9
Me identificaba con Stinnes. Era un tipo frío, y, sin embargo, le consideraba muy parecido a mí. Su padre había pertenecido a las fuerzas de ocupación soviéticas de Berlín y él había crecido como si fuera alemán, como yo. Y me sentía próximo a él porque nuestros caminos se habían cruzado varias veces desde aquel día que me hizo arrestar en Berlín Este. Yo le había convencido para que se pasara a nosotros, tranquilizándole sobre el trato que recibiría, y le había acompañado personalmente desde Ciudad de México a Londres. Respetaba su profesionalismo, y este respeto influía en todos mis pensamientos y acciones, pero en realidad no me gustaba, lo cual influía también en mi criterio. No podía comprender del todo el éxito indiscutible que tenía con las mujeres. ¿Qué diablos veían en él? A las mujeres las atraía siempre la resuelta fuerza masculina, la capacidad de organización y la clase de confianza en uno mismo que no necesita dar explicaciones. Stinnes tenía todo esto en abundancia, pero ninguno de los otros atributos que suelen caracterizar a los mujeriegos: ni diversión, ni ostentación, ni historias amenas, ninguno de los gestos o movimientos físicos por los que las mujeres suelen recordar a los hombres que han amado. No tenía ninguna de esas cálidas cualidades humanas que facilitan tanto el inicio de una aventura amorosa y dificultan tanto ponerle fin, nada de sarcasmo dirigido contra sí mismo, nada de defectos confesados; sólo la mirada fría, la mente calculadora y el rostro inescrutable. Parecía hacer gala de una sangre fría especial en el trabajo que realizaba. Quizá esto sí encajaba, porque el mujeriego es destructor, la roca contra la cual se estrellan las mujeres desesperadas.
Sin embargo, no se podía negar la energía dinámica evidente en aquel cuerpo al parecer inerte. Stinnes poseía un don de actor, una voluntad casi hipnótica accionada como un rayo láser. Semejante dedicación brutal suele encontrarse en las grandes estrellas de Hollywood, en ciertos políticos muy idealistas y aún más a menudo en forma de vena glacial en los actores de teatro que obligan a su auditorio a reírse de sus chistes malos.
No sentía todo esto sobre Bret Rensselaer, una personalidad completamente distinta. Bret no era un profesional de mirada dura como Stinnes. Aparte de su defectuoso alemán, Bret no habría podido nunca ser un agente activo; jamás habría soportado la sordidez y la incomodidad. Y no podría haber sido un buen agente activo por la misma razón por la que muchos americanos fracasaban en dicho papel: a Bret le gustaba ser visto. Bret era un animal social que necesitaba llamar la atención. La cualidad furtiva, discreta que han aprendido todos los europeos en una sociedad todavía esencialmente feudal, no se da fácilmente en los americanos.
Bret parecía haber poseído a una serie interminable de mujeres desde que su esposa le abandonara, pero su capacidad de seducción era fácil de comprender, incluso para quienes eran inmunes a ella. Pese a su edad, era físicamente atractivo, generoso con el dinero y de trato divertido. Le gustaba la comida y la bebida, la música y el cine. Y hacía todas las cosas que los ricos siempre saben hacer: esquiar, cazar, navegar y montar a caballo; y ser servido en restaurantes atestados. Yo había tenido mis diferencias con Bret; sufrido sus insultantes arrebatos y admirado su obstinación de mala gana, pero no era un apparatchik sin corazón. Si le abordabas en un buen momento, era más informal y asequible que ningún otro de los jefes superiores. Y, lo más importante, Bret poseía el talento americano único de la flexibilidad, la voluntad de intentar todo lo posible para hacer un trabajo. Y como siempre conseguía realizarlo, yo no le regateaba el mérito debido; por esto avancé con el máximo sigilo cuando empecé a dudar de sus lealtades.
Bret Rensselaer tenía el mentón prominente y las facciones marcadas e intemporales del héroe de una tira cómica. Como a la mayoría de americanos, a Bret le preocupaba su peso, su salud y su ropa en un grado que sus colegas británicos consideraban inaceptablemente extranjero. El personal de escuela pública de la Central londinense gastaba el mismo dinero en sus trajes de Savile Row, camisas hechas a mano y zapatos de Jermyn Street, pero los llevaba con una negligencia indiferente que era parte vital de su esnobismo. Un verdadero caballero inglés nunca lo intenta; tal era el artículo de fe. Y Bret Rensselaer lo intentaba. No obstante, Bret tenía una familia que se remontaba a la Revolución y, lo que es más, tenía dinero, grandes cantidades de dinero. Y para cualquier tipo de esnob, el dinero es un triunfo, si se sabe jugar bien.
Bret ya estaba en su oficina cuando llegué. Siempre empezaba a trabajar muy temprano; ésta era otra de sus características americanas. Su horario matutino y su puntualidad en las reuniones eran admirados universalmente, aunque no se puede decir que marcase una tendencia. Aquella mañana se había convocado una reunión entre Dicky Cruyer, yo, Morgan —el lugarteniente del DG— y Bret Rensselaer en la oficina de este último. Pero cuando aparecí allí —crecer en Alemania despierta en la gente una inclinación antinatural hacia la puntualidad—, Morgan no estaba presente y Dicky ni siquiera había llegado a su propia oficina, y mucho menos a la de Bret.
La oficina de Bret Rensselaer se hallaba en la planta superior, como las de los demás hombres importantes de la Central de Londres. Desde su mesa se veía aquella parte de Londres donde se concentran los parques: St. James's Park, Green Park, el jardín del palacio de Buckingham y Hyde Park, que formaban una alfombra verde casi continua. En verano, la vista era maravillosa e incluso ahora, en invierno, con los árboles desnudos y una franja de humo de las chimeneas, era mejor que mirar los abollados archivadores de mi despacho.
Bret trabajaba. Sentado ante su mesa, leía documentos y trataba de adaptar el mundo a ellos. La chaqueta de su traje, con el pañuelo de hilo blanco almidonado en el bolsillo superior, colgaba del respaldo de la silla que Bret parecía reservar para este único fin. Llevaba una corbata de lazo de seda gris y una camisa blanca con un monograma colocado de modo que pudiera verse incluso cuando llevaba el chaleco puesto, que lucía desabrochado sobre las mangas enrolladas.
Se había hecho amueblar la oficina a su gusto —era una de las ventajas de su rango superior— y recuerdo la que se armó cuando llevó a su propio decorador de interiores. Muchos de los argumentos en contra fueron esgrimidos por alguien de Seguridad Interior, quien se imaginaba a los decoradores como grandes equipos de hombres vestidos con monos blancos y armados de pistolas de vapor, andamios y botes de pintura. De hecho, fue un sujeto delicado y barbudo que llevaba una chaqueta de algodón con flores bordadas sobre una camiseta antinuclear. Costó mucho trabajo que el portero le permitiese la entrada.
Pero el resultado mereció la pena. La pieza central de la oficina era una mesa enorme, de cromo, cuero negro y cristal, encargada especialmente a Dinamarca. La moqueta era gris oscura y las paredes tenían dos tonalidades de gris. Había un largo sofá negro para los visitantes, mientras el propio Bret giraba y se mecía en una gran silla que hacía juego con el cuero y el cromo de la mesa. La teoría era que la ropa de los ocupantes de la habitación aportaría el color necesario y mientras el polícromo diseñador barbudo estuvo en la oficina, la cosa funcionó. Pero Bret era una figura monocolor y se confundía con la decoración como un camaleón con su hábitat natural, salvo que los camaleones sólo se confunden con su entorno cuando están asustados.
—Voy a hacerme cargo de Stinnes —anunció cuando yo entré en la habitación.
—¡Oí decir que te lo endosarían a ti! —exclamé.
Bret sonrió para acusar recibo de mi intento de bajarle los humos.
—Nadie me lo ha endosado, compañero. Soy muy feliz de ocuparme del interrogatorio de Stinnes.
—En este caso, estupendo —dije, mirando el reloj—. ¿He llegado demasiado temprano?
Ambos sabíamos que envenenaba el ambiente para Dicky Cruyer y Morgan, pero Bret me siguió el juego.
—Los otros llegan tarde —dijo—. Siempre llegan tarde.
—¿Empezamos? —propuse—. ¿O me voy a tomar una taza de café?
—Quédate donde estás, chico listo. Si necesitas café con tanta urgencia, te lo haré subir. —Pulsó un botón de su teléfono blanco y habló al aparato mientras miraba fijamente hacia el otro extremo de la habitación, con los ojos en blanco.
Trajeron café para cuatro y Bret se levantó y llenó las cuatro tazas, así que el café de Cruyer y el de Morgan se enfriaron en seguida. Parecía una venganza pueril, pero quizá fue la única que se le ocurrió. Mientras yo bebía, Bret miraba por la ventana y luego se puso a ordenar los objetos de su mesa. Era un hombre inquieto que, a pesar de tener una rodilla lesionada, solía agacharse, zigzaguear y esquivar como un púgil ávido de sorprender al contrario. Dio la vuelta a la mesa y se sentó en el borde para beber el café; era una actitud forzada de informalidad ejecutiva, la que adoptan los presidentes de grandes compañías cuando son fotografiados para la revista Forbes.
Hacía ya diez minutos que Bret y yo bebíamos en silencio y los otros dos aún no habían aparecido.
—Ayer vi a Stinnes —reveló por fin Bret—. No sé qué hacen a la gente en ese maldito Centro de Interrogatorios, pero estaba de muy mal genio y no quería colaborar.
—¿Dónde le han puesto, en Berwick House?
—Sí. ¿Sabías que el llamado Centro de Interrogatorios de Londres tiene locales en lugares tan apartados como Birmingham?
—Hasta el año pasado utilizaron un lugar en Escocia, hasta que el DG dijo que no podíamos permitirnos tantos viajes arriba y abajo por parte de nuestro personal.
—Pues Stinnes no se divierte mucho. Sólo hace que quejarse. Dice que no nos dirá nada más hasta que obtenga algunas concesiones. La primera es ser enviado a otra parte. El director (ése que no te gusta: Potter) dice que Stinnes ha amenazado con fugarse.
—¿Cómo te sentirías tú, encerrado en Berwick House semana tras semana? El mobiliario es de una posada de mala muerte y la única diversión exterior consiste en pasear por el jardín cerca de las murallas para ver cuántas alarmas puedes poner en marcha antes de que te ordenen volver a entrar en la casa.
—Da la impresión de que has estado encerrado allí dentro —dijo Bret.
—Allí no, Bret, pero sí en lugares muy parecidos.
—¿De modo que tú no le habrías metido allí?
—¿Metido allí? —Tuve que sonreír, era tan ridículo—. ¿Has echado una mirada al personal del Centro de Interrogatorios de Londres últimamente? —pregunté—. ¿Sabes dónde reclutan a esa gente? La mayoría son ex funcionarios del famoso Ministerio de Aduanas y Consumo de Su Majestad. Ese gordo que ahora ha sido nombrado oficialmente director (interrúmpeme cuando todo te duela de tanto reír) procede de la Oficina Fiscal de West Hartlepool. No, Bret, yo no habría metido a ese pobre bastardo en Berwick House. Tampoco habría metido allí a Stalin.
—Explícate —dijo Bret, con estudiada paciencia. Se deslizó del borde de la mesa y enderezó la espalda como si empezara a sentirla rígida.
—No he reflexionado mucho sobre ello, Bret, pero si quisiera que alguien cooperase, le pondría en un lugar donde se encontrara bien. Le instalaría en la suite Oliver Messel del hotel Dorchester.
—Conque sí, ¿eh? —Sabía que yo intentaba provocarle.
—Y ¿sabes una cosa, Bret? El Dorchester costaría sólo una fracción de lo que cuesta al contribuyente alojarle en Berwick House. ¿Cuántos guardias y funcionarios hay allí actualmente?
—¿Y qué le impediría escaparse del hotel Dorchester?
—Verás, Bret, quizá no querría escaparse del hotel Dorchester tanto como le gustaría largarse de Berwick House.
Bret se inclinó hacia delante como si intentara verme mejor.
—Escucho todo lo que me dices, pero nunca estoy seguro de si tú mismo te crees semejantes tonterías. —No contesté y él prosiguió—: No recuerdo haber oído ninguna de estas teorías cuando Giles Trent estuvo encerrado en Berwick House. Tú fuiste quien dijo que no debía permitírsele fumar y ordenó que se le facilitaran pijamas de talla pequeña sin botones y una bata de algodón remendada y sin cinturón.
—Todo eso es rutina para la gente sometida a interrogatorio. Dios mío, Bret, ya sabes por qué; es para que se sientan humillados. No fue idea mía; es la costumbre.
—¿Stinnes obtiene la suite de Oliver Messel y Trent ni siquiera botones para su pijama? ¿Qué diablos quieres decir?
—Stinnes no es un prisionero. Se ha pasado a nosotros voluntariamente. Deberíamos tratarle bien y mimarle, mantenerle en un estado de ánimo en que deseara darnos lo máximo.
—Tal vez.
—Además, es un profesional... un ex agente en activo, no un burócrata como Trent. Y conoce su trabajo de arriba abajo. Sabe que no vamos a arrancarle las uñas y a colocarle electrodos donde le duela más. Se mantiene a la espera y hasta que juguemos a pelota con él, permanecerá stumm[10].
—¿Has discutido esto con Dicky? —preguntó Bret.
Me encogí de hombros. Bret sabía que Dicky no quería oír hablar de Stinnes; lo había dicho bien claro a todo el mundo.
—No tiene ningún sentido dejar enfriar el resto del café —dije—. ¿Te importa que coja la taza de Dicky?
La empujó hacia mí y, después de mirar otra vez a la puerta, dijo:
—Cualquier idea del montón podría mejorar la situación actual.
—¿No habla en absoluto?
—Las dos primeras semanas fueron muy bien. El primer interrogador (Ladbrook, el ex policía) sabe lo que se hace. Sin embargo, lo ignora casi todo sobre nuestra parte del negocio. Ya ha dado todo lo que podía dar de sí y Stinnes se ha puesto muy difícil desde el arresto de Berlín. Está muy desilusionado, Bernard. Ya ha pasado la luna de miel y ahora se encuentra en la depresión subsiguiente.
—No, no me lo digas, Bret. —Me llevé una mano a la cabeza como si estuviera a punto de recordar algo importante—. La «luna de miel» y la «depresión subsiguiente»... Reconozco esa sintaxis mágica... hay un poco de Hemingway en ella, ¿o tal vez Shelley? ¿Qué poeta de lengua dorada te ha dicho que Stinnes está en (¿cómo lo ha expresado?) «la depresión subsiguiente a la luna de miel»? Tengo que anotarlo por si se me olvida. ¿Fue el director en funciones, el barbudo del dachshund incontinente que se ensucia sobre su alfombra? Dios mío, si pudiera conseguir frases como ésas en mis informes, ya sería DG.
Bret me miró y se mordió el labio, furioso. Estaba enfadado conmigo, pero todavía más consigo mismo por repetir toda aquella basura que el personal del Centro de Londres inventa para cubrir su proverbial incompetencia.
—Así que, ¿adónde podemos trasladarle? Técnicamente, el Centro de Interrogatorios de Londres tiene su custodia.
—Lo sé, Bret. Y ahora te toca decirme otra vez lo necesario que es seguir fingiendo que se le interroga sobre mi lealtad, por si al Home Office se le ocurre sugerir su traslado a una instalación del MI5.
—Es la verdad —dijo Bret—. Por muy poco que te guste, la verdad es que eres nuestra única excusa para aferramos a Stinnes.
—Bobadas. Incluso aunque el Home Office empezara a reclamarle hoy, la burocracia tardaría tres meses en recorrer los canales normales, o cuatro o cinco meses, si nos empeñásemos en ser lentos.
—Te equivocas. Podría nombrarte a tres o cuatro personas entregadas a Cinco a las dos o tres semanas de su entrada en el Reino Unido.
—Estoy hablando de la burocracia, Bret. Hasta ahora los cedíamos porque no los necesitábamos, pero la burocracia que hace necesario el traslado requiere un término medio de tres meses.
—No lo discutiré contigo —dijo Bret—; me imagino que en tu puesto ves más burocracia que yo.
—De eso puedes estar seguro.
Se miró el reloj.
—Si no han llegado a las nueve, tendremos que posponerlo para más tarde. Tengo una reunión en la sala de conferencias a las nueve cuarenta y cinco.
Sin embargo, mientras hablaba entraron por la puerta Dicky Cruyer y Morgan, charlando con animación y eufórica cordialidad. Me desconcertó tan bulliciosa exhibición, porque detestaba a Morgan más que a cualquier otra persona del edificio. Morgan era el único cuya superioridad condescendiente casi me inducía a la violencia física.
—¿Y qué ocurre si te llevo a casa después de medianoche? —preguntaba Dicky con la voz jugosa que usaba cuando alguien se había reído de un par de sus chistes—. ¿Te conviertes en una calabaza o algo así? —Ambos rieron. Quizá no hablaba de Tessa, pero me revolvía el estómago imaginármela con Dicky Cruyer y a George sufriendo por ello.
Sin una palabra de saludo, Bret señaló con un dedo el sofá de cuero negro y los dos se sentaron, lo cual pareció serenarlos e incluso impulsó a Dicky a disculparse por llegar tarde. Morgan llevaba una carpeta azul que balanceó sobre sus rodillas para sacar de ella una hoja de papel y un delgado lápiz de oro. Dicky traía consigo el portafolios de cremallera de Gucci que había comprado en Los Angeles y de él extrajo un grueso fajo de papeles de distintos tamaños que parecían constituir el contenido entero de la bandeja de su mesa. Temí que fuera a descargarlo sobre mis rodillas, como solía hacer, pero pasó un momento ordenándolos, a fin de demostrar lo bien preparado que estaba para empezar a trabajar.
—Tengo una cita importante para dentro de muy poco rato —dijo Bret—, así que prescindiremos de los preliminares y pondremos en seguida manos a la obra. —Cogió la página de la agenda, se puso las gafas y nos la leyó en voz alta.
Bret estaba decidido a hacerse inmediatamente con el control de la reunión. Su superioridad era indiscutible, pero podía temerlo todo de aquellos dos hombres. Las insidiosas tácticas de Morgan, que utilizaba su papel de ayudante del DG para manipularlo todo, eran bien conocidas. En cuanto a Dicky Cruyer, Bret había intentado arrebatarle la Oficina alemana varias veces, sin el menor éxito. Al ver a Dicky hacer tan buenas migas con Morgan, me di cuenta de que la estrategia de Bret había vuelto a ser burlada.
—Si tienes que marcharte, Bret, podemos trasladarnos a mi oficina y terminar allí el asunto —propuso Morgan con afabilidad.
Tenía una cara muy pálida y redonda, con dos ojos pequeños que parecían dos guindas flotando en un budín de arroz, y hablaba con un pronunciado sonsonete galés. Me pregunté si siempre habría tenido aquel acento o si deseaba ser reconocido como el chico provinciano que ha llegado lejos.
—¿Y quién firmaría las minutas? —inquirió Bret, rechazando con elegancia el intento de Morgan de relegarle—. No, quiero acabar esto en el tiempo previsto.
Era una reunión vulgar y corriente para decidir algunas asignaciones suplementarias a diversas estaciones alemanas, que últimamente habían pasado por malos momentos financieros porque no se les había revisado la paga a pesar de innumerables revaluaciones del marco alemán. Bret se ajustó las gafas para leer la agenda e imprimió a la reunión una velocidad vertiginosa, interrumpiendo todas las digresiones de Dicky y las preguntas de Morgan. Cuando terminó, Bret se puso en pie.
—He aceptado la invitación del DG de supervisar el interrogatorio de Stinnes —anunció, aunque a estas alturas todos los que estaban en la habitación (por no decir todos los ocupantes del edificio) lo sabían— y voy a pedir a Bernard que me ayude.
—Esto no es posible —dijo Dicky, reaccionando como un gato escaldado, viéndose de repente ante la desagradable perspectiva de tener que hacer el trabajo de la Oficina alemana en lugar de endosármelo a mí, mientras él procuraba encontrar cosas nuevas que insertar en sus cuentas de gastos—. Bernard tiene mucho trabajo atrasado. No puedo prescindir de él.
—Le sobrará tiempo para otras tareas —replicó Bret con calma—. Sólo quiero que me aconseje. Tiene algunas ideas que me suenan bien. —Me miró, sonriendo, pero yo no estaba seguro de por qué sonreía.
—Cuando ofrecí ayuda —dijo Morgan—, no me refería al personal superior y, desde luego, no a personal técnico como Bernard.
—Vaya, ignoraba que tú me hubieras ofrecido algo alguna vez —contestó fríamente Bret— y tenía la impresión de que es el DG quien continúa dirigiendo el Departamento.
—Ha sido un lapsus, Bret —dijo prontamente Morgan.
—Bernard es la única persona capaz de resolver los problemas que el Centro de Interrogatorios tiene con Stinnes.
Bret quería dejarlo bien sentado. Los problemas con Stinnes continuarían siendo problemas del CIL[11], no de Bret, y un fracaso continuado en su resolución sería mi fracaso.
—No es posible —repitió Dicky Cruyer—. No quiero parecer reacio a cooperar, pero si el DG sigue insistiendo en esto, tendré que explicarle qué es exactamente lo que está en juego.
Traducido, esto significaba que si Bret no abandonaba el asunto, haría que Morgan inventara una orden del DG en tal sentido.
—Tendrás que solucionar tu problema buscándote una ayuda provisional, Dicky —replicó Bret—. Este asunto en particular está decidido. Ayer hablé con el DG en el Traveller's Club; nos encontramos por casualidad y me pareció una buena ocasión para hablar de la situación actual. El DG me autorizó a elegir a quien quisiera. De hecho, no estoy seguro de que no fuera el propio sir Henry quien introdujo el nombre de Bernard en la conversación. —Consultó el reloj, sonrió a todos y se quitó las gafas de policía motorizado. Entonces se levantó y Dicky y Morgan le imitaron—. Debo irme. La siguiente reunión es realmente importante. —No como ésta, que por implicación carecía de toda importancia.
Ahora le tocó a Morgan poner objeciones.
—Has pasado por alto uno o dos detalles, Bret —dijo, con su acento galés más pronunciado que nunca—. Nuestra versión de cara al público es que retenemos a Stinnes sólo para investigar posibles irregularidades de Bernard. ¿Cómo podemos explicar su presencia en Berwick House como uno de los oficiales investigadores?
Bret dio la vuelta a la mesa. Todos estábamos muy cerca. A Bret parecían faltarle las palabras. Se bajó lentamente las mangas y dedicó toda su atención a pasar sus gemelos de oro por los ojales. Quizá no había contado con aquella clase de objeción.
Hasta este momento yo había tenido mis reservas acerca de unirme al carro de Bret Rensselaer, pero ahora vi la necesidad de expresar mi propio punto de vista, aunque sólo fuera por instinto de conservación.
—Las mentiras que digas para retener a Stinnes son problema tuyo, Morgan —dije—. Nunca se me consultó sobre ellas y no veo por qué hay que tomar decisiones operativas sólo para apoyar tus insostenibles cuentos de hadas.
Bret aprovechó el apunte.
—Exacto. ¿Por qué tiene Bernard que hacerse el muerto para sacarte de la trampa? —preguntó—. Bernard es el único que conoce bien a Stinnes. Está al tanto del asunto como ninguno de nosotros. No enredemos más las cosas, ¿eh? —El «eh» iba dirigido a Morgan en su papel de obstaculizador.
—Al DG no le gustará —amenazó Morgan, estirándose la corbata, un tic nervioso, como también la mirada que lanzó en dirección de Dicky.
O en la que hubiera sido dirección de Dicky, porque éste había vuelto al sofá y estaba muy atareado recogiendo y contando los papeles sobre los que no habíamos llegado a discutir. Aunque sólo se tratase de papeles que Dicky llevaba consigo a fin de parecer sobrecargado de trabajo, sabía cómo utilizarlos en ocasiones conflictivas como ésta para mantenerse al margen de las facciones beligerantes.
Bret fue hacia la silla donde tenía colgada la chaqueta y pasó un buen rato poniéndosela. Se estiró los puños y ajustó el nudo de la corbata.
—He hablado de esto con él, Morgan —dijo. Entonces inspiró profundamente. Hasta ahora se había mantenido muy tranquilo y sereno, pero de repente estaba a punto de explotar. Yo conocía los síntomas. Sin levantar mucho la voz, añadió—: Nunca he buscado responsabilidad en el asunto Stinnes y tú lo sabes mejor que nadie porque has sido el que no ha dejado de fastidiarme para que me encargase de él. Pero al final he dicho: muy bien, y he empezado a trabajar. —Inspiró de nuevo. Yo ya lo había presenciado antes; no necesitaba la inspiración profunda, de ahí que diera a los observadores nerviosos la impresión de estar a punto de repartir una tanda de puñetazos. Tocó de pronto a Morgan en el pecho con el índice y Morgan dio un respingo—. Si me pones trabas, te partiré los huevos. Y no vuelvas aquí arrastrándote con una pequeña orden escrita que ostente las iniciales del viejo. Lo único que lograrás cambiar es que te endose de nuevo tu asqueroso trabajo y no es un trabajo sobre el que puedan construirse carreras. Ya lo descubrirás, Morgan, si eres lo bastante imbécil para inmiscuirte.
—Calma, Bret —murmuró Dicky, levantando brevemente la vista de sus papeles, pero manteniéndose fuera del alcance de la ira de Bret.
Éste se hallaba realmente furioso. No se trataba de una de sus rabietas habituales y me pregunté qué más podía ocultarse detrás de ella. Tenía el rostro contraído y los labios le temblaban como si pensara continuar, pero cambió de opinión. Metió los dedos en el bolsillo superior para cerciorarse de que contenía sus gafas y salió de la habitación a grandes zancadas, sin dirigir la mirada a nadie.
Morgan parecía trastornado por el arrebato de Bret. Ya había visto estos golpes de genio otras veces, pero no era lo mismo ser su blanco, como yo sabía muy bien. Dicky volvió a contar sus papeles y permaneció aferrado a su neutralidad. Este asalto había sido ganado por Bret, pero sólo por puntos, y Bret no era tan tonto —ni tan americano— como para pensar que un par de golpes cortos podían decidir un combate contra estos dos púgiles. Ganar una pequeña discusión con la mafia de escuela pública de la Central londinense era como asestar un golpe a una pesada pelota de boxeo; el efecto visible era escaso y a los dos minutos el péndulo hacía oscilar de nuevo la pelota de cuero y te dejaba sin conocimiento.
Reinó el silencio cuando Bret hubo salido. Me sentí como la Cenicienta abandonada por su hada madrina a merced de las hermanas feas. Como para confirmar estos temores, Dicky me dio los papeles, que eran realmente el contenido de su bandeja, y me pidió que les echara un vistazo y se los devolviera por la tarde. Entonces miró a Morgan y dijo:
—Bret no es el mismo últimamente.
—Se comprende —contestó Morgan—. El pobre pasa una mala temporada. Desde que perdió el Comité de Inteligencia Económica, no ha vuelto a recobrar la ecuanimidad.
—Corre el rumor de que conseguirá Berlín cuando Frank Harrington dimita —insinuó Dicky.
—No sin tu aprobación, Dicky —dijo Morgan—. El DG no pondría nunca en Berlín a alguien con quien tú no trabajaras a gusto. ¿Acaso quieres a Bret en Berlín?
¡Ah! De modo que era eso. Lo que Dicky podía ganar haciendo buenas migas con Morgan saltaba a la vista, pero ahora comprendí lo que Morgan podía querer a cambio. Dicky murmuró algo al efecto de que aún era un asunto muy remoto, su modo de esquivar una pregunta que Morgan le formularía una y otra vez hasta que recibiera un no por respuesta.