90
Descansaron junto al Salt Creek un par de días para que los hombres y animales tuvieran tiempo de reponerse. Los hombres pasaban la mayor parte del tiempo especulando sobre lo que habría detrás de las montañas y lo que se tardaría en llegar a ellas.
Call dormía apartado del campamento como tenía por costumbre. Sabía que los hombres estaban de buen humor porque les oía cantar. Ahora que disponía de tiempo para dormir se encontró con que no podía. Siempre había creído que sus energías estaban a la altura de cualquier situación, pero empezaba a tener dudas. El cansancio se le había pegado a los huesos, pero no era un cansancio que produjera sueño. Se sentía agotado y soñaba con estar ya en Montana. Solo les quedaban unos pocos centenares de kilómetros pero se le antojaba más lejos que toda la distancia que habían recorrido.
Al regresar al campamento una mañana, notó excitación alrededor de la hoguera. Varios hombres sostenían rifles. Se sorprendió al verlos porque le había parecido una noche tranquila.
—Han desaparecido doce caballos, capitán —anunció Dish Boggett—. Los indios se los han llevado.
Deets parecía avergonzado y Spettle solo sabía mover la cabeza. Aseguraron que ninguno de ellos había oído nada.
—Bueno, muchachos, cantabais fuerte como para despertar a un muerto —observó Augustus—. Supongo que gracias a que son caritativos no se llevaron a todo el rebaño. Nadie se hubiera dado cuenta.
Call estaba irritado. Había estado despierto casi toda la noche y no se había acordado para nada de los indios. Todos aquellos años tratando de estar preparado no habían servido para nada.
—Deben de entender mucho de caballos —comentó.
Deets consideraba que era culpa suya puesto que su trabajo consistía en encontrar señales de indios. Siempre había tenido buen oído para los indios pero había estado sentado junto a la carreta, escuchando las canciones, y no había oído nada.
—Vinieron a pie, capitán —explicó. Por lo menos había encontrado sus huellas.
—Menudo atrevimiento. Pero ahora ya no viajan a pie.
Decidió llevarse solo a Deets y a Augustus, aunque esto suponía dejar el campamento sin un luchador competente contra los indios, en caso de que su acción fuera una trampa. Por el contrario, quienquiera que se llevara a los caballos debía tener mucha ayuda cercana. Si se hiciera necesario atacar un campamento indio, tres hombres eran el grupo mínimo con el que cabía tener éxito.
Diez minutos más tarde los hombres estaban listos para partir. Call era consciente de que dejaban un campamento lleno de hombres asustados. Augustus se echó a reír ante el espectáculo.
—A ver si os tranquilizáis, muchachos.
—Si han conseguido los malditos caballos puede que vuelvan a buscarnos —dijo Jasper Fant—. Se apoderaron de Custer, ¿no es cierto? Y él había luchado toda su vida contra los indios.
A Call le preocupaba mucho más la hierba. Era demasiado escasa para mantener a todo el rebaño durante mucho tiempo.
—Que pasten río arriba —indicó—. Empezad mañana si no hemos vuelto, pero no les atosiguéis. Dejad que pasten tranquilos. Solo tardaremos unos días en llegar al Powder.
Cuando Newt vio alejarse a los tres hombres se sintió muy intranquilo sobre todo por culpa de Lippy que se había pasado toda la mañana hablando de lo que se sentía cuando a uno le arrancaban la cabellera. A Lippy no se la habían arrancado y no podía saberlo, pero esto no le impedía hablar como si le hubiera sucedido y asustar a todo el mundo.
Los cuatreros habían ido al Sudoeste. Call pensó que con suerte podían alcanzarles en un día, pero sufrió una desilusión. A medida que cabalgaban el país se hacía más yermo y la única señal de vida era algún que otro buitre y muchas serpientes de cascabel.
—Si fuéramos a instalarnos por aquí tendríamos que montar una granja de serpientes —dijo Augustus.
Descansaron solo un poco durante la noche y a media mañana del día siguiente se encontraban a ciento sesenta kilómetros del rebaño, sin haber conseguido nada.
—Llegarán al Wind River antes de que les alcancemos —comentó Augustus—. Siempre he oído decir que el Wind River aún es peor en cuanto a sequedad, que las tierras del Pecos.
—Vamos mejor montados que ellos —respondió Call—. Les alcanzaremos.
Pero tardaron otro día interminable en darles alcance.
—¿Estás seguro de que merece la pena por doce caballos? —preguntó Augustus—. Este es el país más asquerosamente pobre que he visto jamás. Cualquier bicho se moriría de hambre aquí.
En efecto, la tierra era triste y la superficie marcada a veces con manchas de sal. Por todas partes se veían lomas de color ocre completamente desprovistas de hierba.
—Lo que no podemos es dejar que nos roben los caballos —dijo Call.
Deets se había adelantado para explorar y por la tarde le vieron regresar. Las oleadas de calor le hacían parecer mayor de lo que realmente era.
—El campamento está ahí. Están en una hondonada, con un poco de agua.
—¿Cuántos son? —preguntó Call.
—No los he contado —contestó Deets—. Pero son pocos. No pueden ser muchos viviendo ahí.
—Yo creo que lo mejor sería esperar a la noche y quitarles los caballos —sugirió Augustus—. Hace demasiado calor para luchar. Robémoselos y dejemos que el hombre rojo persiga al blanco.
—Si esperamos a la noche podemos perder a la mitad de los caballos. Probablemente tienen mejores centinelas que nosotros.
—Con este calor no estoy para discutir. Si quieres ir ahora, vamos. Entraremos a caballo y les mataremos a todos.
—No he visto a muchos hombres —dijo Deets—. Son sobre todo mujeres y niños. Parecen realmente pobres, capitán.
—¿Qué quieres decir con lo de realmente pobres? —preguntó Call.
—Quiero decir que se mueren de hambre —respondió Deets—. Ya han descuartizado un caballo.
—¡Dios mío! —exclamó Augustus—. ¿Quieres decir que robaron los caballos para carne?
Y así era. Se acercaron cautelosamente a la hondonada donde tenían el campamento y vieron a toda la pequeña tribu reunida alrededor del caballo muerto. Había solo una veintena de indios, la mayoría mujeres, niños y viejos. Call solo vio a dos guerreros indios que parecían en edad de luchar aunque eran poco mayores que muchachos. Los indios habían arrancado las tripas del caballo muerto. Las cortaban a rodajas y se las comían. Generalmente había perros en un campamento indio, pero esta vez no vieron ni oyeron a ninguno.
—Supongo que estos no serán los feroces indios de que nos han estado hablando —comentó Augustus. Todos los miembros de la pequeña tribu estaban silenciosos, cada uno de ellos concentrado en comer. Todos eran delgados. Dos viejas cortaban carne de las ancas, probablemente con idea de secarla, y dos muchachos, tal vez los que habían robado los caballos, habían cogido otro y se preparaban para degollarlo. Call sacó la pistola y disparó al aire para evitarlo.
—Bueno, no vamos a disparar contra esta gente, aunque seguramente les haríamos un favor —dijo Augustus—. No creo que tengan armas siquiera.
—Yo no he disparado contra nadie —porfió Call—, pero quiero mis caballos.
Al oír el disparo toda la tribu se quedó mirando estupefacta. Uno de los jóvenes agarró un viejo rifle pero no disparó. Parecía que era la única arma de fuego que tenían. Call volvió a disparar al aire para alejarles del caballo y consiguió más de lo que había esperado. Los que estaban comiendo se levantaron, algunos con las manos aún llenas de tripas y huyeron a refugiarse hacia los cuatro pequeños tipis que se alzaban en la hondonada. El joven del rifle también se retiró ayudando a una de las ancianas. Estaba cubierta por la sangre del festín.
—Estaban en pleno picnic —observó Augustus—. Nosotros también tuvimos un picnic hace unos días, aunque nadie nos llegó a disparar.
—Podemos dejarles dos o tres caballos —concedió Call—. Pero no quiero perder ese alazán que estaban a punto de matar.
En la desbandada de la tribu habían olvidado un niño, un crío que apenas sabía andar. Estaba cerca del cuello del caballo muerto, llorando, tratando de encontrar a su madre. La tribu, silenciosa, se agrupó frente a los tipis. Por un instante solo se oyó el llanto del niño.
—Es ciego —dijo Deets.
Augustus vio que era cierto. El niño no podía ver adónde iba y un segundo después tropezó con un montón de tripas ensangrentadas y cayó sobre ellas.
Deets, que era el que se encontraba más cerca del caballo muerto, se acercó y recogió al niño. El niño ciego seguía llorando.
—Cállate ya —le dijo Deets—. Estás hecho un asco. Te has revolcado en toda esa sangre.
En ese preciso instante se oyó un grito procedente de uno de los tipis y vio a uno de los dos guerreros correr hacia él. Era el que había recogido el rifle y luego lo había abandonado, pero ahora cargaba contra él con una vieja lanza y su grito de guerra. Deets le mostró el niño y sonrió. El muchacho, poco mayor que Newt, no necesitaba lanzar ningún grito de guerra. Deets, sonriendo, siguió mostrando el niño a la tribu, convencido de que el joven guerrero se daría cuenta de que era amigo. El joven no necesitaba la lanza; no tenía más que recoger al niño llorón y devolvérselo a su madre.
Call y Augustus creyeron también que el joven probablemente se detendría al ver que Deets no pensaba atacar. De lo contrario, Deets podía pelear con él; era bueno en un cuerpo a cuerpo.
Fue solo en el último segundo cuando ambos se dieron cuenta de que el indio no iba a detenerse. Su carga era a la desesperada y no se había fijado en que la actitud de Deets era amistosa. Iba hacia él corriendo.
—¡Dispárale, Deets! —gritó Call alzando su propia arma.
En el último instante también Deets vio que el muchacho no iba a pararse. El joven guerrero no estaba ciego, pero sus ojos veían tan poco como los del niño. Seguía lanzando su grito de guerra, escalofriante en aquel silencio, y sus ojos estaban llenos de odio. La vieja lanza parecía una tontería. Deets volvió a levantar el niño, creyendo que el muchacho no le había comprendido.
—Ven, cógelo, solo le he ayudado a levantarse —dijo.
Comprendió entonces que era demasiado tarde. El joven no podía dejar de correr hacia él y de odiarle. Sus ojos estaban enloquecidos de odio. Deets sintió una pena profunda de ser tan odiado por aquel muchacho flaco cuando no le quería hacer ningún daño. Dio un paso hacia el lado con la intención de ganar un instante para dejar al niño en el suelo y pelear con el indio, y tal vez tranquilizarle.
Pero entonces el muchacho le lanzó la lanza hacia el pecho.
Call y Augustus dispararon casi a la vez; el muchacho murió con las manos aún en la lanza. Corrieron hacia Deets, que aún sostenía al niño, aunque llevaba más de un palmo de lanza clavado en el costado.
—¿Quiere cogerlo, capitán? —rogó Deets entregándole el niño—. No quiero que se caiga otra vez en toda aquella sangre.
Deets cayó entonces de rodillas. Observó sorprendido que el joven indio estaba cerca de él, ya muerto. Por un momento temió haberle dado muerte, de algún modo, pero descubrió que su arma seguía enfundada. Debió haber sido el capitán o el señor Gus. Era triste que el muchacho hubiera tenido que morir solo porque no comprendió que no eran enemigos. Era una pena más. Probablemente el muchacho estaba tan hambriento que ni siquiera podía razonar.
Se dio cuenta de que estaba de rodillas y trató de levantarse, pero el señor Gus le puso una mano en el hombro y le rogó que esperara.
—No, no te levantes aún, Deets. Descansa un momento.
Deets se fijó en que el asta de la lanza le salía del costado. Comprendió que el muerto se la había metido allí, pero no sentía nada. El capitán estaba delante de él, sosteniendo torpemente al niño indio. Deets miró con tristeza al capitán. Tenía la esperanza de que ahora el capitán comprendería que había tenido razón al estar preocupado por salir de Texas. Era una equivocación invadir el territorio de otra gente. Solo se conseguía molestarles y, conducirles a cosas como la muerte de aquel muchacho. La gente no quería comprender. No sabían que eran amistosos.
Hubiera sido mucho mejor quedarse donde habían vivido, junto al viejo río. Deets suspiraba por volver, por sentarse de noche en los corrales y preguntarse sobre la luna. Muchas veces se había adormilado pensando en la luna, en si los indios habían conseguido llegar a ella. A veces soñaba que había llegado y que estaba allí…, un sueño tonto. Pero la idea le hizo sentir sueño, y con otra mirada de pena al muchacho muerto, que no había comprendido que no le quería mal, se tumbó cuidadosamente de lado. El señor Gus se arrodilló junto a él. Deets creyó por un momento que iba a quitarle la lanza, pero lo único que hizo fue sujetarla para que el asta no vibrara.
—¿Dónde está el pequeño Newt? —preguntó.
—Esta vez Newt no ha venido. Está con los muchachos —le dijo Augustus.
A Deets le pareció entonces que algo ocurría con la cabeza del señor Gus. Había crecido. No la podía ver bien. Era como si mirara a través del agua, como si hubiera vuelto junto al viejo río y estuviera echado en el fondo, mirando al señor Gus a través del agua fangosa. La cabeza del señor Gus no solo había aumentado sino que se alejaba flotando. Se elevaba hacia el cielo como la luna. Apenas podía verla y pronto no pudo ver nada, pero las aguas se separaron un momento y vio unas hojas de hierba, junto a su ojo; luego, aliviado, las aguas volvieron a cerrarse y le cubrieron de nuevo, esta vez a mayor profundidad y calor.
—¿No puedes arrancarle la lanza? —preguntó Call. No sabía qué hacer con el niño, y allí estaba Deets muriéndose.
—Un momento, Call. Déjale estar muerto un momento en paz.
—¿Ha muerto ya? —exclamó Call. Aunque sabía por larga experiencia que estas cosas ocurren rápidamente, no podía aceptarlo en el caso de Deets.
—Debió atravesarle el corazón —comentó innecesariamente.
Augustus no le contestó. Descansaba un momento preguntándose si podría arrancarle la lanza, si solo debía romperla o qué cabía hacer. Si tiraba de ella arrancaría medio Deets. Claro que Deets estaba muerto… y en cierto modo no importaba. Pero sí importaba; había algo que no quería hacer y era destrozar a Deets.
—¿No puedes entregar este llorón a las mujeres? Déjalo ahí en el suelo y quizá vengan a recogerlo.
Call dio unos pasos hacia los indios acurrucados, tendiéndoles el niño. Ninguno se movió. Dio unos pasos más y dejó al niño en el suelo. Cuando volvió vio que Augustus había apoyado el pie en el costado de Deets y trataba de retirar la lanza, que no se movió.
Augustus dejó de intentarlo y se sentó junto al muerto.
—Deets, hoy no puedo hacerlo. Tendrá que intentarlo otro, a ver si lo consigue.
Call también se arrodilló junto al cuerpo de Deets. No podía sobreponerse a la sorpresa. Aunque había visto cientos de cosas sorprendentes en las batallas, esta era la peor. Un muchacho indio que a lo mejor no tendría más de quince años había corrido hasta Deets y le había dado muerte.
También debió impresionar a Augustus, porque no tenía nada que decir.
—Creo que la culpa es nuestra —dijo Call—. Debimos haber disparado antes.
—Yo no quiero empezar a pensar en todas las cosas que debimos haber hecho por este hombre. Si te sientes con fuerzas para cabalgar, vámonos de aquí —dijo Augustus.
Consiguieron romper el asta para que no se moviera y cargaron el cuerpo de Deets sobre su caballo. Mientras Augustus amarraba el cuerpo para asegurarlo, Call recogió los caballos. Los indios le contemplaban en silencio. Cambió de idea y separó tres que no valían demasiado y se acercó a los indios.
—Será mejor que atéis a estos tres —les dijo—. Si no nos seguirán.
—Dudo que hablen inglés, Woodrow. Supongo que hablan Ute. En todo caso matamos a su mejor guerrero; este será su final a menos que encuentren mejor tierra. Tres caballos no les durarán todo un invierno.
Miró a su alrededor, a la tierra cuarteada, a las lomas desnudas donde se había abierto la tierra por la sequía. Las lomas eran variopintas, teñidas de rojo, con manchones blancos de sal, como si los líquidos de la tierra hubieran escapado por las grietas.
—Espero que Montana sea mejor que esto —dijo entre dientes—. Como no lo sea volveré, desenterraré el cuerpo de Jake Spoon y esparciré sus huesos.
Cabalgaron toda la noche y todo el día siguiente hasta que anocheció. Augustus iba con la mente vacía, pero Call no dejaba de hacerse reproches. Tanto hablar de estar preparados y de pronto entraban en un campamento indio y dejaba que mataran a Josh Deets. Debió de ser más precavido. Todos debieron haberlo sido. Había conocido hombres que habían muerto a manos de indios que no tendrían más de diez años, o por ancianas indias que daban la impresión de que apenas podían andar. Cualquier indio puede matarte: era la primera regla de los rangers. Y sin embargo habían llegado y ahora Josh Deets estaba muerto. Nunca había llamado al hombre por su nombre, pero ahora recordaba el tonto cartel de Augustus y lo preocupado que había estado Deets. Finalmente, Deets había llegado a la conclusión de que su nombre era Josh… y así le recordaría en adelante, pensó Call. Había sido Josh Deets. Su malestar se agudizó al recordar que pocos días antes, Josh Deets había conducido su caballo durante la tormenta de arena mientras él estaba agotado.
Y se había quedado con el rifle en las manos dejando que mataran al hombre. Luego llegaron todos a la conclusión de que los indios estaban tan hambrientos que eran capaces de cualquier cosa. Era un fallo que no se perdonaría nunca.
—Creo que él sabía lo que se le venía encima —comentó Augustus con gran sorpresa de Call mientras cabalgaban a través de aquel valle cuarteado en dirección a Salt Creek.
—¿Qué quieres decir con que lo sabía? ¡Qué iba a saber! Lo que ocurrió es que aquel muchacho se lanzó a pelear.
—Creo que lo sabía. Se limitó a quedarse allí, esperando.
—Sostenía al niño —le recordó Call.
—Podía haberlo dejado caer —insistió Augustus.
A la segunda noche cuando llegaron donde había estado el ganado, Josh Deets empezó a oler.
—Podríamos enterrarle aquí —sugirió Augustus.
Call miró a su alrededor al panorama desierto.
—Si lo que estás buscando es un cementerio, no vamos a encontrar ninguno —dijo Augustus.
—Llevémosle —dijo Call—. Los hombres querrán despedirse. Yo creo que les encontraremos esta noche.
Alcanzaron el rebaño poco antes del amanecer. Dish Boggett, que estaba vigilando el rebaño, les vio llegar. Sintió un gran alivio porque con los dos fuera, el cuidado de las reses había sido responsabilidad suya. Y era mayor responsabilidad porque no conocía el territorio y había confiado en que los jefes volvieran pronto. Cuando les vio se sintió orgulloso de sí mismo, porque había mantenido el ganado donde había hierba y los había ido trasladando sin dificultades.
—Buenos días, capitán —dijo. Entonces se dio cuenta de que algo no marchaba. Había tres caballos, sin contar los que habían sido robados, pero solo dos jinetes. Había algo sobre el tercer caballo, pero no era un jinete. Era solo un cuerpo.
—¿Quién es, Gus? —preguntó sobresaltado.
—Es lo que queda de Deets. Confío en que el cocinero esté despierto.
Después de dos días sin sentir nada, de pronto le entró hambre.
Newt había hecho el turno medio y dormía profundamente cuando despuntó el alba. Utilizaba la silla como almohada y se había cubierto con la manta de la montura porque las noches habían empezado a refrescar.
Le llegó el rumor de voces. Una era la del capitán y otra la del señor Gus. También oyó la voz de Po Campo y de Dish Boggett. Newt abrió un momento los ojos y vio que todos estaban arrodillados junto a algo que había en el suelo. Quizás habían cazado un antílope. Tenía mucho sueño y quería volver a dormirse. Volvió a cerrar los ojos, pero de pronto los abrió. No era un antílope. Al incorporarse vio a Po Campo arrodillado que tiraba de algo. Alguien estaba herido y Po Campo trataba de arrancar algo que sobresalía de un cuerpo. Tiraba con fuerza, pero no conseguía sacarlo. Dejó de intentarlo y Dish, que había estado sujetando al herido, se puso en pie de pronto, pálido y mareado.
Cuando Dish se movió, Newt vio a Deets. Estaba en pleno bostezo cuando le vio. En lugar de levantarse cayó hacia atrás y se agarró a la manta. Abrió los ojos, volvió a mirar y, los cerró con fuerza. Estaba furioso con los hombres que con sus fuertes voces le habían despertado. Ojalá se murieran todos, si esto era lo único que sabían hacer. Quería volver a dormirse. Quería que aquello fuera uno de esos sueños de los que uno despierta cuando el sueño se pone feo. Pensó que probablemente sería esto. Cuando volviera a abrir los ojos ya no vería el cuerpo de Deets tendido sobre la lona de la carreta, a pocos metros.
Pero la cosa no salió bien. No pudo volver a dormirse y cuando se incorporó el cuerpo seguía allí, aunque de no haber sido negro no hubiera sabido que se trataba de Deets.
Vio a Pea Eye arrodillado al otro lado del cuerpo, con expresión de profundo desconcierto. Lejos, hacia el río, distinguió al capitán y a Lippy, que estaban cavando. El señor Gus comía junto al fuego. Los tres caballos habían sido desensillados, pero nadie los había devuelto a la remuda. Pastaban por allí cerca. La mayoría de los hombres se agrupaban a los pies de Deets, mirando, mientras Po Campo trabajaba.
Al fin Po Campo se dio por vencido.
—Será mejor enterrarle así. Me hubiera gustado ver a ese muchacho. La lanza fue directamente a la clavícula, después de atravesarle el corazón.
Newt siguió sentado en sus mantas, sintiéndose solo. Nadie se fijó en él ni le dijo nada. Nadie explicaba la muerte de Deets. Newt empezó a llorar, pero tampoco lo vio nadie. Había salido el sol y todo el mundo estaba ocupado en sus cosas. El señor Gus comía, el capitán y Lippy cavaban la tumba. Soupy Jones reparaba un estribo y hablaba en voz baja con Bert Borum. Newt seguía sentado, llorando, preguntándose si Deets comprendía algo de lo que estaba ocurriendo. El irlandés, Needle y los Rainey cuidaban del rebaño. Era además una mañana preciosa; las montañas parecían más cercanas. Newt se preguntó si Deets se enteraba. No volvió a mirar al cadáver, pero siguió preguntándose si Deets, pese a todo, seguía enterándose de todo. Creía que sí. Sentía que si alguien se fijaba en él, sería probablemente Deets, que siempre había sido su amigo. Fue únicamente la idea de que Deets le seguía conociendo lo que le impidió sentirse completamente solo.
Pero el Deets que andaba cerca, que le sonreía y que había sido bueno con él día tras día, a lo largo de los años, ese Deets estaba muerto. Newt siguió sobre sus mantas, llorando; pensó que nunca podría parar. Nadie parecía fijarse en él. Nadie le dijo nada mientras seguían los preparativos para enterrar a Deets.
Pea Eye no lloraba, pero estaba tan impresionado que se le doblaban las piernas.
—¡Dios mío! —exclamaba de vez en cuando—. ¡Dios mío!
El capitán dijo que un muchacho indio le había matado. Deets seguía llevando sus viejos pantalones acolchados que le gustaban tanto. Pea Eye no sabía qué pensar. Él y Deets habían sido los dos miembros principales del equipo de Hat Creek desde que se formó el equipo. Ahora solo quedaba él. Esto le supondría muchas más ocupaciones, desde luego, porque el capitán solo confiaba en ellos dos para ciertas tareas. Recordaba que una vez él y Deets habían sostenido una agradable conversación. Incluso había estado pensando en sostener otra si se presentaba la oportunidad. Naturalmente, ahora ya no sería posible. Pea Eye se acercó y se apoyó en una rueda de la carreta, esperando que se le pasara la flojera de las piernas.
Los otros hombres estaban serios. Soupy Jones y Bert Borum, que no consideraban correcto que los blancos hablaran mucho con los negros, comentaron que este había sido sorprendentemente buena persona. Needle Nelson se ofreció para ayudar a cavar la fosa, porque Deets había sido quien por fin le apartó el toro de Texas, el día que el toro fue tras él. Dish Boggett tampoco había hablado mucho con Deets, pero desde su posición en cabeza le había levantado el ánimo el ver a Deets cabalgando, de vuelta entre las olas de calor. Significaba que avanzaban bien y que el agua estaba cerca. Dish deseó haber hablado más con el hombre, en algún momento del viaje.
Lippy se había ofrecido a ayudar a cavar la fosa, y Call se lo permitió. Cavar tumbas era una tarea que solía asignarse a Deets. Call había enterrado a más de un compañero en fosas cavadas por Deets, incluyendo la de Jake Spoon. Lippy no cavaba bien. En realidad más bien estorbaba, pero Call lo toleró. Lippy también hablaba constantemente sin decir nada. Cavaban en un altozano al norte del lugar donde el Salt Creek se unía al Powder.
Augustus envolvió cuidadosamente a Deets en un trozo de lona de la carreta y la sujetó con cuerdas alrededor del cuerpo.
—Una mortaja para un viaje —dijo Augustus.
Nadie comentó nada. Cargaron a Deets en la carreta. Newt abandonó por fin sus mantas, aunque casi estaba ciego de tanto llorar.
Po Campo condujo a los mulos hasta la tumba y Deets fue depositado y cubierto rápidamente. El irlandés, sin que nadie se lo pidiera, cantó una canción fúnebre tan triste que todos los vaqueros se echaron a llorar, incluso Spettle, que no había derramado ni una lágrima cuando enterraron a su propio hermano.
Augustus dio media vuelta y se alejó.
—Odio los entierros —dijo—. Especialmente este.
—Al paso que vamos quedaremos muy pocos para llegar a Montana —observó Lippy mientras volvían al campamento.
Pensaban que pondrían el rebaño en marcha aquel mismo día porque todos sabían que el capitán Call no era un hombre al que le gustara entretenerse. Pero esta vez se entretuvo. Volvió del entierro, cogió un gran martillo y sacó una de las maderas laterales de la carreta. No dio explicaciones a nadie de lo que estaba haciendo, ni nadie se atrevió a preguntárselo. Cogió la madera y se la llevó a la tumba. El resto del día lo pasó solo, sentado junto a la tumba de Deets, tallando algo con una navaja. El sol brillaba sobre la hoja de la navaja y los vaqueros miraban asombrados. No podían imaginar qué podía ser lo que le llevara tanto tiempo al capitán.
—Su nombre era corto —comentó Lippy.
—No era todo el nombre —dijo Newt. Había dejado de llorar pero se sentía vacío.
—¿Cuál era el otro? —preguntó Jasper.
—Josh.
—Es un nombre bonito —dijo Jasper—. Empieza con J como el mío. Pudimos haberle llamado por este nombre todo el tiempo si lo hubiésemos sabido.
Después oyeron los martillazos. Era el gran martillo que se utilizaba para enderezar las llantas de las ruedas de la carreta. El capitán Call estaba hincando profundamente la madera en la tierra sobre la tumba.
Augustus, que se había mantenido apartado casi todo el día, se sentó en el suelo junto a Newt, que estaba un poco apartado. Había tenido miedo de ponerse otra vez a llorar y quería un poco de soledad.
—Vamos a ver lo que le ha escrito al viejo Deets —dijo Augustus—. He visto a tu padre enterrar a más de un hombre, pero nunca se tomó tanto interés.
Newt apenas le escuchaba. Estaba simplemente sentado allí y se sentía como atontado. Cuando oyó a Augustus mencionar a su padre, aunque las palabras le penetraron, apenas le afectaron. Luego sí.
—¿Mi qué?
—Tu padre —repitió Augustus—. Tu padre.
Newt pensó que el momento no era apropiado para una broma. El capitán no era su padre. Quizás el señor Gus estaban tan afectado por la muerte de Deets que había enloquecido un poco. Newt se puso en pie. Pensó que era mejor ignorar el comentario. No quería avergonzar al señor Gus en semejante momento. El capitán seguía con sus martillazos, clavando la madera en el duro suelo.
Se acercaron a la tumba. Call había terminado de clavar la madera y descansaba. Dos o tres vaqueros volvieron a acercarse a la tumba, un poco indecisos, sin saber si serían bien recibidos.
El capitán Call había grabado profundamente las palabras en la tosca madera para que el viento y la arena no pudieran borrarlas fácilmente.
JOSH DEETS
SIRVIÓ A MI LADO 30 AÑOS. LUCHÓ EN 21 BATALLAS CONTRA LOS COMANCHES Y LOS KIOWAS. ANIMOSO EN TODO MOMENTO, NUNCA DEJÓ UNA TAREA SIN CUMPLIR. COMPORTAMIENTO ESPLÉNDIDO.
Los vaqueros se acercaron uno a uno y leyeron en silencio. Po Campo se santiguó. Augustus se sacó algo del bolsillo. Era la medalla que el gobernador de Texas le había entregado por su servicio en la frontera durante los duros años de la guerra. Call también tenía una. El color de la cinta verde de la medalla estaba casi apagado. Augustus hizo un lazo con la cinta verde y lo pasó por encima del madero, sujetándolo con fuerza. El capitán Call se había apartado para guardar el martillo. Augustus le siguió. Lippy, que no había llorado en todo el día, empezó a sollozar y las lágrimas le cayeron sobre el labio flojo.
—Ojalá me hubiera quedado en Lonesome Dove —dijo cuando dejó de llorar.