30

Era de noche. Se oía un ruido fuerte, regular y punteado, pero estaba demasiado oscuro para ver su procedencia. Yo sólo podía ver a Frank, sentado en un duro banco de madera.

—Tenemos que estar agradecidos por ciertas pequeñas mercedes —dijo Frank Harrington—. Por lo menos han dejado en libertad a Werner Volkmann. Podrían haber armado un buen jaleo porque uno de sus oficiales superiores ha resultado muerto.

—Sí, han soltado a Werner.

Acababa de llegar del depósito de cadáveres donde Pavel Moskvin yacía en un cajón en una habitación refrigerada con una etiqueta atada al dedo gordo del pie. Me senté en el banco.

—Aunque no garantizamos la seguridad de aquel grupo, temí que se armara un tremendo alboroto. Incluso una protesta oficial.

—Entonces tengo una noticia para ti, Frank —le dije—. El informe de balística afirma que a Pavel Moskvin no le mató ninguna de nuestras andanadas.

Tiré al aire el deformado trozo de metal y lo recuperé.

—¿Qué?

—Dijeron que habían dejado el informe sobre tu mesa.

—No he vuelto a la oficina.

—Le hirieron tres de nuestras balas, pero la que le mató procedía de una pistola de calibre soviético.

Le alargué el casquillo, pero no quiso cogerlo. Frank era curiosamente remilgado en relación con las armas de fuego.

—¡Qué diablos! —exclamó—. ¿Por qué usar una de sus armas?

—Alguien del otro lado quería verle muerto, Frank, y quería además que nosotros lo supiéramos.

Era, por supuesto, un pequeño toque de Fiona, un modo de alejar la atención de mí y, al mismo tiempo, de ella.

—¿Es por esto que no ha habido protesta?

—Y porque Werner ha sido puesto en libertad como prometieron —respondí.

No había contado a Frank mi conversación con Fiona y su petición de que «eliminara» a Pavel Moskvin. Ahora saltaba a la vista que el KGB no había confiado en nosotros y enviado a sus propios tiradores en persecución de Moskvin. Supongo que no les convenía correr el riesgo de que lo cogiéramos vivo.

—Pues ya se han librado de él —dijo Frank—. Nunca hay un final limpio, ¿verdad?

—Por eso tenemos expedientes, Frank.

—De modo que Moskvin estaba condenado a morir —observó—. Esto explica al grupo de asalto del KGB que identificamos. Pensé que iba a por ti.

—Stinnes volverá triunfante. Moskvin representaba una amenaza para él. En una ocasión escuché una conversación entre ellos. Moskvin se proponía matar a Stinnes.

Nuestras voces eran quedas. Era de noche y estábamos en la clínica Steglitz, una parte del hospital de la Universidad Autónoma, el mismo lugar del que había sido rescatada la Miller después de su fingido intento de suicidio. Había sido una noche terrible y el rostro arrugado de Frank Harrington expresaba un gran trastorno. El viejo Percy Danvers, uno de sus mejores hombres y su amigo íntimo, estaba muerto; Pavel Moskvin le había atravesado la cabeza de un balazo en Kleiststrasse, antes de llegar al mercado de ropa vieja y de iniciarse el tiroteo en la estación. El joven Peter —guardaespaldas de Bret— estaba gravemente herido.

Esperábamos la llegada de Sheldon Rensselaer. Bret se encontraba en la unidad de cuidados intensivos y se temía que no pasaría del fin de semana. Su hermano Sheldon viajaba desde Washington en un vuelo de las Fuerzas Aéreas norteamericanas. Sheldon Rensselaer gozaba de gran influencia en Washington.

—¿Y su esposa? —pregunté, refiriéndome a su ex esposa, que había empezado hacia años a gastar su pensión de divorciada.

—Sí, al final la han encontrado. Al parecer pasa los inviernos en Montecarlo.

—¿Vendrá?

—Ha mandado tres docenas de rosas.

—Quizá no se imagina que Bret está tan grave.

—Quizá no —dijo Frank con una voz que desmentía esta suposición.

—Pobre Bret —murmuré.

—No me ha reconocido —observó Frank.

Esperaba para ver de nuevo a Bret y aún llevaba la bata blanca que le habían dado al entrar en la UCI.

—No estaba del todo consciente —sugerí.

—Debí haber impedido que subiera a aquel tren. Vio al chico herido y sintió que debía hacer algo.

—Lo sé —dije. Frank se reprochaba innecesariamente lo sucedido a Bret—. ¿Has hablado con Londres? —le pregunté para cambiar de tema.

—El viejo no estaba del mejor humor —contestó Frank.

—Le hemos sacado del apuro —dije—. Los hemos sacado a todos del apuro. De no ser por ti, esos estúpidos bastardos aún se creerían todos los disparates con que Stinnes les llenaba la cabeza.

—Pero es que ellos no admiten esto —declaró Frank.

—¿Cómo pueden negarlo? Anoche el servicio de escucha oyó que Stinnes ha sido recibido con honores en Moscú.

—Los dos sabemos que hemos salvado a Londres de caer en el más espantoso ridículo, pero ellos han cerrado filas y fingen que sabían lo de Stinnes desde el principio. Incluso el viejo manifestó que los falsos desertores también pueden facilitar una información valiosa.

—¿Y qué dicen de lo que hicieron a Bret?

—Dicen que no estaba realmente bajo arresto domiciliario y que el hombre que habló con él lo hizo sin instrucciones oficiales.

—Mierda —murmuré.

—Y ahora el hombre en cuestión está de servicio en alguna parte y no hay modo de dar con él.

—Claro.

—He hablado con todos. Son unos bastardos, Bernard. Te he hecho callar muy a menudo cuando decías esto, pero me retracto.

Todo estaba oscuro. Entró una enfermera por la puerta giratoria, empujando un carrito lleno de cristal y acero inoxidable. Se alejó con lentitud y desapareció en la oscuridad del final del pasillo.

—¿Y qué pasará contigo, Frank?

—Me iban a conferir el título de sir.

—Eso tenía entendido.

Frank soñaba con aquel título. Aunque fingía indiferencia, significaba mucho para él.

—El viejo dice que no sería indicado recomendarme ahora, después de desobedecer las órdenes de modo tan flagrante.

—¡Pero si tú los has salvado!

—Siempre repites lo mismo —dijo Frank, irritado— y yo te repito que ellos no lo ven así.

—No podríamos haberlo hecho sin ti, Frank. Lo has arriesgado todo y ha resultado que teníamos razón.

—Corría el rumor de dar el título a Bret —murmuró Frank—. No sé qué ocurrirá ahora.

—El cirujano ha dicho que Bret no vivirá.

—El cirujano dice que nadie puede predecir la evolución de una herida de bala como ésta. Le han envuelto en una especie de papel de estaño para conservar el calor del cuerpo. Están haciendo todo lo posible.

—¿Te retirarás, de todos modos? —pregunté.

—El viejo me ha pedido que continúe aquí. Existe la posibilidad de conferirme el título dentro de dos años.

—¿Qué has contestado?

—Que tú deberías encargarte de Berlín, pero él ha dicho que tendrás mucha suerte si no se te imputan graves cargos.

Ahora que mis ojos se habían acostumbrado a las tinieblas, podía ver el gran reloj eléctrico encima de la puerta que daba a las salas. Era el reloj que producía aquel fuerte tic cada segundo, el único sonido que se oía en la clínica.

—¿A qué hora dijeron que llegaba el avión de su hermano?

—No creo que pueda estar aquí antes de las cuatro —respondió Frank.

—Sheldon era el preferido de su padre y Bret estaba resentido por ello. ¿Nunca te lo contó?

—Bret no revelaba muchas cosas sobre su vida privada.

—No. Me sorprendió que me lo confesara.

—Sabía que podía confiar en ti, Bernard, y tenía razón. Acudió a ti en unos momentos en que no podía confiar en nadie más.

—No le conocía muy bien —observé—. Siempre sospeché que había tenido una aventura con Fiona.

—Él sabía que no gozaba de tu simpatía y así y todo acudió a ti. Te estaba agradecido por lo que habías hecho. Me lo dijo y espero que también te lo dijera a ti.

—Ninguno de los dos hemos hecho nada por Bret. No era personal. No era como si yo hiciera algo por ti o tú hicieras algo por mí...

—O tú hicieras algo por Werner —dijo Frank, con expresión astuta.

—Ha sido por el bien del Departamento —proseguí, haciendo caso omiso de la observación de Frank—. Bret era víctima de un ataque y esos idiotas de Londres no hacían nada por impedirlo. Era preciso actuar.

—Habrá una reorganización completa —pronosticó Frank—. Dicky espera conseguir la Oficina de Europa, pero no tiene muchas posibilidades, gracias a Dios. Bret la habría conseguido de no haber sucedido esto. Morgan, la mano izquierda del DG, también será ascendido.

—¿Ha quedado Bret libre de toda sospecha?

—Sí, y de no ser por esta maldita bala en la barriga, podría haber acabado siendo otra vez el muchacho de oro. Es curioso cómo ocurren las cosas, ¿verdad?

—Sí, muy curioso.

—He dicho al DG que mereces una recomendación, pero ha sido inútil, Bernard. Es contrario a ello y me temo que yo no estoy actualmente en situación de hacer mucho por ti.

—Gracias de todos modos, Frank.

—No te desanimes, Bernard. Hemos evitado un desastre; ha sido un Dunkerque para el Departamento. Hay muchos títulos, condecoraciones y ascensos para victorias como Trafalgar y Waterloo, pero ninguna recompensa para los Dunkerques, por muy valerosos o astutos que sean los supervivientes. La Central de Londres no da medallas de oro al personal que les demuestra sus errores y, para colmo, delante de altos ejecutivos del Cinco. No reparten ascensos después de finales como el último acto de Hamlet, con sangre por doquier y la muerte inexplicada de un alto funcionario del KGB, aunque no tuviera un salvoconducto.

—Sin embargo, los hemos salvado de hacer el ridículo. Y hemos salvado el puesto del DG, Frank.

—Tal vez sí, pero es más rentable dar malos consejos cuando el resultado es un triunfo que buenos consejos cuando el final es casi un desastre.

Apareció un médico en la puerta que daba al largo pasillo de la UCI donde Bret, inconsciente, pálido e inmóvil, estaba conectado a toda una sala de aparatos de reanimación: estimulador cardíaco, máscara de oxígeno y alimentación gota a gota. A su lado, enfermeras atentas vigilaban las oscuras pantallas de los monitores donde pequeñas líneas electrónicas saltaban, vacilaban y fluctuaban.

—¿Quiere venir? —preguntó el médico, un turco con mucho acento y un gran bigote—. Esta vez quizá podrá reconocerle.

—Gracias —dijo Frank y añadió, dirigiéndose a mí—: La vida es como el negocio del espectáculo; siempre es mejor apostar cinco libras a un éxito que cinco mil a un fracaso.

—Y nosotros hemos apostado cinco mil a un fracaso.

—Da recuerdos a Werner de mi parte —dijo Frank—. No le habría abandonado, Bernard. Aunque tú no hubieras estado aquí, retorciéndome el brazo, no habría abandonado a Werner.

—Él lo sabe, Frank. ¡Todo el mundo lo sabe!

Werner esperaba fuera, en el coche de Zena. Parecía cansado, aunque no más que otras veces. Todavía llevaba la chaqueta vieja y los pantalones de pana.

—Recibí tu mensaje —me comunicó.

—¿No te dije que no te acercaras a esa maldita Miller?

—¿Ignorabas que era una trampa?

Dejé flotar su pregunta en el aire unos momentos y luego respondí:

—Sí, no sabía que era una trampa, pero tenía el cerebro suficiente para adivinar que podía serlo.

—En cuanto he llegado a mi apartamento de aquí, ha sonado el teléfono —explicó Werner—. Era tu chica. Ha pasado todo el día intentando localizarte.

—¿Mi chica?

Sabía que se refería a Gloria, naturalmente, pero me molestaba que hubiera llamado y también que hubiese hablado con Werner.

—Gloria. Imaginaba que estarías con nosotros. Corrían muchos rumores por Londres y estaba preocupada por ti.

—¿Cuándo habéis hablado?

—Ahora mismo.

—¿En plena noche?

—Estaba en un sórdido hotel de Bayswater; no podía dormir. Ha dicho que os habíais peleado y que se había ido de tu casa.

—Es verdad.

—Le he dicho que recogiera sus cosas, llamara a un taxi y volviera a tu casa.

—¿Eso has hecho?

—No querrás que la pobre chica se quede en un hotel de mala muerte de Bayswater, ¿verdad?

—¿Intentas destrozarme el corazón, Werner? Tiene dinero suficiente para instalarse en el Savoy, si Bayswater es tan terrible.

—No seas bruto, Bernie. Es una buena chica y te quiere.

—¡Corta el rollo, Werner! ¿Le has dicho que era idea mía esto de que se mude a mi casa?

No hubo respuesta.

—Werner. ¿Has dicho a Gloria que era idea mía?

—Ella ha creído que lo era y yo he pensado que sería mejor que lo discutierais cuando vuelvas a Londres.

—Eres un maldito casamentero, ¿verdad, Werner?

—Estás loco por ella, lo sabes muy bien. Deberías aprovechar la ocasión y no dejarla escapar, Bernie. Es inútil que vivas con la esperanza de que Fiona vuelva a tu lado algún día.

—Lo sé —dije.

—La has visto hoy... quiero decir, ayer. Yo también la he visto. Fiona ha cambiado, Bernie. Ahora es uno de ellos y nos ha vencido en nuestro propio juego. Es dura; fue ella quien llamó a los tiradores. Nos ha tomado el pelo a todos.

—¿Qué quieres decir? —interrogué.

Estaba cansado e irritable. No pedía a Werner que me diera las gracias por haberle sacado de allí, pero tampoco deseaba sus críticas.

—Piensa en Stinnes. ¿No irás a decirme que está enfermo?

No contesté.

—Porque yo le vi cuando llegó al otro lado. Le vi encender un gran habano y bromear sobre que dejar el tabaco había sido la peor parte de la misión. No rechazó el examen médico porque estuviera muy enfermo, sino porque no quería que supiéramos lo fuerte que está.

—Ya lo sé —dije, pero Werner se empeñó en continuar.

—Ésta fue sólo una pequeña parte del engaño. Haciéndonos creer que estaba enfermo, evitaba el riesgo de que le sometiéramos a un interrogatorio intensivo. Fue tratado con guantes de seda...

—De cabritilla —le corregí.

—Justo como Fiona sabía que trataríamos a un hombre enfermo. Nos ha ridiculizado en todos los puntos. Fiona ha ganado el juego, el set y el partido, Bernie. No sirve de nada que intentes pelearte conmigo... Juego, set y partido son para Fiona.

—No repitas lo mismo una y otra vez —protesté.

—No repitas las cosas que no me gusta oír. Es esto lo que quieres decir, ¿verdad?

—Hemos salido indemnes —dije—. Tú estás aquí, yo estoy aquí y el Departamento sigue ingresando nuestros sueldos en el banco...

—Afronta la verdad, Bernie. Piensa en lo rápido que ha sido su éxito. ¿Recuerdas aquella noche en que esperábamos en el Puesto de Control Charlie en mi viejo Audi? Zena se había marchado a alguna parte y tú dormías en mi sofá. Esperábamos que Brahms Cuatro intentase huir. ¿Te acuerdas? Sólo fue hace un año, Bernie, pero mucho antes de que Fiona desertara. Piensa en lo que ha hecho desde entonces. Brahms Cuatro se ha retirado, el departamento económico de Bret se clausuró. Te ha salpicado con tanta destreza que necesitarás años para estar libre de toda sospecha. Bret ha sido amenazado con una especie de investigación. Stinnes nos causó toda clase de dificultades con el MI5 y el malestar tardará años en disiparse. Y todo esto les ha salido baratísimo. Fiona es tan arrogante y mimada por el éxito como cualquier oficial superior del KGB que haya visto en mi vida (y he visto muchos), mientras Stinnes ha sido repatriado y aprovechará sin duda los conocimientos y experiencia adquiridos para montar más operaciones en contra de nosotros. Afronta los hechos, Bernie.

Dio la vuelta a la llave y puso en marcha el motor. Era una noche fría y el coche necesitó dos o tres intentos antes de arrancar. Bajamos la pendiente y pasamos por delante del portero. Berlín no duerme nunca y había mucho tráfico en la Grunewaldstrasse, que enfilamos para dirigirnos a su apartamento de Dahlem. Daba por sentado que yo dormiría en su sofá el resto de la noche, del mismo modo que yo daba por sentado que Frank Harrington me telefonearía allí para transmitirme cualquier instrucción que llegase de Londres. Ocurría lo mismo con todos nosotros; nos conocíamos muy bien, demasiado bien a veces, maldita sea. Por esto, cuando llegamos frente a su apartamento y él hubo parado el motor, me espetó:

—Admítelo.

—Míralo de esta otra manera —repliqué—. Fiona, uno de los agentes más brillantes y mejor situados que han tenido, fue descubierta y tuvo que huir tan precipitadamente que perdimos muy pocos datos o ninguno. Brahms Cuatro, un valiente anciano que durante años nos suministró tan excelentes datos bancarios y noticias sobre el bloque oriental que los americanos quisieron comprárnoslo, fue rescatado sano y salvo...

—Porque tú y yo... —dijo Werner, pero yo continué:

—Sobreviví a sus intentos de desacreditarme e incluso a su loca esperanza de que me daría a la fuga. Lo sobreviví tan bien que tuvieron que reajustar sus recursos para dirigir las sospechas hacia Bret. De acuerdo, fueron listos... yo los creí al principio y lo mismo hicieron muchas personas que disponían de más datos que yo y que deberían haber sido menos crédulos. Pero al final del camino, la reputación de Bret se habrá salvado y nosotros hemos demostrado ser lo bastante flexibles para adaptar las reglas e incluso incumplirlas. La capacidad de incumplir reglas de vez en cuando es lo que distingue a los hombres libres de los robots. Y hemos inutilizado sus armas, Werner. Olvida el juego, el set y el partido. No estamos jugando a tenis; es un juego más violento, con más posibilidades de hacer trampas. Los hemos engañado declarando un gran slam con la mano llena de doses y comodines y ellos lo han creído. Los alivió tanto recuperar a Stinnes que ni siquiera intentaron mantener la pretensión de que estaba realmente enrolado.

—Por suerte para ti —dijo Werner.

—Por suerte para los dos —rectifiqué—, porque si hubieran insistido en su historia de que Stinnes era un traidor, yo volaría ahora a Londres en un avión, esposado a un miembro de Seguridad Interior, y tú estarías en el lado malo de Charlie. Está bien, hay heridas y habrá cicatrices, pero Fiona no ha ganado el juego, el set y el partido. Nadie los ha ganado. Nunca se ganan.

Werner abrió la puerta y, al encenderse la luz interior del coche, vi su sonrisa cansada. No estaba convencido.

FIN