15

—¿Por qué te has metido en este fregado? —pregunté a Ted Riley por centésima vez y por centésima vez él no supo darme una explicación satisfactoria.

No tenía ninguna prisa. Bebía whisky irlandés Powers, que empezaba a causarle efecto, porque hablaba con la cadencia de Kerry, un acento que lo convierte todo en una canción. Recordaba aquella voz de mi infancia, y me hacía evocar todos los relatos de Ted.

Había uno sobre su abuelo, que amontonaba en fajinas su turba recién cortada y «a la suave y rosada luz de todas y cada una de las mañanas» descubría que le habían robado una parte de turba. Los robos continuaron durante años hasta que un día el abuelo Riley ocultó pólvora entre la turba y la casa de un vecino ardió hasta los cimientos. A fin de evitar la violenta venganza con que los amenazaron los parientes del hombre herido, los Riley se marcharon al condado de Kerry, donde nació Ted. Jamás sabré cuántos relatos de Ted eran ciertos y cuántos inventados para divertir a un niño de ojos muy abiertos por el asombro, pero Ted formaba parte de mi infancia, como trepar por los montones de escombros de Berlín y patinar sobre el hielo del Muggelsee.

—Ahhhhhh. —El bostezo de Ted era un síntoma de ansiedad. El miedo causa en todas las criaturas de Dios una somnolencia, una necesidad dictada por el instinto de conservación de acurrucarse en un rincón y dormir.

Nos hallábamos sentados en la clase de habitación donde me parece haber pasado la mitad de mi vida adulta. Era una habitación de hotel en Cambridge, pero éste no era el Cambridge de los chapiteles góticos o los rectores enclaustrados, sino una calle comercial en el lado pobre de la ciudad, un hotel destartalado con gastado linóleum en el suelo, un cuarto de baño al final del pasillo y un lavabo con un grifo que goteaba pese a todos mis esfuerzos para silenciarlo.

Atardecía, pero no habíamos encendido las luces. La cortina estaba abierta y la única luz de la habitación procedía de los faroles de la calle, un amarillento resplandor de sodio reflejado por el asfalto húmedo de lluvia, que dibujaba siluetas en el techo. Podía distinguir sobre la cama la forma de Ted Riley, que aún llevaba puesto el impermeable mojado. El sombrero le tapaba la cara y sólo se la descubría para beber.

Yo estaba cerca de la ventana, mirando a través de la cortina de malla la casa de enfrente, que era un edificio viejo de cuatro plantas, con manchas en la fachada y alguna que otra grieta. Según las placas de latón de la puerta principal, albergaba a una firma de arquitectos y a un diseñador industrial, así como el bufete de abogado en el que debíamos entrar. En el último piso se hallaba el apartamento del conserje, pero esta noche, según las averiguaciones de Ted, el conserje se había ido a visitar a la familia de su hijo en Londres. Todo el edificio estaba a oscuras.

—¡Ah, bueno...! ¡Ya sabes...! —exclamó Ted, levantando el vaso. Se suponía que esto contestaba a todas mis preguntas.

Ted Riley intentaba decirme que por muy minucioso que fuera en sus explicaciones, yo no le entendería. Nos separaba una generación y, aún más importante, la generación de Ted había luchado en la guerra y la mía no. Ted era amigo de mi padre y su gesto me decía que mi padre jamás le habría formulado aquella pregunta, porque él habría conocido la respuesta. Por eso Ted no me contestaba. Le convenía creer aquello.

Me serví más whisky y fui hacia la cama con la botella. Ted me alargó el vaso sin quitarse el sombrero de la cara. Le eché una buena dosis. La necesitaría.

—Gracias, hijo mío —murmuró.

Por muy cerca que me sintiera de Ted Riley, él siempre me veía como el chiquillo que se había abierto camino en la vida. Los que metían los pies bajo una mesa de la Central de Londres eran considerados como una raza aparte por los hombres y mujeres que habían hecho el verdadero trabajo en los lugares solitarios donde se hacía este trabajo.

—Cuando tu jefe sugiere algo, yo no estoy en situación de rechazarlo —dijo Ted—. Me han empleado por indulgencia; el Departamento me lo ha comunicado con estas mismas palabras. —Se refería a Bret, claro, y Bret era «mi jefe» porque yo le había acompañado a Berwick House en su vistoso coche.

Volví a la ventana para vigilar la calle. No tuve que andar mucho; la habitación tenía las dimensiones de una alacena grande.

—Eso fue hace mucho tiempo —me oí decir, tal como me decían todos cuando pensaban que necesitaba tranquilizarme respecto a mi pasado.

El tiempo solía ser la panacea universal, pero en la actualidad nuestros pecados figuran en la memoria de las computadoras y las memorias alimentadas al azar no flaquean.

Pasó un coche patrulla, no lo bastante despacio para observar nuestro blanco, pero tampoco lo bastante de prisa para estar pasando por casualidad. Decidí no mencionarlo a Ted; no era cuestión de ponerle más nervioso.

—No existe un estatuto de limitaciones para el chantaje —comentó Ted sin una amargura especial en la voz—. Está escrito en alguna parte, en un expediente secreto, para usarlo contra mí siempre que no sea ejemplar.

Por un momento pensé que sus palabras podían tener un doble significado. Pensé que me decía que yo estaba en la misma posición, pero éste no era el estilo del Departamento. ¿Cómo se puede chantajear a alguien con algo que ya es del dominio público? No, del mismo modo que habían ocultado cuidadosamente la caída en desgracia de Ted Riley, mantendrían bien enterrada cualquier persistente sospecha en torno a mi persona. Repliqué:

—Por Dios, Ted. Jamones, queso, alcohol o lo que fuera... ha pasado demasiado tiempo para que pueda importarle a alguien.

—Era joven y muy estúpido. No fue sólo por los pequeños negocios en el mercado negro. Todos temían que me hubiesen obligado a revelar información militar. Entonces nunca se me ocurrió verlo de este modo.

—Mi padre no —contesté—, mi padre te habría confiado su vida.

Ted gruñó para indicarme que era un tonto.

—Tu padre firmó la nota para la investigación. Yo podría haberlo disimulado todo si tu padre no lo hubiera descubierto. Fue él quien me mandó a Londres a afrontar las consecuencias.

Sentí unas náuseas momentáneas. Ted no era sólo un colega muy íntimo de mi padre, sino un amigo de la familia. Siempre entraba y salía cuando vivíamos en casa de Lisl Hennig. Ted era de la familia. Nuestra criada alemana siempre tenía a punto un juego de cubiertos y una servilleta por si Ted venía a cenar sin anunciarse.

—Lo lamento, Ted. No sabía nada.

Ted emitió otro gruñido.

—No culpo a tu padre; me culpo a mí mismo. Tu padre no ocultaba lo que hacía al personal que infringía las reglas y yo era personal superior. Hizo lo único que podía hacer: castigarme. No le guardo rencor, Bernard.

Su voz era la del esbelto y joven oficial que solía sentarme sobre sus hombros y galopar sin esfuerzo por el pasillo para meterme en la bañera. Sin embargo, hasta en la oscuridad podía ver que la voz procedía de un hombre viejo, gordo y desengañado.

—Papá era demasiado inflexible —dije, yendo a sentarme sobre la cama. Los muelles viejos y cansados gimieron y el colchón se hundió bajo mi peso.

—En paz descanse —murmuró Ted. Se estiró y me tocó el brazo—. Tuviste el mejor padre que un hombre puede desear. Nunca nos pidió que hiciéramos algo que no quisiera hacer él mismo. —La voz de Ted era tensa. Yo había olvidado que pertenecía a la clase de irlandeses sentimentales.

—A veces papá era un poco prusiano —observé para aliviar la tensión.

Ted empezaba a sumirse en el sensiblero estado de ánimo que le impulsaba a cantar «Vuelve a Erin, amada mía, amada mía»... con aquella voz implorante de barítono que siempre dejaba oír en las fiestas navideñas de la oficina de Berlín.

—Muchas palabras verdaderas se dicen en broma —dijo con voz ronca—. Sí, tu padre se parecía un poco a esos prusianos... los que me gustaban. Cuando se celebró el juicio, fue él quien vino a Londres para declarar en mi favor. De no ser por lo que dijo, me habrían echado de un puntapié y sin derecho a pensión.

—¿Es lo que le sucedió a Lange?

—Algo parecido —respondió Ted, como si no quisiera hablar de ello.

—¿Él también hacía negocios?

Ted se apartó el sombrero de la cara para mirarme y sonrió.

—¿Si Lange también hacía negocios? Lange estaba a punto de convertirse en el rey del mercado negro berlinés cuando le facturaron a Hamburgo.

—¿Y mi padre no lo sabía?

—Ahora me estás comparando con Lange, lo cual equivale a comparar a un delincuente aficionado con Al Capone. Yo era un chiquillo y Lange un viejo periodista que conocía bien el mundo. ¿Sabías que le concedieron una entrevista personal con Hitler en el treinta y tres, cuando los nazis se instalaron en el poder? Lange era un hombre maduro y sofisticado, sabía ocultar sus huellas y convencer a la gente de cualquier cosa. Incluso tu padre cayó bajo su hechizo. Sin embargo, Lange temía a tu padre y no se atrevió a saltarse todos los semáforos rojos hasta que tu padre abandonó Berlín para ir a Londres. Se rumorea que ingresó un millón de marcos en el banco.

—Olvida los rumores —dije—. Si vas a visitarle ahora, no verás muchas señales de dinero. Vive en un ruinoso antro cerca de la Potsdamerstrasse y bebe vino de elaboración casera. Me dio tanta lástima que arranqué al Departamento un pequeño pago por la información que me facilitó. Rensselaer vio la nota y empezó a interrogarme sobre lo que me había dicho Lange.

—Ahórrate las lágrimas, Bernie. Lange hizo cosas terribles en los viejos tiempos, cosas que no me gustaría tener sobre la conciencia.

—¿Cuáles?

—Sus amigos del mercado negro iban armados y no hablo de abridores de latas. Hirieron a gente, incluso mataron a algunos. Lange no intervino, pero estaba al corriente de lo que ocurría cuando aquellos matones vaciaban almacenes y robaban camiones del ejército. Y el número de crímenes lo prueba. Cuando Lange se fue a Hamburgo, la situación mejoró de repente en Berlín.

—¿Fue por esto que enviaron a Lange a Hamburgo?

—Claro. Era el único modo de poder probar su culpa. Después de aquello no volvieron a darle un buen trabajo.

Guardamos silencio y bebimos. Dentro de una hora todo habría terminado. Yo me iría en el coche con Ted en dirección a Londres, sintiendo aquel ligero histerismo que sigue a los juegos arriesgados como el que ahora nos ocupaba. Cambié de tema.

—¿Y cómo está Erich Stinnes y su radio?

—Todo ha salido a pedir de boca, Bernie. Escucha Radio Volga todas las mañanas.

—¿Radio Volga?

—Para las Fuerzas Armadas Soviéticas en Alemania. Emite todos los días hasta las diez de la noche, hora en que todos los buenos soldados rusos apagan la luz y se van a la cama, excepto el sábado, que emite hasta las diez y media.

—No parece probable que el ejército envíe mensajes radiados a un oficial del KGB.

—No, pero hasta las cinco de la tarde Radio Volga conecta con el Canal Uno del Servicio Nacional de Moscú. Esta emisora podría contener cualquier mensaje ordenado por el KGB.

—¿A qué hora?

—Como te he dicho, la escucha todas las mañanas. O quizá debería decir que el cronómetro que pusiste en el enchufe indica que gasta electricidad todas las mañanas a las ocho y media. Después realiza sus ejercicios y toma dos tazas de café antes de que llegue el interrogador.

—¿No escucha ninguna otra emisora?

—No, juega con los botones. Ese pequeño receptor de onda corta es un bonito juguete y se divierte con él. Este, Oeste, lengua rusa, lengua alemana y toda clase de estaciones de habla española, incluyendo a Cuba. Como es natural, la única prueba que tenemos es la posición en que deja el selector de programas. ¿Juega limpio, Bernie?

—¿Tú qué opinas?

—He visto a bastantes de ellos durante los años en que he trabajado para el Centro de Interrogatorios. —Se incorporó, apoyado sobre un codo, y bebió un poco de whisky. Era un bebedor concienzudo; no bebía a sorbos, sino a tragos—. Todos están algo nerviosos. Algunos francamente aterrados, otros un poco inquietos, pero todos nerviosos. Stinnes es diferente, un tipo frío, tranquilo como el que más. La otra mañana intenté provocarle. Le puse delante un vaso de agua y una rebanada de pan seco y le dije que hiciera el equipaje, que iba a la Torre de Londres, que ya no le necesitábamos. Él se limitó a sonreír y a decir que tenía que suceder un día u otro. Nunca se inmuta.

—¿Crees que aún trabaja para Moscú? ¿Crees que todo podría ser una comedia muy complicada para facilitarnos información falsa y que nosotros la estamos asimilando como él quiere?

Ted me dirigió una sonrisa que fue ampliándose lentamente, como si creyera que le tomaba el pelo.

—Ésta sí que es una buena pregunta. La llaman la pregunta de sesenta y cuatro mil dólares. Ahora eres tú el cerebro, joven Bernard. Ahora te toca a ti darme las respuestas a preguntas como ésta.

—Nos ha facilitado buen material —insinué.

—¿Como el de esta noche? Tu jefe ha dicho que podremos desarticular toda una red con el material que sacaremos de ese archivador que está ahí enfrente.

—No me gusta, Ted. No es nuestro trabajo y el Cinco lo sabe. Si nos metemos en un lío, esos bastardos del Home Office no correrán a ayudarnos.

—¿Por entrar con escalo y robar un par de expedientes? Los dos lo hemos hecho muchas veces allí, Bernie. La única diferencia es que ahora lo hacemos en Inglaterra. Será coser y cantar. Recuerdo los tiempos en que habrías hecho un trabajo como éste en media hora y vuelto para pedir otro igual.

—Tal vez —dije.

No estaba seguro de querer que me lo recordase.

—¿Te acuerdas de cuando me mandaron a Berlín para que entrase en aquella mansión de Heinersdorf, cuando lograste que la doncella te permitiese esperar en el salón? Era la casa de un coronel soviético. El perro te mordió en el trasero cuando te descolgaste por la ventana del cuarto de baño con aquella caja de fotografías. Y fuiste montado en la bicicleta todo el camino de regreso para que nadie viera el agujero de tus pantalones. Tu padre me dio un buen rapapolvo por dejarte hacer aquello.

—Era el único lo bastante delgado para salir por aquella ventana.

—Tu padre tenía razón; eras sólo un niño. Si aquellos bastardos te hubieran cogido y descubierto quién era tu padre, Dios sabe lo que podía haberte ocurrido.

—Nada de particular. Entonces nadie habría adivinado que no era un chico alemán cualquiera.

—¡Las cosas que hicimos antes de que construyeran el Muro! Aquellos sí que eran buenos tiempos, Bernie. Me acuerdo a menudo de tu infancia aventurera.

—Tendríamos que empezar a movernos —dije, mirando el reloj una vez más.

Fui a la ventana y la abrí; entró un aire frío, pero así podía ver y oír mejor. No quería que una patrulla de detectives de la Sección Especial se acercara para agarrar a Ted y demostrarnos qué les pasaba a quienes metían la nariz en el territorio del Home Office.

—Disponemos de mucho tiempo, Bernie. No tiene sentido merodear en torno a la puerta antes de que el cerrajero venga a abrirla. Así es como ocurren los accidentes.

—Ya no deberías hacer esta clase de trabajo.

—No me vendrá mal un poco de dinero.

—Déjamelo hacer a mí, Ted. ¡Tú me cubres!

Me miró largo rato, intentando saber si hablaba en serio.

—Sabes que no puedo dejártelo hacer, hijo. ¿Por qué crees que tu jefe me ha escogido a mí? Porque Ted Riley ya ha perdido su reputación. Si me atrapa la ley, haré la comedia ante el tribunal y los periodistas no se molestarán siquiera en pedirme que deletree mi nombre. Si te cogieran a ti con las manos en la masa, el asunto terminaría con un interrogatorio en casa del primer ministro. Prefiero ir a chirona por hacerlo que afrontar la furia del señor Rensselaer por dejártelo hacer a ti.

—Bueno, pues vámonos ya —dije. No me gustaba lo que decía, pero tenía toda la razón—. El cerrajero estará en el umbral dentro de tres minutos.

Ted se levantó y cogió su radioemisor portátil. Yo hice lo mismo.

—¿Va bien? —pregunté al micrófono.

Ted se puso el auricular en una oreja y se cubrió la otra con la palma de la mano. Era demasiado peligroso conectar el amplificador mientras trabajaba.

Repetí la prueba y él asintió para indicarme que oía bien por el auricular. Luego dijo:

—Parece que funciona, muchacho. —Su voz me llegó a través del teléfono portátil.

Entonces cambié la longitud de onda y llamé al coche que debía recogerle.

—¿Taxi para dos pasajeros? —pregunté.

Aunque había bajado el volumen al mínimo, el transmisor del coche, más potente, sonó muy alto.

—Taxi listo y a la espera.

—¿Lo tienes todo? —pregunté a Ted, que estaba ante el lavabo. Las cañerías hicieron mucho ruido cuando bajó el agua. Sin quitarse el sombrero, Ted se mojó la cara y se secó con la pequeña toalla colgada bajo el espejo.

Exclamó, con voz impaciente:

—Santa Madre de Dios, hemos hecho lo mismo por lo menos cinco veces, Bernard. —Se oyeron voces en el pasillo y dos personas entraron en la habitación contigua. Sonó con fuerza la puerta del armario y luego la hilera de colgadores al ser empujados a un lado. El fondo del armario debía ser muy delgado, porque los sonidos eran fuertes—. Tranquilízate, hijo —murmuró Ted—, es una pareja que ha pagado la habitación para una hora o dos. Esto es una especie de hotel.

Sí, yo estaba aún más nervioso que Ted. Había hecho muy pocas veces el papel de sustituto y nunca con un hombre a quien conociera y que me inspirara simpatía. Comprendí por primera vez que era peor que hacer el verdadero trabajo. Se parecía a la congoja que siente un padre cada vez que sus hijos van en bicicleta entre el tráfico o se marchan a un campamento.

Todavía en la oscuridad, Ted se abrochó el abrigo y se ajustó el sombrero. Le dije:

—Si la cerradura es difícil, te mandaré a los expertos.

Ted Riley me tocó el brazo como si calmara a un caballo asustado.

—No temas, Bernard. Nuestro hombre estuvo ahí dentro hace sólo dos días. Es muy eficiente y ya he trabajado con él otras veces. Identificó el tipo de archivador y ya ha abierto tres desde entonces. Yo le observaba. Casi podría hacerlo solo.

—Será mejor que te vayas. En cuanto estés listo para ponerte en contacto, llámame —le rogué. No le miré salir, sino que me acerqué a la ventana para vigilar la calle.

La cita se desarrolló como un ejercicio de la escuela de entrenamiento. Nuestro cerrajero adiestrado llegó a la hora exacta y Ted Riley cruzó la calle y entró por la puerta sin la menor dilación. El cerrajero entró tras él, cerró la puerta y la fijó para que se mantuviera firme si un policía la empujaba al pasar.

No podría usar el ascensor, así que le esperaban muchos tramos de escalera. Pero Ted era un profesional; se aseguraría de no llegar sin aliento, para el caso en que hubiera un comité de recepción. Ni siquiera con los prismáticos de bolsillo pude verlos entrar en la oficina. Ted se encargaría de que ambos se movieran lo más lejos posible de las ventanas. Por desgracia, los archivadores estaban junto a la pared que daba a la calle.

Hacía dos minutos que habían entrado cuando Ted me llamó.

—Vuelve con la peluca puesta... —entonó en voz baja.

—... calvo sinvergüenza —contesté.

No habíamos acordado ninguna identificación, pero Ted había usado más de una vez su parodia de Vuelve a Erin como contraseña.

—Será coser y cantar —susurró Ted.

—Sin novedad en la calle —dije.

Tardó más de tres minutos en llamar de nuevo. Si no hubiera vigilado el tiempo, se me habría antojado una hora o más.

—Un leve tropiezo... pero todo va bien. Añade tres.

—Nadie en la calle. Añado tres al tiempo de partida.

El coche estaba aparcado muy cerca; unos minutos más o menos no eran importantes para ellos. Decidí no llamar a los del coche hasta que faltara menos para la hora de la cita.

Pasaron cinco minutos antes de que Ted volviera a estar en el aire. Me preguntaba qué diablos estaría ocurriendo, pero como sabía lo fastidiosas que pueden ser semejantes llamadas, guardé silencio.

—No es la misma cerradura —dijo Ted—. Han cambiado el interior. Tendremos que añadir diez. —Su voz sonaba muy tranquila y normal, pero no me gustó el tono.

—¿Servirían los cortadores? —ofrecí. Podían tratar de abrir la parte posterior del archivador si todo lo demás fallaba. Teníamos cortadores capaces de perforarlo casi todo.

—Todavía no.

Seguía lloviendo. Era lo que Ted llamaba «un día blando»: una llovizna persistente que no cesaba. No había muchos transeúntes en la calle e incluso los coches eran poco frecuentes. Una buena noche para quedarse en casa a mirar la televisión. Aquel maldito coche patrulla de Cambridge pasó por la calle una vez más. ¿Era el mismo vehículo que se interesaba por nuestro objetivo o una serie de coches diferentes que iban y venían de la comisaría? Debí haberme fijado en la matrícula.

—De repente hay suerte —dijo la voz de Ted. No dio más detalles pero mantuvo apretado el botón mientras observaba al cerrajero manipular el archivador. Yo los podía oír trabajar, sudar y pugnar por mover el mueble—. Echaremos una mirada a la parte posterior. —Entonces Ted habló al cerrajero—: Cuidado con los cables... ¡está conectado! Santa Madre de...

Yo me esforzaba por ver algo a través de las ventanas de la oscura oficina. Por un momento pensé que habían encendido las luces, porque las dos ventanas del bufete se iluminaron, convirtiéndose en brillantes rectángulos amarillos. Entonces se produjo el estruendo de la explosión. Fue ensordecedor y la onda expansiva me llegó como un vendaval a través de la ventana abierta.

Las ventanas del bufete desaparecieron bajo una lluvia de escombros que cayeron a la calle juntos con pedazos de los dos hombres.

—Taxi. Váyase. Váyase. Negativo. —Era el modo oficial de decir que huyeran para salvarse y los ocupantes del coche respondieron inmediatamente.

—Confirme, por favor. —La voz era serena, pero oí ponerse el motor en marcha.

—Váyase. Váyase. Negativo. Fuera.

Oí murmurar a alguien del otro extremo «Buena suerte» antes de cerrar la radio. Era una infracción de las reglas, pero nunca la hubiera denunciado: necesitaba toda la suerte del mundo.

Oí sonar una sirena en el otro lado de la ciudad. Me asomé a la ventana y tiré con fuerza la radio hacia la oficina de enfrente, cuyas ventanas volvían a estar oscuras, exceptuando el débil resplandor del fuego.

Me abroché el abrigo, me puse la gorra y eché una rápida mirada a mi alrededor para cerciorarme de que no quedaba nada que pudiera comprometernos. Entonces bajé para ver llegar a la policía y el servicio de bomberos.

Estos últimos llegaron inmediatamente después del coche policial. Después vino la ambulancia. El ruido de los pesados motores diesel latía con estruendo. Baterías de faros perforaban la incesante llovizna y se reflejaban en diminutos trozos de cristal, esparcidos por toda la calzada como hielo desmenuzado. Había pedazos de papel chamuscado y cosas que prefería no inspeccionar demasiado de cerca. Maniobraron hasta colocar la escalera del coche de bomberos frente a las ventanas de la oficina, donde aún ardía un resplandor rojizo. Subió un bombero. Flotaba un horrible tufo a quemado y el humo suficiente para que los bomberos tuviesen que usar máscaras de oxígeno.

Toda la calle se iluminó cuando los vecinos descorrieron las cortinas para contemplar la actividad. Ahora ya habían abierto la puerta de entrada al edificio. Los enfermeros de la ambulancia se abrieron paso entre la multitud; no llevaban camilla. Adivinaban que no la necesitarían.

Eran las tres de la madrugada del domingo cuando llegué a casa de Bret Rensselaer en Berkshire. Bret me abrió la puerta totalmente vestido —se apresuró a decirme que no se había acostado—, pero llevaba otra ropa: jersey de cashmere de cuello alto y pantalones a juego de popelín azul. Había esperado la llamada telefónica que le comunicara el éxito de la operación.

Sin embargo, cuando la llamada se produjo, fue para decirle que una explosión había matado a dos hombres en una oficina de Cambridge. La noticia ya estaba en las agencias; era demasiado tarde para los periódicos dominicales, pero los diarios nacionales la publicarían seguramente el lunes. Si un equipo de televisión había conseguido imágenes, quizá se emitirían en el telediario vespertino.

—Necesitamos una distracción —dijo Bret.

Me puso un vaso en la mano y dedicó mucho rato a hacer que prendiera otro tronco en la chimenea. Me agaché delante del fuego; hacía frío.

—Sí, necesitamos una subida en el precio de la cerveza o una huelga de conductores de autobús para que ocupen los titulares —dije—, pero no te preocupes; una pequeña explosión en una calle estrecha de Cambridge no es exactamente noticia de primera plana, Bret.

Bret acercó al fuego un carrito sobre el cual había únicamente una botella de whisky malteado que acababa de sacar del armario y una jarra de agua helada. Se sentó sobre el guardafuegos y se calentó las manos. Las cortinas ya estaban corridas, pero aún se oía la lluvia contra los cristales, igual que unas horas antes, cuando Ted Riley y yo escuchábamos a Bret explicar lo fácil que sería todo.

—Una trampa explosiva. ¡Los bastardos! —exclamó Bret.

—No lleguemos a conclusiones precipitadas —contesté. Estaba sentado al otro lado del guardafuegos. No me gusta sentarme en ellos; es como intentar calentarse sobre una barbacoa: te asas por un lado y te hielas por el otro—. Quizá el objeto no era matar.

—Has dicho que se trataba de una trampa explosiva.

—Ha sido un modo de hablar.

—¿Qué era, entonces?

—Lo ignoro. Quizá sólo un dispositivo para destruir documentos secretos, pero un archivador de acero lo convierte en una bomba.

—Pusieron gran cantidad de explosivo. ¿Por qué no usar una bomba incendiaria? —preguntó Bret.

—Tuvimos una explosión como ésta en Berlín en los viejos tiempos. Sólo usaron una carga pequeña, pero el archivador estaba revestido de un material incombustible especial. Cuando lo tocamos, voló el lado del edificio. Fue peor que la de hoy.

¿Por qué me está sonsacando todos estos detalles?, pensé. ¿A quién le importa la magnitud de la carga explosiva? Ted Riley ha muerto.

—¿No cabe la menor posibilidad de que...?

—Ninguna en absoluto. Dos muertos. Has dicho que las agencias ya tenían la noticia.

—A veces se equivocan —replicó Bret—. ¿Podrán identificarlos?

—No me acerqué a mirar —contesté.

—Claro, claro —dijo Bret—. Gracias a Dios que no fuiste tú.

—Riley es un veterano. Se vació los bolsillos y su ropa no tenía marcas de lavandería. Lo comprobamos juntos. Del otro hombre no sé nada.

—El cerrajero vino de Duisburg. Era de fabricación alemana y necesitábamos un experto en esta clase de cajas.

—Habían cambiado el interior de la cerradura —dije.

—Lo sé —contestó Bret, bebiendo un sorbo de agua tónica.

—¿Cómo podías saberlo si no tenías a alguien escuchando la radio?

Bret sonrió.

—Tenía a alguien escuchando la radio. No es ningún secreto.

—Entonces, ¿por qué tantas preguntas?

—El viejo me hará un montón de preguntas y quiero conocer las respuestas. Y no quiero leerle la transcripción; puede hacerlo él solo. Necesito saber tu versión.

—Es muy sencilla. Stinnes dijo al interrogador que había buen material en esa oficina. Tú enviaste a Ted Riley a buscarlo. El archivador tenía una carga para destruir las pruebas. ¡Bang! ¿Qué preguntas difíciles puede formular el DG, excepto por qué?

—No te culpo por sentirte amargado —dijo Bret—. Ted Riley era amigo de tu padre, ¿verdad?

—Ted Riley era un trabajador eficiente, Bret. Tenía el instinto para serlo. Y no obstante, el pobre desgraciado se pasó la vida comprobando documentos de identidad y asegurándose de que los dispositivos de alarma funcionaran bien. Sólo por un pequeño error.

—No era material para la Central de Londres, si eso es lo que sugieres.

—¿Ah, no? ¿A quién hay que conocer para ser material para la Central de Londres? —interrogué—. Dios mío, Bret, Ted Riley tenía más instinto para el espionaje en su dedo meñique que...

—¿Que yo en todo mi cuerpo? ¿O ibas a decir Dicky? ¿O tal vez el DG?

—¿Puedo tomar otro trago?

—No devolverás la vida a Ted Riley atiborrándote de bebida —dijo Bret. Sin embargo, cogió la botella de Glenlivet y la destapó antes de alargármela. Me serví una buena cantidad, pero no hice ademán de servir a Bret porque él prefería su agua tónica.

—Anoche sostuve una charla con Ted Riley —observé y guardé silencio. En mi cerebro se encendieron las luces rojas. Todo me instaba a ser cauto.

—Debió ser interesante —dijo Bret, en un tono de voz lo bastante neutro para que yo no me levantara a propinarle un puñetazo en la nariz.

—Ted me dijo que Stinnes sintoniza Moscú todas las mañanas a las ocho y media. En su opinión, recibe instrucciones de allí. Quizá una de las instrucciones fue que nos hablara de la oficina de Cambridge para que Ted Riley volara hecho pedazos.

—¿Por qué me dices lo que pensaba Riley? Sólo era un miembro de Seguridad. No necesito las opiniones de los empleados de Seguridad cuando el interrogador obtiene tan buenos resultados.

—Entonces, ¿por qué no enviaste a ese maldito interrogador a introducirse anoche en la oficina?

Bret levantó una mano.

—Ah, ahora te entiendo. Estás tratando de relacionar los dos asuntos. Riley (pese a la satisfacción del interrogador) adivina el plan de información falsa de Stinnes, y entonces tiene que ser eliminado por medio de una bomba preparada por el Kremlin. ¿Es esto lo que intentas decirme?

—Algo parecido —contesté.

Bret suspiró.

—Tú eres el que ha puesto siempre a Stinnes por las nubes, como si fuera algo excepcional, y ahora que han matado a tu amigo, caes en la actitud contraria. Stinnes es el villano, pero como está prácticamente en arresto domiciliario, Moscú ha de ser el matón. A veces me haces perder realmente la paciencia, Bernard.

—Parece lo lógico —respondí.

—Igual que un millón de otras explicaciones. Primero me dices que la bomba era sólo para destruir documentos y ahora pretendes que se trataba de una trampa para matar a Riley. Decídete.

—No juguemos con las palabras, Bret. Lo importante es saber si Stinnes hace un doble juego.

—Olvídalo —dijo Bret.

—No voy a olvidarlo, Bret, voy a investigarlo.

—Tú nos trajiste a Erich Stinnes. Todos dicen que sin ti no se hubiera pasado a nosotros.

—No estoy seguro de que sea verdad.

—Déjate de modestias falsas. Tú le trajiste y todo el mundo te reconoce este mérito. No empieces a pasearte por las oficinas diciendo que tenemos entre nosotros a un agente del KGB en activo.

—Tendremos que quitarle la radio de onda corta —dije—, aunque esto le hará ver que sospechamos de él.

—Tranquilo, Bernard, tranquilo. Si te culpas a ti mismo de la muerte de Ted Riley porque accediste a que Stinnes tuviera la radio, olvídalo.

—No puedo olvidarlo. Fue sugerencia mía.

—Aunque Stinnes esté aún en activo y aunque el fracaso de esta noche sea el resultado de un plan convenido entre él y Moscú, la radio no puede haber desempeñado un papel muy importante en ello.

Bebí unos sorbos de whisky. Ahora me había tranquilizado un poco, gracias a la bebida. Decidí no pelearme con Bret hasta el punto de salir dando un portazo porque me sentía incapaz de conducir el coche hasta Londres.

Al ver que no contestaba, Bret habló de nuevo.

—No podía enviarles mensajes. Aunque por un milagro consiguiera mandarles una carta por correo, no habría tiempo de que la hubieran recibido y actuado en consecuencia. ¿Qué pueden decirle que merezca la pena saber?

—No mucho, supongo.

—Si existe una conspiración, todo estaba acordado antes de que se pasara a nosotros, antes de que volara a México. El uso de esta radio no significa nada.

—Supongo que tienes razón —admití.

—Hay una habitación libre arriba, Bernard. Duerme un poco; pareces muy cansado. Volveremos a hablar durante el desayuno.

Lo que dijo de la radio era sensato y me sentí un poco mejor al respecto. Advertí, sin embargo, que había salido en defensa de Stinnes. ¿Sería porque era agente del KGB o simplemente porque veía en Stinnes un modo de recuperar una posición de poder en la Central de Londres? ¿O tal vez ambas cosas?