2
Call recorrió el río por espacio de una hora, aunque sabía que no era necesario. Era solo un viejo hábito que le quedaba de épocas más salvajes: comprobar, buscar indicios de un tipo u otro, aguzar sus instintos más que otra cosa. En sus años de capitán de rangers tenía por costumbre marcharse solo, todas las noches, fuera del campamento, y alejarse de donde se charlara y discutiera. No había tardado en descubrir que sus instintos necesitaban soledad para actuar. Sentarse junto al fuego, mostrándose sociable, bostezando y charlando, podía estar bien en terreno seguro. Le gustaba marcharse solo, a una milla o así del campamento, y escuchar al país, no a los hombres.
Naturalmente, la habilidad de un verdadero explorador era superflua en un lugar tan tranquilo como Lonesome Dove, pero a Call le seguía gustando salir por la noche, oler la brisa y dejar que el país le hablara. El país hablaba muy quedo; una voz humana podía ahogarlo, especialmente si era una voz tan fuerte como la de Augustus McCrae. Augustus era conocido en todo Texas por la potencia de su voz. En una noche tranquila podía oírsele a una milla de distancia por lo menos, aunque solo susurrara. Call hacía lo imposible por salirse del alcance de la voz de Augustus para poder relajarse y prestar atención a otros sonidos. Si más no, podía conseguir un indicio del tiempo que se acercaba, aunque el tiempo de Lonesome Dove no es que tuviera mucho misterio. La noche era tan clara que si un hombre miraba directamente a las estrellas podía deslumbrarse. Las nubes eran más escasas que el dinero, y el dinero escaseaba bastante.
Tampoco había ningún gran peligro que descubrir. Un coyote podía deslizarse y robar una gallina, pero esto era casi lo peor que podía ocurrir. El simple hecho de que él y Augustus vivieran allí había desanimado, desde hacía tiempo, a los ladrones de caballos locales.
Call enfiló hacia el oeste del pueblo, hacia un vado del río que había servido a los comanches, cuando no tenían otra cosa que hacer, para sus incursiones a México. Estaba cerca de un pequeño salobral. Había adquirido la costumbre de pasear hasta el vado casi todas las noches, para sentarse un momento sobre un saliente y vigilar. Si la luna estaba lo bastante alta como para proyectar su sombra, se cobijaba junto a una mata de chaparral. Si a los comanches se les ocurría volver, era lógico pensar que cruzarían por el antiguo vado, pero Call sabía de sobra que los comanches no iban a volver. Estaban prácticamente acabados, apenas quedaban suficientes guerreros para aterrorizar la parte alta del Brazos, y mucho menos el Río Grande.
El asunto de los comanches había sido largo y peligroso, había ocupado la mayor parte de la vida adulta de Call, pero había acabado de verdad. En realidad, hacía tanto tiempo que no había visto a un indio verdaderamente peligroso que si de pronto hubiera aparecido uno, cruzando a caballo, la sorpresa le habría impedido disparar. Era justamente el tipo de actitud descuidada que quería evitar por su propio bien. Por eliminados que estuvieran, mientras hubiera un comanche con un caballo y un arma, era pura insensatez tomárselo a broma.
Se esforzaba por mantenerse alerta, pero de hecho la única acción en la que había intervenido en seis meses de vigilar el río, fue un bandido, que muy bien pudo ser un vaquero con un caballo sediento. Todo lo que Call tuvo que hacer en aquella ocasión fue montar el gatillo de su «Henry». En la noche tranquila el clic había sido tan efectivo como un disparo. El hombre volvió grupas hacia México y desde entonces nada había turbado el vado salvo algunas cabras famélicas camino del lamedero.
Aunque todavía seguía viniendo al río todas las noches, a Call le resultaba evidente que Lonesome Dove había dejado de necesitar vigilancia. El comentario sobre Bolívar llamando a los bandidos, no era sino otra de las bromas pesadas de Augustus. Venía al río porque a veces no quería estar rodeado de gente y le gustaba estar a solas una hora. Le parecía vivir presionado desde el amanecer hasta la noche, sin una buena razón para ello. En sus tiempos de capitán de rangers se había visto obligado a tomar decisiones, decisiones que podían significar la vida o la muerte para los hombres a su mando. Era una presión natural, pero iba con el cargo. Los hombres estaban pendientes de él, y seguían estándolo; necesitaban saber que aún seguía allí, capaz de sacarles de cualquier apuro en que pudieran encontrarse. Augustus, pese a toda su palabrería, era también capaz de sacarles de los mismos apuros, en caso de ser necesario, pero Augustus no se molestaba en intervenir a no ser que fuera absolutamente necesario. Lo dejaba para Call, así que los hombres se dirigían a Call para recibir órdenes y se emborrachaban con Augustus. Siempre le había intrigado e irritado no haber conseguido que Augustus actuara como un ranger, excepto en casos de emergencia. Su negativa era tan firme que a veces tanto Call como los hombres casi suspiraban por una emergencia para que Gus dejara de hablar y discutir y tratara la situación con un poco de respeto.
Pero en cierto modo, y pese a los peligros, Call nunca se había sentido tan presionado como últimamente, retenido por las pequeñas, pero constantes necesidades de los demás. El trabajo físico no le importaba: Call no era hombre de pasar todo el día sentado en el porche jugando a las cartas o chismorreando. Se proponía trabajar; pero se había cansado de dar ejemplo. Aún era el capitán, pero nadie parecía haberse fijado en que ya no había tropa ni guerra. Había estado al frente de todo durante tanto tiempo que todo el mundo asumía que para las ideas, pensamientos, preguntas, necesidades y requerimientos había que dirigirse a él, por sencillos que estos pudieran ser. Los hombres no podían dejar de ver al capitán en él, y él no podía evitarlo. Formaba parte de su ser, lo había hecho durante mucho tiempo, pero ahora empezaba a darse cuenta de que ya no era apropiado. Ni siquiera eran policías: dirigían unas cuadras, comerciaban con caballos y reses cuando podían encontrar un comprador. El trabajo que realizaban era algo que podía hacer dormido y, no obstante, aunque sus obligaciones cotidianas se habían ido reduciendo a lo largo de diez años, la vida no parecía más fácil. Parecía solo más pequeña, y bastante más aburrida.
Call no era un hombre que soñara despierto, eso era propio de Gus, pero en ese momento tampoco podía decirse que soñara despierto, solo, de noche, sobre su pequeño saliente. Rememoraba simplemente los años en que un hombre que presumiera de seguir la pista de un comanche, haría bien en quitar el seguro de su rifle. Pero, el hecho de que le hubiera dado por rememorar el pasado, le molestaba: no quería empezar a revisar sus recuerdos, como un anciano. A veces se obligaba a levantarse y andar dos o tres kilómetros más, río arriba y de vuelta, solo para arrancarse los recuerdos de la cabeza. Hasta que no volvía a sentirse alerta, a sentir que aún podía capitanearles en caso necesario, no regresaba a Lonesome Dove.
Después de la cena, cuando Call se fue al río, Augustus, Pea Eye, Newt, Bolívar y los cerdos pasaron al porche. Los cerdos rebuscaban por el patio, cazando ocasionalmente una serpiente o un saltamontes, un ratón o una cigarra despistada. Bolívar sacó una piedra de afilar y se pasó unos veinte minutos afilando el cuchillo de mango de hueso que llevaba en el cinto. El mango estaba hecho de cuerno de ciervo y la hoja brillaba a la luz de la luna al pasarla Bolívar cuidadosamente del derecho y del revés por la piedra de afilar, escupiendo sobre la piedra de vez en cuando para humedecer la superficie.
Aunque a Newt le gustaba Bolívar y lo consideraba amigo, el hecho de que Bol tuviera necesidad de afilar su cuchillo todas las noches le ponía nervioso. Las continuas bromas del señor Gus sobre los bandidos, aunque Newt sabía que eran bromas, causaban su efecto. Le resultaba un misterio el que Bol afilara su cuchillo cada noche ya que nunca cortaba nada con él. Cuando le preguntó la razón, Bol sonrió y probó suavemente la hoja en el pulgar.
—Es como una esposa —explicó—. Lo mejor es acariciarla cada noche.
Eso no tenía ningún sentido para Newt, pero provocó la carcajada de Augustus.
—Si esta es la cuestión, tu mujer debe de estar muy oxidada, Bol. No la afilas más que dos veces al año.
—Es vieja —observó Bolívar.
—Gallina vieja hace buen caldo —dijo Augustus—. Los viejos apreciamos el afilado tanto como los jóvenes, o tal vez más. Deberías traerla a vivir aquí, Bol. Piensa en el dinero que te ahorrarías en piedras de afilar.
—Este cuchillo cortaría el cuello de un hombre como si fuera de mantequilla —comentó Pea Eye.
Pea Eye apreciaba estas cosas porque también él tenía un buen cuchillo «Bowie». La hoja medía catorce pulgadas y se lo había comprado a un soldado que lo había encargado personalmente a Bowie. No lo afilaba todas las noches, como hacía Bol, pero de vez en cuando lo sacaba de su gran funda para asegurarse de que seguía teniendo su filo. Era su cuchillo de los domingos y no lo utilizaba para el trabajo corriente, como la matanza o cortar cuero. Tampoco Bolívar lo empleaba para el trabajo vulgar, aunque alguna vez, si estaba de buen humor, lo lanzaba para clavarlo a un lado de una carreta o para cortar unos finos rizos de cuero que Newt daría de comer a los cerdos.
El propio Augustus tenía una pobre opinión de los cuchillos, especialmente de los de fantasía. Él llevaba una navaja en el bolsillo y la utilizaba sobre todo para cortarse las uñas de los pies. Antes, cuando todos ellos vivían principalmente de la caza, llevaba un buen cuchillo de desollar por necesidad, pero no sentía el menor respeto por el cuchillo como instrumento para la lucha. Para él la invención del «Colt» había dejado obsoletas las demás armas de alcance corto. Era irritante tener que pasar todas las noches de su vida escuchando cómo Bol afilaba su hoja.
—Si tengo que escuchar algo, preferiría escucharte cuando afilas a tu mujer.
—No voy a traerla —afirmó Bol—. Le conozco. Intentaría corromperla.
Augustus se echó a reír.
—No, no soy muy dado a corromper viejas. ¿No tienes ninguna hija?
—Solo nueve —confesó Bolívar. De repente, sin levantarse, lanzó el cuchillo a la carreta más cercana, donde se clavó vibrando durante un momento. La carreta estaba solo a unos seis metros de distancia y no era por tanto un lanzamiento importante, pero quería puntualizar los sentimientos que tenía por sus hijas. Seis estaban ya casadas, pero las tres que quedaban en casa eran la luz de su vida.
—Espero que se parezcan a su madre. Si se parecen a ti vas a quedarte con un puñado de solteronas.
Su «Colt» colgaba en el respaldo de su silla. Alargó el brazo y lo cogió. Lo sacó de la funda y como quien no quiere la cosa hizo girar un par de veces la recámara, escuchando los pequeños clics.
Bolívar lamentaba haber lanzado su cuchillo porque significaba que tendría que levantarse y cruzar el patio para recuperarlo. En aquel momento le dolían las articulaciones de la cadera y otras articulaciones, como consecuencia de dejar que un caballo le cayera encima, años atrás.
—Soy más guapo que un ratonero como usted —dijo poniéndose de pie.
Newt sabía que Bolívar y el señor Gus se insultaban para pasar el rato, pero a pesar de todo le ponían nervioso, sobre todo a última hora del día, cuando se habían pasado horas y horas bebiendo de sus respectivas jarras. Era una noche tranquila, tan silenciosa que de vez en cuando se podía oír el piano del saloon «Dry Bean». El piano era el orgullo del saloon, y por lo tanto del pueblo. La gente de la iglesia lo pedían prestado los domingos. Afortunadamente el edificio de la iglesia estaba al lado del saloon, y el piano tenía ruedas. Algunos diáconos habían montado una rampa en la trasera del saloon y un camino de madera hasta la iglesia, de modo que lo único que tenían que hacer era empujar el piano hasta la iglesia. Incluso así, el arreglo era una amenaza para la sobriedad de los diáconos, algunos de los cuales se consideraban en el deber de pasar las veladas en el saloon para custodiar el piano.
Una vez lo custodiaron tan bien el sábado por la noche que el domingo por la mañana siguiente lo sacaron de las tablas y le rompieron dos patas. Como no había suficientes hombres sobrios aquella mañana para llevarlo dentro de la iglesia, la señora Pink Higgins, que lo tocaba, tuvo que sentarse en la calle y aporrear los himnos, mientras el resto de los feligreses, diez damas y un predicador, cantaban dentro de la iglesia. La cosa fue todavía más bochornosa porque Lorena Wood salió a la escalera trasera del saloon, prácticamente desnuda, para escuchar los himnos.
Newt estaba profundamente enamorado de Lorena Wood aunque hasta el momento no había tenido oportunidad de hablarle. Se daba cuenta de que si se presentaba la oportunidad de hablarle no tenía idea de lo que le diría. En las escasas ocasiones en que había tenido que ir para algo al saloon, iba aterrorizado, temiendo que por alguna circunstancia fortuita se viera obligado a hablarle. Quería hablar con Lorena, naturalmente; era su máxima esperanza, pero no quería verse obligado a hacerlo hasta haber decidido qué era lo mejor que podía decirle, cosa que hasta el momento no había ocurrido aunque Lorena llevaba varios meses en el pueblo, y se enamoró de ella desde que vio su cara por primera vez.
En un día corriente, Lorena ocupaba unas ocho horas el pensamiento de Newt fuera cual fuera su trabajo. Aunque normalmente era un muchacho abierto, dispuesto a hablar de sus problemas, al menos con Pea Eye y Deets, ni una sola vez había pronunciado en voz alta el nombre de Lorena. Sabía que si lo hacía empezarían las burlas y aunque no le importaba que se burlaran de él, sus sentimientos por Lorena eran demasiado serios para admitir frivolidades. Los hombres que formaban el equipo de Hat Creek respetaban poco los sentimientos, sobre todo los sentimientos tiernos.
También existía el peligro de que alguien pudiera mancillar su honor. No iba a ser el capitán, nada dado a bromear sobre mujeres ni siquiera a mencionarlas. Pero la sola idea de las complicaciones que surgirían de un insulto a Lorena había dejado a Newt perfectamente enterado de los peligros mentales del amor mucho antes de haber tenido la oportunidad de probar alguno de sus placeres, excepto el infinito placer de la contemplación.
Naturalmente, Newt sabía que Lorena era una puta. Era un hecho desgraciado, pero que no disminuía ni un ápice sus sentimientos por ella. Había sido abandonada en Lonesome Dove por un jugador que pensó que le traía mala suerte; vivía encima del «Dry Bean» y se sabía que recibía visitas de varios tipos, pero Newt no era un joven que se ahogara con esos detalles. No estaba realmente seguro de lo que hacían las putas, pero suponía que Lorena había llegado accidentalmente a su profesión, como él a la suya. Él se ocupaba de caballos en el equipo de Hat Creek por puro accidente, y sin duda otro también puro había hecho que Lorena fuera una puta. Lo que a Newt le encantaba de ella era su carácter, que, podía ver reflejado en su rostro. Era con mucho la cara más hermosa que jamás había visto en Lonesome Dove y no tenía la menor duda de que su modo de ser era también hermoso. Se proponía decirle algo por el estilo cuando por fin le hablara. La mayor parte del tiempo en el porche, después de cenar, lo pasaba tratando de imaginar con qué palabras expresaría mejor semejante sentimiento.
Por eso se enfadó un poco cuando Bol y el señor Gus empezaron a lanzarse insultos, como si fueran galletas. Lo hacían casi cada noche, y no tardarían en lanzarse cuchillos y jugar con pistolas, haciendo muy difícil que pudiera concentrarse en lo que diría a Lorena cuando se conocieran. Ni el señor Gus ni Bolívar habían vivido pacíficamente y tenía la impresión de que los dos estaban deseando una buena y última pelea. A Newt no le cabía la menor duda de que si tal pelea tenía lugar, el señor Gus sería el vencedor. Pea Eye aseguraba que era mejor tirador que el capitán Call, aunque a Newt se le hacía difícil imaginar que alguien pudiera superar en algo al capitán Call. No quería que tuviera lugar la pelea porque significaría el fin de Bol, y pese a la ligera inquietud que le provocaban los bandidos amigos de Bol, le gustaba Bol. Una vez el viejo le había regalado un sarape, para que le sirviera de manta, y le había dejado dormir en la litera de abajo cuando enfermó de ictericia. Si el señor Gus le mataba, Newt tendría un amigo menos. Y como no tenía familia, era una idea que no debía tomarse a broma.
—¿Qué le parece que está haciendo el capitán allá, a oscuras? —preguntó.
Augustus sonrió al muchacho, sentado en el último peldaño, nervioso como un cachorro. Casi cada noche le hacía la misma pregunta, cuando temía que se produjera una pelea. Quería que Call estuviera cerca para pararla, en el caso de que empezara.
—Está jugando a cazador de indios —le respondió.
Newt lo puso en duda. El capitán no era de los que jugaban. Si sentía la necesidad de ir a sentarse a oscuras todas las noches, debía creer que era importante.
La mención de indios despertó a Pea Eye de su sopor alcohólico. Odiaba a los indios, en parte porque treinta años de tenerles miedo le había impedido dormir bien. En sus años con los rangers, jamás cerró los ojos sin temer abrirlos y encontrarse con un indio enorme dispuesto a golpearle con algo cortante. La mayoría de los indios que había visto eran todos hombrecitos flacos, pero eso no quería decir que el indio enorme que amenazaba su sueño no le estuviera esperando ahí fuera.
—Claro, podrían venir. El capitán tiene razón en vigilar. Si yo no fuera tan perezoso, iría a ayudarle.
—Él no quiere que vayas a ayudarle —le pinchó Augustus. La ciega lealtad de Pea por Call le resultaba molesta. Él sabía perfectamente por qué Call iba hacia el río todas las noches, y poco tenía que ver con la amenaza india. Lo había explicado varias veces, pero volvió a hacerlo.
—Se va al río porque está harto de oírnos hablar. No es un hombre sociable ni nunca lo ha sido. Cuando había comido, no se le podía retener en el campamento. Prefería sentarse a oscuras y acariciar su arma. Dudo que encontrara un indio, si había alguno por allí.
—Solía encontrarlos —dijo Pea—. Encontró aquella gran partida arriba de Fort Phantom Hill.
—¡Por Dios, Pea! —exclamó Augustus—. Claro que encontró algunos. Estaban más espesos que la hierba, no sé si lo recuerdas. Te aseguro que esta noche no arañará a ninguno. La cosa está en que Call tiene que superar a todo el mundo, incluso en sufrimiento. No te diré que sea un cazador de gloria como algunos que me sé. La gloria no le interesa. Solo tiene que cumplir sus obligaciones nueve veces más o no dormirá bien.
Siguió un silencio. Pea Eye siempre se sentía incómodo con las críticas de Gus hacia el capitán, pero no sabía cómo reaccionar ante ellas. Cuando alguna vez se decidía a replicar, lo hacía con una de las frases del capitán.
—Bueno, alguien tiene que tomar el asiento incómodo —dijo.
—A mí me parece bien —prosiguió Augustus—. Call puede sufrir por ti, por mí, por Newt, por Deets y por todos los que no quieran hacerlo por su cuenta. Ha sido muy bueno tenerle por aquí asumiendo los problemas todos estos años, pero si crees que lo hace por nosotros y no porque le gusta hacerlo, eres un idiota. Está sentado allí detrás de una mata de chaparral contento por no tener que oír a Bol hablando de su mujer. Sabe tan bien como yo que no hay un solo enemigo a seiscientas millas a la redonda.
Bolívar llevaba meando junto a la carreta diez o quince minutos, según le pareció a Newt. Cuando Bol empezaba a mear, el señor Gus acostumbraba a sacar su antiguo reloj de plata del bolsillo y lo miraba hasta que terminaba. A veces, incluso sacaba un trozo de lápiz y una libretita del viejo chaleco negro que siempre llevaba y anotaba el tiempo que Bolívar invertía en hacer aguas.
—Es un indicio de lo deprisa que se está acabando —señaló Augustus—. Un viejo mea mucho, como un ternero joven. Mejor que vaya apuntando y así sabremos cuándo hay que empezar a buscar otro cocinero.
Pero por una vez los cerdos se interesaron más por la representación de Bol que el propio Gus, que bebió un poco más de whisky. Bol arrancó su cuchillo de la carreta y desapareció dentro de la casa. Los cerdos se acercaron a Newt para que les rascara las orejas. Pea Eye, arrimado a la barandilla del porche, había empezado a roncar.
—Pea, despierta y vete a la cama —le gritó Augustus dándole puntapiés en la pierna hasta que le despertó—. Newt y yo podríamos olvidarnos y dejarte tirado aquí, y si lo hiciéramos estas bestias se te comerían hasta la hebilla del cinturón.
Pea Eye se levantó sin abrir los ojos y entró en la casa dando traspiés.
—No creo que lo comieran —observó Newt. El cerdo azul estaba en el último peldaño, cariñoso como un perro.
—No, pero hace falta una buena amenaza para conseguir que Pea se mueva.
Newt vio al capitán, que volvía con el rifle al brazo. Y como siempre, Newt sintió alivio. Algo en su interior descansaba al saber que el capitán había vuelto. Le hacía dormir mejor. Tenía incrustada en su mente la preocupación de que tal vez el capitán alguna noche no volviera. No era la preocupación de que hubiera sufrido algún accidente o de que le mataran: era la preocupación de que se fuera. Le parecía que el capitán probablemente estaba cansado de todos ellos y con razón. Él, Pea y Deets hacían cuanto podían por ayudar, pero el señor Gus no ayudaba nunca y Bol se sentaba por ahí y bebía tequila todo el día. Quizás el capitán ensillaría la Mala Bestia cualquier noche y desaparecería.
Una vez, hacía mucho tiempo, Newt soñó que el capitán no solo se marchaba sino que le llevaba con él, a las altas planicies de las que había oído hablar, pero que nunca había visto. No había nadie más en el sueño; solo él y el capitán, a caballo en un maravilloso país lleno de hierba. Eran sueños deliciosos, pero solo sueños. Si el capitán se fuera, probablemente se llevaría solo a Pea, porque Pea había sido su cabo durante muchos años.
—No veo ninguna cabellera —dijo Augustus cuando llegó Call.
Call no le hizo caso, apoyó su rifle en la barandilla y encendió un cigarrillo.
—Hoy habría sido una buena noche para traer algo de ganado —observó.
—¿Y qué hacer con él? —preguntó Augustus—. Aún no he visto ningún comprador de ganado.
—En realidad podríamos llevarles el ganado. Se ha hecho. Y que tú trabajes no va contra la ley.
—Va contra mi ley —replicó Augustus—. Los compradores no se han terminado. No tardarán en aparecer. Entonces traeremos el ganado.
—Capitán, ¿podré ir la próxima vez? —preguntó Newt—. Creo que ya voy siendo mayor.
Call titubeó. Pronto tendría que decir que sí, pero aún no estaba decidido. Alguna vez tendría que aprender, el muchacho, pero Call no se decidía a acceder. Había mandado muchachos tan jóvenes como él, y les había visto morir; y por esta razón demoraba todo lo que podía el permiso.
—Envejecerás deprisa si te quedas despierto toda la noche. Mañana hay que trabajar. Es mejor que te acuestes.
El muchacho se fue enseguida, decepcionado.
—Buenas noches, hijo —dijo Augustus mirando a Call al hablar. Call no dijo nada.
—Deberías dejarle que se quedara —observó Augustus algo más tarde—. Después de todo la única oportunidad de educarse que tiene el muchacho es oírme hablar.
Call no se inmutó. Augustus había pasado un año en la Universidad, por algún lugar de Virginia, y pretendía haber aprendido griego y algo de latín. Nunca dejaba de recordarlo a todos.
Podían oír el piano allá abajo, en el «Dry Bean». Lo tocaba un viejo llamado Lippy Jones. Tenía el mismo problema que había tenido Sam Houston: un agujero en la barriga que no se le curaba. Alguien había disparado a Lippy con un arma de grueso calibre; en lugar de morir, vivía con una gotera. Con tal impedimento era una suerte que pudiera tocar el piano.
Augustus se puso en pie y se desperezó. Cogió el «Colt» y la pistolera colgada en el respaldo de la silla. Por lo que a él hacía, la noche era aún joven. Tuvo que pasar por encima del cerdo para poder salir del porche.
—No deberías ser tan obstinado con el chico, Woodrow. Ya ha pasado suficiente tiempo cargando estiércol.
—Soy mucho más viejo que él y todavía lo sigo haciendo —objetó Call.
—Pero lo haces por gusto. En mi opinión hay otros medios más fragantes de hacer fortuna. Por ejemplo, jugar a las cartas. Creo que me arrastraré hasta ese palacio de la ginebra y veré si puedo conseguir una partida.
Call casi había terminado su pitillo.
—No me importa que juegues a las cartas, si no haces otra cosa.
Augustus sonrió, Call no cambiaría nunca.
—¿Y qué otra cosa podría hacer?
—Nunca jugabas tan seguido —aclaró Call—. Será mejor que te cuides de la muchacha.
—¿Cuidar qué?
—Que cuides que no te haga casar con ella. Eres un viejo lo bastante imbécil para hacerlo. No quiero a esa muchacha por aquí.
Augustus lanzó una carcajada. Call tenía ideas curiosas, pero esta era una de las más divertidas: pensar que un hombre de su edad y experiencia se casara con una puta.
—Te veré a la hora del desayuno —se limitó a responder.
Call permaneció un rato más sentado en la escalera, escuchando roncar a los cerdos azules.