14
La tranquila velada con Stinnes en el restaurante indio produjo resultados casi inmediatos. Por la mañana del sábado siguiente me encontraba bebiendo un gin tonic en el despacho de Bret Rensselaer y escuchando sus felicitaciones. El hecho de que Bret formulara sus parabienes de un modo que un observador distraído habría interpretado como un canto en alabanza propia no me desanimaba; primero, porque estaba acostumbrado a los hábitos y modales de Bret y, segundo, porque no había observadores.
—Desde luego, ha merecido la pena —dijo—; todo lo que yo aprobé ha merecido la pena.
Llevaba un atuendo informal: un polo de color oscuro y pantalones de hilo blanco. Rara vez había visto a Bret vestido con algo que no fueran sus trajes de Savile Row, pero es que rara vez había sido honrado con una invitación a su mansión de orillas del Támesis fuera de las horas de trabajo. Bret tenía su propio círculo de amigos: pequeña aristocracia, miembros de la jet-set internacional, banqueros y magnates del comercio. Nadie del Departamento era invitado a venir aquí, excepto el DG y su adjunto y tal vez los Cruyer si Bret necesitaba un favor de la oficina alemana. Aparte de los citados, la lista de huéspedes se limitaba a varias chicas de la oficina, especialmente atractivas, que recibían invitaciones para el fin de semana con objeto de que pudieran admirar la colección de arte de Bret.
Yo había venido en coche desde Londres con tiempo seco y sol en una franja de cielo azul, pero ahora estaba nublado y el paisaje había perdido el color. Desde donde me hallaba sentado se veía una larga extensión de césped, marrón después de las intensas heladas invernales, y al fondo del jardín, el Támesis, que aquí en Berkshire no era más que un arroyo de pocos metros de anchura, cubierto de malas hierbas. Pese a los enormes meandros del río, era difícil creer que estábamos en el valle del Támesis, a poca distancia de los muelles londinenses donde podían navegar grandes transatlánticos.
Bret rodeó el sofá donde yo estaba sentado y vertió más ginebra en mi vaso. Era una habitación muy espaciosa. Tres sofás de suave cuero gris, de moderno diseño italiano, se hallaban colocados alrededor de una mesa de café con superficie de cristal. En la chimenea de madera natural ardía un fuego de troncos que de vez en cuando llenaba la habitación de una bocanada de humo que me humedecía los ojos. Las paredes eran blancas para que los cuadros de Bret resaltaran al máximo. Había uno en cada pared: un retrato de Bratby, una mujer barbuda, estilo pop-art, de Peter Blake, una piscina de Hockney y una xilografía abstracta de Tilson sobre la chimenea. Lo mejor de los pintores británicos estaba presente. Tenía que ser todo británico para él; Bret era la clase de anglófilo que se tomaba la cuestión muy en serio. Aparte de los sofás, el otro mobiliario era inglés, antiguo y caro. Había un arca estilo Regencia de caoba oscura y encima un reloj esqueleto en una campana de cristal y un secreter con armario tras cuyas puertas de cristal se exhibían algunas piezas de porcelana Minton. Ningún libro; todos los libros estaban en la biblioteca, una habitación que a Bret le gustaba reservar para su uso exclusivo.
—El interrogador está satisfecho, por supuesto. El DG está satisfecho. Dicky Cruyer está satisfecho. Todo el mundo lo está menos el Centro de Interrogatorios de Londres, pero el DG ya se encarga de suavizar las cosas en este sentido con una carta en que los felicita por su excelente preparación; es lo que he considerado más idóneo.
¿Sería éste el momento para empezar a interrogar a Bret sobre su aparente relación con el KGB? Decidí que no y bebí más gin tonic.
—Estupendo —dije.
—En sólo dos días, Stinnes nos ha proporcionado lo suficiente para desmantelar una red que opera en el laboratorio de investigación del Ministerio de Defensa en Cambridge. Por lo visto sabían desde hace meses que había una filtración y esto les dará la oportunidad de aclararlo todo.
—¿Inglaterra? —pregunté—. ¿Cambridge, Inglaterra? Espera, Bret, no podemos meternos con una red del KGB que esté operando en Gran Bretaña. Es territorio del Home Office y competencia del MI5. Se enfurecerán.
Fue a la chimenea y se puso en cuclillas para empujar los leños con las yemas de los dedos. Salieron chispas. Entonces se limpió los dedos con una servilleta de papel antes de arrellanarse en el sofá de cuero, delante de mí. Me dedicó su amplia y encantadora sonrisa de Hollywood; un gesto calculado para añadir más espectacularidad a su explicación. Todo cuanto hacía era calculado y le gustaba el drama hasta el punto de encolerizarse con cualquiera para desahogarse.
—Estamos reteniendo legalmente a Erich Stinnes. El Home Office ha contestado a la notificación del DG, accediendo a que realicemos algunos interrogatorios preliminares a fin de asegurarnos de que nuestro propio personal está fuera de toda sospecha.
—Quieres decir que le retenéis mientras se me investiga —dije.
—Claro —respondió Bret—. Sabes perfectamente que te utilizamos como excusa. Es magnífico. No te me pongas temperamental de repente, Bernard. Se trata de una pura formalidad. Diablos, ¿crees que te dejarían acercar a Stinnes si fueras realmente sospechoso?
—No lo sé, Bret. Hay tipos muy raros en el Departamento.
—Eres libre de toda sospecha, así que olvídalo.
—¿Y vais a infiltrar a un pobre desgraciado en la red de Cambridge y tratar de destruirla? No tenéis la menor posibilidad. ¿Por qué no investigarla sobre una base reglamentaria, con interrogatorios y todo lo demás?
—Necesitaríamos demasiado tiempo y hemos de movernos de prisa. Si optamos por una investigación formal, el MI5 nos lo quitará de las manos cuando trasladen a Stinnes y ellos practicarán los arrestos y se llevarán los laureles. No, esto es urgente. Lo haremos nosotros.
—Y tú te llevarás los laureles —dije.
Bret no se ofendió. Esbozó una sonrisa.
—Tranquilo, Bernard —replicó en tono conciliador—. Me conoces mejor que eso.
Habló al techo porque estaba hundido entre los blandos cojines del sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo y los mocasines de ante sobre la mesa de cristal, de modo que yacía recto como un palo. Fuera, el cielo se iba oscureciendo y ni siquiera las paredes blancas podían impedir que la habitación se sumiera en la penumbra.
No seguí por este camino en particular. No le conocía mejor que eso. No le conocía en absoluto.
—Tendrás que decirlo a los del Cinco —sugerí.
—Se lo dije anoche.
—¿Al oficial de guardia en la noche del viernes? Esto es demasiado obvio, Bret. Se pondrán como locos. ¿Cuándo infiltrarás a tu hombre?
—Esta noche —contestó.
—¡Esta noche! —El gin tonic casi me salió por la nariz—. ¿Quién le dirige? ¿Trabaja Operaciones en esto? ¿Quién ha dado el visto bueno?
—No te pongas nervioso, Bernard. Todo irá bien. El DG me ha autorizado a ponerlo en marcha. No, Operaciones no interviene en el plan; es mejor que lo desconozca. El secreto es de importancia primordial.
—¿El secreto de importancia primordial? ¿Y has dejado un mensaje al oficial de guardia nocturna en el Cinco? Sabes que los trabajos de fin de semana como éste suelen ser confiados a los novatos, chicos recién salidos de la facultad. Quienquiera que sea, querrá cubrirse, de modo que ahora estará telefoneando a todos los nombres de su libreta de contactos e intentando recordar más nombres.
—Te estás volviendo paranoico, Bernard —dijo Bret, sonriendo para demostrar que él estaba muy tranquilo—. Aunque sea un universitario inexperimentado (y sé que los universitarios no ocupan los primeros lugares de tu lista de éxitos), los mensajes que pueda dejar a camareras, chicas au pair y recepcionistas de hoteles de pueblo no describirán explícitamente nuestra operación.
Era un bastardo sarcástico.
—Por el amor de Dios, Bret, piensa como un adulto. ¿No comprendes que un revuelo como éste (mensajes en toda clase de lugares ajenos al Departamento y dirigidos a la urgente atención del personal superior del MI5) es suficiente para comprometer tu operación?
—No estoy de acuerdo —contestó, pero dejó de sonreír.
—Es probable que un periodista avispado olfatee el asunto y, si esto ocurre, la bomba podría explotarte en la cara.
—¿En mi cara?
—Bueno, ¿qué dirán todos esos mensajes? Dirán que estamos a punto de meternos en camisa de once varas. Dirán que robamos trabajos al Cinco. Y tendrán razón.
—No se trata de un soplo sobre una apuesta hípica; serán sensatos —objetó Bret.
—Se sabrá por toda la ciudad —dije—. Pones a tu hombre en peligro, en un verdadero peligro. Olvídalo.
—El MI5 no permitirá que los periodistas se enteren de secretos como éste.
—Eso es lo que esperas. Sin embargo, el secreto no es suyo, sino nuestro. ¿Qué les importa el fracaso de tu explorador? Estarán encantados. Esto nos daría una lección. ¿Y por qué tendrían que ser tan escrupulosos en evitar que los periodistas se enterasen de la historia? Si se publican titulares diciendo que pisamos su territorio, tanto mejor para ellos.
—No estoy seguro de querer escucharte por más tiempo —dijo Bret en tono irritado. Éste era el Bret que se preparaba para ser nombrado caballero; un leal servidor de Su Majestad y todo eso—. Confío en que el MI5 es tan cuidadoso con la información secreta como nosotros mismos.
—Yo también, cuando es información suya. Pero ésta no lo es. Se trata de un mensaje, un mensaje tuyo; no uno sobre alguna de sus operaciones, sino sobre una de las nuestras. Y lo que es peor: fue entregado en una tarde de viernes, lo cual es un transparente ardid para entorpecer cualquier esfuerzo que pudieran hacer para detenernos. ¿Cómo puedes creer que jugarán a tu modo y te ayudarán a apuntarte tantos?
—Ya es demasiado tarde —respondió Bret. Pescó dos cubitos de hielo de un recipiente que imitaba un tambor de la banda de los Granaderos, provisto incluso de condecoraciones, y los dejó caer en su vaso. Bret sabía hacer durar una bebida, un truco que yo nunca había dominado. Me ofreció hielo, pero lo rechacé, meneando la cabeza—. Está todo aprobado y firmado. No habrá ninguna acusación de que intentamos infiltrarnos. Hay una oficina en Cambridge que contiene expedientes sobre toda la red. Dice Stinnes que están en clave para que parezcan expedientes normales de oficina, pero esto no tiene por qué representar un gran problema. Esta noche destacaremos a un hombre allí. Vendrá antes a conocerte.
—Magnífico, Bret —dije con sarcasmo—, no esperaba nada mejor que tu gorila manso me eche una buena ojeada antes de que lo enrollen en una alfombra y lo envíen a Moscú.
Bret se permitió esbozar una sonrisa.
—No es esa clase de operación, Bernard. Se trata de la otra cara del trabajo. Estamos en Inglaterra. Si hay alguna interferencia, esposaremos a esos bastardos, no ellos a nosotros.
Me ablandé. Debí mantener mi actitud cínica, pero me ablandé porque empecé a pensar que tal vez sería tan sencillo como decía Bret Rensselaer.
—Está bien. ¿Qué quieres que haga?
—Llévale a Cambridge y sé su enfermera. —De modo que era eso. Debí adivinar que Bret no invitaba a nadie por nada. El corazón me dio un vuelco. Sentí lo mismo que debían sentir algunas de aquellas chicas cuando se daban cuenta de que había más obras de arte en las escaleras que subían al dormitorio de Bret. Lo vio en mi cara—. ¿Creías que iba a intentarlo yo?
—No, no lo creía.
—Si piensas de verdad que puedo hacerlo, Bernard, lo intentaré. —Estaba inquieto. Se levantó otra vez y me sirvió más ginebra. Fue entonces cuando advertí que había apurado mi bebida de un trago sin percatarme de ello—. Pero creo que nuestro hombre merece la mejor ayuda que podamos encontrar para él. Y tú eres el mejor.
Volvió a sentarse. No respondí. Durante un momento guardamos silencio en aquella bonita habitación, inmersos ambos en nuestros propios pensamientos. No sé qué pensaba Bret, pero yo traté de adivinar una vez más qué clase de relación había tenido con mi mujer.
Hubo un tiempo en que estuve seguro de que Fiona y Bret habían sido amantes. Le miré. Era una mujer adecuada para él, muy hermosa y de familia rica. Sofisticada del modo que sólo pueden serlo las personas con mucho dinero. Dotada de la seguridad en sí misma, la estabilidad y el intelecto con que la naturaleza obsequia a los primogénitos.
La sospecha y los celos de aquel tiempo no muy lejano nunca se habían desvanecido del todo y mis sentimientos influían en todos mis contactos con Bret. Había muy pocas posibilidades de que llegara a descubrir la verdad y no estaba realmente seguro de querer conocerla. Y no obstante, nunca podía dejar de pensar en ellos. ¿Habrían estado juntos en esta habitación?
—No te comprenderé nunca, Bernard —dijo de improviso—. Estás lleno de ira.
Sentí la tentación de decir que era mejor que estar lleno de mierda, pero de hecho no pensaba así de Bret Rensselaer. Había meditado mucho sobre él durante los últimos meses. Primero, porque sospechaba que se acostaba con Fiona y ahora porque era sospechoso de traición. Todo encajaba. Si se reunían todas las piezas, encajaban. Si Bret y Fiona habían sido amantes, ¿por qué no también cómplices?
Nunca me había enfrentado a una investigación oficial, pero Bret había intentado obligarme a admitir que ayudaba a mi mujer a traicionar los secretos del Departamento; aún estaba manchado por las huellas del lodo con que me había salpicado. Esto podía ser un método muy astuto para cubrir sus propias huellas. Nadie había acusado jamás a Bret de ser cómplice de Fiona; nadie había sospechado una relación amorosa entre ellos. Es decir, nadie excepto yo. Yo siempre había visto lo atractiva que debía ser para él. Bret era la clase de hombre que yo había tenido como rival cuando la conocí; hombres maduros, de éxito, no graduados de Oxbridge, ansiosos de hacer carrera en un banco comercial, sino hombres mucho mayores que Fiona, con sirvientes y coches grandes y relucientes, que lo pagaban todo sólo estampando su firma en la cuenta.
La habitación ya estaba muy oscura y se oía el retumbar de los truenos. En aquel momento sonó otro trueno. Vi reflejarse la luz en el péndulo de latón del reloj mientras oscilaba de un lado a otro. La voz de Bret surgió de la penumbra.
—¿O es tristeza? Ira o tristeza... ¿qué te atormenta, Samson?
No me apetecía participar en sus tontos juegos de colegial o sofisticados juegos de la jet-set o lo que fueran.
—¿A qué hora llegará este desgraciado? —pregunté.
—No hay hora fija. Vendrá a tomar el té.
—Magnífico —dije. Earl Grey, sin duda, y supongo que el ama de llaves de Bret lo serviría en una tetera de plata, con bollos y esos emparedados de pepino tan delgados, hechos con miga de pan, sin costra.
—Hablaste con Lange —observó—. Habló mal de mí como hace siempre, ¿verdad? ¿Qué dijo esta vez?
—Habló de cuando fuiste a Berlín y le hiciste desmantelar sus redes.
—Es un resentido. ¿Todavía se acuerda después de tantos años?
—Piensa que destruiste un buen sistema.
—El «Sistema de Berlín», el famoso «Sistema de Berlín» que Lange siempre consideró su creación personal. Fue él quien lo destruyó desprestigiándolo de tal modo que la Central de Londres me envió allí para que salvara lo que pudiera.
—¿Por qué a ti? —pregunté—. Eras muy joven.
—El mundo era muy joven —dijo Bret—. Gran Bretaña y Estados Unidos habían ganado la guerra. Queríamos ir juntos y del brazo mientras ganábamos también la paz.
—¿Porque eras americano?
—Claro. Un americano podía ver con imparcialidad lo que pasaba en Berlín. Debía ser yo quien fuera allí para unir a los ingleses y los yanquis y convertirlos de nuevo en un equipo. Ésta era la teoría; la realidad fue que la unificación se produjo porque todos me odiaban y despreciaban. La comunidad de espías de Berlín se unió sólo para engañarme y burlarse de mí. Me hicieron mil zancadillas, Bernard; se aseguraron de que no pudiera conseguir a la gente que necesitaba, los documentos que necesitaba o la ayuda competente que me hacía falta en la oficina. Ni siquiera tenía una oficina decente, ¿lo sabías? ¿Te dijo Lange cómo logró que ningún alemán trabajase para mí?
—Que yo sepa, te dieron un gran apartamento y dos criados.
—¿Es esto lo que cuenta Lange? A estas alturas quizá ya se lo ha creído. ¿Y qué sabes de la princesa rusa?
—La mencionó.
—La verdadera historia es que esos bastardos se aseguraron de que el único espacio de trabajo tuviera que compartirlo con un empleado que curioseaba mis ficheros todos los días y los tenía al corriente de mis actividades. Cuando traté de instalarme en otro sitio, bloquearon todos mis movimientos. Finalmente me puse en contacto con una amiga de mi madre. No era joven ni era princesa y jamás había estado en Rusia, aunque su madre tenía un remoto parentesco con la aristocracia rusa. Vivía en un gran apartamento de la Heerstrasse y me ofreció la mitad para evitar que lo requisara otra unidad militar aliada. Usé aquel lugar como oficina y logré que una vecina suya me ayudara como mecanógrafa.
—Lange dijo que tu amiga era nazi.
—Vivió en Berlín durante toda la guerra y sus padres fueron asesinados por los bolcheviques, así que no creo que fuese por ahí haciendo ondear banderas rojas. Sin embargo, tenía amigos íntimos entre los conspiradores del veinte de julio. Cuando atentaron contra Hitler en 1944, la SD la detuvo para interrogarla. Pasó tres noches en las celdas de la Prinz-Albrecht Strasse. Estuvieron a punto de mandarla a un campo, pero había tantas personas sospechosas detenidas que ya no cabían en las celdas, de modo que la soltaron.
—Hubo mucho ruido acerca del cuñado de Lange —insinué.
—Mucho es poco. Si Lange hubiese aprendido a bajar la cabeza y cerrar la boca, quizá el asunto no habría explotado como lo hizo, pero Lange es un bocazas y además me detestaba porque también era americano. Quería para sí el título exclusivo de yanqui domesticado y sacó mucho partido de este papel. La oficina le toleraba toda clase de trucos porque los consideraban un ejemplo más de la buena y probada pericia yanqui y del nada convencional estilo americano de abordar las cosas.
—¿De manera que dimitió?
—Fue duro para él, pero le habían advertido muchas veces contra esa mujer con quien se casó. Yo no podía pasar por alto el hecho de que un miembro de las SS vivía en casa de Lange cuando estaba vetando a chicos que sólo se habían afiliado al partido para salvar sus puestos de maestros de escuela.
No contesté. Intentaba conciliar la versión de Bret de estos sucesos con el palpitante odio de Lange.
—Eran malos tiempos —observé.
—¿Has oído hablar alguna vez de CROWCASS? —preguntó él.
—Vagamente. ¿Qué es?
—En cuanto terminó la lucha, SHAEF[13] comenzó la elaboración de un expediente de supuestos criminales de guerra. CROWCASS era el Registro Central de Criminales de Guerra y Sospechosos de Seguridad[14]. Quizá fuera un desbarajuste, como dijeron todos después, pero entonces CROWCASS era el evangelio y el cuñado de Lange figuraba en ese registro.
—¿Lo sabía Lange?
—Claro que sí.
—¿Cuándo se enteró?
—Ignoro cuándo se enteró, pero antes de casarse ya sabía que su cuñado había servido en las Waffen-SS. Lo sé porque encontré en el expediente una copia de la carta que le habían escrito para advertirle que no siguiera adelante. Y todos los ex miembros de las SS y las Waffen-SS eran arrestados automáticamente a menos que ya hubieran sido investigados y declarados libres de toda sospecha. Sin embargo, a Lange no le importaba nada eso. Volvió a jugar la carta americana. Dejó que los británicos pensaran que tenía una dispensación especial de los americanos y viceversa. Es escurridizo, supongo que ya lo sabes.
—¿Tú lo ignorabas?
—Lo sé ahora y lo sabía entonces, pero todos me decían que dirigía una red maravillosa. Como es natural, no me dejaban ver nada de lo que hacía... seguridad no lo autorizaba, así que tenía que creer en su palabra.
—Nos proporcionó muy buenos agentes. Había estado en Berlín antes de la guerra y conocía a todo el mundo. Aún ahora conoce a todo el mundo.
—Pero dime, ¿qué iba a hacer yo? —preguntó Bret, a la defensiva—. Su maldito cuñado iba de un lado a otro con una Kennkarte que le identificaba como un empleado fijo en una sociedad constructora y provisto de un sello de desnazificación. Le gustaba decir a todos que había sido médico de la Marina. Le detuvieron durante una camorra en un bar de Wedding. Estaba totalmente ebrio y seguía luchando cuando le metieron en la celda de los borrachos. Los duchaban con agua fría para serenarlos y un policía que había recibido un puñetazo en la nariz empezó a preguntarse por qué este médico de la marina llevaba bajo el brazo el grupo sanguíneo tatuado por las SS.
Fuera, el río y los campos estaban cubiertos de niebla gris y la lluvia golpeaba la ventana. Bret apenas era visible en la penumbra y su voz tenía un tono impersonal, como el de una grabadora emitiendo un juicio de computadora.
—No pude hacer caso omiso de aquello —prosiguió—; era un informe policial. Lo enviaron a la oficina, pero allí nadie quería un asunto candente como aquél sobre su mesa y me lo pasaron a mí. Es probable que fuera el único papel que hicieron llegar a mis manos de la forma debida. —No dije nada. Bret comprendió que su explicación era convincente y continuó—: Lange se creía indispensable. Es tentador creer eso en cualquier momento, pero aún lo era más para el dirigente de varias redes... buenas redes en todos los sentidos. Sin embargo, nadie es indispensable. El Sistema de Berlín se las arregló sin Lange. Tu padre reconstruyó las piezas.
—Lange piensa que mi padre le habría ayudado y que le sacaron de Berlín para que tú pudieras ir a sustituirle.
—Esto es mentira y Lange lo sabe. Tu padre había hecho un buen trabajo en Berlín. Silas Gaunt era su jefe y cuando le ascendieron y tuvo que venir a Londres, se trajo a tu padre consigo. Nada se escribió sobre papel, pero se daba por sentado que tu padre ascendería con Silas. Le esperaba una brillante carrera en la Central de Londres.
—¿Qué ocurrió entonces? —pregunté.
—Cuando Lange se enfadó, intentó vender todas sus redes al ejército americano. No quisieron tratos con él, como es natural.
—Tenía buenas redes —observé.
—Muy buenas, pero aunque lo hubieran sido el doble, dudo de que pudiera haberlas vendido al Cuerpo de Contraespionaje con la idea de asumir su dirección.
—¿Por qué?
—Al CIC[15] no le interesaba lo que sucedía en la zona soviética. Su trabajo era la seguridad. Buscaban a nazis, grupos neonazis y comunistas subversivos que operasen en Occidente.
—Entonces, ¿por qué no trasladar a Lange a otro departamento?
—En aquella época los Estados Unidos no tenían ninguna organización que espiara a los rusos. El Congreso quería que América hiciera el papel de Mister Buenazo. Organizaron algunos grupos de las antiguas OSS y trabajaron en algo que se autodenominaba Destacamento del Departamento de Guerra, que a su vez formaba parte de algo llamado Grupo Central de Inteligencia. Pero todo esto eran actividades de aficionados; los rusos se reían de ellas. Lange lo intentó por doquier, pero nadie quiso sus redes.
—Suena como un mercado de carne.
—Así es como lo vieron los agentes cuando las noticias llegaron a sus oídos. Se desmoralizaron y Lange no era muy popular.
—¿Y mi padre regresó a Berlín para arreglarlo?
—Sí, tu padre se ofreció a volver y poner orden, aunque sabía que ello le costaría la veteranía en Londres. Mientras tanto enviaron a Lange a Hamburgo para que se calmara.
—Pero no se calmó.
—Se enfureció aún más. Y cuando tu padre se negó a aceptarle de nuevo a menos que se separase completamente de su cuñado de las Waffen-SS, Lange dimitió.
—¿Estás diciendo que mi padre despidió a Lange?
—Mira en los archivos. No es un secreto confidencial.
—Lange te culpa a ti —dije.
—Me culpa a mí cuando habla contigo —contestó Bret.
—¿Culpa a mi padre?
—En el curso de los años, Lange ha culpado a todo el mundo, desde los empleados del archivo hasta el presidente Truman. El único a quien nunca da la culpa es a sí mismo.
—Era una decisión difícil —observé—. Miembro o no de las SS, admiro a Lange por ponerse de su parte. Es posible que hiciera bien. Echando a la calle a su cuñado, habría destruido su matrimonio y ese matrimonio todavía funciona.
—La razón de que Lange no echara a su cuñado fue que éste ganaba unos mil dólares semanales en el mercado negro.
—¿Bromeas?
—Aquella noche fatídica en que la policía le detuvo en Wedding, llevaba casi mil dólares americanos en el bolsillo y otros mil en vales del ejército. Esto es lo que excitó tanto a la policía y el motivo de que yo tuviera que intervenir. Consta en el informe policial; échale una mirada.
—Sabes que no puedo hacerlo. Nunca meten en la computadora esos expedientes viejos y nadie puede encontrar nada tan atrasado en el registro.
—Bueno, pues pregunta a cualquiera que estuviese allí. Es seguro; Lange vivía a costa de su cuñado. Hubo quien dijo que le proporcionaba algún negocio de vez en cuando.
—¿Cómo? —pregunté, aunque la respuesta era obvia.
—No lo sé, pero puedo adivinarlo. Lange se entera de un negocio del mercado negro a través de uno de sus agentes y en lugar de impedirlo, da el soplo a su cuñado.
—No habría sobrevivido si hubiese actuado así.
—No te hagas el inocente, Samson, no te va el papel. Sabes cómo era la ciudad en aquellos tiempos. Sabes cómo funcionaba todo. Lange habría dicho que le interesaba aquel negocio del mercado negro porque uno de los participantes era un importante agente soviético. Su cuñado le hacía de soplón. Todos habrían hecho dinero sin ningún peligro de arresto. Es un sistema que no puede fallar. Nadie podía acusarle de nada.
Se oyó el timbre de la puerta. Oí al ama de llaves bajar al recibidor.
—Debe ser nuestro hombre para el trabajo de esta noche —dijo Bret—. Será como los viejos tiempos para ti, Bernard.
Y entonces Ted Riley apareció en el umbral.