58

—Supongo que lo oiremos cuando peleen —comentó Joe.

—No oiremos gran cosa —dijo Roscoe—. El fuego de campamento estaba lejos. A lo mejor solo se trata de vaqueros y no va a haber lucha.

—Pero vimos indios —porfió Joe—. Seguro que son ellos.

—Puede que sean ellos. Pero a lo mejor han salido corriendo.

—Ojalá no corran en esta dirección —dijo Joe.

A Joe le daba rabia admitir que estaba asustado, pero en su vida lo había estado tanto. Cuando acampaban, generalmente estaba tan contento de que se detuvieran que desplegaba su manta y se echaba a dormir, pero aunque esta vez desplegó su manta como siempre, no se durmió. Era la primera vez que se separaba de July en todo el viaje y le sorprendía lo asustado que se sentía. Se les había prohibido encender una hoguera, así que lo único que podían hacer era quedarse sentados a oscuras. No hacía frío, por supuesto, pero un fuego les hubiera animado algo.

—Supongo que July les matará —repitió varias veces.

—Ese ranger tejano ha matado a seis —observó Roscoe—. Tal vez mate a los restantes y así July se ahorrará municiones.

Joe alzó su rifle nuevo. Varias veces levantó el gatillo y volvió a bajarlo. Si venían los indios, esperaba que lo hicieran de día, y así tendría más suerte para disparar.

Janey estaba sentada, sola. Había sido la primera en ver a los indios y retrocedió corriendo para avisar a July. Al principio, Roscoe no la había creído, pero July sí. Cuando los indios empezaron a disparar, él también hizo varios disparos.

A Roscoe le molestaba que se hubieran terminado los árboles. Toda su vida había vivido entre árboles y no había reparado en el bienestar que proporcionaban. Los árboles habían sido tan habituales que impresionaba cabalgar por el llano y descubrir que había una parte de la tierra en la que no había ninguno. De vez en cuando veían alguno junto a los ríos, pero no muchos, y los que encontraban eran más arbustos que árboles. Uno no podía recostarse en ellos, que era lo que le gustaba hacer. Las cosas habían llegado a tal punto que podía dormir relativamente bien si se apoyaba en un árbol.

Pero ahora July le había dejado junto a un río en el que no había ni una mata. Tendría que dormir echado en el suelo o estar sentado toda la noche. El cielo estaba pálidamente iluminado por la luna, pero no proporcionaba suficiente luz para ver bien. De pronto Roscoe empezó a sentirse muy nervioso. A dondequiera que mirara veía cosas que le parecían indios. Cuando amartilló su pistola, Joe amartilló su rifle.

—¿Has visto alguno? —preguntó.

—Tal vez lo sea —respondió Roscoe.

—¿Dónde? —preguntó Janey.

Cuando Roscoe le señaló el lugar, la muchacha salió corriendo en aquella dirección. Roscoe no daba crédito a sus ojos… pero siempre había sido algo salvaje.

—No es más que un matorral —explicó Janey al volver.

—Por suerte. De haber sido un indio te habría arrancado la cabellera.

—¿Crees que ya han luchado? —preguntó Joe—. Me alegraré cuando les vea volver.

—Puede que no vuelvan hasta la mañana —comentó Roscoe—. Será mejor que descansemos. En cuanto July regrese querrá ponerse a buscar a tu madre.

—Creo que ha encontrado a Dee —dijo Joe—. Le gusta Dee.

—Entonces, ¿por qué diablos se casó con July? —preguntó Roscoe—. Esto lo ha desencadenado todo, ¿sabes? Si ella no se hubiera casado con July, ahora estaríamos en Arkansas jugando al dominó.

Cada vez que Roscoe pensaba en la serie de acontecimientos que le habían traído a un lugar donde no había árboles en los que recostarse, se hacía un lío y todo se le revolvía en la cabeza. Probablemente era mejor no pensar en el pasado.

—No sé por qué no puedo dormirme —comentó Joe.

Roscoe estaba encantado de no haber tenido que ir con Gus y July. Recordaba lo débil que se había sentido aquella tarde al darse cuenta de que lo que golpeaba la hierba junto a él eran balas. Le había parecido que eran abejas, pero naturalmente eran balas.

Mientras pensaba en aquello cabeceó unos minutos, con su arma amartillada. Tuvo un breve sueño sobre cerdos salvajes, pero no demasiado terrible. Los cerdos no eran tan salvajes como lo habían sido en la realidad. Estaban hozando junto a una cabaña sin intentar hacerle daño, pero despertó terriblemente sobresaltado y vio algo incomprensible. Janey estaba de pie a pocos pasos delante de él, con una gran piedra levantada sobre su cabeza. La sostenía con ambas manos. ¿Por qué hacía semejante cosa en plena noche? No hacía el menor ruido; solo estaba delante de él con la piedra en las manos. Solo cuando la lanzó se dio cuenta de que había alguien más allí. Había alguien, alguien enorme. Con la sorpresa, Roscoe se olvidó de que tenía una pistola. Se levantó de un salto. No vio la trayectoria de la piedra, pero Janey cayó de pronto de rodillas. Le miró, «Dispárale», dijo. Roscoe se acordó entonces de la pistola que tenía amartillada, pero antes de que pudiera levantarla, la enorme sombra contra la que Janey había lanzado la piedra se le acercó y le empujó; un empujón leve pero que le hizo caer la pistola. Sabía que no soñaba, que estaba despierto, pero no tenía la fuerza que hubiera tenido en un sueño para moverse con rapidez. Vio la gran sombra junto a él pero no sintió miedo, y la sombra no volvió a empujarle. Roscoe se sentía adormilado y volvió a sentarse. Era como si estuviera en un baño caliente. No había tomado muchos baños calientes en su vida, pero le parecía que estaba metido en uno y dispuesto a dormir un buen rato. Pero Janey se arrastraba…, qué raro, se arrastraba sobre sus piernas.

—Pero ¿qué estás haciendo? —preguntó antes de ver que tenía los ojos fijos en la pistola que él había dejado caer. Quería la pistola, y por alguna razón se arrastraba por encima de sus piernas para alcanzarla. Pero antes de que llegara a ella, la sombra volvió.

—Vaya, eres una luchadora, ¿verdad? —comentó la sombra—. Si no tuviera tanta prisa, te enseñaría uno o dos trucos.

A continuación levantó los brazos y la golpeó; Roscoe no pudo ver si fue con un hacha o con otra cosa, pero produjo un ruido como el del hacha contra la madera, y Janey dejó de moverse y se quedó cruzada sobre sus piernas.

—¿Joe? —preguntó Roscoe; acababa de acordarse de que había obligado a Joe a dejar su rifle para que pudiera dormirse.

—¿Era este su nombre? —preguntó la sombra.

Roscoe comprendió que se trataba de un hombre, porque tenía una voz gruesa. Pero no podía verle la cara. Solo parecía ser una gran sombra, y de todos modos Roscoe no podía fijar su mente en él, ni en dónde estaba Joe ni en cuándo volvería July, ni en nada, tan grande era su cansancio y calor. La gran sombra estaba a horcajadas sobre él y rebuscaba en su cinturón, pero Roscoe se despreocupaba de todo porque estaba sumamente cansado. Sentía que todo tendría que detenerse un momento; era como si la propia oscuridad le bajara los párpados. Entonces le envolvió el tibio sueño.

July les encontró una hora después, ya rígidos por la muerte. Había corrido cuanto pudo sobre aquel terreno quebrado, sin pérdida de tiempo, siguiendo el río pero demasiado inseguro de su situación para alejarse demasiado de él. De vez en cuando paraba y escuchaba por si oía tiros, pero el oscuro llano estaba silencioso y tranquilo, aunque era en pleno llano donde acababa de ver las cosas más violentas y terribles que había presenciado en su vida. Lo único que se oía era el viento cantando sobre la enorme extensión vacía de hierba; en primavera, el viento nocturno cantaba dulcemente.

July nunca se había sentido tan incapaz. Ni siquiera estaba seguro de poder encontrar el camino de vuelta donde había dejado a los demás. Era un sheriff pagado para luchar cuando era necesario, pero ninguna experiencia le había preparado para la matanza que acababa de presenciar. El capitán McCrae había dado muerte a seis hombres, mientras que él ni siquiera había intentado disparar cuando el bandido le encañonó. Todo había sido muy rápido, todas aquellas muertes se habían producido en un par de minutos. El capitán McCrae no parecía turbado y en cambio él experimentaba tal confusión que apenas podía pensar. Había conocido hombres rudos en Arkansas; había acorralado a algunos de ellos y detenido a varios, pero esto era diferente: el cazador de búfalos moribundo no tenía más que una mancha de sangre entre las piernas. La muerte y cosas peores habían ocurrido en los llanos.

Cuando vio el cañón donde había dejado a Roscoe y los muchachos se detuvo a escuchar pero no oyó nada. Sintió miedo. El caballo de Joe relinchaba siempre al suyo. Pero esta vez no hubo relinchos ni había caballos. Desmontó y se acercó despacio por el cañón abajo. A lo mejor se les había olvidado trabar los caballos y se habían alejado para pastar, Roscoe solía ser olvidadizo.

—¿Roscoe? —llamó al llegar al campamento.

Pudo ver las tres figuras en el suelo como si durmieran, pero sabía que no dormían porque Janey estaba atravesada sobre las piernas de Roscoe.

Lo único que se oía en el campamento era el zumbido de las moscas sobre la sangre.

July no quería verlo. Sabía que tenía que hacerlo, pero no quería. Sentía una terrible necesidad de cambiar las cosas, de volver atrás, al tiempo en que él, Roscoe, Joe y Elmira estaban en Arkansas. Sabía que nunca volvería a ser lo mismo. Había ocurrido algo de lo que nunca se libraría. Había perdido la oportunidad de quedarse y morir con los suyos, aunque el capitán McCrae le había ofrecido esa oportunidad. «Me sentiría más tranquilo si se quedara con su gente», le había dicho más o menos.

No se había quedado, pero cuando se fue tampoco había luchado. No había hecho nada más que cabalgar dos veces sobre la misma extensión de llanura, mientras la muerte había llegado a ambos campamentos. No le cabía la menor duda de que si se hubiera quedado con Roscoe y los chicos, también le habría llegado a él. El hombre que les había dado muerte debía de ser un luchador como el capitán McCrae.

July tardó cierto tiempo en entrar en el campamento. No podía. Se quedó allí escuchando el zumbido de las moscas por encima de ellos. No quería ver lo que les habían hecho. Ahora, cuando encontrara a Elmira, sería solo para decirle que su hijo había muerto. Y si vivía para regresar a Fort Smith, sería sin Roscoe Brown, un hombre fiel que nunca había pedido gran cosa.

La extraña chiquilla que podía cazar conejos ya no volvería a cazarlos.

Al cabo de un rato cogió su cuchillo y empezó a cavar tumbas. Salió del cañón y las cavó en el llano. Cavar con un cuchillo era un trabajo lento, pero era la única herramienta de que disponía para cavar. La tierra suelta la sacaba con las manos. A la puesta del sol aún seguía cavando, y las tumbas eran lastimosamente superficiales. Tendría que hacerlo mejor o los coyotes se apoderarían de los cadáveres. De tanto en tanto miraba los cuerpos. Joe yacía separado de los otros dos, tendido en su manta, como dormido.

July empezó a recoger piedras para amontonarlas sobre las fosas. El cañón estaba lleno, aunque algunas había que arrancarlas del suelo. Mientras transportaba una, vio a dos jinetes a lo lejos, dos manchas negras a la brillante luz del sol. Su caballo relinchó encantado de la compañía.

Cuando Augustus se acercó con Lorena, el sheriff de Arkansas aún estaba cavando. Augustus se aproximó al borde del cañón para mirar.

—Más muertos que enterrar —comentó descabalgando. Había dado a Lorena el caballo de Roscoe, que tenía una andadura tranquila y él montaba en un caballo indio, un flaco pinto.

—Ha sido culpa mía —dijo July—. Si hubiera hecho lo que tú me dijiste, quizás estarían vivos.

—Y quizá tú también estarías muerto y tendría que enterrarte —le respondió Augustus—. No te reproches nada. Ninguno de nosotros es un buen juez de lo que hay que hacer.

—Me dijiste que me quedara —insistió July.

—Ya lo sé. Estoy seguro de que piensas que ojalá lo hubieras hecho. Pero el día de ayer se ha ido río abajo y no puedes recuperarlo. Sigue cavando y yo te ayudaré.

Se volvió hacia Lorena y la ayudó a descabalgar.

—Quédate aquí, cariño.

Pero cuando echó a andar hacia el cañón, Lorena le siguió. No quería que Gus se alejara de ella.

—No, no quiero que vayas y veas el desastre —le dijo Augustus—. Siéntate aquí, desde donde puedas verme. No me perderé de vista.

Y volviéndose a July le pidió:

—Siéntate con ella. Por ahora no tiene nada que decir. Solo siéntate con ella, Johnson.

July dejó de trabajar. La mujer ni siquiera le miró. Sus ojos tristes estaban fijos en el capitán McCrae mientras iba hacia el cañón. Sus piernas estaban llenas de golpes y moraduras y tenía una mancha amarillenta en una mejilla. Ni siquiera volvió la cabeza para mirarle.

—Me llamo July Johnson —dijo, tratando de ser correcto, pero la mujer parecía no oírle.

Augustus se dirigió rápidamente al campamento y envolvió cada cuerpo con una manta. Blue Duck tenía tanta seguridad en hacerse con sus víctimas que ni siquiera se molestó en dispararles. El ayudante y la muchacha habían sido apuñalados, abiertos desde el ombligo al cuello. A la chiquilla además le había aplastado la cabeza, al igual que a Joe, probablemente con la culata del rifle que Gus le había regalado. El ayudante también había sido castrado. Sirviéndose de los cordones de las sillas, Gus sujetó las mantas todo lo que pudo. Era raro que esas tres personas estuvieran junto al Canadian, pero esa era la frontera… la gente andaba siempre por donde no tenía nada que hacer. También él lo había hecho y le había salido bien, pero había sido un ranger de Texas y no un banquero de Tennessee. Los tres destrozados ejemplares que estaba envolviendo en sus mortajas no habían tenido tanta suerte.

Trasladó los cuerpos hasta la pradera y los depositó en sus poco profundas fosas, una lamentable solución que no detendría a las alimañas por mucho tiempo. En el otro campamento se había limitado a poner en fila a los cazadores de búfalos y a los kiowas y los había abandonado.

—Creo que se ha llevado el caballo de Joe —dijo July.

—Sí, y también su vida. Estoy seguro de que el caballo le interesaba más.

—Si se propone ir tras él, me gustaría tratar de ayudarle.

—No tengo por qué ir tras él —respondió Augustus—. Está mejor montado que nosotros y este no es lugar para perseguir a un hombre que dispone de más caballos que nosotros. Esta vez creo que va hacia el Purgatorio.

—¿El qué? —preguntó July.

—Es un río de Colorado —explicó Augustus—. Probablemente tiene otra banda por allí. Será mejor dejarle esta vez.

—Lo odio. —July había empezado a imaginarse enfrentado con el hombre y disparándole.

—Esto es algo muy triste, hijo. La pérdida de la vida lo es siempre. Pero la vida se pierde definitivamente. No intentes vengarte. Tienes cosas más urgentes que hacer. Si vuelvo a tropezarme con Blue Duck, le mataré. Pero si no lo hago yo, lo hará algún otro. Es grande y malvado, pero tarde o temprano tropezará con alguien mucho más grande y malvado. O una serpiente le morderá, o un caballo caerá sobre él, o le ahorcarán, o uno de sus hombres le matará por la espalda. O simplemente envejecerá y morirá. —Se acercó a su caballo y apretó la cincha—. No intentes pagar dolor con dolor. En un asunto como este no puedes equilibrar las medidas. Será mejor que te vayas en busca de tu mujer.

July miró la interminable pradera por encima del río. «Si la encuentro, aún me odiará más», pensó.

Augustus observó cómo montaba, pensando en lo joven que parecía. Tendría poco más de veinte años. Pero era suficientemente viejo para haber encontrado y perdido a una esposa…, aunque no es forzoso tardar mucho en perderla.

—¿Dónde está Adobe Walls? —preguntó July.

—No queda muy lejos, río abajo, pero yo en tu lugar no me pararía. Tu mujer no está allí. Si subió por el río Arkansas, imagino que estará en cualquier ciudad de Kansas.

—Sentiría no dar con ella.

«Si está en Adobe Walls, será mejor que no la encuentres», pensó Augustus, aunque no dijo nada. Estrechó la mano del joven sheriff y observó cómo cabalgaba y cruzaba el río. Pronto le perdió de vista en el accidentado terreno hacia el Norte. Cuando reapareció en la inmensa llanura no era más que una mancha diminuta.

Augustus fue hacia Lorena. Había pasado la mayor parte de la noche con ella en los brazos, confiando en que el calor de su cuerpo acabaría ayudándola a vencer sus estremecimientos y temblores. Hasta entonces no había dicho ni una palabra, pero le miraba a la cara lo cual era una buena señal. Había visto a mujeres cautivas tan destrozadas que ni podían alzar los ojos.

—Vamos, Lorie —le dijo—. Cabalguemos un poco. —Ella se puso en pie, obediente como una niña pequeña—. Nos dirigiremos hacia el Este y veremos si podemos encontrar una sombra. Luego nos entretendremos un par de semanas y dejaremos que Call y los muchachos nos alcancen. No tardarán en llegar con el ganado. Para entonces ya te encontrarás mucho mejor.

Lorena no contestó, pero montó sin su ayuda y cabalgó todo el día junto a él.

Paloma solitaria
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