25
A medianoche se cerraba con llave la puerta del hotel de Lisl Hennig. Tal había sido la rutina desde que yo podía recordar. Los huéspedes que volvían de vez en cuando después de dicha hora tenían que solicitar una llave y a aquellos que volvían con frecuencia después de dicha hora se les rogaba que buscaran otro hotel.
Los huéspedes que llegaban después de medianoche sin llave tenían que tirar del viejo cordón de la campanilla. Desde la calle no se oía sonar y a veces los huéspedes hacían mucho ruido antes de poder entrar en el hotel. Yo no oía la campanilla desde mi pequeña habitación del desván. Lisl sí que la oía, porque dormía en la planta baja desde que su artritis había empeorado, pero nunca bajaba a abrir la puerta, naturalmente; aquel único tramo de escalones de piedra que comunicaba el salón con el vestíbulo representaba un esfuerzo que intentaba evitar en lo posible. Si sonaba la campanilla, abría la puerta uno de los criados, que solían hacerlo por turnos. En general le tocaba a Klara, pero aquella noche en que Werner se fue al sector oriental era el turno de Richard, un muchacho de Bremen que trabajaba en la cocina. Klara no había salido aquella noche; estaba acostada en su cama y dormida, pero la campanilla la despertó, como siempre. Sin embargo, sus horas libres eran sagradas, así que dio media vuelta y olvidó que la había oído.
Así pues, fue Richard quien bajó a la puerta principal cuando sonó la campanilla a las dos y media de la madrugada. Estaba oscuro y seguía lloviendo y Richard llevó consigo la pala de madera con que aplanaba las tajadas de ternera para hacer wiener schnitzels. Como explicó después, todos los huéspedes habían vuelto y necesitaba algo con que defenderse.
De modo que fue Richard quien me despertó de un profundo sueño en el que soñaba que el viejo Herr Storch me hacía recitar un poema sobre Hitler. Era un sueño tonto en el que no sabía ningún poema sobre Hitler excepto uno muy grosero que no me atrevía a declarar delante del señor Storch.
—Un caballero desea verle, señor —dijo Richard, después de sacudirme por el hombro y poner en fuga a Storch y a mis condiscípulos—. Un caballero desea verle.
Lo dijo en inglés y sospeché que lo había aprendido de uno de esos mayordomos de las películas porque tenía exactamente el mismo buen acento e inflexión, mientras que el resto de su inglés era espantoso.
—¿Quién? —pregunté, encendiendo la luz de la mesilla.
La pantalla de plástico amarillo trazó dibujos en la pared y su luz dio a Richard un aspecto feroz y el color de un enfermo de ictericia.
—Soy yo.
Me puse las gafas y miré hacia el umbral. Era Bret Rensselaer. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Por un momento pensé que todo formaba parte de mi sueño. Salté de la cama y me puse la bata.
—Dios mío, Bret, ¿qué haces en Berlín? —exclamé—. Puedes irte —dije a Richard—, es un amigo.
Richard salió y cerró la puerta y Bret avanzó hacia la luz. Estaba casi irreconocible. No era el Bret que yo conocía. Su abrigo oscuro, empapado de lluvia, chorreaba agua que formaba charcos sobre la antigua alfombra. Había lodo en sus zapatos. No llevaba corbata y su camisa estaba sucia y desabrochada. Sus ojos de mirada fija estaban hundidos en el rostro ceniciento y sin afeitar.
—Das la impresión de necesitar un trago —dije, abriendo la rinconera donde guardaba una botella de Johnnie Walker libre de impuestos y algunos vasos. Le serví una generosa medida de whisky y él casi me arrancó el vaso de la mano y bebió un par de tragos.
—Tenía que encontrarte, Bernard. Eres el único que puede ayudarme.
¿Era realmente Bret Rensselaer? Jamás pensé que llegaría el día en que Bret solicitase ayuda de alguien y menos de mí.
—¿Qué sucede, Bret?
—Eres el único en quien puedo confiar.
—Siéntate —dije—. Despójate de este abrigo mojado y quítate los zapatos.
Obedeció, moviéndose con el ritmo lento de un robot o de un sonámbulo.
—También vendrán a por ti —murmuró.
—Empieza por el principio, Bret.
Pero estaba demasiado cansado para comprenderme. No me miró, sino que continuó repantigado en el sillón, mirándose los zapatos sucios de barro.
—Me arrestaron.
Lo dijo en voz muy baja, por lo que tuve que inclinarme hacia él para oír sus palabras.
—¿Quién?
—Un grupo del Cinco... todo muy legal. Tenían toda la documentación... incluso un papel del director adjunto con las dos firmas autorizadas.
—¿Morgan había firmado?
—Sí, Morgan había firmado. Pero no todo es obra suya; tienen un largo expediente sobre mí.
Me serví un trago mientras ordenaba mis pensamientos. ¿Estaba admitiendo Bret que era un topo del KGB? ¿Había acudido a mí convencido de que yo también era un agente del KGB? ¿Y cómo diablos podía yo averiguarlo? Bebí unos sorbos y sentí el calor bajarme por la garganta. No me aclaró el cerebro, pero me despertó del mejor modo posible.
—¿Qué harás ahora? —pregunté, tanteando el terreno—. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Todo empezó cuando el comité fue a Berwick House —dijo Bret, como si no hubiera oído mi pregunta—. Algunos de ellos querían estar presentes en un interrogatorio. Se había discutido mucho sobre si Stinnes estaba cooperando de verdad o sólo haciéndonos perder el tiempo. Ladbrook también venía. Ladbrook es íntegro, tú lo sabes.
Asentí. Ladbrook era el interrogador principal y se mantenía al margen de la política de la oficina tanto como le era posible.
—Usamos una de las grandes habitaciones de la planta baja; no había lugar para todos en la sala de grabación. —Bret me alargó el vaso para que le sirviera otro trago y yo le complací, pero fui menos generoso esta vez. No bebió en seguida, sino que dio varias vueltas al vaso. Entonces continuó—: El interrogatorio versaba sobre claves y comunicaciones. Al principio no escuché con mucha atención, pensando que todo aquello ya lo había oído antes. Sin embargo, al cabo de un rato me di cuenta de que Stinnes ofrecía material nuevo. El Cinco había asignado al comité a uno de sus especialistas en comunicaciones justo para aquella secuencia y le vi muy excitado. No se puso a saltar y a cantar «Rule, Britannia!», pero quizá lo habría hecho de haber tenido más espacio para moverse.
—¿Era material que no habías oído nunca?
—Un material realmente bueno, Bernard. Stinnes empezó ofreciéndonos todo el código de señales de la embajada y el especialista del Cinco formuló algunas preguntas que Stinnes contestó pronta e inequívocamente. Tenía ante mí a un Stinnes diferente: educado, encantador, cortés y respetuoso. Les dejó ver todo su atractivo; incluso contó chistes. Se rieron y Stinnes estuvo más distendido que nunca. Entonces uno de los del Cinco dijo que era una lástima que no nos hubiera dado algo de este material unas semanas antes porque ahora se producirían seguramente alteraciones en sus señales, como consecuencia de su deserción. Y Stinnes replicó tan tranquilo que me había dado todos estos datos en nuestras primeras entrevistas.
—¿Y tú lo negaste?
La voz de Bret sonó con estridencia:
—Jamás nos facilitó esta importante información. No me la dio a mí, ni a Ladbrook ni a ti.
—¿Cuál fue tu reacción?
—Soy el presidente de ese maldito comité. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Llamarme a mí mismo al orden y nombrar a un subcomité? Dejé que continuaran. ¿Qué podía hacer, sino seguir sentado allí, escuchando todos aquellos disparates?
—¿Y se lo tragaron?
Una idea acudió a la mente de Bret Rensselaer.
—No te dijo nada sobre este material, ¿verdad? ¿Claves y comunicaciones? ¿Listas de contactos en la embajada? ¿Rutas en países extranjeros? ¿Seguridad en el cuarto de señales? ¿Te dijo algo de esto? Por el amor de Dios...
—No, no me mencionó nada de esto —contesté.
—Gracias a Dios. —Se secó la frente—. Hay momentos en que temo estar volviéndome loco.
—¿Te arrestaron?
—Eso fue dos días después. Por lo que oí más tarde, parece ser que la gente del Cinco se reunió aquella noche en una especie de consejo. Estaban excitados, Bernard, y también convencidos. No habían visto antes a Stinnes y todo lo que sabían de él era que se trataba de un tipo educado y dinámico que se desvive por revelar secretos soviéticos. ¿Qué iban a pensar sino que yo los retenía?
—¿Y Ladbrook?
—Es un buen hombre, Bernard. Aparte de ti, Ladbrook es la única persona que comprende lo que está pasando. Pero esto no cambiará nada. Ladbrook les dirá la verdad, pero con ello no me prestará ninguna ayuda.
—¿Qué dirá?
Bret me miró con alarma y disgusto. Ahora era yo el interrogador, pero no podía hacer nada para evitarlo; yo era su última esperanza.
—Dirá que Stinnes sólo nos dio material operativo.
—Buen material operativo —corregí.
No fue una afirmación ni una pregunta, sino un poco de ambas.
—Magnífico material operativo —dijo Bret con sarcasmo—, pero cada vez que lo hicimos servir, las cosas se torcieron de modo inexplicable.
—Dirán que fue culpa tuya —observé.
Y hasta cierto punto lo era; Bret había querido demostrar a todo el mundo que podía ser un buen agente en activo y había fracasado.
—Claro que lo dirán. Ésta es la gracia. No hay modo de probar si lo hicimos mal o si era material calculado para fallar en cuanto se llevase a la práctica.
—Stinnes es una trampa. Un solitario. Sus instrucciones debieron ser largas y complejas. Por eso requirió tanto tiempo ponerle en movimiento y por eso volvió a Berlín antes de regresar a México.
—Gracias, compañero —dijo Bret—. ¿Dónde estabas cuando te necesitábamos?
—Es fácil verlo ahora —admití—, pero entonces todo parecía en orden. Y parte del material era bueno.
—Aquellos primeros arrestos en Hannover, las cartas anónimas, el chico de nuestra oficina de Hamburgo. Sí, era bueno, pero nada que no pudiesen revelar.
—¿Cómo te arrestaron?
—El Cinco envió a dos hombres del K7 a registrar mi casa. Esto fue el martes... no, quizá el lunes... He perdido la noción del tiempo.
—¿No encontraron nada?
—¿Qué crees que encontraron? —preguntó Bret con ira—. ¿Un transmisor de radio, tinta invisible y tampones desechables?
—Sólo pretendo conocer bien los hechos.
—Es un complot —dijo Bret—. Pensaba que serías el primero en verlo.
—Lo veo, pero me gustaría saber si habían introducido algo en tu casa.
—Mierda —murmuró Bret, palideciendo—. ¡Ahora me acuerdo!
—¿De qué?
—Se llevaron una maleta del desván.
—¿Qué contenía?
—Papeles.
—¿Qué papeles?
—No sé, resmas de papel mecanografiado. Se los llevaron para examinarlos. En el desván había varias maletas. Yo creía que estaban todas vacías.
—Y ahora hay una llena de papeles. ¿Algún visitante reciente a la casa?
—No, ninguno desde hace semanas.
—¿Ningún mecánico o empleado de la Telefónica?
—Vino un hombre a arreglar el teléfono, pero no era ningún espía. Al día siguiente hice venir a nuestros propios ingenieros para que examinaran toda la casa.
—Buscando micrófonos o hilos telefónicos, pero no maletas llenas de papeles.
Se mordió el labio.
—Fui un estúpido.
—Así parece, Bret. Te intervinieron la línea y te visitaron.
—Eso es. Llegaron después de que yo notara la avería, diciendo que trabajaban en la calle, instalando unas líneas. Era un sábado. Les dije que no sabía que trabajaran en sábado.
—El KGB trabaja toda la semana, Bret.
—No puede probarlo —murmuró Bret, esperando que yo estuviera de acuerdo. Se refería a Stinnes. No contesté—. Es un montaje muy audaz y en estos momentos el comité le cree a pies juntillas, pero no puede probarlo.
—¿Cuándo te arrestaron?
—Primero fue a verme el oficial superior del K7 y me ordenó que no saliera de mi casa.
—¿De tu casa?
—Que no fuese a la oficina. Ni siquiera se me permitía ir a las tiendas del pueblo.
—¿Qué dijiste?
—No podía creer lo que oía. Le dije que permaneciera conmigo en la habitación mientras telefoneaba a la oficina. Intenté hablar con el DG, pero sir Henry se hallaba a bordo de un tren con destino a Manchester.
—El astuto sir Henry.
—No, era verdad. Su secretaria intentó localizarle, dejando mensajes en el punto de partida y en el de destino.
—¿Estás loco, Bret? ¿El Cinco envía a un grupo de registro y arresto del K7 para detener a un oficial superior y el DG tiene por casualidad otra cita que no puede anular y no deja ningún teléfono de contacto? ¿Vas a decirme que el DG no estaba al corriente de todo?
Bret me miró. No quería creer que pudieran hacerle aquello ni que quisieran hacérselo. Lo malo era que Bret no había nacido en Inglaterra como el resto de nosotros; Bret era un anglófilo. Amaba cada brizna de hierba verde y brillante que Shakespeare podía haber pisado.
—Supongo que tienes razón —dijo al fin.
—¿Y te escapaste?
—Dejé un mensaje diciendo que quería una cita urgente con el DG y di mi número de teléfono. Añadí que no me apartaría del aparato, esperando su llamada.
—Y entonces te largaste. Muy bien, Bret —elogié con auténtica admiración—. Yo habría hecho lo mismo. Pero te encontrarán en la lista de pasajeros del avión, aunque los de inmigración no te hayan identificado.
—Tengo un amigo que posee un Cessna —confesó Bret.
No necesitaba decirme esto y me convencí de que estaba dispuesto a darme todos los detalles.
—¿Dejaron a alguien frente a la casa? —Bret se encogió de hombros—. ¿Crees que te han seguido?
—Cambié de coche.
—Y los detectives no disponen de nada para seguir a un Cessna, así que estarán intentando encontrar la pista del avión.
—Volé a Hamburgo y allí alquilé un coche bajo un nombre falso. Por suerte, la chica del mostrador no leyó con atención el permiso de conducir.
—No puedes burlarlos a todos, Bret. Has olvidado la computadora del punto de entrada a la Autobahn. Con ella descubren incluso a los infractores del código de circulación.
—Soy inocente, Bernard.
—Sé que lo eres, Bret, pero será difícil probarlo. ¿Dijo alguien algo sobre un memorándum del Gabinete?
—¿Memorándum del Gabinete?
—Están tratando de encerrarte bajo siete llaves, Bret. Tienen un memorándum del Gabinete, una copia numerada a la cual sólo tú tenías acceso. Ha estado en Moscú y ha vuelto.
—¿Lo dices en serio?
—Y se han enterado muchas personas desde entonces.
—¿Quiénes?
—A mí me eligieron para que viera una copia y a Dicky Cruyer también. Puedes estar seguro de que hay otros. Parece ser que el informe completo también fue a Moscú.
—Tendrían que haberme informado.
—No sólo luchas con Stinnes —observé—, sino con todo el Centro de Moscú, que ha dedicado mucho tiempo a preparar la trampa.
Bebió un pequeño sorbo de whisky, como si ya no confiara en sí mismo. No preguntó de qué se trataba ni nada parecido; había tenido mucho tiempo para deducir de qué se trataba. A estas alturas ya debía saber que sus posibilidades de salir del embrollo y ser de nuevo el señor Limpio eran muy escasas. La tormenta había estallado. Bret caía en desgracia por tercera vez y era muy posible que me arrastrara consigo.
—Así, ¿qué debo hacer, Bernard?
—Supón que te digo: entrégate.
—No lo haría.
—¿Y si te entregara yo?
—No lo harías —dijo Bret, desviando la mirada, como si cruzarla con la mía aumentase la posibilidad de que le amenazara con entregarle.
—¿Por qué estás tan seguro? —pregunté.
—Porque eres egoísta, cínico e intratable y el único hijo de puta del Departamento que se enfrentaría desarmado con todos ellos.
No era exactamente lo que quería oír, pero sí una muestra de sinceridad con la que tendría que contentarme.
—No disponemos de mucho tiempo. Te seguirán los pasos hasta esta misma habitación. Entrar en Berlín sin dejar huellas es casi imposible, a menos que vengas del Este, caso en el cual no queda ninguna constancia de tu llegada.
—Nunca se me habría ocurrido pensar en esto —dijo Bret—. Es una locura, ¿verdad?
—Sí, lo es, pero no tenemos tiempo de escribir a Ripley acerca de ello. No tenemos tiempo para casi nada. Yo diría que la Central de Londres te seguirá la pista hasta Berlín y quizá hasta este hotel, en cuestión de dos o tres días.
—¿Estás diciendo lo que ya he intuido?
—Sí. Tendremos que hablar con Frank. La única otra alternativa es que abandones la ciudad inmediatamente. ¿Por qué has venido aquí, Bret?
—Decidí que eras la única persona que podía ayudarme.
—Tendrás que buscar más ayuda, Bret.
—Y aquí dispongo de dinero —añadió. Yo seguí mirándole fijamente—. Y de un arma.
—La sinceridad es la mejor política, Bret.
—Lo sabías, ¿verdad?
—Lo del dinero, no, pero cuando un oficial superior hace algo insólito en Berlín, me gusta saberlo, y hay personas que saben que me gusta.
—¿Quién diablos te dijo lo del arma?
—Comprar un arma es muy insólito, Bret —respondí—, en especial cuando el comprador puede firmar un papel y conseguirla ante las narices de Frank Harrington.
—¿Así que Frank también lo sabe?
—Yo no se lo he dicho.
—¿Me entregará Frank?
—No le tentemos demasiado. ¿Te parece bien que vaya a hablar con él mientras tú permaneces oculto?
—Te lo agradecería.
—Frank pudo desafiar al Departamento durante semanas y si el Cinco enviase a alguien aquí, Frank posee la autoridad suficiente para que le nieguen la entrada en el aeropuerto. Si consiguiéramos poner a Frank de nuestra parte...
—Todo empezaría a tener buen aspecto —concluyó Bret, animado.
—Bueno no, Bret, pero un poco menos cruento, maldita sea.
—¿Así que verás a Frank por la mañana?
—Veré a Frank ahora mismo. No tenemos tiempo para lujos como la noche y el día. Y por la noche no estarán sus secretarias para vernos hablando con él. Si le hablamos a solas y él dice «No hay trato», podemos convencerle de que olvide nuestra visita, pero si su secretaria la anota en el diario de citas, será más difícil negarlo todo.
—Estará durmiendo.
Era evidente que Bret temía reducir nuestras posibilidades de éxito si despertábamos a Frank de un sueño profundo y reparador.
—Frank nunca duerme.
—¿Estará con un chica? ¿Es esto lo que quieres decir?
—Ahora empiezas a quemarte.