28

—Ahora están pasando por el Puesto de Control Charlie. —Reconocí la voz que salía del diminuto amplificador, aunque no podía darle un nombre. Era uno de los antiguos agentes de la Unidad de Campo de Berlín, que estaba en el puesto de control observando cómo el grupo del KGB venía al Oeste para la reunión—. Tres Volvos negros.

Yo usaba mi radio con auriculares y micrófono para seguir los informes. Oí preguntar a uno de los nuestros: «¿Cuántos son?»

Frank, que estaba a mi lado en la suite VIP del hotel Stegenberger, exclamó:

—¡Tres Volvos! ¡Santo cielo! ¡Es una maldita invasión! —Frank se había comprometido, pero ahora, en plena acción, estaba nervioso. Yo le había aconsejado que tomara una copa, pero la rechazó—. Ha reverdecido de repente —dijo, mirando todavía por la ventana hacia la calle, a muchos pisos de distancia—. Berlín, quiero decir. Siempre parece que el invierno no va a terminar nunca y de improviso sale el sol y ves castaños, magnolias y flores por todas partes. Han desaparecido las nubes grises, la nieve y el hielo y todo está verde.

Sólo dijo esto, pero fue suficiente. Comprendí que Frank amaba Berlín tanto como yo. Todos sus discursos sobre marcharse de aquí, retirarse en Inglaterra y no pensar más en Berlín eran tonterías. Amaba esta ciudad. Supongo que su inminente retiro le obligaba a afrontar la verdad; empaquetar sus discos de Ellington, separar sus posesiones personales de los muebles y adornos que pertenecían a la residencia le había entristecido.

—Tres conductores y nueve pasajeros —dijo la voz.

—¿Quién es ése? —pregunté a Frank—. Creo haber reconocido la voz.

—El viejo Percy Danvers —respondió—, un hombre que trabajó aquí en tiempos de mi padre. Su madre era una alemana de Silesia y su padre inglés: un sargento de la Guardia irlandesa.

—¿Todavía trabaja?

—Se retira el año próximo, pocos meses después de mí, pero él se quedará en la ciudad —dijo Frank con acento nostálgico—. No sé cómo funcionará la oficina sin Percy.

—¿Quién vendrá a Berlín cuando te vayas? —inquirí, sorbiendo el whisky que necesitaba antes de enfrentarme a ellos.

¿Acudiría realmente Fiona?

—Se rumoreaba que Bret se haría cargo de la oficina.

—Esto no sucederá ahora —dije.

—No me importa quién venga aquí, siempre que yo pueda marcharme.

Le miré. Ahora los dos sabíamos que no era cierto. Frank sonrió.

Entonces Bret Rensselaer volvió del teléfono y yo le anuncié:

—Son nueve y acaban de cruzar el Puesto de Control Charlie. Llegarán aquí en cualquier momento.

Detrás de Bret estaba un chico alemán —Peter—, cuya misión era dar protección personal a Bret. Era un muchacho simpático, pero se lo tomaba demasiado en serio y ahora no perdería de vista a Bret.

Bret asintió con la cabeza y se reunió un momento con nosotros junto a la ventana antes de desplomarse en uno de los blandos sillones de ante gris. La suite VIP del Steigenberger abarca toda la fachada, pero la entrada es muy discreta y muchos residentes del hotel no conocen siquiera su existencia. Por esta razón la suite se usa para reuniones a alto nivel tanto comerciales como políticas y es utilizada por magnates, políticos y estrellas de cine que rehúyen la publicidad. Tiene un comedor en un extremo y una elegante área de oficinas en el otro. En medio hay un saloncito de televisión, una sala de estar, dormitorios e incluso una pequeña antesala donde los camareros pueden abrir el champán y preparar canapés.

Había champán y canapés para el grupo del KGB, pero en la lista de prioridades figuraban antes las cerraduras extras, los dispositivos de seguridad, las puertas que separan esta parte de la última planta y el ascensor privado que permitiría a los delegados del KGB llegar y marcharse sin mezclarse con los otros huéspedes del hotel.

—¿Cuál es su punto más débil? —preguntó Bret, hablando a nuestras espaldas como si lo hiciera para sus adentros.

A estas alturas ya había recobrado algo de su confianza en sí mismo; poseía el don americano de la elasticidad; sólo había necesitado una ducha caliente, ropa interior limpia y las páginas deportivas del Herald Tribune.

Yo no contesté, pero Frank dijo:

—Fiona.

—¿Fiona? —¿Había resentimiento en la voz de Bret o un tono posesivo inspirado por cierto afecto que aún podía sentir por ella?—. ¿Fiona es su punto más débil? ¿Qué quieres decir, Frank?

Frank dio media vuelta y fue a sentarse en el sillón, delante de Bret. Desde que yo llevara a Bret a casa de Frank en el Grunewald existía una distancia, casi una frialdad entre los dos hombres. No sabía hasta qué punto era una hostilidad latente y hasta qué punto cierta confusión por parte de Frank ante la humillación de que Bret era víctima. Frank explicó:

—Acaba de entrar en su organización y es probable que algunos la miren todavía con suspicacia; sin duda todos sienten una especie de hostilidad hacia ella.

—¿Se basa esta opinión en informes recibidos? —inquirió Bret.

—Es una extranjera —continuó Frank—. Confiarle un cargo ejecutivo entre ellos significa menoscabar las esperanzas de promoción de todos. Compara su posición con la nuestra. Todos nosotros nos conocemos desde hace muchos años; sabemos lo que podemos esperar el uno del otro, tanto en términos de ayuda como de impedimento. Ella, en cambio, está aislada, no tiene aliados antiguos, carece de experiencia sobre las acciones u opiniones que puede esperar de sus colegas. Está constantemente bajo el microscopio; todos cuantos la rodean intentarán encontrar defectos en lo que hace. Todo cuanto diga será analizado, sílaba por sílaba, por personas hostiles a sus actos.

—Ha sido nombrada por Moscú —dijo Bret y de nuevo percibí una nota indefinible que podía ser afecto o incluso orgullo.

Bret me miró, pero yo fijé la vista en mi bebida.

—Razón de más para que el personal de su oficina de Moscú la mire con resentimiento —replicó Frank.

—Así pues, ¿qué propones? —le preguntó Bret.

—Debemos darle la oportunidad de negociar separada del resto de su gente. Debemos darle ocasión de hablar sin que la oigan.

—Esto no será fácil, Frank —dije yo—. Ya sabes por qué mandan a grupos tan nutridos. No se fían de que nadie se quede a solas con nosotros.

—Tenemos que encontrar un medio —insistió Frank—. Bernard puede llevar la conversación hacia un plano doméstico. Debe haber algo sobre lo que pueda hablar con ella.

—Háblale de los niños —sugirió Bret.

Yo le habría estrangulado de buena gana, pero sonreí.

—Quizá ella ya ha pensado en esto —dijo Frank, que conocía bien a Fiona— y tiene preparado un truco para separarse de ellos.

—¿Y qué hay de nosotros? —preguntó Bret—. ¿Cuál es nuestro punto más débil?

Peter, su guardaespaldas, no apartaba la vista de Bret e intentaba seguir la conversación.

—Esto es fácil —respondió Frank—. Nuestro punto más débil es Werner Volkmann.

La antipatía de Frank hacia Werner se basaba en la aventura que Frank había tenido con la esposa de Werner, Zena. La culpa genera resentimiento y Frank detestaba a Werner porque le había puesto cuernos.

—El nombre de Werner no se ha mencionado siquiera —observó Bret—. Por lo menos, esto es lo que nos dijo Bernard.

—Estoy seguro de que Bernard nos dijo la verdad —contestó Frank—, pero ellos tienen a Werner Volkmann y Werner es su mejor amigo. Saben muy bien lo que queremos a cambio.

—Lo que fingimos querer a cambio, Frank —tercié—. Nuestro auténtico beneficio es revelar a la Central de Londres que Stinnes es el hombre de Moscú que intenta inculpar a Bret y causar dificultades a todos los demás y tenemos que hacerlo sin que Moscú adivine cuál es nuestro verdadero propósito. Exigir la libertad de Werner es una eficaz cortina de humo.

Frank sonrió al oír lo que él consideraba un argumento falso. Pensaba que Werner era mi verdadero motivo para montar esta operación, pero se equivocaba. Sin embargo, yo no dejaría que ninguno de los dos lo descubriera. Mi verdadero motivo eran mis hijos.

—¡Bernard! —De repente, mi mujer cruzó el umbral—. Qué suite tan maravillosa. ¿La has elegido tú? —Una sonrisa fría, por si alguien pensaba que era sincera.

Se quedó como esperando el beso habitual, pero yo titubeé y al final le tendí la mano. Ella la estrechó con una sonrisa burlona.

—Hola, Fi —dije.

Llevaba un vestido de lana gris, sencillo, pero caro. No vivía como una trabajadora, sino como los que decían a los trabajadores lo que les estaba permitido hacer.

—Hola, Frank, hola, Bret —saludó, sonriendo y estrechándoles las manos.

Mandaba el grupo y estaba decidida a demostrarlo. Ésta era su primera visita oficial a Occidente. Pensando en ello después comprendí que, pese a nuestras garantías, no tenía el convencimiento de que no fuésemos a arrestarla. Sin embargo, hacía gala de la misma confianza y seguridad que solía aparentar siempre. Llevaba un peinado diferente; se había dejado crecer el pelo y lo recogía en una especie de moño. Era la clase de peinado que elegirían en Hollywood para una funcionaría comunista en una película donde al final se quita las gafas, se suelta el cabello y se convierte en una capitalista. Ninotchka. Sin embargo, en Fiona no se veía ningún indicio de que fuera a abandonar la crisálida del comunismo. De hecho, a juzgar por las apariencias, parecía sentarle bien.

Cuando todos se hubieron estrechado la mano, un camarero —es decir, uno de los nuestros, armado pero vestido de camarero— sirvió las bebidas. Frank ofreció champán. Había apostado cinco libras conmigo a que no lo aceptarían y tenía en la nevera un vino blanco ruso por si pedían otra cosa, sólo para ponerse difíciles. Fiona, no obstante, dijo que el champán sería maravilloso y entonces todos dijeron que tomarían champán. Excepto yo, que pedí otro whisky.

No entraron los nueve en la habitación. Dos hombres armados del KGB se quedaron en el vestíbulo, otro tenía orden de ayudar a los conductores a vigilar los coches y un cuarto supervisaba el empleo del ascensor privado. Los negociadores eran tres, asistidos por dos funcionarios. El único a quien yo conocía, aparte de Fiona, era Pavel Moskvin, cuyo destino se cruzaba continuamente con el mío. Se quitó el abrigo negro que le llegaba a los tobillos y lo tiró sobre un sofá. Me miró con fijeza. Yo sonreí y desvié la mirada.

En su grupo había un hombre mucho más joven, rubio, de unos veinticinco años, que llevaba la clase de traje típico de los hombres del KGB que no podían salir de Moscú. Debía ser un estudiante, porque su alemán e inglés eran perfectos, sin ningún acento, e incluso hizo algunos chistes. Se veía, sin embargo, que Fiona le tenía en el bolsillo; la miraba todo el rato por si ella le daba una orden. A su lado estaba el tercer negociador: un hombre canoso que sólo fruncía el ceño.

—Espero que estén de acuerdo en que el tiempo es el factor vital —dijo Bret.

Era su función; Frank le había concedido este derecho desde el principio. Bret era quien más tenía que perder; si la reunión fracasaba, sólo él tendría la culpa. Y sin duda Frank le echaría a los lobos en un intento desesperado de salvarse a sí mismo. ¿Cómo me dejaría a mí la explicación de Frank? Lo ignoraba.

—Sí —respondió Fiona—. ¿Podemos tomar notas?

—Por lo tanto hemos pensado que lo mejor será discutir los temas uno por uno. La discusión principal gira en torno a su hombre, Stinnes. Podemos discutir el procedimiento al mismo tiempo, con la esperanza de llegar a un acuerdo. ¿Es usted el oficial superior?

—Sí —dijo Fiona.

Bebió un poco de champán. Sabía cómo se desarrollaría la reunión, por supuesto, pero se mantenía muy seria.

—Nuestro negociador principal es el señor Samson —anunció Bret.

Hubo un largo silencio. Pavel Moskvin no estaba tranquilo. No había probado el champán, que perdía gas sobre la mesa del comedor. Mostró su hostilidad cruzándose de brazos y frunciendo el ceño.

—¿Qué le parece, coronel Moskvin? —preguntó Fiona.

De modo que ya era coronel Moskvin... cuidado, mayor Stinnes, pensé.

—Será mejor que todos permanezcamos juntos —dijo Moskvin—. Nada de trucos.

—Muy bien —asintió Bret, invitándolos con un ademán a sentarse alrededor de la mesa redonda.

El camarero llenó las copas. El muchacho rubio se sentó detrás de Fiona para poder apoyar el bloc sobre sus rodillas.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Moskvin, como si intentara arrebatarle el mando a Fiona, quien se recostó en el respaldo y no dijo nada. Los brazos cruzados de Moskvin pusieron tirante la tela de su chaqueta, lo cual me permitió ver que tenía la pistola escondida bajo el brazo.

—Nosotros tenemos a su hombre, Stinnes —dijo Bret—. Fue una buena tentativa, pero ha fallado. Hasta ahora hemos conseguido mantener a raya a la prensa, pero no podremos hacerlo indefinidamente.

El chico rubio tradujo estas frases a Pavel Moskvin, quien asintió.

—¿Es por esto que lo han traído a Berlín? —inquirió Fiona.

—En parte, sí. Pero los alemanes también tienen periódicos. En cuanto publiquen la historia, no nos quedará otra alternativa que entregarlo al DPP y entonces el asunto ya no estará en nuestras manos.

—¿DPP? —preguntó Moskvin—. ¿Qué es esto?

Por lo visto entendía el inglés lo suficiente para seguir la conversación.

—Director de Procesamientos Públicos —explicó Bret—. El equivalente del fiscal general británico. Es otro departamento y nosotros carecemos de control sobre él.

—¿Y a cambio? —inquirió Fiona.

—Ustedes han arrestado a Werner Volkmann —dije.

—¿De veras? —dijo Fiona. Esto era muy ruso.

—No he venido aquí a perder el tiempo —repliqué.

Mi observación pareció irritarla.

—No —dijo en voz baja, llena de odio y resentimiento—. Han venido aquí a discutir el destino de Erich Stinnes, un camarada bueno y leal que fue infamemente secuestrado por sus terroristas pese a su condición de diplomático y a quien, según nuestras fuentes, se ha torturado sistemáticamente para obligarle a traicionar a su patria.

Fiona no había tardado en dominar la sintaxis del partido.

Fue todo un discurso y sentí la tentación de replicar con sarcasmo, pero no lo hice. Miré a Frank. Ahora los dos sabíamos que yo había acertado y pude ver el alivio en su rostro. Si la versión oficial del KGB iba a ser que Erich Stinnes había sido secuestrado y torturado, Stinnes recuperaría su rango y posición en el KGB y entonces hasta los cerebros más obtusos de Londres tendrían que aceptar el hecho de que Stinnes había sido un falso traidor, infiltrado para crear dificultades.

—No convirtamos esta reunión en un foro para disputas políticas —dije—. Werner Volkmann por el mayor Stinnes; su intercambio normal.

—¿Dónde está el camarada Stinnes? —preguntó Fiona.

—Aquí en Berlín. ¿Dónde está Werner?

—En el Puesto de Control Charlie —contestó Fiona.

Era extraño que después de tantos años los comunistas siguieran usando el nombre dado al puesto por el ejército americano.

—¿Sano y salvo?

—¿Quiere enviar a alguien a verle? —inquirió ella.

—Ya tenemos a alguien en el Puesto de Control Charlie. ¿Convenimos en que le vea mientras nosotros continuamos hablando? —pregunté.

Ella miró a Moskvin y éste asintió con un gesto casi imperceptible.

—Muy bien. ¿Y el camarada Stinnes? —inquirió Fiona.

Yo miré a Bret. El intercambio era asunto suyo.

—Le tenemos aquí en el hotel —respondió Bret—, pero deberán elegir a uno de ustedes para que le vea. Uno solo. No puedo dejarlos ir a todos.

El bueno de Bret. No sabía que fuera capaz de ello, pero se había sacado la solución de la manga en un santiamén.

—Iré yo —dijo Fiona.

Moskvin no se mostró complacido, pero podía hacer poco para evitarlo. Si ponía objeciones, ella le dejaría ir y entonces aún tendría ocasión de hablar conmigo en privado.

Erich Stinnes estaba en una suite en el mismo pasillo. Los hombres de Frank le habían secuestrado prácticamente en Berwick House agitando autorizaciones y una tarjeta firmada por Bret en su capacidad de presidente del comité, cargo que técnicamente seguía ejerciendo. Sin embargo, llevé a Fiona a una suite vacía contigua a la que ocupaba Stinnes.

—¿Qué juego es éste? —preguntó, mirando las habitaciones vacías de su alrededor; incluso rebuscó entre las rosas por si ocultaban un micrófono. Fiona no era nada sofisticada en materia de vigilancia electrónica—. ¿Qué es esto? —Parecía nerviosa.

—Relájate —contesté—. No voy a exigir mis derechos conyugales.

—He venido para ver a Stinnes —dijo.

—Has venido porque querías una oportunidad de hablar conmigo en privado.

—Pero también quiero verle —replicó.

—Nos espera en este mismo pasillo.

—¿Está bien?

—¿Te importa algo que esté bien?

—Erich Stinnes es una buena persona, Bernard, y haré lo que pueda para evitar que muera en la cárcel.

La pretendida enfermedad de Stinnes formaba parte de su plan. Ahora lo veía claro.

—No te preocupes —dije—. Los dos sabemos que Erich Stinnes disfruta de excelente salud. Volverá a casa y le cubrirán el pecho de medallas.

—Es un buen hombre —repitió, como si convencerme de esto fuese importante para ella.

No negó que disfrutase de buena salud. Su dolencia era parte de la puesta en escena... una idea de Fiona, sin duda, para que Stinnes fuera mejor tratado.

—No tenemos tiempo para perderlo hablando de Stinnes —dije.

—No, tú has venido a hablar de tu precioso Werner.

Incluso ahora que me había dejado, persistía un matiz de resentimiento en su voz. ¿Temían y detestaban todas las esposas las amistades anteriores al matrimonio?

—Te equivocas otra vez —repliqué—. Tenemos que hablar de los niños.

—No hay nada que hablar. Quiero tenerlos durante las vacaciones. No es mucho pedir. ¿Te lo dijo Tessa?

—Sí. Pero no quiero que te lleves a los niños.

—Son tan míos como tuyos. ¿Crees que no soy humana? ¿Crees que no los quiero tanto como tú?

—¿Cómo puedo creer que los quieres tanto como yo si nos has abandonado?

—A veces existen lealtades y aspiraciones que están por encima de la familia.

—¿Es ésta una de las cosas que explicarás al pequeño Billy cuando le enseñes las centrales eléctricas y el metro de Moscú?

—Son mis hijos.

—¿No ves el peligro de llevarlos contigo? ¿No ves que se convertirán en rehenes que dependerán de tu buena conducta? ¿Acaso no es obvio que una vez estén allí, no se os permitirá nunca más volver juntos al Oeste? Retendrán a los niños para asegurarse de que cumples con tu deber de buena comunista y regresas al Este como deben hacer todos los buenos ciudadanos soviéticos.

—¿Y cómo es su vida? Tú estás siempre trabajando. Nanny se pasa la vida mirando la televisión. Van como una peonza de casa de tu madre a casa de mi padre. Pronto te encapricharás de otra mujer y tendrán una madrastra. ¿Qué clase de vida es ésta? Conmigo tendrían un hogar verdadero y una vida familiar estable.

—¿Con un padrastro?

—No hay ningún otro hombre, Bernard —dijo en voz muy baja— ni lo habrá. Por esto necesito tanto a los niños. Tú puedes tener más hijos, docenas si lo deseas. Para un hombre es fácil (puede tener hijos hasta los ochenta años), y en cambio yo pronto habré rebasado la edad apta para la maternidad. No me niegues a los niños.

Como todas las mujeres, estaba tiranizada por su biología.

—No te los lleves a un país que no podrán abandonar. ¡Fiona! Mírame, Fiona. Lo digo por tu bien, por el bien de los niños y por el mío propio.

—Tengo que verlos. Tengo que verlos.

Nerviosa, fue hacia la ventana, miró afuera y volvió junto a mí.

—Puedes verlos en Holanda o Suecia o cualquier país neutral, pero te suplico que no los lleves al Este.

—¿Es otro de tus trucos? —preguntó con voz dura.

—Sabes que tengo razón, Fi.

Se retorció las manos y dio vueltas a los anillos que llevaba, el aro de matrimonio y el brillante que le había comprado con el dinero de la venta de mi viejo Ferrari.

—¿Cómo están?

Era una voz diferente.

—Billy ha aprendido otro truco mágico y Sally aprende a escribir con la mano derecha.

—Son un encanto. Recibí sus cartas y dibujos. Gracias.

—Fue idea de Tess.

—Tess se ha vuelto madura de repente.

—Sí, es verdad.

—¿Aún tiene aquellas estúpidas aventuras?

—Sí, pero George le está apretando las clavijas. Creo que Tess ya empieza a preguntarse si merece la pena.

—¿Qué truco es?

—¿A qué truco te refieres?

—Al de Billy.

—¡Oh! Corta un trozo de cuerda por la mitad y luego lo saca entero.

—¿Es convincente?

—Nanny todavía no se lo explica.

—Debe ser cosa de familia.

—Supongo que sí —dije, aunque no estaba seguro de qué clase de trucos hablaba y si se refería a mi trabajo o al suyo.

—¿Me arrestarán si voy a Inglaterra con mi antiguo pasaporte? —preguntó.

—Lo averiguaré —prometí—, pero ¿por qué no ver a los niños en Holanda?

—Será mejor que no te conviertas en cómplice, Bernard.

—Ya estamos conspirando ahora mismo —dije—. ¿Cuál de nuestros jefes lo toleraría?

—Ninguno de los dos —contestó.

Era una concesión, una concesión minúscula, pero la primera que hacía.

—Te echo de menos, Fi.

—Oh, Bernard —dijo. Las lágrimas le anegaron los ojos. Quise tomarla en mis brazos, pero ella retrocedió—. No —dijo—, no.

—Haré lo que pueda —prometí de nuevo.

No sé exactamente a qué me refería y ella no lo preguntó; era solamente un sonido abstracto destinado a consolarla y ella lo aceptó como tal.

—No soltarán a Werner —dijo, mirando a su alrededor, temerosa de que hubiera micrófonos.

—Pensaba que lo habíamos acordado.

—Pavel Moskvin es quien decide. El dirige estas negociaciones, no yo.

—Werner no ha hecho nada de importancia.

—Sé lo que hacía. La Miller está bajo vigilancia permanente desde la semana pasada. Esperábamos a Werner cuando fue a ponerse en contacto con ella.

—La operación Stinnes se ha terminado. Está borrada, desacreditada, acabada. Lo que Werner dijera a la Miller carece de importancia.

—Tranquilízate. Ya lo sé. Pero tengo mis órdenes.

—Sin Werner, no hay Stinnes —dije.

Fiona no contestó, pero tenía la cara blanca y crispada y respiraba como si la tensión fuera excesiva para ella.

—Moskvin mató el chico MacKenzie en el piso franco de Bosham —le recordé.

Se encogió de hombros.

—¿Por qué tuvo que hacerlo? —insistí—. MacKenzie no podía matar una mosca sin recitar una plegaria.

Fiona me miró y exhaló un profundo suspiro.

—Tendrás que eliminarle, Bernard.

—¿Qué?

Con petulancia y una prisa que no eran habituales en ella, repitió:

—Tendrás que eliminarle... a Moskvin.

Por un momento me quedé sin habla. ¿Era mi mujer quien lo había dicho?

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Es el único modo. Tengo a Werner en el aparcamiento para autobuses del Puesto de Control Charlie. Dije a Moskvin que tú tal vez querrías verle agitar la mano para estar seguro de que se encuentra bien. Esto fue antes de que Moskvin accediera a que enviaras allí a tu hombre.

—¿Cómo lo explicarás? —pregunté.

—Elimínale y no tendré que explicar nada.

Yo aún no estaba seguro.

—¿Que lo mate, quieres decir?

Se veía nerviosa y excitada. Respondió con voz estridente:

—Matan a muchos. No sería la primera vez que alguien cayera delante del Muro, ¿verdad?

—No, pero no puedo ponerme a disparar contra una delegación como la tuya. Serían capaces de hacer venir a los tanques. No quiero ser el hombre que inicie la tercera guerra mundial. Hablo en serio, Fi.

—Debes hacerlo personalmente, Bernard; no debes ordenar a alguien que lo haga. No quiero que nadie sepa que lo hemos discutido juntos.

—Está bien —me oí decir.

—¿Lo prometes? —Titubeé—. Se trata de Werner, tu amigo —añadió—. Yo hago todo lo que puedo; más de lo que debiera.

Porque le convenía, pensé. No lo hacía por Werner, ni siquiera por mí. Y de todos modos, ¿qué hacía? Sería yo quien pusiera la cabeza bajo la guillotina. Y además pretendía privarme de la ocasión de explicarlo a mis jefes.

—Lo prometo —dije, desesperado—. Métele a él y a Stinnes en el último coche y déjame ir con ellos. Pero los niños se quedan conmigo. Es la condición, Fi.

—Ten cuidado, Bernard. Es un bruto.

La miré. Era muy hermosa, más hermosa de lo que recordaba. Su mirada era dulce y el leve aroma de su perfume me traía recuerdos.

—Quédate aquí, Fi —supliqué—. Quédate en Occidente. Podríamos arreglarlo todo.

Meneó la cabeza.

—Adiós por última vez —dijo—. No te preocupes, te devolveré a Werner. Y de momento no te quitaré a los niños.

—Quédate.

Se inclinó y me besó con decoro para no despintarse los labios; supongo que todos la mirarían buscando signos como éste.

—No lo comprendes, pero algún día lo harás.

—Lo dudo.

—Vamos a ver al camarada Stinnes —dijo, con la voz dura y resuelta de antes.