29
Seis días después, la responsabilidad cayó sobre Roscoe Brown con un peso infinitamente mayor al que jamás hubiera podido imaginar. Como de costumbre le cayó del cielo, en un día precioso, con el río Arkansas brillando al final de la calle. Roscoe, sin nada urgente que hacer, estaba sentado delante de la cárcel, cortando madera. De pronto observó a Peach Johnson que venía calle arriba acompañada del pequeño Charlie Barnes. Charlie era banquero, y el único hombre del pueblo que lucía corbata todos los días. También era el diácono más importante de la iglesia y, según la opinión más extendida, el hombre con más probabilidades de casarse con Peach, si esta decidía volver a casarse. Charlie era viudo y muchísimo más rico de lo que había sido Benny. No gustaba a nadie, ni siquiera a Peach, pero era una mujer demasiado práctica para dejar que esto la frenara si se le antojaba casarse.
Cuando Roscoe les vio venir guardó su navaja y el palo que había estado tallando en el bolsillo de la camisa. No había nada legislado en contra de que alguien cortara madera, pero no quería tener la reputación de vago, sobre todo ante un hombre capaz de ser el próximo alcalde de Fort Smith.
—Buenos días, amigos —saludó cuando los tuvo cerca.
—Roscoe, creía que July te había encargado que cuidaras de Elmira —dijo Peach.
—Bueno, me encargó que le llevara un pescado, si lo pescaba, pero últimamente no he cogido nada —alegó Roscoe. Se sentía un poco culpable, porque no se había acordado de Elmira desde que July había marchado.
—Conozco bien a July y estoy seguro de que te ha encargado alguna otra cosa.
—Bueno, dijo que le llevara la compra si me lo pedía, pero no me ha pedido nada.
—¿Cuándo la has visto? —preguntó Charlie Barnes. Le miraba con gesto severo, aunque resultaba difícil para un hombre tan bajo y gordo revestirse de mucha severidad.
La pregunta dejó a Roscoe perplejo. Probablemente había visto recientemente a Elmira, pero al pensar en ello no podía recordar cuándo. La mujer no era dada a corretear por el pueblo. Inmediatamente después de la boda se la vio alguna vez en las tiendas, gastando el dinero de July, pero no podía recordar haberla visto recientemente en una tienda.
—Ya conocéis a Elmira. No sale mucho. Casi todo el tiempo se lo pasa en la cabaña.
—Pues ahora no está en ella —aseguró Peach.
—Nos parece que se ha marchado —añadió Charlie Barnes.
—¿Y adónde iba a ir? —preguntó Roscoe.
Peach y Charlie permanecieron en silencio.
—Puede que se fuera a dar un paseo —observó Roscoe, aunque sabía que no resultaba convincente.
—Eso es lo que yo pensé ayer —continuó Peach—. Pero ni estaba allí ayer, ni está hoy. Dudo de que haya ido de paseo tan largo.
Roscoe tuvo que admitir que no parecía probable. El pueblo más cercano, Catfish Grove, estaba a catorce millas y además no era gran cosa.
—A lo mejor no quiso abrir la puerta —dijo—. Suele dormir mucho.
—Nada. Entré y miré —insistió Peach—. No había un alma en la cabaña, ni ayer tampoco.
—Pensamos que se ha ido —repitió Charlie Barnes. Era hombre de pocas palabras.
Roscoe se levantó de su cómodo asiento. Si Elmira se había ido realmente, esto sería un serio problema. Peach y Charlie seguían allí como esperando que él hiciera algo o que les dijera dónde había ido.
—Quién sabe si ha sido atacada… —dijo pensando en voz alta. Aún había muchos osos en el bosque y algunos hablaban de panteras, aunque él nunca había visto ninguna.
—Si se fue, pudieron atacarla —afirmó Peach—. Pudo ser un animal o pudo ser un hombre.
—Pero, Peach, no sé por qué iba a quererla un hombre —protestó Roscoe, pero se dio cuenta de que el comentario resultaba cómico. Después de todo, Peach y ella eran parientas.
—Yo tampoco lo sé, pero yo no soy un hombre —observó Peach, mirando fijamente a Charlie Barnes. Roscoe no creía que Charlie quisiera a Elmira. A lo mejor ni siquiera quería a Peach.
Se acercó al borde del porche y miró calle arriba, como si fuera a ver a Elmira de pie allí. En todos los años de ayudante nunca había oído comentar que se hubiera perdido una mujer, y le parecía mala suerte que le fuera a ocurrir precisamente a la mujer de July. En la calle no había nadie salvo un granjero con una pareja de mulos.
—Iré a echar un vistazo —dijo—. A lo mejor se ha ido de visita.
—¿Y a quién iría a visitar? —preguntó Peach—. No ha salido de esa cabaña más de un par de veces desde que July se casó con ella. No conoce ni el nombre de cinco personas del pueblo. Como está sola, iba a llevarle unos pastelillos. Si no se me hubiera ocurrido hacerlo, dudo de que nadie se hubiera dado cuenta de que no estaba en casa.
Por su tono de voz, Roscoe captó la clara acusación de que había descuidado sus deberes. De hecho había pensado en ir a echar un vistazo, un momento u otro, pero el tiempo había pasado tan deprisa que se había olvidado.
—Bueno, subiré ahora mismo —se esforzaba por parecer animado—. Espero que reaparezca.
—Pensamos que se ha ido —dijo Charlie Barnes por tercera vez.
Roscoe decidió ir enseguida para no tener que oír a Charlie repitiendo lo mismo toda la mañana. Se tocó el sombrero como cortesía hacia Peach y salió hacia la cabaña, pero vio con consternación que Peach y Charlie le pisaban los talones. Le molestaba que le acompañaran, pero no podía hacer nada por evitarlo. Encontraba curioso que Peach llevara pastelitos a Elmira, porque se sabía que las dos mujeres no se llevaban bien; incluso pensó que Elmira habría visto acercarse a Peach y se habría escondido.
Pero en efecto, la cabaña estaba vacía. Nada indicaba que hubiera habido alguien en un par de días. Una rebanada de pan de maíz había quedado encima de la cocina y estaba medio comida por los ratones.
—Solía sentarse en el altillo —dijo, sobre todo para oírse la voz. Oírse la voz era mejor que oír hablar a Peach.
—Arriba no hay nada más que el jergón —anunció Peach.
Era verdad. Además ni siquiera era un buen jergón; solo un par de cubiertas acolchadas. July, por ser el benjamín de la familia Johnson, nunca había tenido dinero ni enseres.
Roscoe se esforzó en averiguar si faltaba algo, pero nunca había estado en el altillo y no podía imaginar qué faltaba…, solo Elmira.
—¿Llevaba zapatos cuando se casaron? —preguntó.
Peach le miró asqueada:
—¡Claro que llevaba zapatos! No estaba tan loca.
—Pues en esta cabaña no veo zapatos de hombre ni de mujer. Si se ha ido los llevaba puestos.
Dieron la vuelta a la cabaña. Roscoe esperaba encontrar alguna huella, pero alrededor de la cabaña solo había hierbas cubiertas de rocío, y lo único que consiguió fue mojarse los pantalones. Cada vez estaba más inquieto. Si Elmira se escondía de Peach, solo deseaba que decidiera aparecer. Si July regresaba y se encontraba con que su esposa había desaparecido, mejor no pensar en cómo se iba a poner.
Para él la explicación más plausible eran osos, aunque sabía que era una explicación sin sentido. Si había entrado un oso y se la había llevado, tenía que haber sangre por alguna parte. Por otra parte, nunca había aparecido ningún oso por Fort Smith para llevarse a una mujer, aunque uno había entrado en una cabaña de Catfish Grove y se había llevado a un bebé.
—Me figuro que se la habrá llevado algún oso, a menos que esté escondida —dijo entristecido. Ser ayudante del sheriff se había convertido de pronto en algo muy duro.
—Pensamos que se ha ido —insistió Charlie Barnes con irritante persistencia. Si un oso se la había llevado, naturalmente que se había ido.
—Quiere decir que pensamos que se ha ido —aclaró Peach.
Pero todo aquello no tenía sentido porque acababa de casarse con July.
—¿Ido, adónde? ¿Ido, para hacer qué?
—Roscoe, tienes menos entendimiento que un mosquito —le espetó Peach, abandonando los buenos modales—. Si se fue, es que se fue…, se fue. Mi opinión es que se hartó de vivir con July.
Esta era una idea tan radical que solo de pensar en ella le produjo dolor de cabeza a Roscoe.
—¡Por Dios, Peach! —protestó, sintiéndose desconcertado.
—No es necesario emplear el nombre de Dios en vano, Roscoe —le advirtió Peach—. Todos nos hemos dado cuenta. July es un imbécil o no se habría casado con ella.
—Pero pudo haber sido un oso. —A Roscoe le pareció de pronto que este era el menor de los males. Si Elmira estaba muerta, July acabaría sobreponiéndose, pero si se había escapado no habría forma de saber lo que podría hacer.
—Está bien, ¿dónde están las huellas? Si un oso se hubiera acercado, todos los perros del pueblo habrían ladrado y la mitad de los caballos habrían huido. Si quieres conocer mi opinión, Elmira ha sido la que ha huido.
—¡Dios mío! —repitió Roscoe. Sabía que de todos modos le iban a echar la culpa a él.
—Me juego cualquier cosa a que se fue en el barco del whisky —dijo Peach, y ciertamente un barco había ido río arriba uno o dos días después de la marcha de July.
Era la única explicación lógica. Desde la semana anterior no había pasado ninguna diligencia. Unos soldados habían cruzado el pueblo en dirección oeste, pero los soldados no se habrían llevado a Elmira. El barco iba lleno de comerciantes de whisky en dirección a Bent’s Fort. Roscoe había visto a un par de bateleros tambaleándose por la calle, y cuando el barco se fue sin que hubieran producido reyertas, Roscoe suspiró aliviado. Los comerciantes de whisky eran hombres rudos, y no por supuesto el tipo de hombres con los que pudiera viajar una mujer casada.
—Será mejor que vayas a ver si puedes descubrir algo, Roscoe —dijo Peach—. Si ha huido, July querrá saberlo.
Era la pura verdad. July adoraba a Elmira.
No tardó más que el paseo hasta el río para confirmar las sospechas de Peach. El viejo Sabin, el encargado del transbordador, había visto subir a una mujer a bordo del barco la mañana en que zarpó.
—Dios mío, ¿y por qué no me lo dijiste, Sabin? —exclamó Roscoe.
El viejo Sabin se encogió de hombros. No era asunto suyo saber quién subía a otros barcos que no fueran el suyo.
—Pensé que era una puta —se excusó.
Roscoe volvió andando despacio a la cárcel. Se sentía extremadamente confuso. Quería desesperadamente que todo fuera un error. Mientras iba calle arriba fue recorriendo con la vista todas las tiendas, con la esperanza de ver a Elmira en una de ellas, gastándose el dinero como una mujer normal. Pero no estaba. En el saloon preguntó a Renfro, el barman, si sabía de alguna puta que hubiera dejado el pueblo últimamente, pero en el pueblo solo había dos putas, y Renfro dijo que las dos estaban arriba, durmiendo.
Era su mala suerte. Se había preocupado por todo lo malo que pudiera ocurrir en ausencia de July, pero la desaparición de Elmira no estaba entre sus preocupaciones. Las esposas de los hombres no solían largarse en un barco de whisky. Había oído de mujeres a las que no les había gustado la vida matrimonial y que habían vuelto a casa de sus familias, pero Elmira ni siquiera tenía familia y no había motivos para que no le gustara la vida de casada, ya que July no la había maltratado en absoluto.
Cuando quedó claro que se había ido, Roscoe se encontró en el peor de los apuros. July también se había ido, aunque en dirección a San Antonio. Quizá tardara más de un mes en regresar, pero entonces alguien tendría que darle la mala noticia. Roscoe no quería ser ese alguien, pero él era la persona encargada de estar junto a la cárcel y por tanto probablemente tendría que ser él.
Y lo que era mucho peor, tendría que estar allí sentado durante uno o dos meses, torturado por la reacción de July cuando al fin regresara. O podía tardar tres meses, o seis meses; todos sabían que July era lento. Roscoe sabía que no podría resistir seis meses de ansiedad. Naturalmente aquello demostraba que July había sido un loco al casarse, pero eso tampoco hacía la situación más fácil de soportar.
En menos de media hora pareció que todo Fort Smith se había enterado de que la esposa de July Johnson había huido en un barco de whisky. Daba la impresión de que la familia Johnson proporcionaba todas las emociones del pueblo; la última fue la muerte de Benny. Fue tal cantidad de gente a preguntar a Roscoe sobre la desaparición de Elmira que se vio obligado a abandonar toda idea de cortar madera con la navaja, que precisamente le hubiera ido muy bien para calmar los nervios.
Gente que nunca había puesto los ojos en Elmira apareció de pronto en la cárcel para preguntarle sobre sus costumbres como si él fuera un entendido, cuando lo único que había visto hacer a la mujer fue cocinar un par de barbos.
Una de las peores era la vieja señora Harkness, que había sido maestra de escuela en algún lugar del Mississippi y que desde entonces trataba a los mayores como niños. Ayudaba un poco en la tienda de su hijo que evidentemente no tenía suficiente trabajo para mantenerla ocupada. Cruzó marcialmente la calle como si el propio Dios la hubiera elegido para investigar todo el asunto. Roscoe ya había discutido el asunto con el herrero, el jefe de Correos y un par de cultivadores de algodón, y deseaba disponer de cierto tiempo para pensar. A la vieja señora Harkness no había quien la parara.
—Roscoe, si fueras mi ayudante te detendría. ¿Cómo has podido permitir que alguien se largara con la mujer de July?
—Nadie se ha largado con ella. Yo creo que se ha ido sola.
—¿Y tú qué sabes? No puedo creer que se fuera en un barco lleno de hombres a menos que le gustara uno de ellos. ¿Cuándo vas a ir a buscarla?
—No voy a ir —contestó Roscoe sorprendido. Nunca se le había ocurrido marchar en busca de Elmira.
—Pues supongo que tendrás que ir, a menos que seas un inútil —insistió la vieja—. Poco vale este pueblo si ocurren cosas como esta y el ayudante se queda ahí sentado.
—Este pueblo nunca ha sido gran cosa —le recordó Roscoe, pero el comentario solo sirvió para enfurecerla.
—Si no eres capaz de ir en busca de la mujer, será mejor que vayas a buscar a July. A lo mejor querrá que su mujer esté de vuelta antes de que ande por ahí y le arranquen la cabellera.
Cuando la mujer se fue, Roscoe sintió un gran alivio. Entró en la dependencia y bebió un par de tragos de una botella de whisky que guardaba debajo del catre y que solo empleaba cuando tenía dolor de muelas. Tuvo buen cuidado de no beber demasiado porque lo último que quería era que la gente de Fort Smith empezara a creer que era un borracho. Pero antes de que se diera cuenta, pese a su prudencia, la botella estuvo vacía, y al parecer se la había bebido él, aunque no se sentía como si estuviera borracho. Con el calor que hacía le entró sueño y se echó en el camastro. Despertó sobresaltado y sudoroso, con Peach y Charlie Barnes contemplándole.
Era como para volverse loco porque parecía que el día había empezado con Peach y Charlie mirándole. En su confusión, pensó que pudo haber soñado todo el asunto de la huida de Elmira. Solo que Peach y Charlie volvían a estar allí; el sueño empezaba de nuevo. Quería despertar antes de llegar al episodio del barco de whisky, pero resultó que después de todo estaba despierto.
—¿Aún sigue fuera? —preguntó con la esperanza de que Elmira hubiera aparecido milagrosamente mientras él dormía.
—Naturalmente que sigue fuera —respondió Peach—. Y tú estás borracho. Levántate de una vez y vete en busca de July.
—Pero July ha marchado a Texas. El único sitio adonde yo he ido es a Little Rock, y está en la otra dirección.
—Roscoe, si no puedes encontrar Texas eres la vergüenza de la profesión.
Peach tenía la costumbre de no entender lo que se le decía aunque la cosa fuera obvia.
—Claro que puedo encontrar Texas. El problema es si podré encontrar a July.
—Cabalga con un muchacho y va en dirección a San Antonio. Supongo que si vas preguntando, alguien los habrá visto.
—¿Pero y si no les encuentro? —insistió Roscoe.
—En ese caso terminarás en California.
Roscoe se dio cuenta de que tenía dolor de cabeza y que escuchar a Peach se lo aumentaba.
—Su mujer se ha ido —dijo Charlie Barnes.
—¡Cállate ya, maldita sea! Ya lo sabe. No creo que se le haya olvidado.
A Roscoe no se le había olvidado. Desde el día anterior aquello había sido el factor dominante en su vida. Elmira se había ido y se esperaba que él hiciera algo por remediarlo. Además, su elección era limitada. O se iba río arriba y trataba de encontrar a Elmira, o se iba a Texas en busca de July. Y él estaba lejos de tener la seguridad de que una u otra acción fuera prudente.
No era fácil pensar con lucidez teniendo dolor de cabeza y con Peach y Charlie Barnes allí delante, contemplándole por segunda vez en el mismo día. Roscoe estaba sobre todo molesto de que July le hubiera puesto en aquella situación. En opinión de Roscoe, July sabía desenvolverse bien sin esposa; pero si tenía que casarse, podía haber tenido más cuidado y hacerlo por lo menos con alguien que tuviera la cortesía de permanecer en Fort Smith. Esto era lo menos que podía pedírsele a una esposa. En cambio, había hecho la peor elección posible y ahora Roscoe tenía que pagar las consecuencias.
—Yo no soy un gran viajero —dijo Roscoe. En realidad ese único viaje a Little Rock había sido una de las pesadillas de su vida, porque había tenido que cabalgar todo el camino bajo una lluvia helada, a consecuencia de la cual pilló unas fiebres que le duraron un mes.
Pese a todo, a la mañana siguiente se encontró ensillando su caballo blanco, un gran caballo capado que llevaba montando más de diez años y que se llamaba Memphis, como su ciudad de origen. Varios hombres estaban delante de la cárcel viéndole preparar su rollo de mantas y sujetar la funda del rifle, y ninguno de ellos parecía preocupado por su marcha y porque les dejaba sin protección. Aunque Roscoe hablaba poco, se sentía molesto con los vecinos de Fort Smith y con Peach Johnson y Charlie Barnes en especial. Si Peach se hubiera ocupado de sus asuntos, nadie hubiera descubierto que Elmira faltaba hasta que July hubiera vuelto, y de este modo July se habría hecho cargo del problema, que a decir verdad era su problema.
—Bueno, espero que nadie robe el Banco mientras yo esté fuera —dijo al grupo que le contemplaba. Le hubiera gustado sugerir una posibilidad peor, como un asalto indio, pero la verdad era que los indios no habían molestado a Fort Smith en muchos años, aunque la razón principal de que montara un caballo blanco era porque había oído decir en alguna parte que los indios les tenían miedo.
La observación sobre el robo del Banco iba dirigida a Charlie Barnes, que parpadeó un par de veces al oírle. Nunca había sido atacado, pero de haberlo sido se hubiera muerto instantáneamente, y no del susto sino porque le molestaba perder una sola moneda.
La pequeña cárcel, que había sido más o menos el hogar de Roscoe en los últimos años, nunca le había parecido más atractiva. La verdad era que sentía ganas de llorar al mirarla, pero no estaba nada bien llorar delante de medio pueblo. Era otra mañana preciosa, que anunciaba el verano. Roscoe siempre había adorado el verano y odiado el frío y se preguntó si estaría de vuelta a tiempo de disfrutar de los ardientes días de julio y agosto, cuando el calor era tan fuerte que ni el río parecía moverse. Era propenso a premoniciones; las había tenido toda su vida y ahora volvía a tener una. Le pareció que no volvería. Le pareció que quizás estuviera contemplando Fort Smith por última vez, pero la gente no le dio la oportunidad de entretenerse o de sentir tristeza.
—Cuando te pongas en marcha, Elmira ya estará en Canadá —le espetó Peach.
Roscoe montó con desgana sobre Memphis, un caballo tan alto que solo hacía falta subirse a él para contemplar el panorama.
—En fin, siento tener que marcharme y dejaros sin ayudante. Dudo de que July lo apruebe. Me hizo responsable de este lugar.
Nadie dijo nada.
—Si July regresa y no vuelvo con él, decidle que fui en su busca —les encargó Roscoe—. Puede que él y yo cabalguemos en círculo durante un tiempo. Primero le buscaré yo. Luego que me busque él. Y si entretanto el pueblo se va al diablo, no echéis la culpa a Roscoe Brown.
—Roscoe, allá arriba está el fuerte, a un kilómetro de distancia —respondió Peach—. Me figuro que los soldados pueden cuidar de nosotros tan bien como tú.
Era cierto, naturalmente. No existiría Fort Smith de no haber habido un fuerte primero. Pero los soldados no se preocupaban demasiado del pueblo.
—¿Y si regresa Elmira? —preguntó Roscoe. Nadie había previsto la posibilidad—. Yo estaré fuera y no me enteraré.
—¿Y por qué va a volver si se acaba de ir? —observó Peach.
A Roscoe le costaba recordar a Elmira aunque las últimas veinticuatro horas no había hecho otra cosa que acordarse de ella. Lo único que realmente sabía era que odiaba marcharse del único pueblo en el que se había encontrado como en su casa. Le producía una amargura enorme ver que todos estaban impacientes por que se fuera.
—Bueno, los soldados no van a ayudaros si el viejo Darton se lanza a la calle —les advirtió—. July me pidió que no le perdiera de vista.
Pero el pequeño grupo de vecinos no parecía preocuparse por lo que pudiera hacer el viejo Darton. Le contemplaban en silencio.
Incapaz de pensar, de decirles algo más o de encontrar una razón para quedarse que pudiera convencer a alguien, Roscoe espoleó a Memphis —un caballo tranquilo cuando empezaba a andar aunque lento de arranque— que lanzó un poco de polvo sobre los zapatos relucientes de Charlie Barnes al ponerse en marcha. Roscoe dirigió una última mirada al río y enfiló el camino de Texas.