8
La Navidad ya había pasado pero, como había estado de servicio, aún disponía de mis vacaciones navideñas. Llevé a los niños al circo y al teatro. Hicimos lo que más les apetecía. Inspeccionamos los aviones a escala y los modelos de tamaño natural en las últimas plantas del Museo de las Ciencias, los reptiles vivos del zoológico de Regent's Park y el esqueleto de dinosaurio en el vestíbulo del Museo de Ciencias Naturales. Los niños ya lo habían visto todo otras veces, pero eran animales de costumbres y eligieron las cosas que conocían bien para poder hablarme de ellas en vez de escuchar mis explicaciones. Comprendí su placer y lo compartí. Lo único que estropeó tan deliciosas visitas fue que Gloria no tenía vacaciones y yo la echaba de menos.
Llevé a los niños a ver a George Kosinski, su tío y mi cuñado, pero no fuimos a una de sus elegantes tiendas de automóviles, sino a un sucio patio adoquinado en Southwark. El distrito, en su día un terreno pantanoso, era ahora una mugrienta colección de barrios bajos y fábricas ennegrecidas por el hollín, alternados con nuevos y antiestéticos bloques de oficinas que proliferan más y más a orillas del Támesis a medida que la subida de los alquileres obliga a las compañías a diseminarse en dirección sur.
El taller de reparaciones de George Kosinski era un solar abandonado, un lugar destrozado por una bomba alemana en 1941, donde no había vuelto a construirse nada. Al lado había un macizo y adornado bloque de apartamentos victorianos convertido en una barriada y al otro lado de la calle, una urbanización municipal más reciente era todavía peor.
El patio de George estaba protegido por un alto muro coronado por trozos de vidrio unidos con cemento para desanimar a los visitantes indeseables, mientras unos perros guardianes desanimaban a los más insistentes. Detrás del patio discurría un viaducto para la vía férrea, dos de cuyos arcos habían sido tapiados y convertidos en talleres de reparación. Sólo una parte de uno de ellos se había dedicado a oficina.
George se hallaba sentado detrás de una mesa, con el sombrero y el abrigo puestos porque el pequeño convector eléctrico de aire frío y caliente apenas lograba templar el aire frío y húmedo. El techo se curvaba sobre su cabeza y no se había hecho nada para disimular o aislar los ladrillos del arco. En un rincón se veía una caja de cartón llena de botellas vacías de vino y cerveza, colillas, cristales rotos y deterioradas decoraciones navideñas. A través del delgado tabique que separaba esta oficina improvisada del taller se oía la música rock emitida por una radio.
George Kosinski tenía treinta y seis años, aunque muchos le habrían atribuido cinco o diez más. Era un hombre bajo con una gran nariz y un gran bigote, los cuales no sólo parecían inapropiados, sino falsos. Lo mismo podía decirse de su fuerte acento cockney, al que tenía que adaptarme cada vez que le veía. Llevaba un traje caro de Savile Row, con solapas pespunteadas en exceso, a fin de poner de relieve el trabajo artesano. La camisa, los zapatos, que descansaban sobre la mesa entre los papeles, y la corbata eran de la mejor calidad. Tenía el cabello rizado y canoso en las sienes, detalle que le prestaba el aspecto distinguido que confieren las visitas regulares al peluquero. Si economizaba en algo, no era en ropa ni en transporte, porque fuera esperaba su reluciente Rolls nuevo.
—Conque aquí estáis. Habéis venido a ver a tío George en su guarida, ¿verdad?
Bajó los pies de la mesa con un suspiro. Tuve la impresión de que había adoptado aquella postura para nuestra llegada. Le gustaba dárselas de poco convencional.
Los niños estaban demasiado atónitos para responder. George se recostó en el respaldo y golpeó la pared con un lado del puño. Alguien reaccionó a esta orden desde la habitación contigua, porque la radio enmudeció inmediatamente.
—Vuestro padre ha venido a comprarme un bonito coche... ¿os lo ha dicho? —Me miró y añadió—: Aún no ha llegado. —Echó una ojeada al reloj—. Pero estará aquí de un momento a otro.
—Nos hemos anticipado un poco, George —me disculpé.
—¿Puedo ofreceros algo de beber? No guardo nada de valor aquí. Ya has visto cómo está.
Lo había visto, en efecto. El resquebrajado linóleum del suelo y las paredes desnudas lo decían todo. Además, un letrero anunciaba: No compramos radios de coche. Me sorprendió leyéndolo y explicó:
—No para de entrar y salir gente intentando venderme radios y grabadoras.
—¿Robadas?
—Claro. ¿Qué harían esos muertos de hambre con un caro equipo estereofónico si no lo hubiesen arrancado de un coche aparcado en la calle? Jamás toco nada sospechoso.
—¿Pasas mucho tiempo aquí? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Vengo de vez en cuando. Cuando se dirige un negocio, cualquier tipo de negocio, hay que vigilarlo, ¿no, Bernard?
—Supongo que sí.
George Kosinski era rico y me extrañó que soportara una sordidez semejante. No era mezquino... incluso quienes cerraban con él los duros tratos por los que también se le conocía, se hacían lenguas de su generosidad.
—Rover 3500; no lamentarás haberlo comprado, Bernard. Y si me equivoco, tráemelo y te devolveré el dinero. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —asentí.
Hablaba a los niños tanto como a mí. Le gustaban los niños. Quizá su matrimonio habría sido más feliz si hubiera tenido hijos propios.
—Lo vi ayer por la mañana. Verde oscuro, una bonita capa de pintura, igual que de fábrica, y los enceradores son los mejores del país. Es un coche con solera, Bernard. Mejor aún: un modelo especial. El motor V-6 apenas se ha usado.
—¿No será uno de esos coches adquiridos por una anciana, que sólo lo usaba para ir de compras una vez por semana y se ponía nerviosa cuando rebasaba los treinta y cinco kilómetros por hora? —pregunté.
—Pícaro —dijo George con una sonrisa—. Vuestro padre es un pícaro —repitió, dirigiéndose a los niños—. No me cree, a mí, que no he dicho una sola mentira en toda mi vida. —De repente se oyó un tremendo fragor; Billy retrocedió y Sally se tapó la cabeza con las manos—. Son los trenes —explicó George—. Circulan por encima de nuestras cabezas.
Sin embargo, la declaración de George de no haber mentido nunca se grabó en la imaginación de Billy, que preguntó, cuando el sonido del tren hubo disminuido:
—¿De verdad no has dicho nunca una mentirijilla, tío George? ¿Ni una sola?
—Casi ninguna —contestó George y añadió, dirigiéndose a mí—: Esta mañana vendrá un amigo tuyo. Le dije que estarías aquí.
—¿Quién?
—No será un secreto, ¿verdad? —dijo George—. No me meteré en un lío sólo por decir a alguien dónde estás, ¿verdad? —Era una broma, aunque no del todo. Había oído el mismo resentimiento en las voces de otras personas que sólo tenían una vaga idea de cómo me ganaba la vida.
Hizo una mueca, como disculpándose.
—Hay gente enterada de que te conozco... gente que parece saber más que yo sobre tu trabajo.
Nervioso, se empujó hacia arriba las gafas, usando el índice. Siempre lo hacía cuando estaba excitado. Supongo que la montura era demasiado pesada o quizá se debía al sudor.
—La gente trata de adivinar lo que hago —contesté— y es mejor no darles alas. ¿Quién es?
—Le llaman Posh[9] Harry. ¿Sabes de quién hablo? Tiene un cargo en la CIA, ¿no? Parece que te conoce bien. No vi ningún inconveniente en decirle que te vería.
—Hace mucho tiempo que no trabaja en la CIA —dije—, pero es un buen muchacho. ¿Dices que vendrá aquí?
—Quiere verte, Bernard. Cree tener algo que te gustará.
—Ya veremos, pero tú sabes cómo es, George. Siempre que le veo me pregunto si su verdadera intención no será venderme una enciclopedia.
Posh Harry fue puntual. Era inconfundiblemente americano y su rostro, al igual que sus trajes y camisas, no parecía arrugarse nunca. Aunque en medio de una multitud podría pasar por europeo, era de extracción hawaiana y tenía las facciones aplanadas, la nariz pequeña y los pómulos altos de los pueblos orientales. Pasaba la mitad de su vida a bordo de aviones y sus únicas señas eran hoteles, oficinas compartidas y apartados de correos. Era un asombroso políglota y siempre sabía qué ocurría a quién desde Washington a Varsovia y viceversa. Era lo que los reporteros llaman «una fuente» y siempre tenía algo que añadir sobre el último escándalo, juicio o investigación de espionaje cuando los medios de comunicación habían agotado los comentarios. Su hermano —mucho mayor que él— era un miembro de la CIA cuya carrera se remontaba a los tiempos del OSS en la segunda guerra mundial. Había muerto en una desgraciada operación de la CIA en Vietnam. A veces se sugería que Harry era un enlace reconocido a través del cual la CIA filtraba historias que deseaba hacer públicas, pero resultaba difícil combinar esto con la historia familiar de Harry, que no era un defensor de la CIA, pues jamás le había perdonado del todo la muerte de su hermano.
Harry correspondía con exactitud a la clase de hombre que Hollywood elige para encarnar a un agente de la CIA. También su voz era perfecta para el papel. Tenía aquella voz americana baja y muy suave que rebosa claridad y atractivo, la voz que usan los comentadores deportivos para juegos aburridos y lentos.
Harry llegó vestido con las prendas inglesas que sólo pueden encontrarse en la ciudad de Nueva York. Un impermeable gris oscuro de popelín de algodón, zapatos de becerro estilo Oxford, chaqueta de tweed y una corbata de escuela inglesa a rayas inventada por un diseñador americano. Pero la gorra fallaba; era un modelo deportivo a cuadros escoceses que pocos ingleses llevan, ni siquiera en un campo de golf.
—Me alegro de volver a verte, George —dijo en cuanto estrechó la mano de George.
Entonces me dedicó un saludo similar con aquella voz baja y grave y me dio un apretón de manos firme y sincero.
—Voy a ver si ha llegado el coche —dijo George—. Venid, niños.
—He hablado por teléfono con Lange —explicó Harry—. Estuvo encantado de verte otra vez.
—¿Y qué cuenta Lange?
—Nada que yo no supiera ya. Que aún trabajas mucho, cumpliendo órdenes de la Central de Londres.
—¿Qué más?
—Algo sobre Bret Rensselaer —dijo Harry—. No escuché con demasiada atención.
—Es lo mejor con Lange —asentí—. Le tiene manía a Bret Rensselaer.
—¿De modo que no es cierto que se lleve a cabo una investigación especial de Bret?
—Que yo sepa, no.
—Como es probable que sepas, no soy muy amigo de Bret, pero le considero seguro en un cien por cien. No cabe la posibilidad de que hiciera algo desleal.
—¿Tú crees? —pregunté, procurando mantener un tono indiferente.
—Durante años, tu gente mantuvo a Bret lejos de cualquier material sensible americano para no comprometer su lealtad, pero nunca fue agente secreto de la Agencia. Bret es vuestro hombre, puedes estar bien seguro sobre el particular.
Asentí y me pregunté de dónde habría sacado Posh Harry la idea de que Bret era sospechoso de filtrar secretos a los americanos. ¿Sería una mala interpretación de Lange o de Harry? ¿O sencillamente que nadie podía imaginarle haciendo algo tan deshonroso como espiar para los rusos? Y si era incapaz de ello, ¿estaba yo en un error? Y si, por el contrario, era culpable de actividades tan poco caballerosas, ¿quién iba a creerlo?
—¿Qué diablos tienen en contra de Bret? —inquirió Harry.
—Será mejor que te pongas en contacto conmigo a través de la oficina, Harry —aconsejé—. No me gusta implicar a mis parientes.
—Claro, lo siento —dijo Harry, sin dar la impresión de sentirlo—, pero se trata de algo que es mejor no mencionar en la otra orilla del río. —Indicó con un gesto vago la situación de Westminster y Whitehall.
—¿Qué es?
—Voy a servirte algo en bandeja, Bernard, que te hará muy famoso entre tu gente.
—Magnífico —dije, sin mucho entusiasmo. Ya había sufrido en el pasado algunos favores de Harry.
—Es la pura verdad —aseguró Harry—. Echa una ojeada a esto. —Me alargó la fotocopia de un documento mecanografiado. Eran ocho páginas.
—¿Tengo que leerlo o vas a contármelo tú?
—Se trata de un memorándum discutido por el Gabinete hace unos tres o cuatro meses. Concierne a la seguridad de las instalaciones británicas en Alemania Occidental.
—¿Del Gabinete británico? ¿Un memorándum del Gabinete británico?
—Sí, señor.
—¿Tiene algo especial?
—Lo especial es que por lo menos una copia ha llegado a manos del KGB en Moscú.
—¿Y esta fotocopia procede de allí?
—KGB; Moscú. Exactamente —sonrió. Era la sonrisa del vendedor, amplia pero fría.
—¿Qué tiene esto que ver conmigo, Harry?
—Podría ser la oportunidad que necesitas, Bernard.
—¿Necesito una oportunidad?
—Vamos, Bernard. ¡No me vengas con ésas! ¿Crees que es un secreto que a tu gente los pone nerviosos darte trabajo?
—No sé de qué me hablas, Harry.
—Está bien. Cuando tu mujer desertó, lo barrieron debajo de la alfombra, pero no te imagines que no hubo comentarios clandestinos con los chicos de Washington y Bruselas. ¿Y qué crees que decían? Qué hay del marido, preguntaban. No voy a andarme con miramientos, Bernie. Bastante gente (gente del negocio, quiero decir) sabe lo ocurrido con tu esposa. Y saben que en estos momentos estás bajo el microscopio. ¿Vas a negarlo?
—¿Cuál es tu proposición, Harry? —pregunté.
—Este memorándum es material caliente, Bernie. ¿Qué hijo de perra lo filtró? ¿Y de qué modo para que no parase hasta llegar a Moscú?
—¿Un agente en el Diez de Downing Street? ¿Es esto lo que me vendes?
—El Diez de Downing Street es el lugar, compañero. Te aconsejo que guardes esta fotocopia y empieces a hacer preguntas. En mi opinión, algo sensacional como esto podría hacerte un gran bien en estos momentos.
—¿Y qué quieres por ello?
—Vamos, vamos, Bernie. ¿Es eso lo que piensas de mí? Es sólo un regalo. Te debo un par de favores, ambos lo sabemos.
Doblé las páginas lo mejor que supe y me las guardé en el bolsillo.
—Escribiré un informe, claro.
—Haz lo que quieras, pero si informas sobre ello, esas páginas irán a parar a la caja fuerte y nadie oirá hablar más de ellas. La investigación será encargada directamente al servicio de seguridad. Lo sabes tan bien como yo.
—Lo pensaré, Harry. Gracias, de todos modos.
—Mucha gente apuesta por ti, Bernard.
—¿De dónde lo has sacado, Harry?
Posh Harry tenía un pie sobre la silla y rascaba suavemente con la uña una mancha de barro del zapato.
—¡Bernard! —exclamó en tono de reproche—. Sabes que no puedo decirte eso. —Se mojó los dedos con saliva y lo intentó por segunda vez.
—Bueno, eliminemos algunas preguntas desagradables —dije—. Esto no procede de ninguna oficina de la CIA, ¿verdad?
—Bernard, Bernard. —Aún seguía examinando el zapato—. ¡Qué mentalidad la tuya!
—Porque no quiero llevar encima un mecanismo de relojería.
Terminó la limpieza del zapato, puso los pies en el suelo y me miró.
—Claro que no. Está en bruto, es caliente. No ha pasado por ninguna mesa.
—¿Una especie de bulo, entonces?
—¿Por quién me tomas, Bernard? ¿Por un alcahuete del KGB a ratos perdidos? ¿Crees que he durado hasta ahora sin ser capaz de oler un bulo del KGB?
—Siempre hay una primera vez, Harry. Y cualquiera de nosotros puede cometer un error.
—Está bien, Bernard. Admito que desconozco la procedencia de esta filtración. Se trata de un contacto alemán que hasta ahora sólo me ha dado material inmejorable.
—¿Y quién le paga?
—No está en venta, Bernard.
—Entonces, no le conozco —dije.
Emitió una risita entre dientes, como celebrando un mal chiste de un cliente importante.
—Te has vuelto viejo y amargado, Bernard. ¿Sabes que hubo un tiempo en que te enfadabas al oír una reacción así? Y pronunciabas una conferencia sobre idealismo, política, libertad y los que mueren en defensa de sus ideales. En cambio, ahora dices que no le conoces. —Meneó la cabeza. Era una broma, pero ambos sabíamos que tenía razón. Los dos conocíamos a muchos que nunca habían estado en venta y algunos habían muerto demostrándolo.
—¿George te vende un coche? —pregunté, para cambiar de tema.
—Me los alquila. Ya hace varios años. Me permite cambiar de coche, ¿comprendes? Lo sabías, ¿no? —Quería decir que George le alquilaba una serie de coches diferentes cuando mantenía a alguien bajo vigilancia y no le interesaba que reconocieran su vehículo.
—No —contesté—. George tiene la discreción del confesor. Ni siquiera sabía que os conocíais.
—Y tus hijos son un encanto, Bernard. —Me dio una palmada en la espalda—. No estés tan preocupado, muchacho. Tienes muchos y buenos amigos, y la mayoría están en deuda contigo. Te sacarán de ésta.
Posh Harry estaba diciendo estas palabras cuando la puerta de la oficina se abrió de golpe y en el umbral apareció una mujer de unos treinta años, bonita como suelen serlo las mujeres que usan el suficiente maquillaje de buena calidad. Llevaba un largo abrigo de piel y abrazaba un bolso muy grande como si contuviera objetos de considerable valor.
—Cariño —llamó, en tono impertinente—. ¿Cuánto tiempo habré de seguir esperando en este agujero?
—Ya voy, preciosa —contestó Posh Harry.
—¡Harry-y! Vamos a llegar muy tarde —insistió ella, con una voz cargada de capullos de magnolia, la clase de acento propio de las mujeres que ven Lo que el viento se llevó por TV mientras se atiborran de bombones.
Harry consultó el reloj y en seguida nos dedicamos a la rutina de intercambiar números de teléfono y prometer almorzar juntos, aunque ninguno de los dos puso en ello mucho entusiasmo. Cuando Harry se despidió por fin, George Kosinski volvió con los niños.
—¿Todo va bien, Bernard? —preguntó, dirigiéndome una mirada inquisitiva. Supongo que para George todas las entrevistas eran negocios o negocios en potencia.
—Sí, todo ha ido bien —contesté.
—Tu Rover ya está aquí. A los niños les gusta.
Puso el portafolios sobre la mesa y empezó a rebuscar en él para encontrar el libro de registro, lo cual no logró hasta que vació todo el contenido sobre la mesa. Había un paquete de cartas listas para echar al correo, una biografía de Mozart y una Biblia editada con mucho esmero.
—Un regalo para mi sobrino —dijo, como si la presencia de la Biblia exigiera alguna clase de explicación. También encontró un ejemplar de The Daily Telegraph, un surtido de llaves de coche provistas de sendas etiquetas, una libreta de direcciones, algunas monedas extranjeras y un pañuelo de seda roja. Agitó el libro de Mozart ante mi cara—. Últimamente me intereso por la música —añadió—. He asistido a algunos conciertos con Tessa. Mozart llevó una vida terrible, ¿lo sabías?
—Había oído rumores —dije.
—Si alguna vez quieres demostrar que no existe relación entre el esfuerzo y la recompensa en este mundo, sólo tienes que leer la vida de Mozart.
—Ni siquiera eso —repliqué—. Lo averiguas en cuanto has trabajado un tiempo en mi oficina.
—Los conciertos de piano —dijo George, empujándose de nuevo las gafas hacia arriba—, los conciertos de piano son lo que más me gusta. He abandonado la música pop desde que descubrí a Mozart. Esta mañana he encargado todos los quintetos a la casa de discos. Maravillosa música, Bernard, maravillosa.
—¿Comparte Tessa este entusiasmo musical? —inquirí.
—Se deja llevar por él —contestó George—. Es una mujer culta, claro. No como yo, que dejé la escuela a los catorce años, sabiendo apenas escribir. Tessa entiende de música y arte y esas cosas. Las aprendió en el colegio.
Me vio mirando por la ventana hacia el patio.
—Los niños están muy bien, Bernard. El encargado les deja echar una mano en el taller. A todos los chicos les encantan los trabajos mecánicos; es probable que ya lo sepas. Resulta difícil mantener a un niño alejado de los coches. Yo también era así de pequeño. Adoraba los coches. La mayoría de coches robados se encuentran en manos de chicos demasiado jóvenes para tener carnet de conducir. —Suspiró—. Sí, Tessa y yo vamos tirando. No tenemos más remedio, Bernard. Ella ya es demasiado vieja para correr tras otros hombres; se ha dado cuenta por sí misma.
—Me alegro —dije—. Siempre me ha gustado Tessa.
George interrumpió esta conversación incoherente. Me miró y tardó un momento en pensar lo que iba a decir.
—Te debo una explicación, Bernard, lo sé.
Me había acusado prácticamente de tener una aventura con su mujer Tessa en una época en que sospechaba lo mismo de todos los hombres que la conocían. Ahora había tenido tiempo de ver las cosas con más perspectiva.
—Nunca ocurrió nada —dije—. De hecho, no la conocí realmente hasta que Fiona me abandonó. Entonces Tessa hizo todo lo que pudo para ayudarme... con los niños, la organización de la casa, las discusiones con su padre, etcétera. Se lo agradezco y siento mucha simpatía por ella, George. Me gusta, me gusta tanto que creo que merece un matrimonio feliz.
—Lo estamos intentando —explicó George—, los dos lo intentamos. Pero su padre me detesta, ¿sabes? No puede soportar que algún conocido suyo se entere de que soy su yerno. Se avergüenza de mí. Se llama a sí mismo socialista, pero se avergüenza de mí porque no tengo el acento correcto, la educación correcta o el ambiente familiar correcto. En realidad, me odia.
—Tampoco está exactamente loco por mí —contesté.
—Pero tú no tienes que encontrarle en tu club ni en restaurantes cuando llevas a comer a un cliente. Te juro que me ha fastidiado un par de buenos negocios acercándose a mi mesa en pleno almuerzo para hacer vulgares insinuaciones sobre mi matrimonio. La vida ya es bastante difícil, Bernie. No necesito esa clase de tratamiento, en especial cuando estoy con un cliente.
—Quizá no lo hace a propósito —sugerí.
—Claro que lo hace a propósito. Quiere darme una lección. Yo voy por todas partes diciendo a todo el mundo que soy su yerno, así que él va diciendo a todo el mundo que no soy capaz de dominar a mi mujer.
—¿Eso dice?
—Si le cogiera... —George frunció el ceño al pensarlo—. Lo insinúa, Bernard, lo insinúa. Ya sabes lo que puede insinuar ese hombre con un guiño y un gesto.
—Tiene algunas ideas muy extrañas —convine.
—Querrás decir que es un verdadero estúpido. Nadie lo sabe mejor que yo. Deberías escuchar sus ideas sobre cómo dirigir mi negocio. —George dejó de guardar cosas en el portafolios, se puso las manos en las caderas y ladeó la cabeza, imitando a mi suegro. También adoptó su misma voz—: Da una orientación pública a tu negocio, George. Busca oportunidades de exportación, George. O mejor aún, busca la ocasión de asociarte con una de las grandes compañías. Piensa en términos realmente grandes. No querrás ser un vendedor de coches toda tu vida, ¿verdad? —George sonrió.
El insigne David Kimber-Hutchinson era inimitable, pero fue una buena caracterización. Y no obstante, la mejor oportunidad de ahondar en el alma de una persona es verle imitar a otra. Una gran ofensa había creado en George un resentimiento flagrante. Si el asunto llegaba a una confrontación, no me gustaría encontrarme en el lugar de Kimber-Hutchinson. Y como ya estaba en contra de mi suegro, anoté este hecho con interés.
—Y sin embargo, hace mucho dinero —dije.
—Los David de este mundo se cuidan entre sí.
—Quería a los niños. Pretendía adoptarlos...
—Para convertirlos en pequeños Kimber-Hutchinson. Ya lo sé. Tessa me lo contó. Pero lucharás contra él, ¿verdad, Bernard?
—Sin ceder ni un centímetro de terreno.
El enemigo de mi enemigo... no existe una mejor base para la amistad, según el antiguo proverbio.
—¿Le ves con frecuencia? —pregunté.
—Con excesiva frecuencia —dijo George—, pero estoy decidido a ser amable con Tessa, así que voy a visitarle con ella y le escucho delirar sobre sus grandes éxitos. —George metió el libro de Mozart en la cartera—. Quiere comprarme un nuevo Rolls y ha resuelto obtener un buen precio por el viejo. Me ha enseñado tres veces la tapicería y la pintura. ¡Tres veces!
—¿No sería un buen negocio, George? Un Rolls-Royce nuevo podría costar un buen pellizco.
—¿Y tenerle en mi umbral cada vez que no se pusiera en marcha a la primera vuelta de la llave? Mira, no soy vendedor de Rolls, pero compro y vendo unos cuantos al cabo del año. Y los que vendo son buenos, porque no quiero ni tocar los defectuosos. Es un mercado difícil; estos días los clientes no pueden beneficiarse de muchas desgravaciones fiscales. Pero tú sabes, y yo sé, que por muy nuevo que sea el Rolls que venda a este viejo bastardo, empezará a causarle problemas en cuanto se lo haya entregado. ¿Verdad que sí? Es como una ley de la naturaleza; el coche que le consiga le causará problemas. Y él decidirá inmediatamente que no es nuevo de fábrica, que lo he comprado barato porque tenía algún defecto. —Cerró el portafolios—. No quiero disputas, Bernard; prefiero que lo compre en Berkeley Square. Ya se lo he dicho, pero no le da la gana de creer que haya alguien en este mundo capaz de despreciar una oportunidad comercial.
—Desde luego, no es propio de ti, George.
Sonrió, compungido.
—Supongo que no, pero tal es mi actitud respecto a él.
—Vamos a mirar mi nuevo coche —propuse, pero él no quería moverse de detrás de la mesa.
—Posh Harry ha dicho que estabas en apuros. ¿Es cierto, Bernard?
—Posh Harry se gana la vida vendiendo información. Lo que no sabe, lo adivina, y lo que no puede adivinar, lo inventa.
—¿Problemas de dinero? ¿Problemas de mujeres? ¿Problemas laborales? Si se trata de dinero, podría ayudarte, Bernard. Te convendría más pedirme prestado a mí que a un banco de High Street. Sé que no quieres cambiar de casa; Tessa me lo ha explicado.
—Gracias, George, pero creo que tengo solucionada la parte monetaria. Por lo visto van a darme una asignación especial para niños, nanny y demás.
—¿No podrías llevarte a los niños lejos por una temporada? ¿Pedir vacaciones y descansar? Pareces muy cansado estos días.
—No puedo permitirme este lujo —contesté—. Tú eres rico, George, y puedes hacer lo que se te antoje. Pero yo no.
—No soy lo bastante rico para hacer todo lo que se me antoje, pero sé a qué te refieres: soy lo bastante rico para no hacer lo que no quiero. —George se quitó las pesadas gafas—. He preguntado a Posh Harry para qué deseaba verte; no quería decírmelo, pero he insistido. Tiene que complacerme porque le hago muchos favores, de una u otra clase. Y no encontraría a muchos dispuestos a esperar los pagos con tanta paciencia. Le he preguntado: «¿Para qué quieres ver a Bernard?», y él me ha dicho: «Para ayudarle; tiene problemas.» «¿Qué clase de problemas?» «Su gente cree que trabaja para el otro lado —ha dicho Harry—. Si pueden probarlo, le encarcelarán durante treinta años; no pueden dejarle andar por la calle; sabe demasiado sobre cómo trabajan sus colegas.» —George calló un momento—. «Bernard Samson no trabajaría para los rusos —he protestado—. Le conozco lo bastante para saberlo y si la gente con quien trabaja no lo sabe, es porque son unos estúpidos.»
George se rascó el cogote mientras decidía cómo continuar.
—«Bueno, su mujer trabajaba para ellos —ha dicho Harry— y si él aún no lo hace, los rusos no van a dejarle tranquilo.» «¿Qué quieres decir?», he preguntado a Posh Harry. «Éste es su problema —ha respondido él—, por eso necesita ayuda. O bien los británicos le meterán treinta años en chirona o los rusos enviarán a un pelotón de ejecución para acabar con él.»
George volvió a ponerse las gafas y me miró como si me viera por primera vez.
—Posh Harry se gana la vida contando historias como ésta, George. Es buen material dramático, ¿no crees? Como las películas de TV.
—No cuando conoces a uno de los actores —dijo George. Pasó otro tren por el viaducto, produciendo un ruido suficiente para impedir cualquier conversación—. Malditos trenes —rezongó George cuando el sonido se hubo extinguido—. Los trenes hacían este mismo estruendo cuando pasaban junto a la casa donde viví de niño. Juré que nunca aguantaría esta clase de ruido cuando hiciera el dinero suficiente... y aquí estoy. —Miró en torno a la pequeña y pobre oficina como si la viera con los ojos de un visitante—. Es gracioso, ¿verdad?
—Vamos a echar un vistazo a mi coche —sugerí de nuevo.
—Bernard —dijo George, mirándome con seriedad—, ¿conoces a un hombre llamado Richard Cruyer?
—Sí —contesté, de modo lo bastante vago para negarlo de repente si fuera necesario.
—Trabajas con él, ¿verdad?
Intenté recordar si George y Tessa habían cenado alguna vez en mi casa con los Cruyer.
—Sí, trabajo con él. ¿Por qué?
—Tessa ha tenido que verle un par de veces. Dice que ha sido en relación con esta sociedad benéfica infantil para la que ella trabaja tanto.
—Comprendo —dije, aunque no lo comprendía.
Nunca había oído decir a Tessa que trabajaba para una sociedad benéfica y no podía imaginarme qué papel interpretaría Dicky Cruyer en cualquier beneficencia que no le exigiera dedicar sus energías al propio bienestar.
—No puedo evitar ser suspicaz, Bernard. La he perdonado y eliminado gran parte del resentimiento que envenenaba nuestras relaciones. Pero aún sospecho, Bernard. A fin de cuentas, soy humano.
—¿Y qué quieres saber? —pregunté, aunque lo que quería saber no podía ser más evidente.
Quería saber si Dicky Cruyer era la clase de hombre capaz de tener una aventura amorosa con Tessa. Y la única respuesta veraz era un inequívoco: «Sí.»
—Lo que pasa. Quiero saber lo que pasa.
—¿Se lo has preguntado a Tessa?
—Equivaldría a una pelea, Bernard. Destruiría todo el trabajo que ambos hemos realizado para apedazar nuestro matrimonio. Pero tengo que saberlo, me está sacando de quicio; estoy desesperado. ¿Lo averiguarás por mí? ¿Como un favor?
—Haré lo que pueda, George —prometí.