué no? —le preguntó él.

—Estoy acostumbrada a mi sistema. Podrías intentar obligarme a algo que no quisiera hacer.

—¿Acaso no te consiento todos los caprichos?

—Sí, pero porque aún no me tienes —observó Clara—. Seguro que no tardarías en cambiar si alguna vez mandaras tú.

Pero nunca le dio la oportunidad de mandar, aunque a él le pareció que se había entregado sin condiciones a un tonto comerciante de caballos de Kentucky.

Call se sentía un poco avergonzado por Augustus.

—¿Cuándo te has sentido más feliz, Call? —preguntó.

—¿Más feliz?

—Sí, simplemente como ser humano libre y vivo sobre la tierra.

—Bueno, me resulta difícil precisar un momento determinado.

—Pues, para mí no. Mi momento más feliz fue aquí mismo, junto al arroyo —declaró Augustus—. No supe alcanzar la meta y perdí a la mujer, pero aquella época fue deliciosa.

A Call le pareció una extraña elección. Después de todo, Gus había estado casado dos veces.

—Y con tus esposas, ¿qué? —le preguntó Call.

—Es curioso. Nunca me gustaron las mujeres gordas, y sin embargo, me casé con dos de ellas. La gente hace cosas raras; todo el mundo menos tú. De todos modos no creo que alguna vez hayas querido ser feliz. No te va, y por tanto te las arreglas para evitarlo.

—Eso es una tontería.

—No, no lo es. He observado cómo te castigabas durante treinta años y no puedo equivocarme del todo. Lo que no acierto a saber es qué has hecho para merecer el castigo.

—Tienes un extraño modo de pensar.

Apenas habían cabalgado unas tres millas desde el arroyo cuando atisbaron un pequeño campamento al pie de una escarpadura caliza. Había una pequeña charca y árboles.

—Apuesto a que es Jake —dijo Call.

—No, es solo Lorie. Descansa junto a un árbol. Seguro que Jake ha ido a la ciudad y la ha dejado.

Call volvió a mirar, pero el campamento estaba a casi un kilómetro de distancia y lo único que acertaba a ver eran los caballos y el mulo de carga. A lo largo de todos sus años de ranger, Augustus había sido famoso por su extraordinaria vista. En los altos llanos y en la tierra del Pecos había demostrado que alcanzaba a ver más lejos que nadie. En los deslumbrantes espejismos, los hombres confundían siempre las matas de salvia con indios. El propio Call se ponía la mano ante los ojos, forzaba la vista y seguía sin estar seguro. En cambio Augustus echaba un vistazo fugaz al supuesto indio, reía y volvía a su partida de cartas, a su whisky o a lo que pudiera estar haciendo.

—Sí, es toda una tribu de matas de salvia —aseguraba.

Pea, era el que estaba más impresionado por la vista de Augustus, porque la suya era notoriamente escasa. A veces, de cacería, Augustus se esforzaba en vano para que Pea viera un antílope o un ciervo.

—Lo podría ver si se acercara más —se excusaba Pea.

—Pea, yo no sé lo que te salva de despeñarte —observaba Augustus—. Si nos acercamos más, el animal se alejará.

—Contratemos a Lorie de cocinera —dijo de pronto Augustus.

—Si la lleváramos al campamento habría peleas todos los días, incluso aunque fuera una mujer decente.

—No veo por qué te molestan tanto las putas, Woodrow. Me parece recordar que tú también tuviste una.

—Sí, fue un error —respondió Call, molesto de que Gus se lo recordara.

—No es ningún error comportarse como un ser humano en alguna ocasión. A la pobre Maggie le partiste el corazón, pero te dejó un hijo precioso antes de irse.

—¡Tú qué sabes! Y además no quiero hablar de esto. También podría ser tuyo, o de Jake, o de algún maldito jugador.

—Sí, pero no lo es, es tuyo. Todo el mundo que tenga buena vista puede verlo. Además, Maggie me lo dijo. Ella y yo fuimos buenos amigos.

—Yo no sé nada de amistad; lo que sí sé seguro es que fuiste un buen cliente.

—Las dos cosas pueden coincidir —le hizo notar Augustus, sabiendo que a su amigo no le hacía feliz que se tocara este tema. Call siempre había sido muy reticente y reservado mientras duró la cosa, y mucho más a partir de entonces.

Cuando llegaron al pequeño campamento, Lorena estaba sentada debajo de un árbol, observándoles tranquilamente. Era evidente que acababa de bañarse en la charca, porque su largo pelo rubio estaba mojado. De tanto en tanto lo exprimía con los dedos. Tenía un cardenal debajo de un ojo.

—¡Vaya por Dios, Lorie, qué vida tan tranquila! —comentó Augustus—. Y además, con lago particular. ¿Dónde está Jake?

—Se ha ido a la ciudad. Lleva dos días fuera.

—Debe de ser una buena partida —dijo Augustus—. Jake es capaz de jugar una semana entera si tiene buena racha.

Call encontró censurable dejar a una mujer sola tanto tiempo en un país duro.

—¿Cuándo esperas que vuelva? —preguntó.

—Dijo que no pensaba volver. Se fue rabioso. Ha estado enfadado todo el camino hasta aquí. Dijo que podía quedarme con el caballo y el mulo y marchar adonde quisiera.

—Dudo que lo dijera en serio. ¿Tú qué crees? —preguntó Augustus.

—Que volverá —respondió Lorena.

Call no estaba tan seguro. Jake nunca había sido hombre capaz de cargar innecesariamente con responsabilidades.

Vio con fastidio que Augustus descabalgaba y amarraba su caballo a una mata. Luego lo desensilló.

—Creía que venías a Austin —le recordó Call.

—Vete tú, Woodrow. En este momento no estoy de humor para la vida ciudadana. Me quedaré aquí y jugaré a las cartas con Lorie hasta que vuelva ese sinvergüenza.

Call se sintió muy fastidiado. Uno de los peores defectos de Gus era su incapacidad para someterse a un plan. Call podía pasarse toda la noche preparando una estrategia y Augustus podía seguirla durante diez minutos y de pronto perder la paciencia y hacer exactamente lo primero que se le ocurriera. Naturalmente, ir a la ciudad en busca de un cocinero no era un gran proyecto, aunque no dejaba de ser irritante que Gus abandonara. Pero Call sabía que era inútil discutir.

—Bueno, por lo menos espero que vuelvas junto al rebaño esta noche por si yo me retrasara. Debe de haber alguien con experiencia vigilando.

—Bueno, no lo sé. Ya es hora de que el equipo actúe un poco sin nosotros. Probablemente creen que el sol no saldrá si tú no estás allí para autorizarlo.

Antes que empezar otra discusión, Call prefirió volver grupas a la Mala Bestia. Incluso hombres con experiencia podían fallar estrepitosamente en una crisis si carecían de liderazgo. Había visto a hombres muy competentes quedarse paralizados en una crisis, pero en cuanto alguien se hacía cargo del mando y les indicaba lo que tenían que hacer, se comportaban espléndidamente. Un grupo heterogéneo como el de Hat Creek ni siquiera sabría decidir quién tenía que decidir si él y Gus no estaban.

Puso a la Mala Bestia al galope. Era un placer ver la facilidad con que la yegua se comía los kilómetros. Con semejante cabalgadura, no tardó en olvidar su irritación.

Pero entonces, sin motivo aparente, entre un paseo y el siguiente, la Mala Bestia dejó su fluido galope y pareció desbocarse. Call iba relajado, pero incluso antes de levantar la cabeza perdió un estribo y se dio cuenta de que iba a ser lanzado. Lo has conseguido, maldita bestia, pensó, y al instante se encontró en el suelo. Pero había enroscado una rienda a una mano y la conservó, esperando únicamente que no se rompiera. La rienda resistió, y Call se puso en pie y alcanzó la otra rienda.

—Bueno, tu pequeño plan ha fracasado —dijo a la yegua.

Sabía que por muy poco estuvo a punto de soltarse y desaparecer. No se resistió cuando volvió a montarla, y no mostró deseos de volver a inquietarle. Call la mantuvo al trote durante unos dos kilómetros antes de dejarla galopar de nuevo. No creía que lo intentara de nuevo. Era demasiado inteligente para malgastar sus energías cuando sabía que él estaba preparado. En cierto modo se había dado cuenta de que él estaba distraído cuando se disparó. Pero hasta cierto punto le gustaba…, nunca le habían caído demasiado bien los caballos totalmente dóciles. Le gustaba un animal tan listo como él…, o más listo que él, como la yegua. Se había dado cuenta perfectamente de sus preocupaciones, mientras que él ni siquiera había sospechado de sus intenciones.

Ahora estaba contenta de ignorar su fracaso, pero Call no dudaba de que cuando ella considerara que el momento era oportuno, volvería a intentarlo. Decidió comprar riendas de crin trenzado cuando llegara a Austin; la de cuero que utilizaba podía romperse con facilidad. El crin trenzado le iría mejor si volvía a tirarle; nunca había sido excepcional montando caballos alocados.

—Intenta lo que quieras —le dijo. Había empezado a hablarle en voz alta y cada vez lo hacía más cuando estaban solos—. Te diré una cosa: Pienso ir montado en ti hasta el Yellowstone, y si no lo hago será porque uno de los dos se haya matado antes.

La yegua torda galopó en dirección a Austin, comiéndose de nuevo y con facilidad los kilómetros.

Paloma solitaria
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