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Mi Departamento ha sido calificado de «ministerio sin ministro». Nuestro propio personal no usa nunca esta descripción, que nos aplican envidiosos funcionarios, víctimas de sus propios amos políticos. En cualquier caso, no es cierta. Si lo fuera, equipararía al DG con los secretarios vitalicios que dirigen otros departamentos y los secretarios vitalicios se van cuando cumplen los sesenta. Una mirada al DG basta para saber que ha superado hace mucho tiempo esta cota y aún no da señales de marcharse.
Sin embargo, en el sentido de que carecíamos de jefe político, esta caprichosa descripción era cierta. Pero teníamos algo peor: el Despacho del Gabinete, un lugar que no me gustaba pisar sin invitación, de modo que acepté gustosamente la sugerencia de Gloria de que su amiga del despacho oficial contestaría a todas mis preguntas sobre el paso de los papeles por el Despacho del Gabinete.
Downing Street no es, por supuesto, una calle de casas. Toda ella es una sola casa, es decir, parte de una gran manzana de oficinas del gobierno, por lo que uno puede introducirse hasta la Guardia Montada o quizá incluso hasta el Almirantazgo, si conoce el camino arriba y abajo de las escaleras y por el laberinto de pasillos.
El número Doce, donde estaba situado el despacho del jefazo, se hallaba tranquilo. En los viejos tiempos, cuando los socialistas mandaban, uno siempre podía confiar en encontrarse con alguien que le recibiera: oscuros funcionarios del partido, procedentes de remotos distritos electorales, o dirigentes sindicales contando chistes entre sorbos de cerveza o whisky y mordiscos a bocadillos de jamón, en un ambiente lleno de humo y calumnias.
En la actualidad era más sosegado. Al PM no le gustaba fumar y la amiga de Gloria, señora Hogarth, sólo podía ofrecer té aguado y galletas de jengibre. Debía tener unos cuarenta años y era una pelirroja atractiva con gafas de Dior y un cardigan tejido a mano que tenía un codo muy gastado por el roce.
Me llevó a uno de los suntuosos despachos revestidos de madera de la parte posterior, explicándome que su oficina del sótano era demasiado pequeña y que normalmente usaba ésta cuando los políticos estaban de vacaciones, lo cual incluía a gran parte del año. Me ofreció té y un cómodo sillón y ella ocupó su lugar detrás de la mesa.
—Cualquier periodista de vestíbulo podría decirle eso —observó en respuesta a mi pregunta sobre quién veía los memorándums del Gabinete—. No es ningún secreto.
—No conozco a ningún periodista de vestíbulo —contesté.
—¿De veras? —dijo ella, examinándome por primera vez con verdadero interés—. Yo habría dicho que conocía a muchos.
Sonreí, confuso. No era un cumplido y temí que hubiera olido el whisky en mi aliento. Por la ventana que había a sus espaldas se contemplaba una buena vista del jardín del primer ministro y al otro lado del muro se veía el patio de revista de la Guardia Montada, donde algunos funcionarios muy privilegiados habían aparcado sus coches.
—No dispongo de mucho tiempo para charlar —dijo—. La gente cree que aquí no tenemos nada que hacer cuando no hay sesión de la Cámara, pero estoy terriblemente ocupada. Siempre, en realidad. —Sonrió como si confesara un defecto vergonzoso.
—Es muy amable por su parte al ayudarme, señora Hogarth.
—Forma parte de mi trabajo —contestó, echando en su taza un cucharadita de azúcar y removiendo el té muy despacio para no derramarlo. Entonces bebió un lento sorbo—. Memorándums del Gabinete. —Miró la fotocopia que yo le había dado y leyó unas líneas—. Había ocho copias de éste. En realidad, me acuerdo de él.
—¿Podría decirme a manos de quién fueron a parar? —pregunté, mojando la galleta en el té antes de comerla. Quería ver cómo se lo tomaba.
Me vio, pero desvió la vista con rapidez y la fijó en su bloc de notas:
—Una para el primer ministro, como es natural; una para el ministro de Asuntos Exteriores; una para el ministro del Interior; una para el de Defensa; una para el presidente de la Cámara de los Comunes; una para el jefe del partido en el gobierno; una para los Lores y una para el secretario del Gabinete.
—Ocho.
Dos hombres habían salido al jardín con rosas todavía colocadas en una gran caja del vivero. Uno de ellos se arrodilló y removió la tierra con una pala pequeña. Luego dejó caer un poco de tierra en su mano y la tocó para comprobar el grado de humedad.
La señora Hogarth dio media vuelta para ver qué miraba.
—Es una vista maravillosa en verano —dijo—. Todo rosas. A los primeros ministros les gustan mucho.
—Es un poco tarde para plantar rosas —observé.
—Ha llovido demasiado —comentó ella, volviéndose de nuevo para mirar a los hombres—. Yo planté algunas en noviembre, pero no crecen bien. Pero es porque vivo en Chean y allí hay mucha arcilla en la tierra.
Los jardineros decidieron que el terreno estaba en buenas condiciones para plantar rosas y uno de ellos empezó a cavar una hilera de agujeros para alojar la semilla, mientras el otro sacó unas cañas de bambú para sostener los rosales que ya habían crecido.
La señora Hogarth tosió para reclamar mi atención.
—Este memorándum fue redactado por el Ministerio de Defensa. Ignoro quién lo escribió, pero los ayudantes del ministro debieron verlo en sus fases iniciales. Quizá se hicieron muchos borradores, lo cual podría aumentar el número de personas que lo vieron.
—Me interesa saber quién vio el documento o una copia de él —dije.
—Bueno, consideremos qué podría haber ocurrido a esas ocho copias del memorándum —contestó en tono animado—. En el despacho particular de cada ministro hay un primer secretario y uno o dos chicos listos, aparte de un oficial ejecutivo y un par de empleados.
—¿Todas estas personas ven normalmente un memorándum como éste?
—El primer secretario lo leería, desde luego, y un funcionario o tal vez un oficial ejecutivo lo archivaría. Depende de lo laboriosos y eficientes que sean los demás. Creo que podríamos dar por sentado que todas las personas del despacho particular del ministro tendrían una idea muy aproximada del contenido, por si acaso el ministro empezase a pedirlo a gritos y ellos tuvieran que encontrarlo.
—Parece mucha gente —musité.
Los jardineros alineaban las rosas recién plantadas con ayuda de un cordel blanco.
—Y esto no es todo. Tanto el Despacho del Gabinete como el Home Office como el Foreign Office tendrían responsabilidades ejecutivas acerca de este documento.
—¿El Home Office también? —cuestioné con suavidad.
—Según ellos, sí —respondió. Por lo visto, también tenía tratos con el Ministerio del Interior, que asumía responsabilidad ejecutiva sobre todo y sobre todos.
—Claro. Continúe, por favor.
—En estos departamentos, el memorándum iría directamente al secretario vitalicio y a su despacho particular y a continuación sería entregado al departamento competente.
—Dos funcionarios administrativos más y por lo menos un oficial, ejecutivo o no —dije.
—En el Despacho del Gabinete hay que añadir a una secretaria particular y un oficial ejecutivo o civil. De ahí va al Secretariado de Defensa, lo cual significa tres administradores y un oficial ejecutivo o un funcionario.
—Toda una multitud.
—Sí, entre unos y otros. —Bebió un sorbo de té.
Un hombre se asomó a la puerta.
—No sabía que estuviera aquí, Mabel. Sólo venía a usar el teléfono. —Entonces me vio—. Oh, hola, Samson.
—Hola, Pete —saludé.
Era un hombre de unos treinta años, con cara de niño, cabellos castaños ondulados y un cutis pálido en el que las mejillas daban la impresión de estar pintadas. A pesar de su atuendo de Whitehall —camisa de rayas finas y traje negro—, Pete Barrett era un policía de carrera muy ambicioso que había estudiado leyes en las clases nocturnas. Se había adaptado a la vestimenta local exactamente como yo supuse que lo haría cuando le conocí unos cinco años antes. Barrett era un hombre de Servicios Especiales empeñado en entrar en el Departamento. No lo había conseguido y, a pesar del cómodo trabajo de que disfrutaba, estaba amargado por este fracaso.
—¿La molesta este hombre, señora Hogarth? —preguntó con su torpe humor.
Tenía cuidado en no provocarme, pero era una timidez despreciativa. Fue a la ventana, miró hacia el jardín como si vigilara a los jardineros y entonces echó una ojeada a los papeles que había sobre la mesa. Ella cerró el cuaderno de espiral donde había apuntado sus cálculos; tenía una doble franja roja en la cubierta, lo cual significaba que servía para información clasificada y todas sus páginas estaban numeradas. Mantuvo la mano sobre el cuaderno cerrado.
—Una investigación rutinaria —contestó, en un estudiado intento de desviar su interés.
Sin embargo, él no se dejó distraer.
—¿Una investigación rutinaria? —repitió, con una risita forzada—. Esto suena como Scotland Yard, Mabel. Es lo que yo tendría que decir. —Se inclinó para leer el documento que ella tenía delante sobre la mesa, sujetándose la corbata contra el pecho para no tocar con ella a Mabel. Esta postura rígida, con la mano plana sobre el pecho, el cabello ondulado y las mejillas enrojecidas le daban más que nunca el aspecto de una marioneta.
—Si lo que busca es té, no tiene suerte. Mi ayudante está enferma; yo misma lo he hecho esta tarde. Y se me han acabado todas las galletas de jengibre.
Barrett no respondió a estas palabras. En otras circunstancias, le habría echado en términos categóricos, pero éste era su territorio y yo no tenía autoridad para hacer preguntas aquí. Además, no se me ocurría ninguna razón convincente para poseer esta copia del memorándum y tenía la sensación de que Barrett sabía antes de entrar que yo me encontraba en el despacho.
—Nada menos que un memorándum del Gabinete —dijo. Me miró y agregó—: ¿Cuál es exactamente el problema, Bernie?
—Sólo pasando el rato —contesté.
Se enderezó, como una marioneta en el patio de revista, con el mentón hundido y los hombros echados hacia atrás. Volvió a mirarme.
—Ahora estás en mi terreno —dijo con burlona severidad.
Fuera, los dos jardineros ya habían cavado la fila de agujeros para las rosas, pero uno de ellos miraba hacia el cielo como si hubiera sentido una gota de lluvia.
—No es nada que pueda interesarte —dije.
—Mi oficina no ha recibido noticia de tu llegada —observó.
La señora Hogarth me miraba, mordiéndose el labio, no sé si por enfado o por nerviosismo.
—Ya conoces la rutina, Bernie —persistió Barrett—. Un memorándum del Gabinete... es un tema de investigación muy serio.
La señora Hogarth dejó de morderse el labio y dijo:
—Me gustaría que se acostumbrase a no leer los documentos de mi mesa, señor Barrett. —Puso en la bandeja la fotocopia del memorándum que yo le había dado, encima de los otros papeles—. Este documento no tiene nada que ver con mi visitante y considero el hecho de que usted lo lea en voz alta una seria violación de la seguridad.
Barrett enrojeció.
—Oh... —balbució—, oh, oh, comprendo.
—Use el teléfono de la habitación contigua. Está vacía. Y ahora debo irme. Quizá usted no tenga nada que hacer, pero yo sí.
—Claro, claro —dijo Barrett—. Ya nos veremos, Bernie.
No contesté.
—Y cierre la puerta, por favor —le gritó la señora Hogarth.
—Lo siento —murmuró él, volviendo sobre sus pasos para cerrarla.
—Veamos —dijo ella—, ¿dónde estábamos? Ah, sí: en el número Diez. Aquí, en el número Diez, un memorándum de esta clase es manejado por dos secretarios particulares y debe haberlo visto un oficial ejecutivo o civil. Creo que también podemos considerar la posibilidad de que la oficina de prensa y la unidad política se hayan interesado lo suficiente para leerlo. Sería completamente normal.
—Ya empiezo a perder la cuenta.
—Lo tengo anotado. No he añadido al personal del Ministerio de Defensa... —Calló un momento para escribir algo en su bloc, murmurando mientras lo hacía—: … despacho particular, pongamos dos; otros dos despachos de secretarios vitalicios... el de política y el de los funcionarios. Digamos once en el Ministerio de Defensa.
—¿Once en el Ministerio de Defensa? Pero allí no tienen poderes ejecutivos.
—¿No cree que querrían notificar a sus unidades, en un esfuerzo para impedir la entrada de esos intrusos del SIS?
—Sí, supongo que sí, pero no deberían hacerlo. Ésta no era la idea en absoluto. El plan estaba destinado a comprobar la seguridad.
—No sea tonto. Esto es Whitehall. Esto es política. Esto es el poder. El Ministerio de Defensa no va a quedarse quieto, esperando con paciencia a que ustedes les corten los huevos. —Vio la sorpresa en mi rostro y sonrió. Era una dama sorprendente—. Y si va a hacer una investigación a fondo, debe tener en cuenta que algunos ministros tienen secretarios particulares que ordenan todos los documentos que pasan por la mesa de su ministro. Y el sistema de archivar los documentos significa que también pasan por las manos de los funcionarios de la oficina de registro.
—Esto es un montón de gente —observé—. De modo que incluso los secretos más secretos no lo son tanto.
—Estoy segura de no tener que mencionar que los documentos como éste se dejan sobre la mesa y a veces son vistos por los visitantes de los diversos despachos, aparte del personal. Y no he incluido al personal de su propio Departamento que tuvo en las manos este documento determinado. —Golpeó ligeramente la fotocopia con las yemas de los dedos.
—¿Este documento determinado? ¿Qué quiere decir?
—Pues, que se trata de una fotocopia de la copia del secretario del Gabinete. Lo sabía, ¿verdad?
—No, no lo sabía. El número y la fecha están borrados. ¿Cómo puede usted saberlo?
Cogió una galleta y la mordisqueó para ganar tiempo.
—No sé si estoy autorizada para decirle esto —contestó.
—Es una investigación, señora Hogarth.
—Supongo que no importa, pero no puedo darle los detalles, solamente decirle que cuando circula un material sensible como éste, se emplea la palabra procesador para cambiar la redacción del texto. Sólo la sintaxis, entiéndame, no el sentido. Es una precaución. ..
—Para que, si un periódico publica una frase del documento, la copia pueda ser identificada.
—Eso es. No hablan mucho del tema, como es natural.
—Claro. ¿Y ésta es la que fue al Despacho del Gabinete?
—Sí. No le habría hecho perder el tiempo con todos estos detalles si hubiera sabido que esto era lo único que le interesaba. Es lógico que yo pensara que había fotocopiado su propia copia e intentaba seguir la pista de una que había sido robada. —Me alargó la fotocopia.
—Es lógico que lo pensara —dije, mientras me la guardaba en el bolsillo—. Ha sido una tontería por mi parte no aclarar este punto.
—No cabe duda, es de la copia de su Departamento —aseguró la señora Hogarth.
Se levantó, pero yo seguí sentado un momento, acostumbrándome lentamente a la idea de que el documento entregado a Bret Rensselaer para que actuara de acuerdo con él era el copiado para los archivos del KGB de Moscú. Había esperado que la respuesta fuese diferente, pero ahora tendría que afrontar los hechos.
—Le acompañaré hasta la puerta —se ofreció ella—. Somos muy conscientes de la seguridad hoy en día. ¿Le gustaría salir por la puerta del número Diez? La mayoría lo hace; es divertido, ¿no cree?
—¿Está completamente segura? —pregunté—. ¿No existe la posibilidad de un error?
—Ninguna en absoluto. Lo he comprobado dos veces con mi lista. Me temo que no puedo enseñársela, pero podría hacer que alguien de seguridad lo confirmara...
—No es necesario —respondí.
Estaba lloviendo y los jardineros habían abandonado la idea de plantar las rosas; las habían guardado en su caja y ahora se dirigían a la casa para guarecerse. La señora Hogarth los miró, compadecida.
—Ocurre lo mismo cada vez que trabajan en el jardín. Es casi una ceremonia para invocar la lluvia.
En el vestíbulo principal del número Diez se hallaba un inspector de policía con aspecto aburrido, una mujer vestida con un mono, que distribuía tazas de té de una bandeja, y un hombre que me abrió la puerta con su taza en una mano.
—Agradezco su ayuda, señora Hogarth —dije— y lamento no tener la ficha oficial.
Me estrechó la mano en el umbral de aquella famosa puerta y observó:
—No se preocupe por la ficha. Ya la tengo; ha llegado esta mañana.