75
Clara estaba ordeñando la yegua cuando Sally, su hija mayor, llegó corriendo al corral.
—Mamá, viene alguien —dijo Sally con expresión excitada. Sally tenía diez años y era sociable; le encantaban las visitas.
La joven yegua había soltado al potro antes de tiempo y este estaba demasiado débil para sostenerse en pie; esta era la razón por la que Clara la estaba ordeñando. El potro chuparía la leche mediante un trapo mojado y Clara estaba decidida a salvarlo por poco que pudiera. Cuando Sally llegó corriendo, la yegua se agitó y un chorro de leche mojó el brazo de Clara.
—¿No te he dicho muchas veces que debes llegar andando junto a un caballo? —le amonestó Clara, secándose la leche que le mojaba el brazo.
—Lo siento, mamá —respondió Sally, más excitada que arrepentida—. Fíjate, se acerca una carreta.
Betsey, que solo contaba siete años, salió volando de la casa, con el cabello al aire, en dirección a los corrales. A Betsey le gustaban las visitas tanto como a su hermana.
—¿Quién viene? —preguntó.
La carreta apenas era visible; venía a lo largo del Platte, desde el Oeste.
—Os había dicho que hicierais mantequilla —dijo Clara—. Parece que lo único que sabéis hacer es pegaros a la ventana en espera de viajeros.
Claro que nadie podía censurárselo, porque los visitantes eran escasos. Vivían a treinta kilómetros de la ciudad, y una mala ciudad por si fuera poco… Ogallala. Cuando iban era generalmente para asistir a la iglesia, pero raras veces hacían el viaje. Sus visitas consistían generalmente en hombres que venían a tratar de caballos con Bob, su marido, y ahora que estaba malo, venían pocos. Tenían el mismo número de caballos, en realidad más, y Clara sabía más de ellos que el propio Bob, pero había pocos hombres dispuestos a regatear con una mujer, y Clara no estada dispuesta a regalar sus caballos. Cuando decía un precio lo decía en firme, pero generalmente los hombres se picaban y no compraban.
—Supongo que solo se trata de cazadores de búfalos —observó Clara mirando a la lejana carreta que se acercaba por los llanos tostados—. No creo que aprendáis mucho de ellos, niñas, a menos que os interese aprender a escupir tabaco.
—Yo no estoy —aseguró Betsey.
—No se dice así —corrigió Sally—. Pensaba que se habían muerto todos los búfalos… ¿Cómo es que siguen cazándolos?
—Porque a la gente le cuesta aprender, como a tu hermana —dijo Clara, y sonrió a Betsey para mitigar la crítica.
—¿Vas a invitarles a cenar? —preguntó Sally—. ¿Quieres que mate una gallina?
—Aún no. A lo mejor no están de humor para quedarse. Además tú y yo no estamos de acuerdo en lo de las gallinas. Podrías matar a una de las que me gustan.
—Pero, mamá, si son para comer… —protestó Sally.
—Ni hablar. Yo tengo las gallinas para que me hablen cuando me siento sola —explicó Clara—. Solo como las que no tienen buena conversación.
Betsey arrugó la nariz, divertida por el comentario de su madre.
—Oh, mamá, las gallinas no hablan.
—Hablan —afirmó Clara—. Lo que pasa es que no entiendes su lenguaje. Yo soy una gallina vieja y para mí tienen sentido.
—Tú no eres vieja, mamá —protestó Sally.
—Esa carreta no llegará hasta dentro de una hora. Id a ver a vuestro padre. Por la tarde le sube la fiebre. Mojad un trapo y limpiadle la cara.
Las niñas se la quedaron mirando en silencio. Aborrecían ir a la habitación del enfermo. Las dos tenían preciosos ojos azules, herencia de Bob, pero su cabello era como el de ella y estaban construidas como ella, hasta las rodillas huesudas. Bob había sido golpeado en la cabeza por un mustang que estaba decidido a domar, contra la opinión de Clara. Había visto cómo ocurrió. Tenía la yegua amarrada a un poste con una gruesa cuerda y solo le dio la espalda un segundo. Pero la yegua le atacó con las patas delanteras, rápida como una serpiente. Bob se había agachado para recoger otra cuerda y la coz le dio detrás de la oreja. El golpe sonó como un disparo. La yegua le pateó tres o cuatro veces antes de que Clara pudiera llegar a él y apartarlo, pero los últimos golpes eran de poca importancia. La coz tras la oreja casi le había matado. Estaban tan seguros de que moriría que incluso cavaron la tumba, sobre una loma al este de la casa, donde estaban enterrados sus tres hijos: Jim, Jeff y Johnny, las tres muertes que habían petrificado el corazón de Clara: esperaba que fuera realmente de piedra, porque la piedra no sufre por estas pérdidas.
Pero Bob no había muerto, ni tampoco se había recuperado. Tenía los ojos abiertos, pero no podía hablar ni moverse. Podía tragar sopa, si tenía la cabeza inclinada de cierta manera y gracias al caldo de ave se mantenía vivo tres meses después del accidente. Simplemente yacía mirando con sus grandes ojos azules, a veces febril, pero normalmente inmóvil como si estuviera muerto ya. Era un hombre fuerte, con más de noventa quilos de peso, y ella necesitaba toda su fuerza para moverle y lavarle cada día… No tenía control sobre el vientre ni la vejiga. Día tras día, Clara recogía las sábanas manchadas y las metía en una bañera que llenaba de agua de la cisterna. Nunca dejó que las niñas la vieran o la ayudaran en esa operación; suponía que Bob moriría en su momento y no quería que las niñas le recordaran con asco, si podía evitarlo. Solo las mandaba una vez al día para lavarle la cara, confiando en que el hecho de verlas podía arrancarle de su estado.
—¿Se va a morir papá? —Solía preguntar Betsey. Solo tenía un año cuando murió Johnny, su último hermano, y no tenía recuerdos de muerte, solo una gran curiosidad por ella.
—No lo sé, Betsey —le contestó Clara—. No sé nada. Espero que no.
—Bueno, ¿pero podrá volver a hablar? —preguntó Sally—. Tiene los ojos abiertos, ¿por qué no puede hablar?
—Porque está herido en la cabeza. Herido por dentro. Si cuidamos bien de él a lo mejor se cura y puede volver a hablar.
—¿Crees que oye el piano cuando toco? —preguntó Betsey.
—Ahora id a lavarle la cara, por favor. No sé lo que puede oír.
Sentía como si un torrente de lágrimas fuera a surgir en cualquier momento y no quería que las niñas la vieran. El piano, por el que ella y Bob habían discutido durante dos años, había llegado la semana anterior al accidente. Fue su victoria, ¡pero qué triste! Lo había encargado a San Luis y había llegado penosamente desafinado. Un francés que tocaba el piano en un saloon de la ciudad se lo afinó por cinco dólares. Aunque suponía que tocaba en una casa de putas, le contrató por el alto precio de dos dólares por semana para que cabalgara hasta allí y diera lecciones a sus hijas.
El francés se llamaba Jules. En realidad era un francés del Canadá que había sido comerciante en Río Rojo del Norte y se había arruinado cuando la viruela atacó a las tribus. Había vagado a través de los Dakotas hasta Ogallala y se hizo músico para poder vivir. Le encantaba dar clases a las niñas. Dijo que le recordaban las primas con las que había tocado en casa de su abuela en Montreal. Cuando llegó vestía una chaqueta negra y lucía un bigote lustrado. Las niñas le consideraban el hombre más refinado que habían conocido, y lo era.
Clara había comprado el piano con dinero guardado todos aquellos años, procedente de la venta del pequeño negocio de sus padres en Texas. Nunca había dejado que Bob tocara aquel dinero… otro motivo de discusión entre los dos. Lo quería para sus hijos, para que cuando llegara el momento pudiera enviarles a una buena escuela y que no tuvieran que pasar toda su juventud en un lugar rústico y solitario como aquel. El primer dinero que gastó fue para construir la casa de dos pisos, levantada tres años atrás, casi quince años después de vivir en una cueva. Bob la había abierto en la ladera, por encima del Platte. Clara siempre odió la casa-cueva. Odiaba la tierra que se metía entre sus ropas de cama, año tras año. Fue el polvo lo que hizo que su primogénito, Jim, tosiera desde que nació hasta su muerte un año después. Por las mañanas, Clara bajaba a lavarse el pelo en las frías aguas del Platte, pero a la hora de cenar, si se rascaba la cabeza, sus uñas se llenaban de la tierra que había ido cayendo durante el día. Por alguna extraña razón, pusiera donde pusiera la cama, siempre caía tierra del techo directamente encima. Clavó percal en el techo, y luego lona, pero nada impedía que la tierra siguiera cayendo. Atravesaba el tejido. Le parecía que todos sus hijos habían sido concebidos en nubes de polvo, polvo que se levantaba de la cama o que caía del techo. Ciempiés y otros bichos adoraban el techo; día tras día se dejaban caer por las paredes y terminaban en sus ollas o sus sartenes o en los baúles donde guardaba las ropas.
—Preferiría vivir en una tienda de indios —había repetido varias veces a Bob—. Sería más limpia. Cuando se ensuciara podríamos quemarla.
La idea había escandalizado a Bob, un hombre convencional como ninguno. No podía creer que se hubiera casado con una mujer que quería vivir como una india. Trabajaba duramente para proporcionarle una vida respetable, pero ella seguía diciendo cosas como aquella, y además en serio. Y guardaba su propio dinero con testarudez año tras año, para la educación de los chicos, decía, aunque uno tras otro se fueron muriendo mucho antes de que tuvieran edad de ir a ningún sitio. Los dos últimos vivieron lo suficiente para que Clara pudiera enseñarles a leer. Había leído Ivanhoe de Walter Scott con ellos, cuando Jeff y Johnny contaban seis y siete años respectivamente. Pero al invierno siguiente los dos habían muerto de neumonía, con un mes de diferencia. Fue un invierno terrible. La tierra se congeló a tal profundidad que no hubo forma de cavar una fosa. Hubo que poner a los niños, en el cobertizo de la leña, envueltos fuertemente en lonas, hasta que se les pudo enterrar. Muchos días Bob llegó a casa después de entregar caballos al Ejército, su mejor cliente, y encontró a Clara sentada en el glacial cobertizo junto a los dos pequeños cuerpos, con las lágrimas heladas en sus mejillas, tan duras que tenía que calentar agua y fundirle el hielo del rostro. Trató de hacerle comprender que no debía hacerlo. La temperatura estaba por debajo de cero y el viento no dejaba de soplar a lo largo del Platte. Podía morirse de frío, sentada en aquel cobertizo. «Ojalá fuera así —pensaba Clara—. Estaría con mis niños».
Pero no se congeló, y Jeff y Johnny fueron enterrados junto a Jim, y a despecho de su decisión de no volver a prestarse a tal sufrimiento, tuvo a las dos niñas, ninguna de las cuales padeció nunca más que un resfriado. Bob no podía comprender su mala suerte; había deseado uno o dos chicarrones para ayudarle con los animales.
Pero a su modo quería a las niñas, aunque su amor lo manifestaba con torpeza, porque eran tan delicadas que le asustaban. Les llamaba la atención continuamente sobre su salud e intentaba que siempre fueran bien abrigadas. A veces su imprudencia casi le paraba el corazón. Eran el tipo de niñas que si se les antojaba salían a correr descalzas, sobre la nieve. Temía por ellas, y temía por el efecto que tendría sobre su mujer si una de ellas muriera. Aunque personalmente era indiferente a los inviernos, llegó a temerlos por miedo a que el frío se llevara el resto de la familia. Pero las niñas resultaron ser tan fuertes como su madre, a diferencia de los chicos que habían salido enclenques. Aquello no tenía sentido para Bob y confiaba en que si pudiera tener otro chico resultaría el peón que necesitaba.
El único hombre que tenían era un viejo vaquero mejicano llamado Cholo. El viejo era seco y fuerte, pese a la edad, y permanecía con ellos solo por su devoción hacia Clara. Fue Cholo y no su marido quien le enseñó a amar a los caballos y comprenderlos. Cholo le había dicho inmediatamente que su marido nunca domaría a la yegua mustang; había insistido para que persuadiera a Bob de que vendiera la yegua sin domarla, o que la soltara. Aunque Bob había sido tratante de caballos toda su vida, no poseía verdadera habilidad con los caballos. Si le desobedecían, les pegaba. Clara se había apartado muchas veces asqueada al ver a su marido pegando a un caballo, porque sabía que era su incompetencia y no la del caballo, la responsable del incidente que había provocado la paliza. Bob era incapaz de contener su violencia cuando se enfadaba con un caballo.
Con ella era diferente. Nunca le había levantado la mano aunque ella le provocaba con frecuencia. Nunca había llegado a creer que se casaría con él, ni nunca comprendió por qué lo había hecho. La sombra de Augustus McCrae había ensombrecido su noviazgo. Bob nunca había comprendido por qué le eligió a él en lugar del famoso ranger o de todos los hombres que hubiera podido tener. En su tiempo había sido la muchacha más solicitada de todo Texas, y sin embargo se había casado con él, le había seguido a los llanos de Nebraska y se había quedado a trabajar junto a él. Era un país duro para las mujeres, Bob lo sabía. Las mujeres morían, enloquecían o se marchaban. La esposa de su vecino más cercano, Maude Jones, se había suicidado una mañana con la escopeta, dejando una nota que decía únicamente: «No puedo soportar más el ruido del viento». Maude tenía un marido y cuatro hijos, pero así y todo se había suicidado. Durante un tiempo, Clara se trajo a los niños a casa hasta que sus abuelos de Missouri vinieron a buscarles. Len Jones, el marido de Maude, no tardó en arruinarse con la bebida. Una noche se cayó de la carreta y murió helado a poco menos de doscientos metros de un saloon.
Clara había vivido y se había quedado, aunque había una mirada en sus ojos grises que asustaba a Bob cada vez que la veía. Ignoraba lo que realmente significaba la mirada, pero para él quería decir que podía marcharse si él no vigilaba. Cuando llegaron a Nebraska, él tenía la costumbre de beber. Ogallala apenas era entonces un pueblo; había pocos vecinos y nada de vida social. Los indios eran una temible amenaza, aunque Clara no parecía tenerles miedo. Si tenían visitantes, solían ser soldados. Los soldados bebían y él también. A Clara no le gustaba. Una noche se emborrachó de tal modo que a la mañana siguiente, cuando se levantó, ella tenía aquella mirada en los ojos. Le preparó el desayuno, pero después le miró con frialdad y le planteó una amenaza:
—Quiero que dejes de beber. Te has emborrachado tres veces esta semana. No quiero vivir aquí y llenarme la cabeza de tierra por el amor de un borracho.
Fue la única amenaza que tuvo que hacerle. Bob se pasó el día preocupado, contemplando los sombríos llanos y preguntándose qué haría en semejante lugar sin ella. Nunca más volvió a tocar el whisky. La jarra de la que había estado bebiendo llevaba años en el armario, hasta que Clara finalmente lo mezcló con jarabe de melaza y lo utilizó contra la tos.
Tuvieron pocas peleas, la mayoría por culpa del dinero. Clara era una buena esposa y trabajaba duro; nunca hizo nada extraño o que no fuera decente, pero el hecho de que tuviera aquel dinero de Texas inquietaba a Bob. Ni lo entregaba ni se lo dejaba utilizar por mal que estuvieran. Tampoco lo gastaba para ella… Clara no gastaba nada para ella, salvo los libros que encargaba o las revistas que compraba. Le dijo que guardaba el dinero para sus hijos, pero Bob nunca estuvo seguro de si lo guardaba para poderse marchar si se le antojaba. Sabía que era una tontería. Clara se iría con dinero o sin dinero, si decidía hacerlo, pero no podía quitarse la idea de la cabeza. Ni siquiera empleaba el dinero en la casa, aunque había deseado la casa y tuvieron que traer la madera desde trescientos kilómetros. Naturalmente, él había prosperado en el negocio de los caballos, sobre todo gracias a su relación con el Ejército; pudo permitirse edificarle una casa. Pero estaba resentido por lo del dinero. Le dijo que sería solamente para la educación de las niñas, y sin embargo lo empleó en cosas que él no esperaba. El invierno anterior había comprado un abrigo de búfalo para Cholo, lo cual escandalizó a Bob. Nunca había oído decir que una mujer casada comprara un abrigo caro para un vaquero mejicano. Después vino el piano. También lo había encargado, aunque costaba doscientos dólares y cuarenta del transporte. Pero tuvo que confesar que le encantaba ver a las niñas sentadas al piano, aprendiendo a tocarlo. Y el abrigo de búfalo que había salvado la vida de Cholo cuando se vio atrapado por la niebla de abril en el río Dismal. Clara se salía con la suya, y esto solía ser sensato, pero Bob se daba cuenta de que, en cierto modo, ella se le escapaba. No le desatendía de ningún modo que él pudiera quejarse, y las niñas le querían, pero en muchas ocasiones se sintió ajeno a la vida de su propia familia. Nunca jamás se lo habría dicho a Clara. Era torpe con las palabras y pocas veces hablaba a menos que se le hablara, o que se tratara del negocio. Con frecuencia, observando a su mujer, se sentía solo. Clara parecía notarlo y se le acercaba y se mostraba especialmente afectuosa con él, o le hacía reír por algo que las niñas hubieran hecho, pero seguía sintiéndose solo, incluso en la cama.
Ahora yacía todo el día en la cama, con su mirada vacía. Habían acercado la cama a la ventana para que pudiera disfrutar de la brisa primaveral o mirar por ella si quería, y ver cómo los caballos pastaban en el llano o los halcones giraban en el cielo o cualquier cosa que pudiera haber. Pero Bob nunca movía la cabeza, y nadie podía saber si percibía la brisa. Clara dormía en un pequeño camastro. La casa tenía una pequeña terracita cubierta, arriba, y cuando el tiempo era bueno trasladaba el camastro allí. Frecuentemente yacía despierta, esperando que Bob volviera en sí y la llamara. Pero lo que solía ocurrir era que se manchaba; en lugar de oírle le olía. Pero prefería que esto ocurriera de noche porque así podía cambiarle sin que las niñas lo vieran.
Después de un mes, le parecía que con las sábanas se llevaba a Bob, que ya había perdido mucho peso y que cada mañana le parecía más delgado. Aquel gran cuerpo que había yacido junto a ella tantas noches, que la había calentado en las noches heladas, que la había cubierto tantas veces a lo largo de los años y le había dado cinco hijos, se estaba deshaciendo como morralla, y no había nada que ella pudiera hacer para evitarlo. Los médicos de Ogallala dijeron que Bob tenía fractura de cráneo; no se podía entablillar un cráneo; probablemente moriría. Pero no había muerto. A veces, cuando lo limpiaba, cuando bañaba su espalda y sus muslos con agua caliente, la fuente de vida entre sus piernas se levantaba por sí sola, surgiendo como si una fractura de cráneo no tuviera nada que ver con ella. Clara lloraba al verlo. Para ella significaba que Bob seguía queriendo un chico. El pene se lo hacía saber, noche tras noche, cuando para lo único que entraba era para limpiar las manchas de un cuerpo moribundo. Ponía a Bob de lado y lo sostenía así un rato, porque su espalda y sus piernas se llagaban de un modo terrible. Le daba miedo ponerle boca abajo por miedo a que se ahogara, pero le mantenía de lado durante una hora, adormeciéndose a veces mientras le sostenía. Después volvía a ponerle boca arriba y le cubría, y volvía a su camastro y se quedaba despierta la mitad de la noche, mirando a la pradera, triste más allá de las lágrimas por el estado de cosas. Y allí estaba Bob, apenas vivo, con las costillas cada vez más prominentes, deseando siempre un chico. ¿Podría hacerlo?, se preguntó… ¿Le salvaría si lo hiciera? Podría pasar por ello una vez más: el embarazo, el miedo, los pezones doloridos, la preocupación… y a lo mejor sería un chico. Pese a que había tenido cinco hijos, a veces se sentía estéril, por la noche, en su camastro. Tenía la impresión de que ignoraba el último deseo de su marido, y que si le quedaba algo de generosidad tenía que hacerlo por él. ¿Cómo podía descansar, noche tras noche, y no hacer caso de las súplicas extrañas y mudas de un moribundo que siempre había sido bueno con ella, a su modo? Bob, moribundo, seguía queriendo hacerle un pequeño Bob. A veces, en las largas noches silenciosas, se decía que debía estar volviéndose loca pensando en semejante cosa de aquel modo. Y sin embargo empezó a temer acercársele por la noche; le resultó tan duro como lo más duro con que se había enfrentado desde su matrimonio. Era tan terrible que, a veces, deseaba que Bob muriese si no iba a curarse. La verdad era que no quería otro hijo, sobre todo otro chico. Sin saber por qué confiaba en que mantendría a las niñas vivas, pero le faltaba la confianza cuando se trataba de chicos. Recordaba demasiado bien los días de terror glacial y de dolor insoportable mientras escuchaba toser a Jim hacia la muerte. «Otra vez no —pensaba—, no quiero revivirlo, ni siquiera por ti, Bob». El recuerdo del miedo que la había destrozado mientras sus hijos iban hacia la muerte era el más vívido de su vida: recordaba la tos, el doloroso jadeo. Nunca más quería volver a oír lo mismo, impotente.
Además, Bob no estaba realmente vivo… sus ojos ni siquiera parpadeaban. Era solo un reflejo lo que permitía tragar la sopa que ella le daba. Que su pene siguiera estando vivo mientras ella le lavaba, eso también era un reflejo, una jugarreta obscena que les jugaba la vida a los dos. No provocaba sentimientos de ternura en ella, solo una sensación de asco por la crueldad de la existencia. Parecía mofarse de ella, hacerla sentir que estafaba algo a Bob, aunque no era fácil saber qué. Se había casado con él, le había seguido alimentado, trabajado a su lado, parido sus hijos… y mientras le cambiaba las sábanas percibía en ella un egoísmo que nunca había podido dominar. Algo que se había guardado, aunque resultaba difícil saber qué era considerando todo lo que había hecho. Pero lo sentía, justa o injustamente, y se quedaba despierta en su camastro casi toda la noche, tensa haciéndose reproches.
Por las mañanas permanecía envuelta en una colcha hasta que la despertaba el olor a café de Cholo. Se había habituado a que Cholo preparara el café, simplemente porque lo hacía mejor que ella. Seguía envuelta en su colcha, contemplando la niebla que flotaba sobre el Platte, hasta que una o las dos niñas entraban de puntillas. Siempre entraban de puntillas como si fueran a despertar a su padre, aunque este tenía los ojos abiertos como siempre.
—Mamá, ¿aún no te levantas? —le decía Sally—. Nosotras hace rato que nos hemos levantado.
—¿Querrás ir a buscar los huevos? —preguntaba Betsey. Era su tarea preferida pero le gustaba hacerla con su madre. Algunas gallinas se mostraban irritables con Betsey y la picaban si intentaba sacarles un huevo de debajo de ellas, pero nunca atacaban a Clara.
—Prefiero quedarme con las dos —decía Clara atrayendo a las niñas junto a ella sobre el camastro. Con el sol iluminando por la inmensa llanura y ambas niñas con ella en la cama, era difícil pensar mal de sí misma, como había pensado durante la noche.
—¿No quieres levantarte? —insistía Sally. Había más de su padre en ella que en Betsey, y la fastidiaba un poco ver a su madre seguir acostada cuando el sol ya había salido. A ella le parecía que estaba un poco mal… por lo menos su padre se había quejado a veces de ello.
—Chisss —susurraba Clara—. El sol solo lleva cinco minutos arriba.
Se le ocurrió que quizás eso era lo que no había hecho. Nunca había sido capaz de levantarse temprano, pese a la gran práctica que tenía. Se había levantado como era su deber y había preparado el desayuno para Bob y para los hombres que estuvieran trabajando con ellos, pero no lo hacía bien y pocas veces los desayunos llegaban a la mesa ordenadamente como esperaba Bob. Para ella era un alivio cuando él se marchaba a sus negocios de caballos y podía dormir hasta más tarde, o se quedaba simplemente en la cama leyendo las revistas que encargaba al Este o a Inglaterra.
Las revistas femeninas llevaban historias y novelas por entregas, en muchas de las cuales aparecían mujeres que vivían vidas tan diferentes de la suya que le parecía como si perteneciera a otro planeta. Las mujeres de Thackeray le gustaban más que las de Dickens, pero las que le gustaban más eran sobre todo las de George Elliot. Sin embargo era frustrante recibir tan poco correo. A veces tenía que esperar dos o tres meses su Blackwoods, preguntándose todo el tiempo que les estaría ocurriendo a los personajes de las historias. Al leer aquellas historias escritas por todas aquellas mujeres, no solo por George Elliot sino por Mrs. Gore, Mrs. Gaskell y Charlottte Yonge, a veces deseaba hacer lo que hacían aquellas mujeres, escribir historias. Pero aquellas mujeres vivían en villas y ciudades y tenían muchos amigos y parientes cerca. La descorazonaba mirar por la ventana a los llanos desiertos y pensar que aunque poseyera la habilidad para escribir, en aquel momento no tenía nada sobre lo que escribir. Tras la muerte de Maude Jones, pocas veces veía a ninguna otra mujer, y no tenía más parientes cerca que su marido y sus niñas. Tenía una tía en Cincinnati pero solo se escribían una o dos veces al año. Sus personajes tendrían que ser los caballos y las gallinas, si alguna vez se decidía a escribir, porque los hombres que iban a su casa no eran lo bastante interesantes para ponerlos en libros, o al menos eso pensaba. Ninguno de ellos era capaz de hablar como los hombres de las novelas inglesas.
A veces sentía grandes deseos de hablar con alguien que realmente escribiera historias que se publicaran en la revista. Le interesaba averiguar cómo se hacía: si se servían de personas que conocían o se las inventaban. Una vez incluso había encargado hojas grandes, pensando que podía intentarlo, aunque no supiera cómo, pero eso fue en los años de esperanza antes de que murieran sus hijos. Con todo el trabajo que había que hacer nunca llegó a sentarse y probar a escribir algo. Luego los niños murieron y sus sentimientos cambiaron. Una vez, la mera visión de las hojas de escribir la había llenado de esperanza, pero después de aquellas muertes había dejado de importarle. Las hojas era otro reproche que se hacía, algo caprichoso que había deseado. Un día quemó las hojas, temblando de rabia y de pena, como si el papel y no el clima hubiera sido el responsable de las muertes de sus niños. Y durante cierto tiempo dejó de leer revistas. Las historias que había en ellas le parecían odiosas: ¿cómo podía la gente hablar así y pasar el tiempo yendo a bailes y fiestas, cuando los niños morían y había que enterrarlos?
Pero pasaron unos años y Clara volvió a las historias de las revistas. Le gustaba leer en voz alta, y leía fragmentos a sus hijas tan pronto como fueron lo bastante mayores para escuchar. A Bob no le gustaba demasiado, pero lo toleraba. No conocía a ninguna otra mujer que leyera tanto como su esposa y pensó que podía ser la causa de ciertas vanidades: el cuidado de su cabello, por ejemplo, lavándoselo y cepillándoselo todos los días. A él le parecía una pérdida de tiempo: el pelo era solo pelo.
Mientras Clara observaba la carreta que las niñas habían descubierto, vio a Cholo que venía con dos yeguas a punto de parir. Cholo también había visto la carreta y había llegado para cuidarla. Era un viejo cauto, tan desconcertado por Clara como dedicado a ella. Era su atrevimiento lo que le turbaba. Respetaba a los caballos peligrosos, pero no parecía tener miedo de los hombres peligrosos. Se reía cuando Cholo trataba de aconsejarla. Ni siquiera tenía miedo de los indios, aunque Cholo le había mostrado las cicatrices de las heridas de flecha que había sufrido.
Dejó las yeguas en el corral y volvió junto a ella para estar seguro de que quienquiera que viajara en la carreta no iba a ser una amenaza para ella. Guardaba una escopeta en el cobertizo de los arreos, pero Clara solo la utilizaba para matar serpientes y solo las mataba porque continuamente le robaban los huevos. A veces las gallinas le preocupaban más de lo que valían porque había que protegerlas continuamente de los coyotes, mofetas, tejones e incluso de las águilas y los halcones.
—No veo más que dos hombres, Cholo —observó Clara mirando a la carretera.
—Dos hombres son demasiados si son malos —declaró Cholo.
—Si fueran malos tendrían un par de animales mejores. ¿Encontraste algún potro? —preguntó Clara.
Cholo meneó la cabeza. Tenía el pelo blanco. Clara no había conseguido sonsacarle la edad, pero imaginaba que como mínimo tendría setenta y cinco años, tal vez ochenta. Por la noche, junto al fuego, una vez terminado el trabajo, Cholo trenzaba látigos. A Clara le encantaba mirar cómo se movían sus dedos. Cuando un caballo moría o había que matarle, Cholo guardaba siempre sus crines y su cola para sus cuerdas. También las trenzaba de cuero, y una vez hizo una para ella de piel de ante, aunque ella no solía enlazar. A Bob le había desconcertado el regalo… «Clara no enlazaría ni un poste», dijo, pero Clara se mostró satisfecha. Era un regalo precioso. Cholo tenía muy buenos modales. Sabía que la apreciaba y ella a él también. Este fue el año que le compró el abrigo. A veces, leyendo sus revistas, levantaba los ojos y veía a Cholo trenzando una cuerda, y pensaba que si alguna vez se decidía a escribir una historia, escribiría sobre él. Sería diferente de cualquiera de las historias que leía en las revistas inglesas. Cholo no tenía nada de caballero inglés, pero era su dulzura y habilidad con los caballos, en contraste con la incompetencia de Bob, lo que le hacía animarle a que se quedara con ellos. Hablaba poco, lo que sería un problema si le metía en una historia. Los personajes de las historias que leía siempre parecía que hablaban mucho. De niño se lo habían llevado los comanches, y fue subiendo hacia el Norte, cambiando de una tribu a otra, hasta que un día pudo escapar durante una batalla. Aunque era un viejo y había vivido entre indios y blancos toda su vida, seguía prefiriendo hablar español. Clara sabía algo de su infancia en Texas, e intentaba hablarlo con él. Al oír la cadencia de las palabras españolas su rostro arrugado se iluminaba de felicidad. Clara le persuadió de que enseñara a las niñas. Cholo no sabía leer, pero así y todo era un buen maestro. Quería a las niñas y se las llevaba a caballo; les enseñaba cosas y les decía sus nombres en español.
Pronto todas las yeguas del corral levantaron las orejas y miraron a la carreta que se acercaba. Un hombre enorme, con un abrigo más pesado que el de Cholo, cabalgaba a su lado sobre un pequeño caballo bayo que parecía que iba a desplomarse si le seguía llevando un momento más. Un hombre, con la cara cosida de cicatrices, iba sentado en el pescante, junto a una mujer embarazada. La mujer conducía las mulas. A los tres se les veía tan exhaustos que incluso el encontrarse con gente, después de lo que debía haber sido un largo viaje, no parecía impresionarles. Había unas pocas pieles de búfalo amontonadas en la carreta. Cholo observaba cuidadosamente a los viajeros, pero no parecían amenazadores. La mujer tiró de las riendas y les miró a todos como deslumbrada.
—¿Estamos ya en Nebraska? —preguntó.
—Sí —respondió Clara—. Hay cerca de treinta kilómetros hasta la ciudad. ¿No quieren bajar y descansar?
—¿Conoce a Dee Boot? —preguntó la mujer—. Lo estoy buscando.
—Sí… pistolero —dijo Cholo a media voz. Era el que hacía las compras y conocía prácticamente a todo el mundo de Ogallala.
Elmira oyó la palabra en español y sabía lo que significaba, pero no le importaba lo que la gente llamara a Dee; lo único que importaba era el hecho de que le tenía cerca. Si Dee estaba cerca, eso significaba que ella estaba a salvo y que podría deshacerse de Luke y de Big Zwey, y que no tendría que andar todo el tiempo sacudida en la carreta o asustada toda la noche por si aparecían los indios en el último momento.
—Bajen. Por lo menos querrán dar de beber al ganado. Si quieren pueden pasar la noche aquí —ofreció Clara—. Mañana pueden estar en la ciudad. Me parece que a todos les vendrá bien un descanso.
—¿Qué ciudad puede ser? —preguntó Luke bajando despacio de la carreta. Se había torcido una pierna unos días atrás corriendo para disparar mejor a un antílope, y apenas podía andar.
Elmira no quería pararse, aunque pensó que aún faltaba más de media jornada para llegar a Ogallala, pero Zwey ya había echado pie a tierra y había desenganchado los caballos. «Ojalá pudiera estar con Dee», pensó, pero luego se dijo que un día más no importaba demasiado y bajó despacio del pescante.
—Venga hasta la casa —dijo Clara—. Las niñas le traerán agua. Me imagino que ha sido un viaje largo.
—Arkansas —contestó Elmira. La casa no parecía estar muy lejos, pero mientras caminaban hacia ella se le nubló la vista y le pareció que se tambaleaba.
—¡Dios mío, qué lejos! —exclamó Clara—. Yo había vivido en Texas. —Luego se volvió y vio que la mujer estaba sentada en el suelo. Antes de que Clara llegara hasta ella, se había caído de lado y yacía boca arriba en el sendero que iba del granero a la casa.
Clara pensó que no estaba demasiado asustada; solo cansada. Un viaje de un tirón desde Arkansas en una carreta como aquella agotaría a cualquiera. Abanicó la cara de la mujer durante un rato, pero no sirvió para nada. Cholo había visto caer a la mujer y corrió hacia ella, pero el hombre corpulento la había levantado como si fuera una criatura y la había llevado a la casa.
—No he oído su nombre ni el de ella tampoco —dijo Clara.
El hombretón solo la miró en silencio. «¿Será mudo?», se preguntó Clara. Pero el otro hombre, el de la cara llena de cicatrices, entró en la casa y explicó que el hombre hablaba muy poco.
—Se llama Zwey. Big Zwey. Yo soy Luke. Me estropeé la cara en el camino y ahora me he lastimado la maldita pierna. Ella se llama Elmira.
—¿Y es amiga del señor Boot? —preguntó Clara. Metieron a Elmira en la cama pero aún no había abierto los ojos.
—De eso no sé nada. Está casada con un sheriff —fue contándole Luke.
Se sentía incómodo dentro de una casa después de tantos días al aire libre y no tardó en salir para sentarse en la carreta junto a Big Zwey. Levantó la mirada a tiempo de ver a dos niñas mirándole desde una ventana abierta. Se preguntó quién sería el marido porque una mujer tan guapa como la que había hablado con él no podía estar casada con el viejo mejicano.
Aquella noche les pidió si querían entrar y cenar. Zwey no quiso, era demasiado tímido, así que la mujer les llevo la cena y cenaron en la carreta.
Las niñas estaban decepcionadas por la decisión. Casi nunca había visitantes y querían ver mejor a los hombres.
—Haz que entren, mamá —dijo Sally. Estaba especialmente fascinada por el hombre de la cara llena de cicatrices.
—Yo no puedo dar órdenes a los hombres. Además ya has visto cazadores de búfalos otras veces. Y también los has olido. Estos huelen más o menos como todos.
—Uno es muy grande —observó Betsey—. ¿Es el marido de la señora?
—No lo creo, y no seas tan curiosa. Está agotada. A lo mejor mañana tendrá ganas de hablar.
Pero las niñas iban a oír la voz de Elmira mucho antes de la mañana. Los hombres sentados en la carreta también la oyeron… unos gritos interminables que desgarraron la noche de la pradera durante horas.
De nuevo Clara tuvo motivos de alegrarse de la presencia de Cholo, que era tan bueno con las mujeres como con los caballos. Los nacimientos difíciles no le asustaban, como solía ocurrir con muchos hombres y muchas mujeres. El caso de Elmira también era difícil… El largo viaje agotador por los llanos la había dejado demasiado débil para aquel trabajo. Se desmayó varias veces a lo largo de la noche. Clara no podía hacer otra cosa que bañarle la cara con agua fresca de la cisterna. Cuando se hizo de día, Elmira estaba demasiado débil incluso para poder gritar. Clara estaba preocupada. La mujer había perdido mucha sangre, demasiada.
—Mamá, papá está malo, huele muy mal —dijo Sally asomándose a la habitación de la enferma. Las niñas habían dormido abajo, sobre jergones, para tenerlas alejadas de los gritos.
—Déjale, yo me ocuparé de él —dijo Clara.
—Pero está enfermo, huele mal —repitió Sally. Se la veía asustada.
—Está vivo, y la vida no siempre huele bien —explicó Clara—. Ve a prepararnos algo de desayuno, y sírveles a los hombres. Deben de estar hambrientos.
Unos minutos más tarde, Elmira volvió a perder el conocimiento.
—Está demasiado débil —dijo Cholo.
—¡Pobrecilla! —exclamó Clara—. Yo también lo estaría si llegara de tan lejos. El niño no va a esperar a que se ponga fuerte.
—No, va a matarla —insistió Cholo.
—Bueno, pues por lo menos sálvale —dijo Clara, sintiéndose de pronto tan deprimida que salió de la habitación.
Cogió un cubo de agua y salió de la casa, en busca de agua para Bob. Era una mañana preciosa, con la luz perfilando los bordes lejanos de los llanos. Clara observó la belleza y encontró raro que aún la impresionara, cansada como estaba y con dos personas muriéndose en la casa…, quizá tres. Pero le gustaba la hermosa luz de las mañanas en la pradera; siempre había resucitado su moral, año tras año, cuando le parecía que la suciedad, el frío y la muerte la aplastarían. Solo de ver la luz extendiéndose así, a lo lejos, hacia Wyoming, se sentía inundada de energía y con deseos de hacer cosas.
Y lo que deseaba hacer por encima de todo era plantar flores, flores que se abrieran con la luz. Y había plantado bulbos y semillas de flores que había encargado en el Este. La luz las hizo florecer, y luego el viento se las arrancó. Odiaba más al viento que la tierra que caía. De la tierra podía defenderse, barriéndola toda la mañana, pero el viento era incesante y fiero. Renacía una y otra vez, procedente del Norte, para robarle las flores, pétalo a pétalo, hasta que no quedaba otra cosa que el triste tallo. Pero Clara siguió plantando en los puntos más protegidos que podía encontrar. Pero el viento también las iba encontrando, a su tiempo; a veces las flores duraban unos días hasta que los pétalos eran arrastrados. Era una batalla en la que no quería rendirse: todos los inviernos leía los catálogos de semillas con las niñas y les describía las flores que tendrían al llegar la primavera.
Al volver de la cisterna con el cubo de agua se fijó en los dos hombres, sucios, silenciosos, sentados en la carreta. Al ir hacia la cisterna había pasado por delante de ellos sin pensar en nada.
—¿Ha nacido ya? —preguntó Luke.
—Todavía no. Está demasiado agotada para ayudarse.
El otro, el hombretón, la siguió con la mirada pero no dijo nada.
—Tenéis demasiado fuego en esta cocina, vais a quemarlo todo —advirtió Clara viendo cómo las niñas se desenvolvían preparando el desayuno.
—Oh, mamá, sabemos cocinar —protestó Sally. Le gustaba que su madre se fuera de la cocina. Entonces podía dominar a su hermanita para que la ayudara.
—¿Está enferma esa mujer? —preguntó Betsey—. ¿Por qué grita tanto?
—Está haciendo una tarea muy dura —respondió su madre—. Procura no quemar las gachas.
Subió el cubo al dormitorio, tiró de las sábanas pestilentes de Bob y lo lavó. Bob siguió mirando hacia arriba como solía hacer. Generalmente calentaba el agua pero esa mañana no había tenido tiempo. Estaba fría y le ponía la carne de gallina en las piernas. Sus grandes costillas parecían más salientes cada día. Se le había olvidado subir sábanas limpias. Era un problema constante disponer de sábanas limpias, así que le cubrió con una manta y salió al porche un momento. Oyó que Elmira volvía a gemir. Sabía que debería ir a relevar a Cholo, pero no se apresuró. El nacimiento podía tardar otro día. Todo tardaba más de lo debido, o por el contrario se precipitaba. Las vidas de sus hijos habían sido barridas en un santiamén, mientras que su marido llevaba ya dos meses tendido, inmóvil, y aún no había muerto. Era agotador intentar adaptarse a todos los ritmos que la vida requería.
Después de un instante en el porche, subió a tiempo de sujetar a Elmira y observar a Cholo mientras sacaba a un niño de su cuerpo ensangrentado.
El niño parecía que estuviera muerto y Elmira moribunda, pero en realidad ambos vivían. Cholo sostuvo al pequeño contra su cara y sopló sobre él hasta que finalmente el niño se agitó y empezó a llorar, con un sonido débil como el chillido de un ratón. Elmira estaba desvanecida, pero respiraba.
Cuando Clara bajó a calentar agua, vio que las niñas habían llevado el desayuno a los dos hombres. Se habían quedado junto a ellos mientras comían, sin querer renunciar a la novedad de la conversación, aunque fuera solo con dos cazadores de búfalos, uno de los cuales no hablaba. De pronto sintió ganas de llorar al ver a sus hijas tan faltas de compañeros de juego que se quedaban junto a dos hombres taciturnos solo por el placer de la compañía. Calentó el agua y no dijo nada a las niñas. Probablemente los hombres marcharían pronto, aunque Luke parecía contento hablando con las chiquillas. Quizá se sentía tan solitario como ellas.
Cuando subió con el agua caliente, Elmira estaba despierta con los ojos muy abiertos, pálida, casi exangüe, sin nada de color en las mejillas.
—Es un milagro que llegara hasta aquí —le dijo Clara—. Si hubiera tenido a este niño en los llanos dudo que hubieran sobrevivido.
El viejo mejicano había envuelto a la criatura en un trapo de franela y se lo llevó a Elmira para que lo viera, pero Elmira ni lo miró. No habló ni quiso mirar.
No quería al niño. «A lo mejor se muere —pensó—. Dee tampoco lo querrá».
Clara vio cómo la mujer apartaba la vista. Sin decir una palabra cogió al pequeño de manos de Cholo y bajó con él, fuera, a la luz del sol. Las niñas seguían junto a la carreta, aunque los hombres ya habían comido. Protegió los ojos del pequeño con la franela y lo acercó al grupo.
—Oh, mamá —exclamó Betsey; nunca había visto a un recién nacido—. ¿Cómo se llama?
—La señora está demasiado cansada para pensar en cómo llamarlo —respondió Clara—. Pero es un chico.
—Es una suerte que llegáramos, ¿verdad? —preguntó Luke—. Zwey y yo no hubiéramos sabido qué hacer.
—Sí, ha sido una suerte —afirmó Clara.
Big Zwey miró silenciosamente al pequeño, y finalmente dijo:
—Es colorado, Luke. Supongo que es un indio.
Clara se echó a reír.
—No es ningún indio. La mayoría de los niños están colorados.
—¿Puedo sostenerlo? —preguntó Sally—. Sostuve a Betsey, sé cómo se hace.
Clara le dejó sostener el niño. Cholo esperaba en el porche de atrás, con una taza de café en la mano.
—Zwey quiere marcharse a la ciudad —anunció Luke de pronto—. ¿Puede ir también Ellie?
—Oh, no —protestó clara—. Lo ha pasado muy mal y está muy débil. Si viajara hoy se moriría. Necesita descansar lo menos una semana. Tal vez puedan volver a recogerla o a lo mejor podríamos llevarla nosotros en nuestra pequeña carreta cuando se haya repuesto.
Pero Zwey se negó a marcharse. Recordó que Ellie había querido llegar a la ciudad y que él estaba decidido a esperar hasta que ella pudiera ir. Estuvo todo el día sentado a la sombra de la carreta y enseñó a las dos niñas a jugar a mumblety-peg. Clara miraba de vez en cuando desde las ventanas de arriba, pero el hombre parecía inofensivo. Luke, aburrido, se fue a caballo con Cholo a ver las yeguas.
Cuando Clara subió al niño para darle de comer, empezó a darse cuenta de que Elmira no lo quería. Apartó sus grandes ojos cuando Clara se lo acercó. La criatura estaba hambrienta y gimoteaba.
—Señora —dijo Clara—, tiene que alimentarlo.
Elmira no opuso resistencia cuando le puso el niño al pecho, pero fue una tarea difícil. Al principio no salía leche. Clara empezó a temer que el niño se debilitara y muriera antes de que se le pudiera dar algo. Por fin chupó un poco, pero la leche no le satisfizo, y una hora después volvía a llorar de hambre.
«Leche mala», pensó Clara, y no era de extrañar porque la mujer probablemente no había comido algo decente desde hacía meses. Se negó a mirar al niño incluso cuando lo tuvo al pecho. Clara tuvo que sostenerlo y animarle, mojando con leche sus pequeños labios.
—Me han dicho que está casada con un sheriff —dijo Clara creyendo que un poco de conversación podía ayudar. El hombre podía ser el motivo de su huida, pensó. Probablemente no le quería, y por eso no había deseado al niño.
Elmira no contestó. No quería hablar con aquella mujer. Tenía los pechos tan cargados que le dolían; no le importaba que el niño le sacara la leche, lo que no quería era verlo. Solo quería levantarse y que Zwey la llevara a la ciudad, junto a Dee, pero comprendía que aún no estaba en condiciones. Tenía las piernas tan débiles que apenas podía moverlas en la cama. Nunca podría bajar a menos que se arrastrara.
Clara miró a Elmira un instante y se calló. No la sorprendía mucho que la mujer no quisiera al niño. Ella tampoco había querido a Sally, por miedo a que se le muriera. La mujer también debía tener sus propios temores. Después de todo había viajado durante meses a través de los llanos con dos cazadores de búfalos. Quizás huía de un hombre, quizás iba en busca de un hombre, o quizá simplemente huía. Era inútil seguir preguntando porque la mujer ni siquiera sabía por qué huía.
Clara se acordó además de la enorme lasitud que se había apoderado de ella cuando nació Betsey. Aunque fue la última, el nacimiento de Betsey fue el más difícil de sus partos y cuando hubo terminado no pudo levantar la cabeza en tres horas. Le costaba un esfuerzo inmenso hablar, y Elmira lo había pasado peor que ella. Sería mejor que la dejara descansar. Cuando recobrara las fuerzas podía sentirse mejor dispuesta hacia el niño.
Clara se llevó a la criatura abajo y encargó a las niñas que lo vigilaran mientras ella salía y mataba un pollo. Big Zwey observaba silenciosamente desde la carreta la velocidad con qué le retorció el cuello al pollo, lo limpió y lo desplumó.
—Estos días hace falta mucha sopa de pollo en esta casa —comentó al volver con el pollo. Calentó el poco de caldo de pollo que sobró y se lo subió a Elmira. Se sorprendió viéndola levantada mirando por la ventana.
—¿Qué hace levantada? Debe acostarse. Ha perdido mucha sangre y tenemos que alimentarla.
Elmira obedeció de mala gana y tragó las cucharadas de sopa que le dio Clara.
—¿Está lejos la ciudad? —preguntó Elmira.
—Demasiado para ir andando o a caballo —respondió Clara—. La ciudad no va a escaparse. ¿No puede descansar uno o dos días más?
Elmira no contestó. El viejo había dicho que Dee era un pistolero. Aunque no le importaba lo que fuera, siempre y cuando pudiera encontrarle, la noticia la preocupó. Alguien podía matarle antes de que ella llegara. Podía marcharse, a lo mejor ya se había marchado. No podía soportar la incertidumbre. El futuro se había reducido a una persona: Dee Boot. Si no podía encontrarle, se mataría.
A lo largo del día Clara intentó sin éxito que Elmira se interesara por el niño. Elmira dejó que mamara pero la leche era tan pobre que el niño dormía una hora y volvía a estar hambriento. Las niñas querían saber por qué lloraba tanto el bebé.
—Porque tiene hambre —contestó Clara.
—Puedo ir a ordeñar la vaca temprano —dijo Sally—. Podemos darle algo de leche.
—Tal vez sí —asintió Clara—, pero antes habrá que hervirla.
Pensó que resultaría demasiado fuerte para el niño y un cólico podría matarle. Llevó en brazos a la pobre criatura durante todo el día, meciéndole entre sus brazos y hablándole con murmullos. De colorado había pasado a pálido, y era un niño pequeño; tal vez no tuviera ni dos kilos y medio. También ella estaba cansada y al acercarse la noche y ponerse el sol se puso de mal humor; de pronto reñía a las niñas porque eran demasiado ruidosas y después se iba al porche con el niño, casi llorando. Pensó que tal vez fuera mejor que el niño muriera porque su madre no le quería, pero al momento el niño abría los ojos un segundo y a ella se le partía el corazón. Después se hacía reproches por su insensibilidad.
Al caer la noche encendió una lámpara en la alcoba donde descansaba Elmira. Clara, viendo que tenía los ojos abiertos, empezó a acercarle el niño, pero también esta vez Elmira volvió la cabeza.
—¿Cómo se llama su marido? —le preguntó Clara.
—Yo busco a Dee Boot —contestó Elmira. No quería decirle el nombre de July. El niño lloriqueaba pero no le importaba. Era de July y no quería tener nada que ver con July.
Clara hizo que el niño mamara un poco y luego se lo llevó a su habitación, para echarse un poco. Sabía que la criatura dormiría poco pero ella necesitaba descansar y tenía miedo de confiárselo a su madre.
Entonces notó una mano en su hombro y vio a Cholo de rodillas, junto a su cama.
—¿Qué ocurre?
—Se van —contestó Cholo.
Clara saltó de la cama y corrió a la habitación donde había estado Elmira. En efecto, se había ido. Fue a la ventana y pudo ver la carreta, al norte de los corrales. Detrás de ella oyó llorar al pequeño.
—No pude detenerles, señora —se excusó Cholo.
—No creo que pararan porque tú se lo pidieras, y no necesitamos peleas a tiros —comentó Clara—. Deja que se vayan. Si sobrevive, a lo mejor regresa. ¿Has ordeñado?
Cholo asintió.
—Ojalá tuviéramos una cabra. He oído decir que la leche de cabra es mejor para los niños que la de vaca. La próxima vez que vayas a la ciudad, compra un par de cabras, si las encuentras.
Luego se turbó. A veces hablaba a Cholo como si fuera su marido y no Bob. Bajó, encendió el fuego y empezó a hervir un poco de leche. Cuando estuvo hervida, mojó un trapo de algodón en ella y dejó que el niño chupara. Era un método lento y que precisaba paciencia. El niño era demasiado débil para esforzarse, pero ella sabía que si no persistía el niño se debilitaría más y moriría. Así que continuó dejándole caer leche en la boca, incluso cuando estuvo demasiado cansado para chupar el trapo.
—Ya sé que esto es muy lento —le murmuró.
Cuando el niño hubo tomado cuanto quiso, se levantó y lo paseó. Era una noche de luna, preciosa, y salió un momento al porche. El bebé dormía apoyado en su pecho. «Podías haber tenido peor suerte —pensó, mirándole—. Tu madre es muy lista: esperó a llegar a un lugar donde hubiera gente para tenerte».
Entonces se acordó que no había dado de comer a Bob. Llevó al niño a la cocina y calentó el caldo.
—Piensa en la cantidad de trabajo que me ahorraría si no tuviera que calentarlo todo —explicó al niño, que siguió durmiendo.
Lo puso a los pies de la cama de Bob mientras le daba de comer, inclinándole la cabeza para que pudiera tragar. Le resultaba curioso que fuera capaz de tragar cuando ni siquiera podía cerrar los ojos. Era un hombre grande, con una cabeza grande; cada vez que le daba de comer le dolía la muñeca por el peso de la cabeza.
—Creo que vamos a tener un niño, Bob —le explicó.
Los médicos le habían dicho que le hablara. Creían que podía ser beneficioso, pero la única diferencia que Clara observó fue que ella se sentía más deprimida porque le recordaba con demasiada claridad sus años de vida en común: ella era la que hablaba y Bob nunca decía nada. Durante años le había hablado y nunca obtuvo respuestas. Solo hablaba si se trataba de dinero. Ella le hablaba durante dos horas, y él nunca pronunciaba una frase. En lo tocante a conversación, el matrimonio no era diferente de lo que había sido, solo que ahora era más fácil para ella hacer lo que quería con el dinero, algo que también se le antojaba tristísimo.
Recogió al niño y lo estrechó contra su pecho. Se le ocurrió pensar que si la veía con un niño todo sería diferente. A lo mejor Bob creería que era suyo. Podía sorprenderle y hacerle revivir.
No era natural que una madre abandonara a su hijo un día después de que hubiera nacido. Claro que los niños suponían un trabajo continuo. Llegaban cuando no se les quería y tenían necesidades que a veces una no estaba dispuesta a proporcionar. Lo peor de todo era que no importaba lo mucho que una les quisiera. La muerte de los suyos había congelado toda esperanza dentro de ella con más fuerza que la tierra en invierno. Sus esperanzas se habían congelado y se juró mantenerlas así, pero no lo hizo: las esperanzas se descongelaron. Tenía esperanza respecto a sus hijas y hasta podía tenerla para con el niño que se apoyaba en su pecho, el hijo de otra madre. «Te he robado —pensó—. Tu madre es una loca por no quererte, pero es lista por darse cuenta de que con ella y esos cazadores de búfalos no tendrías una gran oportunidad».
Aunque pensó que no es que fuera lista; en realidad a la mujer no le importaba el niño.
Miró a Bob y vio que la presencia del niño no le había hecho mella. Yacía como siempre, sin que le quedara nada excepto la necesidad. De pronto se sintió irritada porque el hombre había sido un insensato al pensar que podía domar aquella yegua, cuando tanto ella como Cholo le habían advertido que la dejara en paz. Se enfadó consigo misma por haber vivido tanto tiempo con un tratante de caballos que no sabía nada de ellos.
Y allí estaba, con la mirada perdida hacia arriba, tan desamparado como el niño. Volvió a acostar la criatura y fue dándole la sopa a Bob hasta que se le cansó la mano de sostener su cabeza. Después volvió a colocarle la cabeza sobre la almohada y se comió la sopa que quedaba.