13
—Es nuestro aniversario —dijo Gloria.
—¿De veras? —inquirí.
—No te hagas el sorprendido, cariño. Mañana hará exactamente tres meses que estamos juntos.
Ignoraba a partir de qué acontecimiento había empezado a contar y, por delicadeza, no se lo pregunté.
—Y decían que no duraría —dije.
—No bromees sobre nosotros —rogó con ansiedad—. No me importa que te burles de mí, pero no bromees sobre nosotros.
Nos encontrábamos en la sala de estar de un piso de la undécima planta, cerca de Notting Hill Gate, un distrito residencial de razas y estilos de vida muy diferentes al oeste del centro de Londres. Eran las ocho y media de la tarde de un lunes. Bailábamos muy lentamente y muy apretados el uno contra el otro, como se bailaba antes. La radio emitía el programa de jazz de la BBC conducido por Alan Dell, que tocaba una antigua versión de Dorsey de Té para dos. Gloria se dejaba crecer el pelo y ya le rozaba los hombros. Llevaba un jersey de cuello alto ribeteado de cordoncillo verde oscuro, un collar de grandes cuentas y una falda de ante beige. Era todo muy sencillo pero el efecto, con sus piernas largas y silueta generosa, quitaba el aliento.
Miré a mi alrededor: un espejo dorado, pantallas de seda, apliques con velas de luz eléctrica en las paredes y cortinas de terciopelo rojo. El equipo estereofónico estaba oculto tras una hilera de libros simulados. Era el mismo ambiente recargado de burdel del siglo XIX que se ve por toda Inglaterra en todas las tiendas de muebles de la calle mayor. Las cortinas estaban descorridas y era mejor asomarse a la ventana y ver la brillante iluminación del Londres nocturno. Y podía vernos a los dos reflejados en los cristales, bailando muy juntos.
Erich Stinnes llegaba con treinta minutos de retraso. Se alojaría aquí, con Ted Riley en el papel de «guardián». Arriba, donde Stinnes pasaría la mayor parte del tiempo, había un pequeño dormitorio, un estudio y un cuarto de baño bastante completo. Era una casa de apartamentos, no exactamente un «piso franco», sino uno de los lugares usados para el alojamiento clandestino de empleados del Departamento procedentes del continente. No se acostumbraba llevar a tales personas a las oficinas de la Central de Londres; algunas de ellas ni siquiera sabían dónde estaban.
Yo había venido para dar la bienvenida a Stinnes, comprobar que Ted Riley le acompañaba y sacarle a cenar para celebrar la nueva libertad que le habían concedido tan a regañadientes. Gloria iba conmigo porque yo había convencido a Bret, y a mí mismo, de que su presencia relajaría a Stinnes y le ablandaría para la nueva serie de interrogatorios previstos.
—¿Qué sucedió con aquella ficha para el número Diez? —pregunté mientras bailábamos—. Tu amiga dijo que ya la tenía, pero ¿cómo podía haberla conseguido? Ni siquiera la solicité.
—Le conté una historia triste. Le dije que después de tenerlo todo firmado y aprobado, la había perdido, y que me despedirían si ella no me ayudaba.
—Eres una intrigante.
—Hay demasiada burocracia. Si no flexibilizáramos un poco las normas de vez en cuando, nunca se haría nada. —Me acarició la cabeza mientras seguíamos bailando. No me gustaba ser acariciado como un perro de lanas, pero no me quejé. Era sólo una niña y supongo que estas pequeñas manifestaciones sentimentales eran lo que ella consideraba apropiado para su papel de mujer fatal. Me pregunté qué le gustaría realmente que yo hiciera: ¿sepultarla bajo un montón de rosas rojas de tallo largo y seducirla sobre una alfombra de marta cibelina frente a un fuego de troncos en plena montaña, con violines gitanos en la habitación contigua?—. Estás preocupado por Bret Rensselaer, ¿verdad? —inquirió con voz suave.
—Siempre dices esto y yo siempre respondo que Bret me importa un maldito bledo.
—Te preocupa lo que has descubierto —dijo ella.
Aceptaba mis pequeños arrebatos de mal genio con ecuanimidad y yo me preguntaba si se daba cuenta de lo mucho que la amaba por ello.
—Me sentiría muchísimo mejor si no lo hubiera descubierto —admití.
La música se terminó y hubo un breve diálogo sobre la trompeta y los solos de saxófono antes de que empezara el otro disco: Count Basie tocando Moonglow. Gloria echó la cabeza hacia atrás, torciéndola, y su larga melena rubia centelleó a la luz. Continuamos bailando.
—¿Qué vas a hacer? ¿Informar sobre ello? —inquirió.
—No hay mucho de qué informar. Todo es muy vago y circunstancial excepto ese memorándum del Gabinete y no pienso irrumpir en el despacho del DG para hablarle de él. Querrían saber por qué no informé sobre el asunto en cuanto obtuve el documento. Me preguntarían quién me lo dio y yo no quiero decírselo. Y empezarían a realizar intensas pesquisas en relación con muchas cosas. Y mientras tanto, yo estaría apartado del trabajo.
—¿Por qué no decirles quién te lo dio?
—Todas mis fuentes de información y buena voluntad se secarían de la noche a la mañana si revelara una de ellas. ¿Puedes imaginarte la clase de presión que Morgan ejercería sobre el hombre que se había apoderado de la copia del memorándum de Bret?
—¿Con objeto de deshacerse de Rensselaer?
—Sí, para deshacerse de Rensselaer.
—Tu contacto debe ser un hombre maravilloso —murmuró ella en tono soñador. No le había dicho nada de Posh Harry y estaba ofendida por mi reticencia.
—Es un bastardo escurridizo —dije—, pero nunca le pondría en manos de Morgan.
—Podría tratarse de él o tú —replicó ella con esa implacable sencillez que las mujeres llaman lógica femenina.
—Aún no se trata de él o yo ni creo que las cosas lleguen a este punto durante mucho tiempo.
—¿Así que no harás nada?
—Todavía no lo he decidido.
—Pero ¿cómo puede ser Bret? —preguntó. Era el principio del mismo círculo de interrogantes que me daban vueltas en la cabeza día y noche—. Bret sigue siempre tus consejos. Incluso ha aceptado tu sugerencia de sacar a Stinnes de Berwick House y traerlo aquí.
—En efecto.
—Y tú estás receloso porque viene aquí. Lo sé. ¿Te preocupa que Bret pudiera intentar matarle o algo parecido?
—En Berwick House tienen guardias, alarmas y todo lo demás. No sólo están para evitar que salgan los internos, sino para evitar que entren personas indeseables.
—Pues, envíale de nuevo allí.
—Llegará en cualquier momento.
—Envíale mañana.
—¿Cómo puedo hacerlo? Piensa en lo estúpido que parecería si entrara en el despacho de Bret, con la gorra en la mano, y le dijera que he cambiado de opinión al respecto.
—Y piensa en lo estúpido que parecerías si le ocurriera algo a Stinnes.
—Ya lo he pensado —dije con una expresión que se me antojó de admirable autodominio.
Ella sonrió.
—Es muy gracioso, cariño. Lamento reírme, pero te lo has buscado diciendo a Bret que el personal del Centro de Interrogatorios es muy incompetente.
—Me pregunto hasta qué punto me indujo Bret a hacer esta declaración.
Ella soltó una carcajada.
—Será digno de verse, querido. El día en que alguien te induzca a pronunciar una de tus declaraciones.
Sonreí a mi vez. Tenía razón, claro. Yo me había metido en esto y era responsable de las consecuencias.
—Pero si Bret es agente del KGB... —empezó ella.
—Ya te he dicho que no hay nada...
—Supongámoslo solamente —insistió—. Se ha colocado en una maravillosa posición de poder. —Titubeó.
Su vacilación se debía a que cualquier conjetura sobre Bret y Stinnes me ponía inevitablemente en ridículo.
—Continúa —dije.
—Si Bret Rensselaer es agente del KGB, lo ha hecho todo a la perfección. Le han empujado a encargarse del interrogatorio de Stinnes sin que él haya demostrado el menor deseo de asumir tal responsabilidad. Ahora va a aislar a la mejor fuente de inteligencia que hemos tenido durante años y lo hará por sugerencia tuya. Toda la inteligencia de Stinnes pasará a través de él y, si algo sale mal, te tiene a ti como el perfecto chivo expiatorio. —Me miró, pero yo no reaccioné—. Supón que Bret Rensselaer sabe que tienes la fotocopia de ese memorándum del Gabinete. ¿Has pensado en esto, Bernard? Quizá Moscú sabe lo ocurrido. Si es agente del KGB, se lo habrán dicho.
—También lo he pensado —admití.
—Oh, Bernard, cariño, estoy tan asustada...
—No hay por qué asustarse.
—Estoy asustada por ti, cariño.
Oí cerrarse de golpe la puerta del apartamento y unas voces mientras Ted Riley hacía entrar a Stinnes en el vestíbulo y daba dos vueltas a la llave.
Solté a Gloria y saludé:
—Hola, Ted.
—Siento llegar tarde —dijo Ted Riley—. Esos condenados funcionarios de Berwick House no son capaces de entender su propio papeleo. —Fue hacia la ventana y corrió las cortinas.
Ted tenía razón, claro; yo debí correrlas antes de encender la luz. Era un piso muy alto y nadie podía vernos, pero el rifle de un tirador emboscado podía hacer muy bien su trabajo. Y Moscú consideraría a Stinnes digno de tomarse esta molestia.
Erich Stinnes nos observaba con respeto sarcástico y solemne. Incluso cuando le presenté a Gloria, su reacción fue una sonrisa cortés y una reverencia al estilo alemán. Llevaba sobre el traje gris una gabardina nueva y rígida y un sombrero de fieltro con el ala vuelta hacia abajo, lo cual le daba aspecto de extranjero.
—Probablemente estás ansioso por llegar a tu restaurante —dijo Riley, tirando el abrigo sobre una silla y mirando el reloj.
—No habrá mucha gente —contesté—. Es un sitio pequeño y familiar.
Stinnes levantó la vista, comprendiendo mi insinuación de que no esperase ningún banquete. Mis gastos oficiales no me permitían una cena de lujo y, con la inclusión de Gloria, la modesta cena para tres tendría que parecer una gran cena para dos si quería reclamarla.
Antes de irnos llevé a Stinnes arriba para enseñarle su estudio, que contenía una pequeña mesa con una máquina de escribir eléctrica y unos pliegos de papel. En la pared había un mapamundi y encima de la mesa, un mapa de Rusia. En un estante se veía un surtido de libros, la mayoría en ruso, que incluía novelas y diccionarios inglés-ruso e inglés-alemán. Sobre la mesa había un ejemplar reciente de The Economist y varios periódicos ingleses y alemanes. También había un pequeño receptor de radio de onda corta, un Sony 2001 con selector de programas. En vez de funcionar con pilas, estaba conectado a la corriente con un transformador y le advertí que si lo desenchufaba, había peligro de que el transformador se quemara, pero al parecer él ya lo sabía, lo cual no era sorprendente, pues hacía tiempo que el 2001 era la radio comúnmente usada por los agentes del KGB.
—Dentro de poco se le permitirá salir solo —le dije—, pero mientras tanto Ted Riley tendrá que acompañarle adondequiera que vaya. Y cuando él diga no, será no. Ted es quien manda aquí.
—Se ha tomado muchas molestias, Samson —observó Stinnes, echando una ojeada a la habitación. La suspicacia que se leía en sus ojos se advertía también en su voz.
—No ha sido fácil de conseguir, así que no me haga quedar mal —contesté—. Si se fuga, me darán toda la culpa... toda la culpa —repetí, para subrayar la veracidad de mi afirmación.
—No tengo intención de fugarme —dijo.
—Bien —aprobé mientras bajábamos a reunimos con Ted, que vaciaba su maletín, y Gloria, que sujetaba la cortina para contemplar la silueta nocturna de Londres. Un fallo de seguridad, pero no se puede vivir toda la vida siguiendo normas y reglamentos. Lo sé porque lo he intentado.
—No tardaremos, Ted —prometí.
Ted miró a Gloria, que cerró las cortinas y se puso el abrigo. Ted la ayudó.
—A medianoche se convierte en un sapo —dijo a Gloria, señalándome con un movimiento de cabeza.
—Sí, ya lo sé, pero está bajo tratamiento —replicó ella en tono afable.
Ted se echó a reír. Adivinaba que yo había solicitado que se encargase él de este trabajo y esto parecía haberle infundido nuevas esperanzas.
Para agasajar a Erich Stinnes, mi primera elección habría sido un restaurante alemán y, en su defecto, un lugar donde sirvieran buena comida rusa. Pero Londres, a diferencia de casi todas las grandes ciudades del mundo, no tiene restaurantes rusos ni alemanes. Gloria sugirió un local español del Soho que ella conocía, pero la comida española y portuguesa me desagrada casi tanto como los picantes platos latinoamericanos, así que fuimos a un restaurante indio. Erich Stinnes necesitó ayuda con la carta. Fue una confesión insólita; Stinnes no era la clase de hombre que se aviniera a pedir ayuda en ninguna circunstancia, pero le gustaba la compañía femenina y estaba encantado de que Gloria le describiera la diferencia entre los vindaloos a la pimienta y los más suaves kormas. Gloria era lo que los columnistas de sociedad llaman un «experto en gastronomía»: le gustaba hablar de comida, restaurantes y recetas casi más que comer, así que la dejé encargar todos los platos, desde el espeso puré de dhal a los crujientes papadoms fritos y la gran fuente de arroz hervido decorada con nueces y trocitos secos y comestibles de algo que parece papel de plata.
Los contemplé con las cabezas juntas, murmurando comentarios sobre todos los platos de la carta. Por un momento sentí una punzada de celos. Si Erich Stinnes era un anzuelo del KGB —nunca había rechazado la idea, ni siquiera cuando se mostraba más dispuesto a cooperar—, cómo se reiría Fiona si uno de sus agentes me robaba la novia. Gloria estaba fascinada por él, esto saltaba a la vista. Era extraño que este hombre de tez amarillenta, facciones duras y calva incipiente pudiera atraer a las mujeres con tan poco esfuerzo. Se debía a su evidente energía, no cabía duda, pero había momentos, cuando él creía que no le observaba, en que dicha energía daba señales de debilitamiento. Stinnes empezaba a cansarse. O a envejecer. O a sentir miedo. O tal vez las tres cosas al mismo tiempo. Yo conocía esa sensación.
Bebimos cerveza. Yo prefería la comida india en parte porque nadie espera que uno beba algo fuerte con un curry. No era una ocasión apropiada para emborrachar a Stinnes hasta la indiscreción y tampoco se trataba de un gasto justificable. En esta primera salida, Stinnes podía recelar de semejantes tácticas y, en cambio, unos sorbos del agua gaseosa que los británicos llaman lager disipaban tales temores. Frunció los labios con desagrado, pero no se quejó de la cerveza aguada ni de ninguna otra cosa.
La decoración era típica de semejantes lugares: rebaños rojos en el empapelado de las paredes y estrellas pintadas en el techo azul oscuro. La comida, sin embargo, era bastante buena, condimentada con jengibre, paprika y las especias menos picantes. A Erich Stinnes pareció gustarle. Estaba sentado contra la pared, al lado de Gloria, y aunque contribuía a la charla general, sus ojos se movían constantemente para ver si alguno de los otros comensales o incluso de los empleados daba la impresión de pertenecer al Departamento. Así es como Moscú lo habría hecho; siempre ponían vigilantes para observar a los vigilantes.
Hablábamos de libros.
—A Erich le gusta leer la Biblia —anuncié con el único propósito de no dejar languidecer la conversación.
—¿De verdad? —preguntó ella, volviéndose hacia Stinnes.
Sin darle tiempo a contestar, expliqué:
—En el pasado perteneció a la Sección 44.
—¿Sabe qué es? —preguntó a Gloria.
—La Oficina de Asuntos Religiosos del KGB —respondió ella. No era fácil cogerla en un fallo; conocía a fondo los expedientes—. Pero no sé con exactitud qué hacen.
—Te diré algo de lo que hacen —le dije, olvidando por un momento la presencia de Stinnes—. Profanan tumbas y pintan cruces gamadas en las paredes de las sinagogas de los países miembros de la OTAN para que la prensa occidental pueda publicar titulares especulativos sobre el último resurgimiento de actividades neonazis y conseguir algunos votos más para la izquierda en las elecciones.
Observé a Stinnes, preguntándome si negaría semejantes desmanes.
—A veces —asintió gravemente—, a veces.
Yo había terminado de comer, pero ahora ella pinchó un crujiente papadom de mi plato y lo mordisqueó.
—¿Quiere decir que se ha convertido en un cristiano devoto?
—No soy devoto de nada —contestó Stinnes—, pero un día escribiré un libro comparando a la Iglesia medieval con el marxismo-leninismo aplicado.
Ésta era justo la clase de conversación que gustaba a Gloria, una discusión intelectual y no la charla burguesa, los chismes de oficina y los trozos recalentados de The Economist que yo le servía.
—¿Por ejemplo? —inquirió, con el ceño fruncido.
Se veía muy joven y muy hermosa a la débil luz del restaurante; ¿o era el lager británico más fuerte de lo que yo pensaba?
—La Iglesia medieval y el estado comunista comparten cuatro máximas fundamentales —respondió él—. Ante todo está la instrucción de buscar la vida del espíritu: de buscar el marxismo puro. No desperdiciar los propios esfuerzos en otras cosas triviales. El lucro es avaricia, el amor es lascivia, la belleza es vanidad. —Nos miró a ambos—. Segundo: se insta a los comunistas a servir al estado, del mismo modo que los cristianos han de servir a la Iglesia, en un espíritu de humildad y devoción, no para servirse a sí mismos ni para alcanzar el éxito. La ambición es mala, consecuencia del pecado del orgullo...
—Pero usted no ha... —interrumpió Gloria.
—Déjeme continuar —dijo Stinnes en voz baja. Disfrutaba. Creo que le veía realmente feliz por primera vez—. Tercero: tanto la Iglesia como Marx renuncian al dinero. La inversión y el interés son señalados como los peores males. Cuarto, y ésta es la similitud más importante: se enseña a los cristianos a renunciar a todos los placeres de este mundo para obtener la recompensa en el paraíso después de la muerte.
—¿Y los comunistas? —preguntó ella.
Stinnes sonrió entre dientes.
—Si trabajan mucho y renuncian a los placeres de este mundo, cuando ellos mueran, sus hijos crecerán en el paraíso —respondió sonriendo otra vez.
—Muy bien —dijo Gloria con admiración.
No quedaba casi nada en los platos y fuentes que cubrían la mesa; yo ya había comido bastante —un poco de curry me llena en seguida—, así que cogió la fuente de korma de pollo y lo repartió entre sus platos. Stinnes cogió las fuentes de arroz y de berenjena y, cuando yo le indiqué que no quería más, dividió los restos entre ellos.
—Tanto la Iglesia como el Estado comunista predican la victoria sobre la carne.
Hablé en serio, pero Gloria lo rechazó.
—Muy gracioso —dijo, secándose los labios con la servilleta. Entonces preguntó a Stinnes—: ¿Se oponía mucho la Iglesia al capitalismo? Sé que condenaba el préstamo de dinero y el cobro de intereses, pero no se oponía al comercio.
—Se equivoca —replicó Stinnes—. La Iglesia medieval predicaba contra cualquier clase de competencia libre. Todos los artesanos tenían prohibido mejorar las herramientas o cambiar sus métodos con objeto de que no hicieran la competencia a sus vecinos. También se les prohibía vender a precios más bajos; las mercancías debían ofrecerse a un precio fijo. Y la Iglesia se oponía a la publicidad, en especial si un comerciante comparaba sus mercancías con otras de calidad inferior ofrecidas por otro comerciante al mismo precio.
—Suena familiar, ¿verdad, Bernard? —dijo Gloria, invitándome cortésmente a participar en la conversación mientras se miraba en un espejo diminuto para ver si tenía trazas de curry en los labios.
—Sí —convine—. Homo mercator vix aut numquam potest Deo placare: un hombre que sea comerciante no podrá nunca agradar a Dios, o al congreso del partido. Y tampoco al congreso de los sindicatos.
—Pobres comerciantes —observó Gloria.
—Sí —dijo Stinnes.
El camarero se acercó a nuestra mesa y empezó a llevarse los platos. Nos ofreció una selección de esos postres indios tan dulces, pero nadie quiso nada excepto café.
Stinnes esperó a que la mesa estuviera completamente despejada; fue como si esto le impulsara a cambiar de conversación. Apoyó los brazos sobre la mesa y dijo:
—Me preguntó sobre palabras en clave... claves radiadas... dos nombres para un agente. —Se interrumpió aquí para darme tiempo de hacerle callar si no quería que Gloria oyera el resto de la conversación.
Le dije que continuara.
—Yo contesté que era imposible. O al menos, que no tenía precedentes. Sin embargo, lo he pensado desde entonces y...
—¿Y qué? —pregunté tras una larga pausa durante la cual el camarero puso el café sobre la mesa.
—Dije que era absurdo, pero ahora pienso que puede estar en lo cierto. Había una fuente de material de inteligencia que no se me permitía ver. Lo recibían en el cuarto de la radio, pero iba directamente a Moscú. Ningún miembro de mi personal lo veía.
—¿Y esto era inusitado? —inquirí.
—Muy inusitado, pero no parecía haber motivos para pensar que nos perdíamos algo muy bueno. Yo creía que se trataba de algún burócrata de Moscú que intentaba darse a conocer trabajando en un reducido campo de interés. El personal superior moscovita lo hace en ocasiones: de repente (eligiendo el momento con mucho cuidado) revelan muchas páginas de material nuevo y, antes de que se extingan los vítores, consiguen el ascenso codiciado.
—¿Cómo lo averiguó usted?
—Se guardaba aparte, pero sin concederle ninguna clasificación especial de alta seguridad. Era sin duda una idea muy astuta; así no llamaba tanto la atención. Las personas que lo veían pensaban seguramente que se refería a algún aburrido expediente técnico. ¿Cómo me enteré? Llegó hasta mi mesa por casualidad. Fue el dos de febrero del año pasado. Recuerdo la fecha porque era el cumpleaños de mi hijo. Pusieron las copias descifradas sobre mi mesa junto con un montón de otro material. Les eché un vistazo para ver qué era y encontré este nombre desconocido de un agente pero en una clave de Londres. Pensé que sería un error, que tal vez un error de mecanografía le había dado el grupo de cinco letras, o sea Londres. Los mecanógrafos no suelen cometer estos errores, pero se han producido algunos. Hasta la semana pasada no lo recordé en relación con lo que me había preguntado usted sobre los agentes con dos nombres cifrados. ¿Puede resultarle de utilidad?
—Quizá sí —dije—. ¿Qué más puede recordar?
—Nada, salvo que era muy largo y parecía referirse a una especie de ejercicio de inteligencia que su gente había realizado en Alemania Occidental. —Me miró, pero yo no exterioricé ninguna reacción—. Habían introducido a nuestros propios agentes en sus instalaciones de recopilación de datos. Una especie de informe de seguridad y mucha electrónica... No entiendo de electrónica. ¿Y usted?
—Tampoco —dije.
De modo que era eso. El largo mensaje no podía ser otra cosa que el informe completo para el PM[12] sobre el memorándum del Gabinete. Bret había supervisado y firmado aquel informe. Si la copia de Moscú había pasado por las manos de Bret —y yo tenía la evidencia de la señora Hogarth de que había sido así—, era razonable suponer que el informe completo subsiguiente también había sido suministrado por Bret. Dios mío, era sobrecogedor, incluso estando en parte preparado para ello. Más sobrecogedor quizá porque cuando uno empieza a estar convencido de algo, espera que una maldita ley compensatoria facilite alguna información en sentido contrario. Bret. ¿Podía ser verdad?
—Se ha quedado muy silencioso —dijo Stinnes.
—Es ese condenado dhal —mentí—. Siempre me adormece.
Gloria me echó una ojeada. No habló, pero comenzó a rebuscar en su bolso como si hubiera perdido algo. Intentaba parecer aburrida por la conversación. Quizá engañó a Stinnes, aunque lo dudo.