68
Muy pronto, antes incluso de que el grupo saliera de Texas, Jake tuvo motivos para lamentar haber accedido a cabalgar con los hermanos Suggs. La primera noche que acampó con ellos, a unos cincuenta kilómetros al norte de Dallas, oyó cosas que le asustaron. Los muchachos discutían sobre dos forajidos que estaban encarcelados en Fort Worth, en espera de que les ahorcaran, y Dan Suggs aseguró que era July Johnson el que los había capturado. Los ladrones habían contado la historia de que July viajaba con una muchacha que lanzaba las piedras con más puntería que muchos de los hombres las balas.
—Me gustaría verla lanzar piedras mejor que Frog puede disparar —comentó Roy Suggs—. Creo que Frog le ganaría.
Frog Lip no decía gran cosa. Era un negro, pero Jake no había visto a nadie dándole órdenes. El joven Eddie Suggs guisaba la cena, o lo que fuera, mientras Frog Lip estaba sin hacer nada. Ni siquiera había ido en busca de leña para el fuego. El caballo que montaba era el mejor del grupo, un capado blanco. No era corriente ver a un bandido sobre un caballo blanco, porque sobresalía en un grupo. A Frog Lip, evidentemente, le tenía sin cuidado.
—Deberíamos ir a sacarlos de la cárcel —sugirió Roy Suggs—. A lo mejor resultaban buenos reguladores.
—Si una muchacha y un sheriff han podido con ellos, no nos interesan. Además —añadió Dan Suggs— hace tiempo que tuvo problemas con Jim. Preferiría ver cómo le ahorcan, si dispusiera de tiempo.
Al parecer su conversación trataba principalmente de matar. Incluso el pequeño Eddie, el más joven, aseguraba haber dado muerte a tres hombres, dos colonos y un mejicano. El resto del grupo no dio cifras, pero a Jake no le cabía la menor duda de que cabalgaba acompañado de asesinos consumados. Dan Suggs parecía odiar a todo el que conocía. Hablaba de todos de la manera más vil, pero su odio particular eran los vaqueros. Una vez había acompañado un rebaño y no le había ido bien, y se había quedado resentido contra aquellos que tenían mejor suerte.
—Me gustaría robar un rebaño entero y venderlo —dijo Dan.
—Solo somos cinco —le hizo notar Eddie—. Hacen falta más de cinco para llevar un rebaño.
Dan Suggs tenía un brillo malvado en los ojos. Había hecho el comentario sin más, pero en cuanto lo pensó mejor le encontró mucho sentido.
—Podríamos contratar ayuda —dijo.
—Recuerdo aquella vez que tratamos de conducir ganado —observó Roy—. Los indios se llevaron a la mitad y por poco nos ahogamos todos en el río. ¿Por qué intentarlo otra vez?
—No conoces mi plan, así que cállate —dijo Dan enfadado—. Nos equivocamos en hacerlo honradamente. He terminado con la honradez. En este país cada uno debe hacer las cosas para sí, en beneficio propio, y así es como me gusta. No hay mucha ley, y la que hay puede burlarse.
—¿Qué rebaño te gustaría robar? —preguntó Jake.
—Oh, el que estuviera más cerca de Dodge —respondió Dan—. Encontrar un rebaño que esté a uno o dos días de alguna ciudad y robarlo. Entonces lo venderíamos y nos iríamos. Tendríamos todo el dinero y nada del trabajo.
—¿Y qué hay de los muchachos que lo hayan conducido todo el camino? —preguntó Jake—. A lo mejor no querrían ceder sus beneficios tan fácilmente.
—Nos los cargaríamos. Venderíamos las reses y desapareceríamos antes de que nadie los echara en falta.
—¿Y si uno de ellos se escapa y no muere? —dijo Roy—. Con uno solo basta para contar la historia, y entonces tendríamos una batalla en perspectiva.
—El caballo de Frog es veloz —observó Dan—. Podría alcanzar a cualquiera que huyera.
—Yo prefiero robar Bancos —afirmó el pequeño Eddie—. Así se tiene el dinero enseguida en las manos y no hay que vender ninguna vaca.
—Porque tú eres un gandul, Ed —dijo Dan mirando a su hermano como si estuviera lo bastante loco para matarle. De hecho, los hermanos Suggs parecían vivir al borde de la lucha fratricida.
—¿Qué sabéis de un tal Blue Duck? —preguntó Jake para cambiar de tema.
—Lo dejamos en paz. A Frog no le gusta —aseguró Dan.
—¿Por qué?
—Porque me robó el caballo —contestó Frog Lip. No dijo más. Pasaron una botella de whisky y él bebió como si fuera un blanco. El whisky no les hacía el menor efecto excepto al pequeño Eddie, que después de cinco o seis vueltas se tambaleaba y se le ponían los ojos colorados.
Jake bebió abundantemente porque se sentía incómodo. No había tenido la intención de unirse a semejante compañía y estaba preocupado porque ahora que estaba con ellos se daba cuenta de que no le sería fácil alejarse. Después de todo les había oído hablar de matar a todo un equipo de vaqueros, calculando las muertes con la misma indiferencia que si se tratara de las garrapatas de un perro. En su vida había estado con gente dudosa. Pero los hermanos Suggs no eran dudosos, eran perversos. Además, el negro silencioso tenía un caballo muy veloz. Escapar del grupo requería mucho cuidado. Sabía que no confiaban en él. Sus ojos eran glaciales cuando le miraban. Decidió ser muy cauto y no hacer nada que les indispusiera contra él hasta que la situación le fuera favorable, lo que no ocurriría hasta que llegaran a las ciudades de Kansas. Con mucha gente alrededor, podría escapar.
Además de eso, matar era un arma de dos filos. Gus solía decir que el hombre más malvado siempre puede tropezar con alguien peor y más rápido. Dan Suggs podía tener fácilmente un final violento en cuyo caso a los otros no les importaría quién se quedaba ni quién se iba.
Al día siguiente entraron en la tienda de Doan, a orillas del Río Rojo y se detuvieron para comprar whisky y preparar su ruta. Un rebaño estaba vadeando el río aproximadamente dos kilómetros hacia el Oeste.
—Este es el que podríamos robar ahora mismo —indicó Eddie.
—Apenas ha entrado en el Territorio —observó Dan—. Tendríamos que seguirle durante un mes, y no estoy de humor.
—Opino que primero deberíamos ir a Arkansas —sugirió Roy—. Allí podríamos robar uno o dos Bancos.
Jake no prestaba demasiada atención a lo que decían. Un grupo de colonos, en cuatro carretas, se habían parado en la tienda para comprar provisiones. Eran granjeros; habían dejado Missouri y se proponían probar en Texas. La mayoría de los hombres estaban dentro de la tienda comprando, aunque algunos reparaban las ruedas de las carretas o herraban a los caballos. Gran parte de las mujeres eran criaturas famélicas, con cofias, pero una de ellas no estaba famélica ni llevaba cofia. Era una joven de unos diecisiete años con largo pelo negro. Estaba sentada en el pescante de una de las carretas, descalza, esperando que su gente terminara de comprar.
A Jake le pareció una belleza. Pensó que las bellezas eran su verdadero destino, en el caso de que lo tuviera, y se preguntó qué le había llevado a unirse a un grupo criminal como los Suggs cuando allí mismo en Texas había bellezas que jamás había visto, incluyendo la que estaba sentada en la carreta. La observó durante un rato y dado que su gente no aparecía, decidió que podría acercarse y hablar con ella. Sentía ya la necesidad de una voz de mujer y solo llevaba poco más de un día fuera de Dallas.
Había estado sin hacer nada a la sombra de la tienda, pero de repente se enderezó y se sacudió cuidadosamente los pantalones.
—¿Te propones ir a la iglesia o qué? —le preguntó Dan Suggs.
—No, pero me gustaría hablar un poco con esa jovencita de pelo negro sentada en la carreta —contestó Jake—. No he vuelto a hablar con una mujer de Missouri. Tengo la impresión de que me gustará.
—¿Es que no hablan como las demás muchachas? —preguntó Roy.
—He oído decir que eres mujeriego —comentó Dan, como si eso fuera censurable.
—No voy a negarlo. Me has conocido en una casa de putas —respondió Jake harto de los comentarios—. Si la muchacha me gusta a lo mejor me voy con ella —añadió para recordar a todo el mundo que seguía siendo independiente.
Cuanto más cerca estaba de la muchacha, más le gustaba su aspecto. Tenía facciones y su vestido, fino y desgastado, ocultaba un pecho firme. Se sintió un poco turbada al darse cuenta de que Jake se estaba acercando. Desvió la mirada, simulando no verle.
De cerca parecía más joven; quizá solo tuviera quince o dieciséis años. Probablemente ni siquiera había tenido admiradores, y de haberlos tenido habrían sido solo jóvenes granjeros sin conocimiento del mundo. Tenía el labio superior curvado, y esto le gustó; indicaba que tenía genio. De haber sido una puta, la habría contratado para una empresa, solo por la atracción de aquel labio y de la curva de su pecho. Pero no era sino una chiquilla descalza, sentada en una carreta, con polvo sobre sus pies desnudos.
—Hola, señorita —dijo al llegar junto a ella—. ¿Va lejos?
La joven le miró de frente, aunque se dio cuenta de que estaba inquieta porque él le había hablado.
—Me llamo Jake Spoon —se presentó—. ¿Cuál es su nombre?
—Lou —respondió en un susurro. Le gustaba cómo se levantaba su labio superior, y se disponía a decirle más cosas, pero antes de que pudiera decir otra palabra algo le golpeó la espalda y se encontró con la cara en el polvo. Golpeó el suelo con tal fuerza que se partió el labio.
Giró sobre sí mismo preguntándose si uno de los mulos le había dado una coz. No habría sido la primera vez que le sorprendía un mulo, pero cuando levantó la mirada y parpadeó para sacarse el polvo de los ojos, vio a un viejo enfurecido de larga barba descolorida de pie junto a él, agarrado a una escopeta de calibre diez. Era la escopeta lo que le había derribado. El viejo imbécil le había golpeado en toda la espalda con el arma. El hombre debía estar detrás de la carreta.
A Jake le dolía la cabeza y no veía bien aunque distinguía que el viejo sostenía la escopeta como una tranca. No pensaba disparar. Jake se pudo poner de rodillas y esperó a recobrar el aliento.
—Largo —dijo el viejo—. Deja de hablar con mi mujer.
Jake le miró asombrado. Había supuesto que el viejo debía ser el padre de la muchacha. Aunque era un saludo algo brusco, no era mucho más de lo que cabía esperar de un padre. Los padres siempre se mostraban susceptibles cuando intentaba hablar con sus hijas. Pero la joven del pescante era ya una esposa. Volvió a mirarla sorprendido de que pudiera estar casada con un hombre que parecía tener setenta años por lo menos. La joven seguía allí, sentada, tan bonita como antes, contemplando la escena, totalmente inexpresiva.
El granjero se sintió aún más enfurecido de que Jake se hubiera atrevido a mirarla otra vez y alzó la escopeta para pegarle de nuevo.
—Espere un minuto, hombre —dijo Jake. Un golpe podía pasarlo, pero dos no. Además el calibre diez era un arma pesada, y empleada como garrote podía partirle el hombro o algo peor.
El viejo vaciló un segundo… incluso miró a la joven sentada en la carreta. Pero su vista le hizo torcer el labio con rabia y volvió a levantar la escopeta.
Antes de que pudiera asestarle el segundo golpe, Jake le disparó. Le sorprendió tanto a él como al colono, pero ni siquiera se había dado cuenta de haber desenfundado. La bala le dio en el pecho y le proyectó contra la carreta. Dejó caer la escopeta y cuando empezó a deslizarse hacia el suelo, Jake volvió a disparar. El segundo disparo resultó tan sorprendente como el primero. Era como si su brazo y su pistola actuaran independientemente de él. Pero el segundo disparo también le dio en el pecho. Cayó al suelo y rodó en parte debajo del vehículo, sobre su propia escopeta.
—Nunca debió haberme pegado —dijo Jake a la joven. Esperaba que ella gritara, pero no lo hizo. Los disparos no la habían impresionado. Jake miró al colono y vio que estaba muerto, con una gran mancha de sangre en la camisa gris. Un hilo de sangre bajaba por el cañón de la escopeta sobre la que había caído.
Los colones empezaron a salir a borbotones de la tienda de Doan. En total unos veinte o treinta. A Jake le preocupó el espectáculo porque recordaba cómo había salido la gente de los saloons de Fort Smith cuando descubrieron que Benny Johnson yacía muerto en el barro. Ahora otro hombre yacía muerto, y también era un accidente: si el viejo colono se hubiera presentado correctamente como marido de la joven, Jake se habría quitado el sombrero y se habría alejado. Pero el viejo le había golpeado y se disponía a hacerlo otra vez. Había disparado en defensa propia.
Esta vez se enfrentaba con veinte o treinta colonos. Estaban agrupados delante de la tienda como desconcertados por la situación. Jake se guardó el arma en la funda y volvió a mirar a la muchacha.
—Dígales que he tenido que hacerlo —dijo—. El viejo podía haberme partido la cabeza con esa escopeta.
Después dio la vuelta y regresó junto a los hermanos Suggs. Volvió a mirar a la muchacha y ella le sonrió. Una sonrisa que le desconcertaba siempre que la recordó. Ni siquiera había bajado del pescante para ver si su marido estaba muerto…, pero le había sonreído, aunque para entonces todos los colonos rodeaban la carreta.
Los hermanos Suggs ya estaban montados. El pequeño Eddie entregó las riendas a Jake.
—Creo que aquí termina el romance —concluyó Dan Suggs.
—¡Maldita sea! Solo le pregunté cómo se llamaba. Nunca imaginé que estuviera casada.
Todos los colonos rodeaban el cuerpo. La muchacha seguía sentada en el pescante.
—Crucemos el río —aconsejó Dan—. O lo cruzamos o tendremos que contratar un abogado, y yo no veo qué necesidad hay de gastar dinero.
—De todas formas, en aquella tienda no venden abogados —observó Roy.
Jake montó, pero le costaba marcharse. Pensó que si volvía junto a los colonos a lo mejor les convencía. Después de todo había sido en defensa propia; incluso los polvorientos granjeros de Missouri lo entenderían. Los colonos les miraban pero ninguno parecía dispuesto a pelear. Si volvía grupas y se adentraba de nuevo en el Territorio, llevaría dos muertos sobre sí. En ninguno de los dos casos había querido matar, ni conocido al hombre al que mataba. Era solo su mala suerte… Una joven bonita en el pescante de una carreta y ahí empezaba todo.
Pero la ley no lo consideraría así, claro. Si cruzaba el río en compañía de unos desalmados como los Suggs sería un forajido, y si se quedaba, los colonos tratarían de ahorcarle o por lo menos intentarían meterle en la cárcel de Fort Worth o de Dallas. En tal caso pronto sería juzgado por uno o por otro de los accidentes.
Pensó que no había mucho donde elegir, y cuando los Suggs emprendieron la marcha les siguió. A los quince minutos habían cruzado el Río Rojo. Una vez volvió la cabeza y todavía pudo ver las carretas agrupadas delante de la tienda. Recordó la última sonrisa de la muchacha… pero había matado a un hombre antes de que la hubiera visto sonreír. Los colonos no le persiguieron.
—Esos patanes… —dijo Dan Suggs despectivamente—. Si nos hubieran seguido habríamos terminado con ellos en un santiamén.
Jake se sumió en la tristeza. Por lo visto era incapaz de hacer nada bien. Solo pedía a la vida un saloon limpio donde poder jugar a las cartas y una puta bonita para acostarse; esto y algo de whisky para beber. No deseaba ir matando gente. Incluso durante sus años con los rangers pocas veces apuntó a nadie, aunque disparaba alegremente en dirección del enemigo. Ciertamente no se consideraba un matador. En plena batalla, Gus y Call eran capaces de matar a diez por cada uno que matara él.
Pero hora Call y Gus eran ganaderos respetables, dondequiera que fueran, y él cabalgaba con una banda de forajidos capaces de matar a cualquiera. Por alguna razón había salido de la senda respetable. Nunca había sido un santo pero solo últimamente había tenido motivos para temer la ley.
Los hermanos Suggs disponían de abundante whisky, y Jake se aprovechó de ello. La mayor parte del tiempo estaba medio borracho, mientras iban hacia el Norte. Aunque había dado muerte a un hombre delante de ellos, los Suggs no por eso le trataban con mayor respeto. Claro que entre ellos tampoco lo hacían. Dan y Roy volcaban su desprecio en Eddie cuando este no cumplía con su tarea o bien hacía observaciones con las que no estaban de acuerdo. El único hombre del grupo que estaba a salvo de su desprecio era Frog Lip. Apenas le hablaban y él pocas veces les dirigía la palabra, pero todo el mundo era consciente de que estaba allí.
Cabalgaron sin ningún incidente a través del Territorio viendo con frecuencia rebaños en marcha pero evitándolos siempre. Dan Suggs tenía unos viejos prismáticos que se había traído de la guerra y de tanto en tanto se ponía de pie sobre los estribos y miraba el equipo de alguno de los rebaños para ver si había en él enemigos suyos, o vaqueros que reconociera.
Jake también vigilaba los rebaños, porque aún conservaba la esperanza de escapar de la situación en que se encontraba. Por duro que Call y Gus le hubieran tratado, aún seguían siendo sus compañeros. Si descubría el equipo de Hat Creek tenía la intención de escabullirse y unirse a ellos. Los muchachos no estarían enterados de su nuevo error y tal vez la noticia nunca llegara a Montana. Incluso haría de vaquero si no tenía otro remedio. Era infinitamente mejor que jugársela con los Suggs.
Tuvo buen cuidado de no dejar que adivinaran su intención; nunca preguntaba por los rebaños, y si se planteaba el tema de Call y McCrae dejaba bien claro que estaba enfadado con ellos y que no sentiría verles en apuros.
Cuando entraron en Kansas empezaron a ver algún que otro colono, que en su mayoría vivían en cuevas. Jake no creía que ninguno de ellos tuviera suficiente dinero como para intentar robárselo, pero los Suggs jóvenes estaban dispuestos a intentarlo.
—Pensé que íbamos a regular a los colonos —dijo Roy una noche—. ¿A qué esperamos?
—Un colono con una vaca lechera y un montón de boñigas de búfalo, bah… Yo busco a uno que sea rico —dijo Dan Suggs.
—Si fuera rico no viviría en un agujero cavado en un monte de Kansas —objetó Jake—. Yo dormí una vez en una de esas cuevas, y cayó tanta tierra durante la noche que al despertar estaba medio sepultado.
—Esto no quiere decir que alguno no tenga oro —dijo el pequeño Eddie—. Me gustaría practicar lo de regular; así lo conoceré bien cuando nos encontremos con los ricos.
—Lo único que te dejaré hacer es observar —cortó Dan—. Para vigilar no se necesita práctica.
—Yo maté a un colono —le recordó el pequeño Eddie—. No a uno sino a dos. Y si no apoquinan puede que sean tres.
—Lo que interesa es asustarles para que suelten el dinero, no matarles —le comentó Dan—. Como te pases matando, al momento tienes a la ley detrás de ti. Queremos hacernos ricos, no que nos ahorquen.
—Es demasiado joven para saber lo que dice —contemporizó Roy.
—Bueno, entonces no les mataré, solo les asustaré —aceptó el pequeño Eddie.
—Tampoco. Esto es trabajo de Frog Lip, asustar a los comedores de calabazas —dijo Dan—. Les asustará bastante más que tú.
Al día siguiente Frog Lip tuvo una oportunidad. Vieron a un hombre con un par de grandes caballos. Una mujer y un niño llevaban boñigas de búfalo en una carretilla y las amontonaban junto a una cueva que habían abierto en una ladera. Dos vacas lecheras pastaban cerca.
—Si puede permitirse estos caballos, a lo mejor tiene dinero —sugirió Roy.
Dan se proponía pasar de largo y Jake esperaba que así lo hiciera. Todavía confiaba en llegar a Dodge antes de que los Suggs empezaran a regular. En Dodge podría librarse de ellos. Dos accidentes no tenían por qué marcarle para toda la vida, pero si seguía viajando con una banda de pistoleros como los Suggs, no podría esperar una vejez tranquila; tal vez ni siquiera vejez.
Pero caprichosamente Dan decidió robar al granjero, por si tuviera algo que mereciera la pena ser robado.
—Suelen esconder el dinero en la chimenea —dijo—. O lo entierran en el huerto, aunque no veo ningún huerto.
Frog Lip guardaba otra pistola en su alforja. Al acercarse al granjero la sacó y se la pasó por el cinturón.
El granjero estaba arando un surco poco profundo a través de la dura hierba de la pradera. Al ver acercarse a los jinetes se detuvo. Era un hombre de mediana edad, con una barba negra y rizada, empapado de sudor por el trabajo. Su mujer y su hijo les miraban aproximarse. Su carretilla estaba casi llena de boñigas de búfalo.
—Espero que tenga una buena cosecha para julio, si esos malditos ganados de Texas no aparecen y se la comen toda —dijo Dan a modo de saludo.
El hombre asintió amistosamente.
—Estamos aquí para tratar de que coseche lo que siembre —continuó Dan—. Le costará cuarenta dólares de oro, pero nos ocuparemos de los rebaños cuando aparezcan y su cosecha no se perderá.
—No hablar inglés —dijo el hombre sin dejar de sonreír y moviendo la cabeza amistosamente.
—¡Un maldito alemán! —exclamó Dan—. Ya suponía que iba a ser una pérdida de tiempo. Acércate a la mujer y al niño, Frog. Puede que este tipo se haya casado con una americana.
Frog Lip cabalgó hasta la mujer y el niño y los llevó junto al granjero; cabalgaba tan cerca de ellos que si se hubieran caído el caballo les habría pisado. Se había sacado la pistola del cinto, pero no la necesitaba. La mujer y el niño estaban aterrorizados y el granjero también. Rodeó con sus brazos a la mujer y al chico y se quedaron allí, llorando.
—Mira cómo lloriquean —comentó el pequeño Eddie—. Nunca había visto gente tan cobarde.
—¿Quieres cerrar tu cochina boca? —Saltó Dan—. ¿Por qué no iban a estar asustados? Yo en su lugar lo estaría. Pero me gustaría que la mujer dejara de llorar un rato para ver si sabe hablar inglés.
La mujer no sabía, o no quería. No pronunció una sola palabra en ningún idioma. Era alta y flaca, y lloraba de pie junto a su marido. Era obvio que los tres esperaban que se les matara.
Dan repitió su petición de dinero y solo el niño pareció que comprendía algo. Dejó de llorar un momento.
—Eso es, hijo, solo queremos dinero —insistió Dan—. Di a tu padre que nos pague y le ayudaremos a conservar la cosecha.
Jake no esperaba que un niño asustado lo creyera, pero el chiquillo dejó de llorar. Habló a su padre en su viejo idioma, y el hombre con el rostro bañado en lágrimas se sobrepuso un poco y le dijo algo al niño, que salió corriendo hacia la cueva.
—Iros con el crío a ver qué podéis encontrar —ordenó Dan—. Jake y yo nos bastamos para vigilar a la familia. No parecen demasiado violentos.
Diez minutos después el niño volvió llorando de nuevo, seguido de Frog Lip y de los jóvenes Suggs. Llevaban una bolsita de piel, que Roy tiró a Dan. Contenía dos monedas de oro.
—Solo tiene cuatro dólares. ¿Habéis mirado bien?
—Sí. Hemos roto la chimenea y hemos abierto todos los baúles —explicó Roy—. Esta bolsita estaba debajo del jergón donde duermen. No tienen ninguna otra cosa que merezca la pena llevarnos.
—Cuatro dólares para vivir —comentó Dan—. No creo que les sirvan de mucho. Será mejor que nos los llevemos.
Cogió las dos monedas y tiró la vieja bolsita de piel a los pies del hombre.
—Vámonos —dijo.
Jake estaba contento de que no fueran a hacer nada peor, pero cuando ya se alejaban Frog Lip dio la vuelta y galopó hacia las dos vacas.
—¿Qué se propone hacer, matar las vacas lecheras? —preguntó el pequeño Eddie, porque Frog Lip llevaba la pistola en la mano.
—No le he preguntado ni me ha dicho nada —contestó Dan.
Frog Lip llegó hasta las vacas y disparó un par de veces al aire. Cuando las vacas echaron a correr pesadamente, las dirigió con habilidad cuesta arriba y las persiguió hasta que llegaron sobre lo que formaba el techo de la cueva.
El suelo de tierra que formaba el techo estaba cubierto de hierba y parecía parte de la pradera. Las vacas dieron unos pasos y luego sus patas delanteras desaparecieron, como si se hubieran metido en un agujero. A continuación desaparecieron sus cuartos traseros. Frog Lip contuvo el caballo y contempló cómo ambas vacas pasaban a través del techo de la cueva. Unos minutos después una de ellas salía por la pequeña puerta, seguida por la otra. Ambas vacas se dirigieron pausadamente adonde habían estado pastando.
—Este Frog… —comentó Dan—. Supongo que solo quería ventilar algo la casa.
—Todo lo que hemos sacado son cuatro dólares —se lamentó Eddie.
—Bueno, fue idea tuya. Querías practicar y lo has hecho.
—Está loco porque no ha podido matar a nadie —dijo Roy—. Se tiene por un matador.
—¿No somos un grupo de pistoleros? —preguntó el pequeño Eddie—. Si no somos vaqueros, ¿qué somos?
—Viajeros —contestó Dan—. Ahora mismo viajamos a Kansas a ver qué podemos encontrar.
Frog Lip se reunió con ellos tan silenciosamente como cuando se fue. Con gran pesar por su parte, Jake no podía superar el miedo que le producía aquel hombre. Frog Lip nunca le había dicho nada hostil, ni siquiera le había mirado en todo el viaje, y sin embargo Jake sentía cierta aprensión cada vez que cabalgaba junto al hombre. En todos sus viajes por el Oeste había encontrado pocos hombres que le produjeran tal sensación de peligro. Ni siquiera los indios, aunque, naturalmente, muy pocas veces había cabalgado junto a un indio.
—Me pregunto si esos desgraciados tendrán el tejado listo para las próximas lluvias —dijo Dan—. Si hubieran tenido algo más de dinero, Frog les hubiera dejado tranquilos.
Frog Lip no hizo el menor comentario.