4
Llevar a los niños a casa del padrino de Billy fue una excusa para pasar un día en el campo, saborear un almuerzo dominguero sin competencia posible y tener la ocasión de hablar con «tío Silas», un hombre legendario de los tiempos dorados del Departamento. Además, me daba la oportunidad de atar algunos cabos sueltos de la declaración de la mujer arrestada. Si Dicky no quería hacerlo para el Departamento, yo lo haría para satisfacer mi propia curiosidad.
La finca siempre me había fascinado; Whitelands era tan sorprendente como el mismo Silas Gaunt. Vista desde la larga avenida y el jardín bien cuidado, la antigua granja de piedra era bonita como una ilustración de calendario. A lo largo de los años, sin embargo, había sido adaptada a los gustos de muchos propietarios diferentes. Adaptada, modificada, ampliada y desfigurada. En la parte trasera del patio de adoquines se elevaba una curiosa torre gótica con almenas cuya escalera en espiral conducía a una gran habitación muy ornamentada que en su tiempo fuera un dormitorio de espejos. Y aún más incongruente en este caserón de suelos de piedra y vigas de roble era la sala de billar, revestida de madera noble, con numerosos trofeos de caza en las paredes. Ambas adiciones arquitectónicas databan de la misma época, instaladas por un magnate de la cerveza del siglo XIX para disfrutar de sus pasatiempos favoritos.
Silas Gaunt había heredado Whitelands de su padre, pero Silas no había sido nunca agricultor e incluso cuando abandonó el Departamento y se retiró aquí, dejó todas las decisiones en manos de su capataz. No era extraño que Silas se sintiera solitario en las doscientas cincuenta hectáreas de terreno al borde de las Cotswolds. Ahora había desaparecido todo el suave follaje del verano y también los diáfanos marrones del otoño. Sólo quedaba la estructura del paisaje: las desnudas ramas de los setos y árboles sin hojas. Las primeras nieves habían blanqueado las crestas de las rocas diseminadas por los campos marrones y yermos; cuadriculados trozos de paisaje donde urracas, grajos y estorninos buscaban insectos y gusanos.
Silas tenía pocos invitados. Llevaba una vida de ermitaño, porque la conversación con su ama de llaves, la señora Porter, se limitaba a recetas, labores de punto y los precios siempre ascendentes de la comida en la tienda del pueblo. La vida de Silas Gaunt giraba en torno a su biblioteca, sus discursos y su bodega de vinos. Pero la vida es algo más que Schiller, Mahler y Margaux, trío al que Silas llamaba sus «colegas de jubilación», y por eso había llegado a fomentar estas ocasionales reuniones de fin de semana en las cuales solía estar representado el personal del Departamento, tanto pasado como presente, junto con una selección de artistas, magnates, excéntricos y personajes misteriosos conocidos por Silas durante su larga y asombrosa carrera.
Silas no iba atildado, los ralos cabellos blancos que formaban una aureola en torno a su cabeza casi calva no respondían a peines ni al ademán de garra que hacía con los dedos siempre que un mechón le caía sobre los ojos. Era alto y ancho, una figura de Falstaff aficionada a reír y gritar, que gustaba de maldecir con fluidez en una docena de lenguas, que hacía temerarias apuestas sobre cualquier cosa y pretendía —con cierta justificación— aguantar la bebida mejor que cualquier hombre.
Billy y Sally le tenían un respeto admirativo. Siempre estaban dispuestos a ir a Whitelands a ver a tío Silas, pero le consideraban un viejo y benevolente rufián ante cuyos repentinos cambios de humor debían estar siempre en guardia. Y así era exactamente como le veía yo. Sin embargo, había hecho levantar en el vestíbulo un árbol de Navidad profusamente decorado y a sus pies había un pequeño montón de regalos para los dos niños, todos envueltos en papeles multicolores y atados con grandes lazos. Obra de la señora Porter, sin duda.
Como todos los viejos, Silas Gaunt necesitaba un ritual invariable. Estos fines de semana con invitados seguían una pauta establecida desde hacía tiempo: un largo paseo por el campo el sábado por la mañana (que yo procuraba siempre evitar), un almuerzo de rosbif, billar por la tarde y cena de gala el sábado por la noche. El domingo por la mañana conducía a sus invitados a la iglesia y después al pub del pueblo antes de volver a casa para el almuerzo, que consistía en caza local o, en su defecto, pollo. Me alivió saber que esta semana había pato en el menú. No me gustaba la selección de Silas de curiosas aves silvestres con sabor a plomo en cada bocado.
—¿Sorprendido de ver aquí a Walter? —volvió a preguntarme Silas mientras afilaba el largo cuchillo de trinchar con el descuidado abandono de un carnicero.
Yo había expresado mi sorpresa nada más llegar, pero por lo visto no había sido convincente.
—¿Sorprendido? —repetí, empleando todas mis energías—. No tenía idea... —Guiñé el ojo a Von Munte. Le conocía aún mejor que a tío Silas; una vez, hacía tiempo, había salvado mi vida, arriesgando la suya.
El doctor Walter von Munte sonrió e incluso su plácida esposa esbozó una sonrisa. Vivir con el franco y extrovertido Silas debió causarles cierto impacto después de una vida austera y silenciosa en la República Democrática Alemana, donde incluso les habían arrebatado el von de su nombre.
Yo sabía que los Von Munte vivían aquí; era mi trabajo saber estas cosas y, además, había contribuido a sacarlos del Este. Su presencia era, hasta cierto punto, la razón de mi visita, pero su paradero era considerado un secreto departamental y se esperaba que yo expresara la sorpresa correspondiente.
Hasta hacía pocas semanas, este anciano melancólico había sido uno de nuestros agentes más dignos de confianza. Conocido sólo como Brahms Cuatro, nos había suministrado cifras y datos regulares y cuidadosamente seleccionados del Deutsche Notenbank, a través del cual se realizaban liquidaciones bancarias para toda la Alemania Democrática. De vez en cuando había obtenido asimismo los planes y decisiones del COMECON —el Mercado Común del bloque oriental— y memorándums del Banco Narodny de Moscú. En Londres, Bret Rensselaer había construido un imperio sobre el peligroso trabajo de Von Munte, pero ahora Von Munte había sido interrogado y confiado a la tutela de su viejo amigo, tío Silas, y Bret buscaba desesperadamente nuevos dominios.
Silas, a la cabecera de la larga mesa, desmembraba el pato, adjudicando a cada invitado las raciones idóneas. Le gustaba hacerlo él mismo. Era un juego para él comentar y discutir la porción que debía recibir cada huésped. La señora Porter contemplaba el camafeo con rostro impasible. Colocaba uno sobre otro los platos calientes, servía las verduras y la salsa y, en el preciso momento psicológico, traía el segundo pato asado. «¡Otro!», exclamaba Silas, como si no hubiera encargado él mismo el almuerzo y como si no tuviera un tercer pato en el horno para raciones extras.
Antes de servir el vino, Silas nos dio una conferencia sobre él. Château Palmer 1961, el mejor clarete que había saboreado en su vida, dijo, quizá el mejor de este siglo. Vaciló un momento más, mirando el vino contenido en la antigua garrafa, como preguntándose si no lo desperdiciaba en semejante compañía.
Quizá Von Munte intuyó la vacilación, porque dijo:
—Es usted generoso al compartirlo con nosotros.
—El otro día di un repaso a mi bodega. —Se enderezó y miró hacia el prado blanco de nieve, ajeno a sus invitados—. Encontré doce botellas de oporto de 1878. Mi abuelo las compró para mí cuando cumplí diez años y lo había olvidado por completo. Aún no lo he probado. Sí, tengo muchos tesoros ahí abajo. La abastecí cuando tenía dinero para permitirme ese lujo y me destrozaría el corazón dejar demasiada cantidad de tan magnífico clarete cuando me vaya. —Escanció el vino con cuidado y nos inspiró la clase de cumplidos que deseaba. Era como un actor en este y en muchos otros aspectos; necesitaba desesperadamente sinceras y regulares declaraciones de amor—. Con la etiqueta hacia arriba, siempre con la etiqueta hacia arriba, tanto cuando se guarda como cuando se vierte —nos dijo, demostrándolo—. De otro modo, puede alterarse.
Yo sabía que sería un almuerzo predominantemente masculino, una reunión departamental. Silas me había avisado con antelación, pero aun así quise asistir. Tanto Bret Rensselaer como Frank Harrington estaban presentes. Rensselaer tenía unos cincuenta y cinco años, era americano de nacimiento y su esbeltez rayaba en una delgadez extrema. Aunque tenía muchas canas, le quedaban los cabellos rubios suficientes para no parecer viejo. Además, sonreía mucho, exhibía unos dientes sanos y la cara era tan huesuda, que no podía estar muy arrugada.
Durante el almuerzo se habló como siempre de lo cercana que estaba la Navidad y de la posibilidad de más nieve. Bret Rensselaer dudaba sobre el lugar adonde iría a esquiar. Frank Harrington, nuestro veterano de Berlín, le dijo que era demasiado pronto para encontrar buena nieve, pero Silas le aconsejó Suiza.
Frank discutió sobre la nieve. Le gustaba pensar que era una autoridad en tales cuestiones. Le agradaba esquiar, jugar a golf, navegar y, en general, divertirse. Frank Harrington estaba esperando la jubilación, algo para lo que se había preparado asiduamente durante toda su vida. Era un personaje de aspecto castrense, rostro curtido y un bigote de pelo corto y tieso. A diferencia de Bret, que llevaba la misma clase de traje de Savile Row que se ponía para ir a la oficina, Frank se había presentado correctamente vestido para el fin de semana inglés de las clases altas: viejos pantalones de pana Bedford y suéter caqui con un pañuelo de seda en el cuello abierto de una camisa desteñida.
—Febrero —dijo Frank— es el único momento para esquiar decentemente en cualquier lugar adonde merezca la pena ir.
Observé a Bret mirando de soslayo a Von Munte, cuyo caudal de valiosa información había llevado a Bret a las primeras filas del Departamento. Ahora la oficina de Bret estaba cerrada y su antigüedad en peligro desde que el anciano se había visto obligado a huir. No era extraño que los dos hombres se mirasen como boxeadores en un cuadrilátero.
La conversación tomó un giro más serio cuando abordó aquel tema inevitable en semejante compañía: la unificación de Alemania.
—¿Hasta qué punto ha arraigado la filosofía comunista en los alemanes del Este? —preguntó Bret a Von Munte.
—Filosofía no —interrumpió Silas con brusquedad—. Aceptaré que el comunismo es una especie de religión perversa (Kremlin infalible, Vaticano infalible), pero no una filosofía. —Era más feliz con los Von Munte en su casa; lo noté en el tono de su voz.
Von Munte dejó a un lado el argumento semántico de Silas y contestó gravemente:
—Cuando Stalin arrebató a Alemania Silesia, Pomerania y Prusia oriental, hizo imposible para muchos alemanes la aceptación de la URSS como amiga, vecina o ejemplo.
—Esto es remontarse mucho —dijo Bret—. ¿De qué alemanes hablamos? ¿Están interesados los alemanes jóvenes en los llantos y gritos de dolor que oímos a propósito de los territorios perdidos? —Sonrió.
Éste era el Bret deliberadamente provocativo. Solía usar con frecuencia para este fin sus encantadores modales, como el anestésico local que acompañaba al bisturí de sus crudas observaciones.
Von Munte permaneció muy tranquilo; ¿sería herencia de los años de banca o de los años de comunismo? Sea como fuere, detestaría jugar a póquer con él.
—Ustedes los ingleses equiparan a nuestros países orientales con la India imperial y los franceses creen que quienes hablamos de volver a fijar las fronteras de Alemania alrededor de la Prusia oriental somos como los pieds-noirs, que esperan ver a Argelia gobernada de nuevo desde París.
—Exacto —dijo Bret, que sonrió y comió un bocado de pato.
Von Munte asintió.
—Sin embargo, nuestras provincias orientales han sido siempre alemanas y una parte vital de las relaciones europeas con el Este. Cultural, psicológica y comercialmente, las provincias orientales de Alemania, no Polonia, fueron la valla y el vínculo con Rusia. Federico el Grande, Yorck y Bismarck (y de hecho todos los alemanes que concertaron importantes alianzas con el Este) eran ostelbisch, alemanes de la orilla oriental del Elba. —Hizo una pausa y paseó la mirada alrededor de la mesa antes de decir lo que sin duda había dicho incontables veces—: El zar Alejandro I y su sucesor Nicolás eran más alemanes que rusos y ambos se casaron con princesas alemanas. ¿Y qué me dicen de Bismarck, que defendió continuamente los intereses rusos, aun a costa de las relaciones de Alemania con Austria?
—Sí —dijo Bret con sarcasmo—. Y todavía no ha mencionado a Karl Marx, que nació en Alemania.
Por un momento temí que Von Munte replicara con seriedad a la broma y quedara en ridículo, pero había vivido demasiado tiempo entre señales, insinuaciones y verdades a medias para no reconocer una broma. Sonrió.
—¿Podrá haber alguna vez una paz duradera en Europa? —inquirió Bret con acento cansado—. Ahora, si he de creer lo que he oído, usted me dice que Alemania sigue teniendo aspiraciones territoriales.
Para Bret todo era un juego, pero el pobre Von Munte no podía jugar con este tema.
—A nuestras propias provincias —dijo, imperturbable.
—A Polonia y trozos de Rusia —corrigió Bret—. Será mejor que lo comprenda.
Silas escanció un poco más de su precioso Château Palmer en un gesto de conciliación dirigido a todos los presentes.
—Usted es de Pomerania, ¿no, Walter? —Más que una verdadera pregunta, era una invitación a la charla, porque a estas alturas Silas conocía hasta el último detalle de la historia familiar de Von Munte.
—Nací en Falkenburg, donde mi padre tenía una gran finca.
—Eso es cerca del Báltico —observó Bret, fingiendo interés para realizar lo que él entendía por un gesto de conciliación.
—Pomerania —dijo Von Munte—. ¿La conoces, Bernard? —me preguntó, porque yo era lo más parecido a un compatriota de cuantos estábamos allí.
—Sí —contesté—. Muchos lagos y colinas. La llaman la Suiza pomerana, ¿verdad?
—Ya no.
—Un lugar hermoso —dije—, pero, si mal no recuerdo, endiabladamente frío, Walter.
—Debes ir en verano —recomendó Von Munte—. Es uno de los lugares más fascinantes del mundo.
Miré a la esposa de Von Munte y tuve la impresión de que el traslado a Occidente había sido un desengaño para ella. Su inglés era deficiente y sufría mucho por la desventaja social que suponía ser una refugiada. La charla sobre Pomerania la animó y trató de seguir la conversación.
—¿Han regresado allí? —preguntó Silas.
—Sí, mi esposa y yo fuimos hace unos diez años. Fue una tontería. Uno no debería nunca volver atrás.
—Háblenos de ello —invitó Silas. Y al principio pareció que los recuerdos eran demasiado dolorosos para Von Munte, pero después de una pausa nos relató el viaje.
—Es como una pesadilla regresar a la patria y descubrir que está ocupada exclusivamente por extranjeros. Fue la experiencia más curiosa que he tenido en mi vida, escribir «lugar de nacimiento: Falkenburg» y a continuación, «destino: Zcieniec».
—El mismo lugar que ahora ha recibido un nombre polaco —dijo Frank Harrington—. Pero ya debían estar preparados para esto.
—Estaba preparado mentalmente, pero no en mi corazón —respondió Von Munte, que se volvió hacia su esposa y se lo repitió en rápido alemán.
Ella asintió con tristeza.
—La comunicación por tren desde Berlín no fue nunca buena —prosiguió Von Munte—; incluso antes de la guerra teníamos que hacer dos transbordos. Esta vez fuimos en autobús. Intenté pedir prestado un coche, pero no fue posible. El autobús nos convenía, pues nos llevó hasta Neustettin, la ciudad natal de mi esposa. Tuvimos dificultades en encontrar la casa donde vivía de niña.
—¿No podían pedir que les indicasen el camino? —inquirió Frank.
—Ninguno de los dos habla bien el polaco —explicó Von Munte—. Además, mi esposa había vivido en la Hermann-Goring-Strasse y no quería preguntar por dónde se iba. —Sonrió—. Pero al final la encontramos. Incluso encontramos a una anciana alemana que recordaba a la familia de mi esposa. Fue una feliz casualidad, porque sólo un puñado de alemanes sigue viviendo allí.
—¿Y en Falkenburg? —preguntó Silas.
—Ah, en mi amado Zcieniec, Stalin fue más concienzudo. No pudimos hallar a nadie que hablase alemán. Yo nací en una casa de campo, a orillas del lago. Fuimos al pueblo más próximo y el sacerdote intentó ayudarnos, pero no existían documentos. Incluso me prestó una bicicleta para que fuera hasta la casa, pero ésta había desaparecido por completo. Todos los edificios han sido destruidos y la zona repoblada de árboles. Lo único que pude reconocer fueron un par de granjas muy distantes del lugar donde se levantaba la casa en que nací. El sacerdote prometió escribirme si averiguaba algo más, pero no he vuelto a saber de él.
—¿Y no regresaron nunca más? —preguntó Silas.
—Hicimos planes para volver, pero en Polonia ocurrieron cosas. Las grandes manifestaciones en favor de sindicatos libres y la creación de Solidaridad fueron calificados por la prensa de Alemania Oriental como obra de elementos reaccionarios respaldados por fascistas occidentales. Muy pocos estaban preparados para comentar siquiera la crisis polaca. Y la mayoría de quienes hablaban de ella decían que semejantes «disturbios» sólo servían para molestar a los rusos y empeorar la situación de los alemanes democráticos y otros pueblos del bloque oriental. Los polacos se tornaron impopulares y nadie los visitaba. Fue como si Polonia hubiera dejado de existir como país vecino, pasando a ser una tierra muy lejana del otro confín del mundo.
—Coma —dijo Silas—, no le dejamos acabar su almuerzo, Walter.
Sin embargo, Von Munte no tardó en abordar el mismo tema. Era como si necesitara obligarnos a compartir su punto de vista. Tenía que eliminar los malos entendidos.
—Las zonas de ocupación fueron las que crearon para ustedes el arquetipo de alemán —continuó—. Ahora los franceses creen que todos los alemanes son charlatanes del Rin, los americanos piensan que son todos bávaros locos por la cerveza, los británicos, que todos son glaciales westfalianos y los rusos, torpes sajones.
—Los rusos —dije yo, después de beber dos copas llenas del magnífico vino de Silas y varios aperitivos— piensan que son todos brutales prusianos.
Asintió con tristeza.
—Sí, Saupreiss —respondió, usando la palabra del dialecto bávaro que significa cerdo prusiano—. Quizá tengas razón.
Después de almorzar, los otros invitados se dividieron en dos grupos: los que jugaban a billar y los que preferían sentarse en torno al gran fuego de la chimenea del salón. Mis hijos veían la televisión con la señora Porter. Silas, a fin de brindarme la ocasión de hablar en privado con Von Munte, nos llevó al invernadero adonde trasladaba, en esta época del año, sus plantas de interior. Era un enorme palacio de cristal adosado a un lado de la casa, cuya estructura poseía graciosas curvas y el suelo estaba formado por viejas baldosas decorativas. En los meses fríos se hallaba atestado de las más variadas plantas, de aspecto prensil. El ambiente se antojaba demasiado frío para ellas, pero Silas dijo que necesitaban más luz que calor.
—Yo, en cambio —observé—, necesito exactamente lo contrario.
Sonrió, como si ya hubiera oído antes este comentario, y de hecho, así era, porque yo se lo decía cada vez que me atrapaba en una de esas charlas entre los nabos. Pero a Silas le gustaba el invernadero y, si a él le gustaba, tenía que gustar a todo el mundo. Daba la impresión de no sentir el frío. Iba sin chaqueta y bajo el chaleco desabrochado se veían los tirantes de un rojo vivo. Walter von Munte llevaba el traje negro que era el uniforme del funcionario de gobierno alemán al servicio del Kaiser. Tenía la cara gris y arrugada y llevaba muy corto el pelo canoso. Se quitó las gafas de montura de oro y las limpió con un pañuelo de seda. Sentado en un gran sillón de mimbre bajo las grandes y frondosas plantas, el anciano parecía un antiguo retrato de estudio.
—El joven Bernard tiene una pregunta que hacerle, Walter —dijo Silas.
Había traído consigo una botella de Madeira y tres copas. Dejó éstas sobre la mesa y vertió en cada una de ellas unos dedos del vino color de ámbar antes de descargar su peso sobre una silla de hierro forjado. Se sentó entre nosotros dos, como un árbitro.
—No es bueno para mí —observó Von Munte, pero cogió la copa, admiró el color y lo olió con fruición.
—No es bueno para nadie —contestó alegremente Silas, sorbiendo su porción, medida con cuidado—, o así lo afirma mi médico, que el año pasado redujo mi consumición a una botella al mes. —Bebió—. Y este año me lo ha prohibido del todo.
—En este caso, está desobedeciendo órdenes —dijo Von Munte.
—He cambiado de médico —replicó Silas—. Aquí vivimos en una sociedad capitalista, Walter. Puedo permitirme el lujo de buscar un médico que me autorice a fumar y beber. —Rió y tomó otro pequeño sorbo de Madeira—. Cossart 1926, embotellado cincuenta años después. No el mejor Madeira que he conocido, pero no está mal, ¿verdad? —No esperó nuestra contestación y eligió un cigarro de una caja que había traído bajo el brazo—. Prueba esto —dijo, ofreciéndomelo—. Es un Upmann gran corona, uno de los mejores cigarros que puedes fumar y el más indicado para esta hora del día. Walter, ¿qué me dice de un petit como el que fumó anoche?
—Por desgracia —dijo Von Munte, levantando la mano para rehusarlo—, yo no puedo permitirme el lujo de tener a su médico. Debo limitarme a uno a la semana.
Encendí el cigarro que acababa de darme Silas. Era típico de él que eligiera lo que creía adecuado para nosotros. Tenía ideas bien definidas sobre lo que convenía o no convenía a todo el mundo. Para cualquiera que le tachara de «fascista» —y muchos lo hacían— disponía de la respuesta perfecta: cicatrices de balas de la Gestapo.
—¿Qué quieres preguntarme, Bernard? —inquirió Von Munte.
Acabé de encender el cigarro y respondí:
—¿Ha oído alguna vez los nombres de Martello, Harry, Jake, Sierra o Ironfoot? —Incluí un par de nombres extras como medida de control.
—¿Qué clase de nombres son? ¿De personas?
—De agentes. Nombres en clave. Agentes soviéticos que operan fuera del Reino Unido.
—¿Recientemente?
—Parece ser que mi mujer ha usado uno de ellos.
—Sí, recientes. Comprendo. —Von Munte bebió un sorbo de vino.
Era lo bastante anticuado para turbarse ante la mención de mi mujer y de su trabajo como espía. Se removió en el sillón de mimbre y el movimiento produjo un estridente crujido.
—¿Ha oído alguna vez estos nombres? —interrogué.
—No era corriente que mi personal tuviera acceso a secretos tales como los nombres en clave de los agentes.
—¿Ni siquiera los nombres de las fuentes? —insistí—. Es probable que no sean nombres de agentes, sino claves usadas en mensajes y para la distribución. Esto no encierra un gran riesgo y el material de cualquier fuente conserva su nombre hasta que es identificado, valorado y clasificado. Es el sistema del KGB y también el nuestro. —Miré a Silas; examinaba una de sus plantas, con la cabeza vuelta como si no escuchara, pero escuchaba, claro que sí, y recordaría cada sílaba de lo que decíamos. Le conocía muy bien.
—Nombres de fuentes. Sí, Martello me parece familiar —dijo Von Munte—, y quizá los otros también, pero no los recuerdo.
—Dos nombres usados por un agente de modo simultáneo —insinué.
—Esto no tendría precedentes —observó Von Munte. Ahora empezaba a animarse—. Dos nombres, no. ¿Cómo podríamos seguir la pista de nuestro material?
—Esto mismo pensaba yo —dije.
—¿Es a propósito de la mujer arrestada en Berlín? —preguntó de repente Silas, dejando de fingir que miraba las plantas—. Ya me he enterado.
Silas siempre estaba al corriente de los acontecimientos. En el pasado, cuando el DG se hizo cargo del puesto, llegó a pedir a Silas que dirigiera algunas operaciones. En la actualidad, él y el DG seguían estando en contacto. Sería absurdo por mi parte creer que esta conversación no iría a parar al Departamento.
—Sí, la mujer de Berlín —contesté.
Walter von Munte se tocó el cuello duro.
—Nunca se me permitió conocer secretos. Sólo me decían lo que a su juicio debía saber.
—¿Como Silas cuando distribuye comida y cigarros, quiere decir? —pregunté.
Deseaba que Silas se fuera y me dejara con Von Munte para poder hablar con él de lo que me interesaba. Pero Silas no procedía de este modo. La información era su negocio, siempre lo había sido, y sabía cómo utilizarla para su propio provecho. Por esto había sobrevivido tanto tiempo en el Departamento.
—No con tanta generosidad como Silas —respondió Von Munte, que sonrió, apuró la copa de Madeira y cambió de posición mientras decidía cómo explicarlo todo—. El servicio de inteligencia del banco acudía una vez por semana a la oficina de la Warschauerstrasse. Nos preparaban bandejas con todo el material nuevo. El viejo señor Heine era el que nos repartía los documentos de acuerdo con el tema.
—¿En seco? —pregunté.
—¿En seco? —repitió Von Munte—. ¿Qué significa esto?
—¿Les transmitían lo dicho por el agente o se limitaban a comunicarles el contenido de su mensaje?
—Bueno, los mensajes eran transcritos, pero tal como se recibían. No podía ser de otro modo, ya que el personal encargado de hacerlo no sabía lo suficiente sobre economía para comprender de qué se trataba.
—Aun así, ¿identificaron distintas fuentes? —volví a preguntar.
—A veces sí, a veces era fácil. Parte del material no servía para nada.
—¿Era de diferentes agentes? —insistí. Dios mío, resultaba un tormento tratar con ancianos. ¿Sería yo así algún día?
—Algunos agentes sólo enviaban rumores. Había uno que jamás aportó una palabra con sentido común. Le llamaban «Grock». No era su nombre en clave ni el de su fuente, sino un apodo que le pusimos. Le llamábamos «Grock» por el famoso payaso, claro.
—Ya —dije, contento de que Von Munte me hubiera dicho que era un apodo, porque así pude reírme—. ¿Y las buenas fuentes? —inquirí.
—Era fácil reconocerlas por la calidad del material y por el estilo en que lo presentaban. —Se apoyó en el respaldo—. Quizá debería explicar algo sobre la oficina de la Warschauerstrasse. No se trataba de nuestra oficina; se supone que pertenece a la Aeroflot, pero siempre hay policías y guardias de seguridad en la puerta y nuestros pases eran examinados con atención a pesar de la frecuencia con que entrábamos y salíamos. No sé quién más utiliza el edificio, pero el personal de inteligencia económica se reunía allí con regularidad, como ya he dicho.
—¿Y usted estaba incluido en el «personal de inteligencia económica»?
—Desde luego que no. Todos eran miembros del KGB y de seguridad. Sólo invitaban a mi superior cuando había algo que afectaba directamente a nuestro departamento. Otros funcionarios de banco y personas del Ministerio acudían según el tema que iba a ser discutido.
—¿Por qué no daban las instrucciones en las oficinas del KGB? —inquirí.
Silas estaba muy erguido en su silla, con los ojos cerrados, como dormitando.
—La oficina de la Warschauerstrasse era (quizá debería decir es) utilizada para ciertos fines. Cuando un funcionario del partido o un visitante de prestigio tiene la suficiente influencia para visitar las instalaciones del KGB en Berlín, le conducen invariablemente a la Warschauerstrasse y no a Karlshorst.
—¿La usan como una pantalla? —preguntó Silas, abriendo los ojos y pestañeando como si acabara de despertarse de un profundo sueño.
—No permitirían las idas y venidas de visitantes donde se lleva a cabo el verdadero trabajo. Y la Warschauerstrasse tiene cocina y un comedor donde se puede agasajar a tales dignatarios. También hay una pequeña sala de conferencias para proyectar diapositivas, películas de propaganda, etcétera. Nos gustaba ir allí; incluso los cafés y bocadillos que servían eran mejores que en cualquier otro lugar.
—Ha dicho que podía distinguir la fuente por la calidad y el estilo. ¿Querría extenderse un poco más sobre ello? —pregunté.
—Algunas comunicaciones iniciaban una noticia con una frase como «Tengo entendido que el Banco de Inglaterra», o algo similar. Otras decían: «La semana pasada el Ministerio de Hacienda hizo una declaración confidencial.» Otras empezaban de otro modo: «Temores de un inminente descenso de los tipos de interés americanos provocarán sin duda...» Estos estilos diferentes son casi suficientes para la identificación, pero al compararlos con la calidad probada de ciertas fuentes, no tardábamos en reconocer a los agentes. Hablábamos de ellos como de personas conocidas y bromeábamos sobre las tonterías que nos pasaban algunos.
—De modo que usted debía reconocer el material de primera que fue suministrado por mi esposa.
Von Munte me miró y luego miró a Silas. Éste preguntó:
—¿Es esto oficial, Bernard? —Había una nota de advertencia en su voz.
—Todavía no —contesté.
—Rozamos demasiado lo confidencial para una charla inconsecuente —dijo Silas.
La elección de las palabras y la suavidad de su voz no ocultaron la autoridad subyacente; por el contrario, era la forma usada por ciertas clases de ingleses para dar órdenes a sus subordinados. No respondí y Von Munte miró con atención a Silas.
Éste chupó el cigarro con expresión pensativa y, después de un rato, añadió:
—Dígale todo lo que sabe, Walter.
—Como ya he dicho, yo sólo veía el material económico. No puedo adivinar la proporción de este tema en las comunicaciones de los agentes. —Me miró—. El material del hombre a quien llamábamos «Grock», por ejemplo. No servía para nada, como he dicho, pero esto no significa que Grock no enviara un magnífico material sobre armamento submarino o conferencias secretas de la OTAN.
—Mirando ahora hacia atrás, ¿podría adivinar lo que enviaba mi esposa?
—Es sólo una conjetura —dijo Von Munte—, pero había una bandeja de material que estaba siempre bien escrito y organizado de una manera que podríamos llamar académica.
—¿Buenos informes?
—Muy fiables, pero con tendencia a la cautela. Nada muy alarmante ni sensacional; en su mayor parte, confirmaciones de actitudes que sólo podíamos adivinar. Útiles, por supuesto, pero no maravillosos desde nuestro punto de vista. —Levantó la vista hacia el techo de cristal del invernadero—. Eisenguss —dijo de repente, riendo—. Nicht Eisenfuss, sino Eisenguss. No pie de hierro o iron foot, sino hierro fundido o en lingotes; Gusseisen. Sí, éste era el nombre de la fuente. Recuerdo haber pensado entonces que debía ser un funcionario del gobierno.
—Significa hierro fundido —aclaró Silas, que hablaba un alemán perfecto y pedante y no podía tolerar mi acento berlinés.
—Conozco la palabra —repliqué, irritado—. La audiomecanógrafa se distrajo, esto es todo. Ninguno de ellos conoce la lengua con fluidez. —Era una excusa pobre y además falsa, porque lo había hecho yo mismo. Tendría que haber escuchado con más atención cuando estaba con la Miller o descubierto el error de mi traducción cuando la mecanografié escuchando la cinta.
—De modo que ahora tenemos un nombre para conectar a Fiona con el material que les daba —dijo Silas—. ¿Es esto lo que querías?
Miré a Von Munte.
—¿La bandeja de Fiona sólo tenía este nombre en clave?
—Todo llegaba bajo esta única identificación —respondió Von Munte—. ¿Por qué diversificarlo? No habría tenido sentido, ¿verdad?
—No —convine. Apuré la copa y me levanté—. No tendría sentido.
Oí a los niños haciendo ruido arriba. La TV los mantenía distraídos hasta cierto límite.
—Voy a hacerme cargo de los niños —dije—. Sé que cansan a la señora Porter.
—¿Os quedáis a cenar? —preguntó Silas.
—Gracias, pero es un viaje largo, Silas, y los niños se acostarán muy tarde.
—Hay mucho sitio para los tres.
—Eres muy amable, pero esto significaría salir al amanecer para que los niños llegaran a la escuela a tiempo y yo a la oficina.
Asintió y se volvió hacia Von Munte. Sin embargo, yo sabía que se trataba de algo más que de hospitalidad. Silas estaba decidido a cambiar unas palabras conmigo en privado y cuando yo bajaba las escaleras, después de decir a los niños que nos marcharíamos poco después del té, salió de su estudio y me hizo entrar, poniéndome una mano en el hombro.
Cerró la puerta con gran parsimonia y entonces, con un cambio de humor típico en él, me espetó:
—¿Te importa decirme qué diablos significa todo esto?
—¿Qué?
—No te hagas el tonto, Bernard. Entiendes el inglés. ¿Por qué diablos has interrogado a Von Munte?
—La mujer arrestada...
—La señora Miller —me interrumpió, para demostrarme que estaba bien informado.
—Sí, la señora Carol Elvira Johnson, de soltera Miller, de padre apellidado Müller, nacida en Londres en 1930, ocupación maestra. Esta misma.
—Todo esto sobraba —dijo Silas, ofendido por mi respuesta—. ¿Y qué pasa con ella?
—Su declaración no encaja con lo que yo sé sobre los procedimientos del KGB y quería escuchar la experiencia de Von Munte.
—¿Acerca del uso de nombres en clave múltiples? ¿Dijo la señora Miller que usaban nombres en clave múltiples?
—Se ocupaba de dos lotes de material de inteligencia excepcionalmente bueno. Había dos nombres cifrados, pero al Departamento le hace feliz creer que todo procedía de Fiona.
—¿Y tú tiendes a creer que eran dos lotes de material de dos agentes distintos?
—No he dicho esto —repliqué—; aún estoy intentando averiguarlo. No puede perjudicarnos saber algo más, ¿verdad?
—¿Has hablado de esto con alguien de la oficina?
—Dicky Cruyer lo sabe.
—Bueno, es un chico listo —observó Silas—. ¿Qué ha dicho?
—No está interesado.
—¿Qué harías si estuvieras en el lugar de Dicky Cruyer?
—Alguien debería confirmarlo con Stinnes —respondí—. ¿De qué sirve interrogar a un desertor del KGB si no le utilizamos para conocer más detalles de los que ya sabemos?
Silas se volvió hacia la ventana con los labios fruncidos y la expresión colérica. Desde su estudio del primer piso se veía el paddock hasta el arroyo que él llamaba su «río». Contempló durante largo rato los copos de nieve revoloteando en el aire.
—Conduce despacio. Esta noche helará a conciencia —dijo, sin volverse a mirarme. Había reprimido su cólera y, al ceder la tensión, su cuerpo empezaba a relajarse.
—No se puede conducir de otro modo con mi viejo cacharro.
Cuando me miró de frente, ya tenía la sonrisa en su sitio.
—¿No te oí decir a Frank que ibas a comprar algo bueno a tu cuñado? —Nunca se le escapaba nada. Debía tener un oído sobrehumano que, en contra de las leyes naturales, le mejoraba de año en año.
Era cierto que yo había hablado de ello a Frank Harrington quien, muy en consonancia con nuestras curiosas relaciones de padre e hijo, me había dicho que lo condujera con mucha precaución.
—Sí. Un Rover 3500 sedán que un par de locos han transformado para que alcance los doscientos cincuenta por hora.
—Esto no sería tan difícil con un motor V-8. —Sus ojos se entornaron—. Sorprenderás a bastantes conductores domingueros con ese coche, Bernard.
—Sí, esto mismo dijo el marido de Tessa. Pero hasta que esté listo, tendré que arreglarme con el Ford. Y con él no puedo sorprender a nadie.
Silas se inclinó hacia mí con actitud paternal.
—Has salido del asunto Kimber-Hutchinson con una sonrisa en los labios, Bernard, y esto me satisface.
Tomé nota de que ahora se refería a su pariente lejana Fiona con su apellido de soltera, distanciándonos así a ambos de ella.
—No estoy seguro de la sonrisa —dije.
Hizo caso omiso de mi comentario.
—No empieces a darle vueltas otra vez. Olvídalo.
—¿Crees que es lo mejor? —pregunté, para no darle la seguridad que me pedía.
—Déjalo todo para la gente de Cinco. No es cosa tuya perseguir a espías —dijo, abriendo la puerta del estudio para que saliera al descansillo.
—Vamos, niños —llamé—. Té y pastel y nos ponemos en marcha.
—Los alemanes tienen un nombre para los resultados de semejante entusiasmo, ¿verdad? —dijo Silas, que nunca sabía cuándo debía callar—. Schlimmbesserung, un remedio peor que la enfermedad. —Sonrió y me dio unas palmaditas en el hombro.
Ahora ya no había trazas de cólera. Silas volvía a ser tío Silas.